Читать книгу Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín - Benito Pérez Galdós - Страница 7
Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: NAPOLEÓN EN CHAMARTÍN
VII
Оглавление– No ha sido una simpleza de este buen religioso lo que te ha traído aquí – me dijo severamente; – esto ha sido obra de tu astucia y malignidad.
– Señora – le respondí, – por mi madre juro a usía que no pensaba volver a esta casa, cuando el padre Salmón se empeñó en traerme, con el objeto que él mismo ha manifestado.
– ¿Y qué sabes tú de D. Diego?
– Yo no sé más sino aquello que no ignora nadie que le trata.
– D. Diego es jugador, franc-masón, libertino; ¿no es cierto?
– Usía lo ha dicho; y si lo confirmo, no es porque me guste ni esté en mi condición el delatar a nadie, sino porque eso de D. Diego todo el mundo lo sabe.
– Bien; ¿y tú querrías llevarme a mí o a otra persona de esta casa a cualquiera de los abominables sitios que el conde frecuenta por las noches, para sorprenderle allí, de modo que no pueda negarnos su falta?
– Eso, señora, no lo haré, aunque usía, a quien tanto respeto, me lo mande.
– ¿Por qué?
– Porque es una fea y villana acción. Don Diego es mi amigo, y la traición y doblez con los amigos me repugna.
– Bueno – dijo Amaranta con menos severidad. – Pero me parece que tú eres tan necio como él, y que le llevas a la perdición, incitándole y adulando sus vicios.
– Al contrario, señora, a menudo le afeo su conducta, diciéndole que tal proceder es indigno de caballeros, y que al paso que deshonra su casa, deshonra también a aquella con quien va a emparentarse.
– Eso está muy bien dicho – exclamó con pesadumbre. – Lo que hace Rumblar no tiene perdón de Dios. ¿Y quién le acompaña en su libertinaje?
– El señor de Mañara y D. Luis de Santorcaz.
– ¡También ese! – dijo con sobresalto y súbita transformación en su bello rostro. – ¿Qué hombre es ése? ¿Le conoces tú? ¿Dónde vive? ¿En qué se ocupa?
– Si he de decir verdad, aún ignoro qué clase de hombre es. Tampoco sé dónde vive; pero he oído que es espía de los franceses, y que estos le dan un sueldo para que les escriba todo lo que pasa. Esto me han dicho; pero no lo aseguro.
Entonces Amaranta acercó su silla a la mía, mirome como quien se dispone a entablar relaciones de confianza, y me habló así con voz dulce:
– Gabriel, está de Dios que me prestes de vez en cuando servicios de esos que no se encomiendan sino a la despierta observancia y a la discreta malicia. ¿Querrás averiguar si D. Diego anda también en conspiraciones y malos pasos con ese que has llamado espía de los franceses?
– No sé si podré hacerlo, señora. Tendría que hacerme dueño de su confianza para abusar de ella. Por otro conducto podrá averiguarlo su señoría.
– Estás orgulloso; pero ven acá, chicuelo: ¿quién eres tú? ¿A quién sirves ahora?
– No sirvo a nadie, ni quiero servir. Por ahora soy soldado, si soldado es ser alguna cosa. Vivo de la paga que da el Ayuntamiento de Madrid a las tropas que ha levantado. Pero no tengo afición a las armas, y si las tomo hoy es por puro patriotismo y sólo mientras dure la guerra. Después Dios dispondrá de mí, aunque, como no tengo riquezas, ni padres, ni parientes, ni papeles de nobleza, ni protección alguna, espero que no saldré de esta humilde esfera en que he nacido y vivo.
– ¿Quieres que te proteja yo? ¿Necesitas algo? – me preguntó con bondad. – Te buscaré un buen acomodo, te socorreré, si por acaso no estás muy desahogado.
– Aunque el recibir limosnas no deshonra a nadie, antes me asparían que tomarlas de vuecencia.
– ¿Por qué? ¿Pero qué pretendes tú? Yo sé que tú picas muy alto, y no te andas por las ramas. Vamos, Gabriel, si me abres tu corazón, si me confías francamente todo lo que sientes, te prometo ser benévola contigo. ¿Crees que no estoy al tanto de tus atrevimientos? Y sí no, dime: ¿a qué paseas de noche por ese callejón cercano? ¿A qué arrojas piedrecitas a las ventanas?
– ¿Usía me vio? – pregunté muy confuso.
