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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LA CORTE DE CARLOS IV
IV
ОглавлениеEl del Príncipe estaba ya reconstruido en 1807 por Villanueva, y la compañía de Máiquez trabajaba en él, alternando con la de ópera, dirigida por el célebre Manuel García; mi ama y la de Prado eran las dos damas principales de la compañía de Máiquez. Los galanes secundarios valían poco, porque el gran Isidoro, en quien el orgullo era igual al talento, no consentía que nadie despuntara en la escena, donde tenía el pedestal de su inmensa gloria y no se tomó el trabajo de instruir a los demás en los secretos de su arte, temiendo que pudieran llegar a aventajarle. Así es que alrededor del célebre histrión todo era mediano. La Prado, mujer de Máiquez, y mi ama alternaban en los papeles de primera dama, desempeñando aquélla el de Clitemnestra, en el Orestes, el de Estrella en Sancho Ortiz de las Roelas y otros. La segunda se distinguía en el de doña Blanca, de García del Castañar, y en el de Edelmira (Desdémona), del Otello.
La compañía de ópera era muy buena. Además de Manuel García, que era un gran maestro, cantaban su mujer Manuela Morales, un italiano llamado Cristiani, y la Briones. De esta mujer, que era concubina de Manuel García, nació el año siguiente el portento de las virtuosas, la reina de las cantantes de ópera, Mariquita Felicidad García, conocida en su tiempo por la Malibrán.
Figúrense ustedes, señores míos, si estaría yo divertido con representación o música por tarde y noche, asistiendo gratis, aunque por dentro y en sitios donde se pierde parte de la ilusión, a las funciones más bonitas y más aplaudidas que se celebraban en Madrid; rozándome con guapísimas actrices, y familiarizado con los hombres que hacían reír o llorar a la corte entera.
Y no piensen ustedes que sólo alternaba con los cómicos; gente que entonces no era considerada como la nata de la sociedad; también me veía frecuentemente en medio de personajes muy ilustres, de los que menudeaban en los vestuarios; no faltando en tales sitios alguna dama tan hermosa como linajuda de las que no desdeñaban de ensuciar su guardapiés con el polvo de los escenarios.
Precisamente voy a contar ahora cómo mi ama tenía relaciones de íntima amistad con dos señoras de la corte, cuyos títulos nobiliarios, de los más ilustres y sonoros que desde remoto tiempo han exornado nuestra historia, me propongo callar por temor a que pudieran enojarse las familias que todavía los llevan. Estos títulos, que recuerdo muy bien, no serán escritos en este papel; y para designar a las dos hermosas mujeres emplearé nombres convencionales.
Recuerdo haber visto por aquel tiempo en la fábrica de Santa Bárbara un hermoso tapiz en que estaban representadas dos lindas pastoras. Habiendo preguntado quiénes eran aquellas simpáticas chicas, me dijeron: «Estas son las dos hijas de Artemidoro: Lesbia y Amaranta». He aquí dos nombres que vienen de molde para mi objeto, amado lector. Haz cuenta que siempre que diga Lesbia, quiero significar a la duquesa de X, y cuando ponga Amaranta, a la condesa de X. Con este sistema quedan a salvo todos los títulos nobiliarios de aquellas dos diosas de mi tiempo.
En cuanto a su hermosura, todo lo que mi descolorida pluma pueda expresar será poco para describirlas, porque eran encantadoras, especialmente la condesa de… digo, Amaranta. Ambas tenían gusto muy refinado por las artes, protegían a los pintores, aplaudían y obsequiaban a los cómicos, ponían bajo su patrocinio las primeras representaciones de la obra de algún poeta desvalido, coleccionaban tapices, vasos y cajas de tabaco, introducían y propagaban las más vistosas modas de la despótica París, se hacían llevar en litera a la Florida, merendaban con Goya en el Canal, y recordaban con tristeza la trágica muerte de Pepe Hillo, acontecida en 1803.
