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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LA CAMPAÑA DEL MAESTRAZGO
VIII
ОглавлениеEn esto llegaban al término de la extensísima olmeda, de donde a los ojos se ofrecía un hermoso espectáculo: la cascada que forma el río Alto al precipitarse en el Guadalope. Cerros enhiestos formaban el marco de tan bello paisaje, que D. Beltrán pudo gozar, porque despejada la niebla, daba el sol relieve y colorido a todos los objetos.
«Si es este el lugar que esa sierva de Dios ha elegido para sus penitencias – dijo el anciano, – a fe mía que ha tenido buen gusto.
– En aquella casucha que ve usted junto a dos peñas muy grandes, sombreada por una encina que parece partida por un rayo, moraba estos días la que llamaré ermitaña trashumante.
Aunque no estaba seguro D. Beltrán de ver lo que su amigo le indicaba, allá se encaminó a buen paso; y antes de llegar al sitio designado, vieron que hacia ellos venían dos vejetes con trazas de pastores, por sus vestiduras de pieles más parecidos a osos que a personas, uno de los cuales, al llegar a donde pudo ser oído, les dijo: «Si van en busca de la maestra, vuélvanse, que no la encontrarán.
– ¿Pues dónde ha ido mi señora y capellana? – preguntole Estercuel, sospechando que no le decía la verdad.
– ¡Por vida de…! – exclamó Urdaneta, golpeando airado el suelo con su bastón. – No creí que la buena estrella que me guía en este viaje se eclipsara tan pronto. ¿Sabéis, buenos amigos, si ha ido muy lejos? Porque si supiera que no estaba distante, iría en su busca, que con mis setenta y tantos años, no me arredran un par de leguas.
– Ayer de mañana – dijo el viejo, – fue a la Ginebrosa con mi sobrino, y nos mandó que por hoy al mediodía la esperáramos en Castellseras, para ir juntos a donde ella disponga.
– Entre paréntesis: ¿sabéis si vive y dónde está Francisquín Luco, hermano de Marcela?
– Vive, gracias a Dios… pero del paradero no le diré, señor – replicó el anciano receloso, después de pensar lo que decía. – No sé…
– Sí sabes, tunante; pero no quieres decirlo. ¿No estaba gravemente enfermo? ¿No le asistía su hermana?
– Así parece, señor…
– Está bien… Por ventura, ¿no tendríais en vuestra covacha algo de comer? Porque con el fresco de la mañana y el paseo me siento un tanto desfallecido.
– Cuando les vimos venir estábamos cortando el pan para hacer unas pobres migas. Si los señores quieren participar de esta humildad, el gusto será nuestro, y la penitencia de los señores.
– Discreto eres… Ea, preparad esas migas con prontitud, y allá va con vosotros mi criado para que nos avise cuándo podemos ir a matar el hambre».
Al quedarse solos D. Beltrán y Estercuel, sentaditos en una piedra, dijo el militar al prócer: «Se me había olvidado informar a usted de lo que en el país se cuenta de las idas y venidas de la monja suelta, y de la prontitud, al modo teatral, con que aparece y se oculta, sin que nadie pueda saber de dónde viene ni por dónde se escabulle. Es una conseja, y a título de tal se lo cuento, advirtiéndole que esta guerra ha resucitado en el país la Edad Media, tan bien acomodada a su naturaleza bravía, a la rudeza de sus habitantes y a la muchedumbre de castillos, monasterios y santuarios que por todas partes se ven.
– Ya había pensado yo eso de que por ensalmos nos encontramos en siglo de feudalismo. Cuente, cuente pronto esa leyendita, que quizás no lo sea.
– Pues se dice, y hay quien lo jura, que el padre de esta señora ermitaña o peregrina era hombre muy rico.
– ¿Y a eso llama usted conseja? Puedo dar fe de las propiedades que poseía Juan Luco, las cuales fueron mías…
– Y a más de la propiedad, dicen que poseía grandes cantidades de dinero metálico…
– Naturalmente: era hombre que apenas gastaba el tercio de sus rentas… ¿Y qué más?
– Que antes de lanzarse a pelear por Isabel, Juan Luco puso en un lugar seguro una olla de onzas…
– Precaución muy acertada…
– Y en otro lugar seguro, a bastantes leguas del primer sitio, otra olla de onzas.