– Sí, y aunque me causó ira, reconozco que nadie es dueño de borrar de un golpe lo pasado, mucho más cuando uno no es autor de la situación en que ahora o después se encuentra, sino que es Dios quien a ella le conduce. Tú tienes aspiraciones ridículas y absurdas, y ahora yo, renunciando a medios violentos, hablándote con templanza y sensatez, voy a quitártelas de la cabeza.
– Hable vuecencia; pero debo advertirle que no tengo ya pretensiones ridículas, pues todo aquello que vuecencia recordará de mi afán de ser generalísimo pasó, y…
– No me refiero a eso, y bien sabes a qué aludo, tunantuelo. No puedo ocultarte el disgusto que tuve cuando en Córdoba me dijiste con mucha ingenuidad: «Señora, Inés y yo éramos novios». Tal despropósito, tratándose de mi prima, me indignó al principio; pero después me hizo reír. ¡Ay! cuánto he reído con esto. Por supuesto, no creas que ella se acuerda de ti. ¡Eres tan inferior a ella! Bien sabe Inés que si en otro tiempo y lugar la aparente igualdad de vuestra condición permitía que os estimarais, hoy el solo pensar en tal cosa es un crimen. ¡Pues si vieras cómo se ríe de ti, y cuenta tus simplezas!… Eso sí, dice que te está agradecida porque dice que la salvaste de no sé qué peligro; pero nada más. Mi primita ha sacado tal dignidad y estimación de su linaje, que no digo yo con condes, con emperadores se casaría, y aún se juzgara rebajada.
– ¡Bendito sea Dios, y cómo se mudan las personas! – dije yo, comprendiendo no ser cierto lo que oía.
– Pero si esto te digo – continuó Amaranta, – también añado que me intereso por ti y quiero recompensar los servicios que prestaste a Inés cuando estaba en la miseria; de modo que te daré lo necesario para que hagas fortuna con tu trabajo; mas con la condición de que has de marcharte de Madrid y de España mañana mismo, para no volver nunca.
Oí con mucha calma estas razones que la condesa dijo, queriendo aparentar una tranquilidad de espíritu que no tenía, y le contesté:
– ¡Ay, señora, y qué mal me ha comprendido usía! Hábleme ahora vuecencia sin ninguna clase de artificio, pues yo con el corazón en la mano le digo que conozco muy bien quién soy y todo lo que puedo esperar. En mi corta vida he aprendido a conocer un poco las cosas del mundo, y sé que aspirar a lo que por mi humildad, mi ignorancia y mi pobreza está tan lejos de mí como el cielo de la tierra, sería una estupidez. No ocultaré a usía nada de lo que me ha pasado. Cuando Inés, quiero decir, la señorita Inés, estaba en casa del cura de Aranjuez, nosotros nos tuteábamos, hablando de nuestro porvenir como si nunca hubiéramos de separarnos. Después en casa de D. Mauro Requejo, parecía como que nuestras desgracias nos hacían querernos más. Teníamos mil bromas, y yo le decía: «Inesilla, cuando seas condesa, ¿me querrás como ahora?». Y ella me contestaba que sí, y yo me lo creía… Después todo ha cambiado. Cuando fui a la guerra, yo no pensaba sino en ser un hombre de provecho para hacerla mi mujer; mas al mirar de cerca la esfera a donde ella había subido, al verme a mí mismo sin poder subir un solo peldaño en la escala de la sociedad, me entró una tristeza tal, que pensé morirme. Pero al fin se ha ido abriendo paso mi razón por entre este laberinto de atrevidas locuras, y he dicho para mí: «Gabriel, eres un loco en pensar que el mundo se va a volver del revés para darte gusto. Dios lo ha hecho así, y cuando su obra ha salido con tantas desigualdades, él se sabrá por qué. Renuncia a tus vanos sueños; que esto, y ser generalísimo de un tirón, como antes pensabas, es todo uno». Al fin, señora condesa, he llegado a costa de grandes tristezas a adquirir una resignación profunda, con cuyo auxilio ya estoy curado de mis atrevimientos. He renunciado a lo imposible. Si así no lo hubiera hecho, sería real y efectivo lo que cuentan las malas novelas de que se reía hace poco el padre Castillo, y en las cuales se ve a una archiduquesa que se casa con un paje, y a un porquerizo enamorado de una emperatriz. No, señora: vengamos a la realidad triste; pero que es lo único que no engaña. Ya no tengo las aspiraciones que usía me supone, y no es necesario que vuececia compre con dinero mi resignación ni mi alejamiento de esta casa, de Madrid y de España.