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III

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En Madrid traté de poner orden en mis asuntos. A fines de Octubre, pasóme el Banco el extracto de mi cuenta corriente y ví que apenas me quedaban unas dos mil pesetas. Había gastado ya toda mi renta del año, cuando en los precedentes apenas había llegado á la mitad, y con la otra mitad aumentaba mi capital. En aquellos días recibí de Jerez varias letras y algún papel de Londres.

Eran el tercer plazo anual de mis arrendamientos y un residuo de la venta de existencias. Había pensado yo destinar este dinero á consolidación de capital; pero no pudo ser porque tuve que enviarlo á mi cuenta corriente del Banco para los gastos del último trimestre de 82. Una breve operación me dió á conocer que mi fortuna había disminuído aquel año en muy cerca de noventa mil duros. ¡Cosa singular! Yo tenía, durante las embriagueces de aquel año, vagas nociones de esta cifra negativa; pero no me causó temor hasta que la ví salir de la punta de la pluma en infalibles guarismos. Me parecía mentira que tal suma hubiera sido espolvoreada por mí en diversas tiendas de París y Madrid; y no obstante, bien cierto era. Lo hice sin darme cuenta de ello, ciego y alucinado, olvidando esa admirable función del espíritu que llamamos sumar, y atento sólo á los aguijonazos de la voluptuosidad y del amor propio.

A lo hecho, pecho. Aunque felizmente había abierto los ojos al tanto, reintegrándome en el equilibrio de mi sér, por un lado concupiscente, por otro positivista, mi desvarío por Eloísa no había mermado en lo más mínimo. Más prendado de ella cada día, pensé en llevar procedimientos de regularidad económica á lo que moralmente era tan irregular. El orden parecíame digno de ser implantado en los dominios del vicio, y yo me imponía el deber de intentarlo y me hacía la dulce ilusión de conseguirlo. Cavilaciones numéricas entristecían mis noches y mis mañanas, pues el hondo interés que me inspiraba Eloísa hacíame ver nubes muy negras en el porvenir de la casa de Carrillo. En cuanto á mi fortuna, que hasta entonces había sido pingüe, sólida y muy saneada, hice propósito firmísimo de defenderla á todo trance de los lazos que mi propia pasión le tendía. A pesar de lo firme del propósito, vivas inquietudes me atormentaban en presencia de aquel querido edificio económico, al cual se le acababan de abrir grietas muy profundas.

Pensando siempre en mi prima, no cesaba de hacer cálculos sobre el presupuesto de su casa, que me parecía muy desconcertado. Con aquella exactitud que debía á mis hábitos de contabilidad, aprecié lo que había importado la instalación, los ricos muebles y costosos caprichos de Eloísa. Sin escribir un guarismo, calculé el gasto aproximado de la casa, alimentación, cocheras, servidumbre, teatros, modista, viajes de verano, menudencias é imprevistos. No, no: no cabía esto dentro de la cifra de veinte mil duros anuales. Para cerciorarme, levanté columnas de números, y no, no salía. El pasivo del primer año era enorme, abrumador, y unido á la instalación me daba el resultado tristísimo de que los señores de Carrillo se habían comido ya la cuarta parte del capital heredado. Por mucho que estirara yo los ingresos sobre el papel, forzando los productos de las dehesas de Navalagamella y Barco de Avila, engrosando los alquileres de las tres casas de Madrid y añadiendo á todo el cupón de las obligaciones de Banco y Tesoro, no podía pasar de tristes siete mil duros. ¡Y tan tristes!... Como que lloraban por los míos, y me los querían llevar.