Nada tiene de extraño, pues, que su misma vida, la tumultuosa ansiedad de novedades y fuertes impresiones que las dominaba, fuesen parte a lanzarlas en un dédalo de aventuras, tales como las que voy a contar. Las pobrecillas no sabían otra cosa, y puesto que habían perdido cuanto la rancia educación española pudo haberlas dado, sin adquirir nada que llenase este vacío, no debemos culparlas acerbamente. Alguno quizás las culpe, y con razón aunque por otras cosas; pero ¡ay!, eran… lindísimas.
Una tarde mi ama salió de muy mal humor del teatro. Isidoro la había reprendido no sé por qué, y aquí debo advertir que el sublime actor trataba a sus subalternos como si fueran chiquillos de escuela. Al llegar Pepita a su casa me dijo:
– Prepara todo, que vendrán a cenar las señoras Lesbia y Amaranta.
El preparar todo, consistía en azotar un poco los muebles de la sala para limpiar el polvo, o mejor dicho, para que el polvo variara de sitio; en echar aceite en los velones; en comprar la prima para la guitarra si le faltaba; en llamar a D. Higinio para que afinase el clave; limpiar las cornucopias; ir por nueva remesa de pomada a la Marechala, etc., etcétera. En cuanto a la cena, venía hecha de una repostería. Di cumplimiento a estos encargos, y pedí nuevas órdenes; pero mi ama estaba de muy mal humor, y sin hacer caso de lo que le decía, me preguntó:
– ¿No te dijo si venía esta noche?
– ¿Quién? – pregunté.
– Isidoro.
– No, señora, no me ha dicho nada.
– Como hablaba contigo al concluir la representación…
– Fue para decirme, que si volvía a enredar entre bastidores, mientras él representaba, me mandaría desollar vivo.
– ¡Qué genio! Le convidé para venir y no me contestó.
Después de esto no dijo más, y con ademán triste y sombrío se encerró en su cuarto con la criada para cambiar de vestido. Seguí preparando todo, y al poco rato apareció mi ama.
– ¿Qué hora es? – preguntó.
– Las nueve acaban de dar en el reloj de la Trinidad.
– Me parece que siento ruido en el portal – dijo con mucha ansiedad.
La señora se equivoca.
– ¿De modo, que él no te dijo terminantemente si venía o no venía?
– ¿Quién, Isidoro? No señora; nada me dijo.
– Como tiene ese genio tan… ya ves que incomodado estaba esta tarde. Sin embargo, yo creo que vendrá. Le convidé ayer, y aunque no me dijo una palabra… él es así.
Al decir esto, mostraba en su semblante una inquietud, una agitación, una zozobra, que eran señales de las más vivas emociones de su alma. ¿A qué tanto interés por la asistencia de Isidoro, persona a quien diariamente veía en el teatro?
Después examinó la sala, por ver si faltaba algo, y se sentó aguardando la llegada de sus convidados. Al fin sentimos abrir la puerta de la calle, y pasos de hombre sonaron en la escalera.
– Es él – dijo mi ama, levantándose de un salto y andando con cierto atolondramiento por la habitación.
Yo corrí a abrir, y un instante después el gran actor entró en la sala.
Isidoro era un hombre de treinta y ocho años, de alta estatura, actitud indolente, semblante pálido, y con tal expresión en éste y en la mirada, que observado una vez, su imagen no se borraba nunca de la memoria. Aquella noche traía un traje verde oscuro, con pantalón de ante y botas polonesas, prendas todas de irreprensible elegancia que usaba con más propiedad que ninguno. Su vestir era un modo de ser propio y personal; él constituía por sí una especie de moda, y no se podía decir que se sometiera; cual dócil lechuguino, al uso común. En otros infringir las reglas habría sido ridículo; pero en él infringirlas era lo mismo que modificarlas o crearlas de nuevo.