– Tenía propiedades en Rubielos…
– Y en Valderrobles, y en Calanda, y en Morella… sus hijos hicieron lo propio. El primogénito sepultaba ollas en este monte, y el segundo en aquel barranco… De modo, señor mío, que por todas estas tierras y por parte de las del Maestrazgo, están esparcidas las riquezas de Luco.
– Pues, amigo mío – dijo D. Beltrán grandemente excitado, levantándose y haciendo rápidos molinetes con su bastón, – no veo la conseja… no veo más que un caso muy natural, la pura lógica, señor mío, el puro sentido común.
– Ollas en los montes de Gúdar, ollas en el desfiladero de Vallivana, ollas en Mosqueruela, ollas en Beceite, ollas en Calanda, en Peñagolosa… y quién sabe si aquí mismo, bajo nuestros pies, habrá un puñadito de oro…
– Hijo, podrán ser más, podrán ser menos – dijo D. Beltrán con grande animación, iluminado el rostro, brillantes los ojos, revelando una credulidad infantil. – El número de ollas no lo sé… pero que las hay… ¡ah! lo creo y lo creo, como si las hubiera enterrado yo mismo… Y no me contradiga usted, porque cuando afirmo verdades como esta, no es prudente contradecirme…
– No, si no me parece absurdo… Pero falta lo mejor de la conseja. Dice el pueblo, y cuando el pueblo lo dice es porque lo cree como el Evangelio, que esta señora monja ha tomado ese empaque ermitañesco y peregrino para recorrer y vigilar los lugares donde yacen escondidas las preciosas tinajas… Sin duda conoce los sitios por inspiración del cielo, o por topografías milagrosas que le ha comunicado el Espíritu Santo…
– No se burle usted, amigo mío, que estas cosas no son para tratadas con genio maleante… Y le advierto que me desagrada oír chanzas aplicadas a cosas y objetos de la mayor seriedad.
– Serio, profundamente serio es cuanto digo, si aceptamos la ficción de hallarnos en plena Edad Media. Prepárese usted, si persiste en penetrar en el país, a ver milagros y hazañas, casos inauditos de santidad o sortilegio, brujas, duendes, apariciones; subterráneos que empiezan en un castillo y acaban en un monasterio a siete leguas de distancia; verá usted hombres feroces, hombres heroicos, mujeres endemoniadas o angelicadas; verá usted, en fin, a la hermosa y andante Marcela, con aliento guerrero y olorcillo de santidad, corriendo por montes y barrancos para tomar nota de las mil y quinientas ollas de Luco, y trasladar a lugar seguro y profundísimo las que fueron escondidas a flor de tierra en parajes muy transitados; prepárese usted a ver todo esto, y si algo descubriese contante y sonante, avise, Sr. D. Beltrán, que no ha de faltarle un buen amigo que, armado de pala y azadón, le preste ayuda.
– ¡Tunante! – dijo el anciano, que gozoso se lanzaba a la confianza paternal, – si tuviera usted la suerte de encontrar uno de esos nidos, ya sé que le faltaría tiempo para ponerlo a un maldito caballo, o a un as indecente… No quiero dejar pasar esta ocasión sin echarle un réspice… mi ancianidad me da derecho a ello… Yo te vi a usted anoche encenagado en el feo vicio. Paréceme que era usted el que tallaba…
– Sí, señor, por mi desgracia. No sé si advertiría usted que me desplumaron.
– Tanto como eso no reparé… Y ¿qué tal? ¿Eran atrevidos aquellos puntos? ¿Se traían alguna martingala?… Sea lo que quiera, un joven de sus méritos no debe dejarse dominar por la pasión del azar… Todo el dinero que caiga en sus manos guárdelo usted, hijo, guárdelo para sus necesidades de mañana. Piense en la vejez, que si en todo caso es triste y desabrida, sin dinero es suplicio grande. Pero, si no me engaño, oigo la voz de Tomé que nos llama, señal de que esas benditas migas nos esperan».
No tardaron en llegar a la choza; y tan grande apetito se le había despertado al buen señor por causa de la frescura matinal, del paseíto, o quizás por la risueña visión de las ollas auríferas, que empezó a tragar migas, todavía calientes, a riesgo de abrasarse el gaznate; y comiendo decía: «Pues de tal modo me interesa avistarme hoy mismo con la venerable madre Marcela, para tratar con ella de un grave punto de religión, que si estos señores van en su busca, les acompaño… No, no puedo detenerme… No trate usted de disuadirme, amigo Estercuel. Ni a mí ni a mi criado nos arredran ladrones ni carlistas. Si usted los teme, vuélvase tranquilo a Alcañiz.