Lo peor de todo fué que en aquel otoño Eloísa montó la casa con más lujo, tomó más criados, hizo reformas en el edificio, anunciando que iba á dar comidas todos los jueves. Era preciso hablarle claramente y arrancar aquella mordaza que el amor me ponía. Una tarde, solos en nuestro escondite, le hablé el lenguaje sincero y leal de los números. ¡Cómo esquivaba el tema la muy pícara; cómo se escapaba, culebrosa y resbaladiza, cuando ya la creía tener bien cogida! Por fin se mostró conforme con mis ideas, y penetrada del buen sentido de las cosas. Sí: era preciso moderarse, porque el porvenir... Invirtióse la tarde en cálculos, en proyectos de economía y reducción de inútiles gastos. A los pocos días volví á mi fiscalización con nuevo empeño. No pude obtener que me expusiera en términos exactos su presupuesto. Siempre embrollaba las cifras y las desfiguraba, haciendo un lamentable abuso de la aplicación de los ceros. Por fin, tras pesadas insinuaciones mías, me confesó que tenía algunas deudas.

—Te las pago todas —le dije con efusión— si me juras que no volverás á contraerlas y que serás juiciosa y arreglada.

Y el juramento se hacía poniendo por testigo á Dios; y se celebraba el convenio con abrazos y ternuras; y las deudas se pagaban y se volvían á contraer, como árbol que más vigorosamente retoña cuanto más se le poda.

—Ahora no me echarás la culpa á mí —me dijo una tarde—. Es Pepe el que gasta. Ayer he tenido que sacarle de un gran apuro. Sin que yo lo supiera ha tomado seis mil duros, dando en fianza la casa de la calle de Relatores... No, no me mires así, con esos ojos de terror... Pepe es muy bueno, y no le puedo contrariar. Desde que es senador no ha vuelto á poner los pies en el Veloz. No tiene ningún vicio, no juega, no mantiene queridas; ni siquiera fuma. Pocos hombres hay tan ejemplares como él. Preguntarás que en qué se le va tanto dinero; voy á contestarte inmediatamente. Primero: el periódico, ese dichoso órgano del partido, que yo leo para combatir los insomnios. No sé cómo Pepe, que tiene talento, emplea su dinero en hacer de Galeoto entre la Democracia y el Trono, sabiendo que esa señora y ese caballero no se han de casar, y lo más, lo más, harán lo que hacemos nosotros, quererse á espaldas de la ley... Segundo: Pepe se me ha vuelto tan benéfico, que no sabes lo que me gasta en socorro de emigrados, en la Sociedad de niños... Te aseguro que es un dolor...

Para mí lo era, y no flojo, pues por la concatenación de las cosas, me dolían horriblemente los bolsillos cada vez que el marido de aquella señora ganaba un nuevo título para la bienaventuranza eterna.

Otras veces, en las horas de criminal soledad, nuestras lucubraciones económicas tomaban un giro fantástico y extravagante. Como el líquido puesto al fuego hierve y crece, yo, sometido á las altas temperaturas del amor, deliraba. Pero no era mi delirio, como el de los poetas, visión de flores, nubecillas y formas helénicas. Era más bien una fermentación de los números que tenía metidos en la cabeza. Las cifras de reales, francos y libras que pasaron por mi mente en quince años, volvían todas juntas, agrupándose como en las cerradas columnas de los libros de partida doble, separándose y revolviéndose como las cantidades desgarradas en la cesta de papeles rotos. ¡Poseer millones de millones!... ¡Que mis reales se me volvieran libras esterlinas de la noche á la mañana!... ¡Que los ceros se agruparan junto á las unidades formando esas filas nutridas, cuya vista ensancha el alma! «Entonces, gata bonita, tendrías un palacio mejor que el de Fernán-Núñez y el de Anglada juntos; tendrías un lecho de plata, como el de la esposa de un rajah; tendrías un yacht para viajar por el Mediterráneo y un tren Pullmann para recorrer el Continente. Te compraría el Rembrandt, el Murillo, el Veronés que salieran á la venta al deshacerse la galería de algún principote alemán; y para tí trabajarían Meissonier, Pradilla, Alma Tadema, Domingo, Muncaksy y lo más granadito de Europa. Aprovechando las buenas ocasiones, te compraría los vestigios de las grandes casas, la armadura que llevó el duque de Alba, la espada de Boabdil, los tapices de los Reyes Católicos con el Tanto Monta, y los yugos y flechas, y esas casullas de catedral que van á parar en forros de sillas, y esos libros de vitela cuyas hojas se convierten en abanicos, y cajas de oro, y Cristos de marfil como el que tiene Rothschild, y el jarrón de Fortuny, y la espada de Bernardo, y la biblia de María Estuardo, y el vaso de plata de Napoleón. El arte más sublime, la industria más hábil y los objetos de valor histórico, despojos que se le caen á la Historia en su marcha, serían para que tú jugaras con ellos y te relamieras de gusto mirándolos... Serías más rica que la duquesa de Westminster, la cual lo es más que la reina Victoria, emperatriz de las Indias.»