Ya os lo daré a conocer más adelante como actor. Por ahora podréis conocer algunos rasgos de su carácter como hombre. Al entrar se arrojó sobre un sillón sin saludar a mi ama más que con una de esas fórmulas familiares e indiferentes que se emplean entre personas acostumbradas a verse con frecuencia. Por un buen ato permaneció sin decir nada, tarareando un aria con la vista fija en las paredes y el techo, y sin dejar de golpearse la bota con el bastón.
Salí de la sala a traer no sé qué cosa, y al volver oí a Isidoro que decía:
– ¡Qué mal has representado esta tarde, Pepilla!
Observé que mi ama, turbada como una chicuela ante el fiero maestro de escuela, no supo contestar más que con trémulas frases a aquella brusca reprensión.
– Sí – continuó Isidoro; – de algún tiempo a esta parte estás desconocida. Esta tarde todos los amigos se han quejado de ti y te han llamado fría, torpe… Te equivocabas a cada instante, y parecías tan distraída que era preciso que yo te llamara la atención para que salieras de tu embobamiento.
Efectivamente, según oí entre bastidores aquella tarde, mi ama había estado muy infeliz en su papel de Blanca, en García del Castañar. Todos los amigos estaban admirados, considerando la perfección con que la actriz había desempeñado en otras ocasiones papel tan difícil.
– Pues no sé – respondió mi ama con voz conmovida. – Yo creo que he representado esta tarde lo mismo que las demás.
– En algunas escenas sí; pero en las que dijiste conmigo, estuviste deplorable. Parece que habías olvidado el papel, o que trabajabas de mala gana. En la escena de nuestra salida recitaste tu soneto como una cómica de la legua que representa en Barajas o en Cacabelos. Al decirme:
No quieren más las flores al rocío
que en los fragantes vasos el sol bebe…
tu voz temblaba como la de quien sale por primera vez a las tablas… me diste la mano y la tenías ardiendo, como si estuvieras con calentura… te equivocabas a cada momento, y parecías no hacer maldito caso de que yo estaba en la escena.
– ¡Oh, no… pero te diré! El mismo miedo de hacerlo mal. Temía que te enfadaras, y como nos reprendes con tanta violencia cuando nos equivocamos…
– Pues es preciso que te enmiendes, si quieres seguir en mi compañía. ¿Estás enferma?
– No.
– ¿Estás enamorada?
– ¡Oh, no, tampoco! – contestó la actriz con turbación.
– Apuesto a que por atender demasiado a alguna persona de las lunetas, no acertabas con los versos de la comedia.
– No, Isidoro; te equivocas – dijo mi ama afectando buen humor.
– Lo raro es que en las escenas que siguieron, sobre todo en la de D. Mendo, hiciste perfectamente tu papel; pero luego en el tercer acto cuando te tocó otra vez declamar conmigo, vuelta a las andadas.
– ¿Dije mal el parlamento del bosque?
– No: al contrario; recitaste con buena entonación los versos
¿Dónde voy sin aliento,
cansada, sin amparo, sin intento,
entre aquesta espesura?
Llorad, ojos, llorad mi desventura.
En la escena con la reina también estuviste muy feliz, lo mismo que en el diálogo con D. Mendo. Con qué elocuente tono exclamaste «¡tengo esposo!», y después aquello de
Sí harán,
porque bien o mal nacido,
el más indigno marido
excede al mejor galán;
pero desde que salí yo y me viste…
– Es lo que digo. El temor de hacerlo mal y disgustarte…
– Pues me has disgustado de veras. Cuando decías: «Esposo mío, García», te hubiera dado un pescozón en medio de la escena y delante del público. Marmota, ¿no te he dicho mil veces cómo deben pronunciarse esas palabras? ¿No has comprendido todavía la situación? Blanca teme que su marido sospecha una falta. El contento que experimenta al verle, y el temor de que García dude de su inocencia, deben mezclarse en aquella frase. Tú, en vez de expresar estos sentimientos, te dirigiste a mí como una modistilla enamorada, que se encuentra de manos a boca con su querido hortera. Luego cuando me suplicabas que te matara, lo hiciste sin lo que llamamos nosotros decoro trágico. Parecía que realmente deseabas recibir la muerte de mi mano, y hasta te pusiste de hinojos ante mí, cuando te tengo dicho terminantemente que no hagas tal cosa, sino en los pasajes en que te lo ordene. En las décimas
García, guárdete el cielo,
te equivocaste más de veinte veces, y cuando yo dije:
¡ay, querida esposa mía,
qué dos contrarios extremos!