– No por miedo, Sr. D. Beltrán, sino porque mis deberes militares al pueblo me llaman, me veo precisado a dejarle partir solo.
– ¡Ah! la obligación es antes que la devoción. El buen militar no se pertenece… Pues iré con Tomé y estos ancianitos. ¿Qué distancia me ha dicho? ¿Legua y media? A pie mejor que a caballo. Me conviene un poco de ejercicio… sí… Aún tengo bríos para andar largo trecho. Si he de decir la verdad, me siento… así como rejuvenecido… Sin duda es el aire de esta tierra, no sé qué gozo del ánimo… Hasta parece que veo mejor… Sí, sí… distingo perfectamente las pieles de estos hombres, la sartén, todo… No hay duda, no hay duda: veo mejor, amigo Estercuel… Y apostaría que, después de un paseo de dos leguas, se me aclarará la vista notablemente… ¿Y qué tal?, ¿Se conserva bien la hermana Marcela? No la he visto desde que era muy niña…».
Atacado de una locuacidad que no podía contener, enjaretaba cláusulas sin el debido enlace entre unas y otras. Como los ancianos no decían una palabra ni comían, pidioles cuenta D. Beltrán así de su silencio como de su falta de apetito, y el uno de ellos respondió que delante de tan gran señor no era decente que ellos, infelices mendigos, hablasen ni comiesen. Replicó a esto el afable aristócrata, que ante Dios, Padre común del género humano, todos los hombres eran iguales, y que, pues allí les reunía el acaso, no se acordasen de vanas categorías. Si ellos eran pastores, ¿qué oficio y estado superaba en nobleza y antigüedad al de conducir rebaños? Pastores fueron los patriarcas en aquel pueblo que Dios llamó suyo; pastores fueron los primeros que adoraron y reconocieron al Redentor del Mundo en Belén, y este había representado su misión debajo del simbolismo de un pastor del gran rebaño de la Humanidad. A esto replicaron los vejetes que no eran ellos pastores, y que usaban aquellos pellejos, y los peales y zurrón por ser el traje más adecuado a la frialdad del tiempo y a la fragosidad del país.
«¿Pues qué sois? – dijo el prócer, suspenso, preparándose a probar de un queso que le ofrecían.
– Nuestro oficio es el de sepultureros; sólo que ya hemos dejado aquel empleo tan humilde por acompañar y seguir a la divina Marcela.
– ¡Hombre, hombre… sepultureros, enterradores! – exclamó Urdaneta con asombro. – Pues también es ocupación noble, antiquísima como el mundo, pues desde que hubo vida, hubo muerte. Y oficio santo además, que en él se cifra una de las obras de Misericordia. Muy bien, muy bien, pobrecitos. Me agrada vuestra compañía. Enterrar los muertos es noble misión. Dios manda que, después de recoger Él el alma, se dé a la tierra lo que le pertenece. ¿Y quién sabe si revivirá algo de lo que habéis soterrado? No todo lo que entra en la tumba es muerte. La fosa recoge también la vida, para sustraerla a la codicia y al latrocinio… Y difuntos aparentes habréis sepultado, que volverán a la vida y… Pero de estas filosofías no entendéis vosotros… Y dime otra cosa: desde que os encontré, tú solo hablas. ¿Por qué no hemos oído la palabra de tu compañero?
– Porque se le traba la lengua, y no quiere que le oigan…
– Es tartamudo… mudo quizás. Ya sabe Marcela lo que hace, rodeándose de hombres callados, silenciosos, y cuando no, discretos como tú… Pero no perdamos más tiempo y pongámonos en camino.
Levantose ágil, sin esfuerzo, con sorpresa de todos, y emprendieron la bajada al camino, al llegar a este se despidió del amable militar, que deseándole un regreso pronto y feliz, le dijo: «Ya ve el Sr. D. Beltrán cómo va resultando lo que anuncié. Edad Media, pura Edad Media… Supongo que le veremos esta noche por Alcañiz, y ya nos contará, ya nos contará… Quiera Dios que no tenga un mal encuentro… Es posible que pueda ir y volver felizmente, porque no hay noticias de que ahora anden por aquí partidas. Abur. A Sor Marcela le da usted expresiones de mi parte, y que se deje ver… De buena gana me ajustaría yo en su cuadrilla de sepultureros, si supiera que tocaban a desenterrar… lo que usted sabe. Adiós».