Como en esta dirección el desvarío no podía ir más allá, Eloísa, para hacer juego, deliraba en sentido contrario. ¡Ser pobre! No tener nada; vivir juntos y solos, completamente exentos de necesidades sociales, en un país apartado, fértil, bonito, donde no hubiera frío, ni calor, ni ciudades, ni civilización... No tener más que un albergue rústico, y que nuestra despensa estuviera colgada de los árboles... No beber más que agua clara... Vestirse sencillamente, tan sencillamente, que todo el guardarropa quedara reducido á un simple túnico talar... Nada de calzado, nada de sombrero, nada de esos horrores que llaman guantes, corbatas y alfileres... No gozar de más espectáculos que los del cielo y la vegetación; no oir más música que la de los pájaros; no ver más espejos que la corriente de los ríos; no tener idea de lo que es un coche, ni una tarjeta de visita, ni una esquela de invitación, ni una cuenta de modista... Desconocer la escritura y la lectura; y en cuanto á religión, celebrar la misa con una hoguera, un par de cánticos, un haz de flores, delante de los panoramas preciosísimos de la Naturaleza... Y en medio de esto, el amor, mucho amor, muchísimo amor; ella y yo siempre juntos, siempre solos, siempre jóvenes y nunca cansados de mirarnos y de querernos...

Creo que mis carcajadas se oían desde la calle. El delirio de Eloísa, que era el rebote del mío, me produjo una hilaridad tal, que ella se apresuró á taparme la boca, alarmada de mis gritos.

—Calla, tonto... No escandalices.

No sé si lo soñé ó lo pensé. Debí de quedarme dormido y ver á Eloísa en aquel pergenio rústico y salvaje, hecha una señora Eva, en el país de abanico más relamido que se podía imaginar. Ella era feliz con su túnico, no sé si de verdes lampazos ó de alguna tela inconsútil. No conocía la ambición ni el lujo; era toda inocencia, salud, dicha. Sus diamantes eran las estrellas, sus galas las flores, sus espejos los lagos, su palacio la bóveda azul de los cielos... Pero un día la señora Eva alcanza á ver á un sér extraño y desconocido que se aparece en aquel delicioso rincón del mundo donde sólo habitamos ella y yo. Esta tercera persona es el demonio, la tentación, el elemento dramático que viene á emporcar nuestro idilio. No se ofrece á las miradas de la señora Eva en forma de serpiente, ni usa para perderla el ardid aquél de la manzana. ¡Quiá! Es un viajero, un náufrago que acaba de arribar á aquellas playas, y para trastornar el seso á mi mujer, le muestra una sarta de cuentas de vidrio. Las ganas de adornarse con ellas desarrollan en su alma formidable apetito, y se conmueve, se ofusca, se vuelve toda nervios; pierde su sér inocente, como si dijéramos, la chaveta, y adiós idilio, adiós Naturaleza, adiós sencillez, adiós paz sabrosa, adiós festín de hierbas, adiós enaguas de hojas, adiós amor... Cae mi Eva en la tentación, se vende por las cuentas de vidrio, y el demonio carga con ella.

Lo prohibido

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