te arrojaste en mis brazos, cuando aún no era llegada la ocasión, y yo, preocupado por el agravio recibido, no podía entregarme a halagos amorosos. Echaste a perder el final, Pepilla, desluciste la comedia y me desluciste a mí.
– Yo no puedo deslucirte nunca.
– Pues ya ves cómo no fui aplaudido esta tarde como las anteriores; y de esto tienes tú la culpa, sí, tú misma, por tus torpezas y tus tonterías. No haces caso de mis lecciones, no te esfuerzas por complacerme, y por último, me pondrás en el caso de quitarte el partido en mi compañía, poniéndote de parte de por medio o racionera, si no me obligas con tus descuidos a echarte del teatro.
– ¡Ay Isidoro! – dijo mi ama. – Yo procuro siempre hacerlo lo mejor posible para que no te enfades ni me riñas; pero tanto miedo tengo a que me reprendas que en la escena tiemblo desde que te veo aparecer. ¿Querrás creer una cosa? Pues cuando estamos representando juntos, hasta temo hacerlo demasiado bien porque si me aplauden mucho, me parece que tomo para mí una parte del triunfo que a ti sólo corresponde, y creo que has de enfadarte si no te aplauden a ti solo. Este temor, unido al que me causas cuando me amenazas por señas o me corriges con enojo me hace temblar y balbucir, y a veces no sé lo que me digo. Pero descuida que ya me enmendaré: no tendrás que echarme de tu teatro.
No oí lo que siguió a estas palabras, porque salí con un velón que exhalaba mal olor; al volver noté que la conversación había variado. Isidoro permanecía en el sillón con indolencia y mostrando un gran aburrimiento.
– ¿Pero no vienen tus convidados? – preguntó.
– Es temprano. Veo que te fastidias en mi compañía – contestó mi ama.
– No; pero la reunión hasta ahora no tiene nada de divertida.
Isidoro sacó un cigarro y fumó. Debo advertir que el ilustre actor no gastaba tabaco por las narices, como todos los grandes hombres de su tiempo, Talleyrand, Metternich, Rossini, Moratín y el mismo Napoleón, que si no miente la historia por abreviar la operación de sacar y destapar la tabaquera, llevaba derramado el aromático polvo en el bolsillo del chaleco, forrado interiormente de hules; y mientras disponía los escuadrones de Jena, o durante las conferencias de Tilsitt, no cesaba de meter en el susodicho bolsillo los dedos pulgar e índice para llevarlos a la nariz cada minuto. Por esta singular costumbre dicen que el chaleco amarillo y las solapas que cubrían el primer corazón del siglo, eran una de las cosas más sucias que se han señoreado de la Europa entera.
Farinelli también se atarugaba las narices entre un aria y un oratorio, y de ciertos papeles viejos que hemos visto, se desprende que el mejor regalo que podía hacer una dama enamorada, o un noble entusiasta, a cualquier músico, pintor o virtuoso italiano, era un par de arrobas de tabaco.
El abate Pico de la Mirandola, Rafael Mengs, [58] el tenor Montagnana, la soprano Pariggi, el violinista Alaí y otras notabilidades del teatro del Buen Retiro, consumieron lo mejor que venía de América en los regios galeones.
Perdóneseme la digresión, y conste que Isidoro no usaba tabaco en polvo.