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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LUCHANA
V

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Conforme leía, Calpena daba cuenta a los visitantes de la casa de Castro de lo substancial de estas cartas, o sea de aquella parte que era o había de ser histórica. Reuníanse allí por la noche media docena de personas de lo más granadito del pueblo, y charlaban de política, inclinándose los más a los temperamentos medios o incoloros. El general lamento era que España tenía todo lo bueno que Dios crió, menos gobernantes que supieran su obligación, resultando que con unos y otros siempre estábamos lo mismo. Alguno de los tertulianos respiraba por el régimen absoluto, pero en la forma antigua, patriarcal, no con las ferocidades que se traían los adeptos de Don Carlos, y dos tan sólo, menos aún, uno y medio casi, eran resueltamente liberales, también con mesura y templanza, renegando del faroleo continuo de la Milicia nacional y de los desafueros de las logias. Excusado es decir que todos los concurrentes a la plácida reunión poseían bienes raíces, y aun adquirirían muchos más cuando pasara el escrúpulo de comprar las fincas de los conventos. Aburríase Fernando en la tal tertulia de medias tintas, de una opacidad tristísima en las ideas, y si no estuvieran allí Demetria y Gracia, le sería intolerable la sociedad de aquellos señores tan bien entonados. Más grato que la tertulia había venido a ser para él rezar el rosario con las niñas, Doña María Tirgo, D. José y la servidumbre. Rezando, su mente vagaba por ideales esferas, donde veía resplandores místicos o profanos, a veces filosóficos, y hermosas imágenes, todo más bello que las opiniones grises y deslucidas de los notables de La Guardia.

Pasada la Virgen de Agosto (fecha de la fiesta y feria del pueblo, que aquel año, por motivo de la guerra, fue de muy escaso lucimiento), pudo Calpena salir a la calle, cojeando un poco. D. José María le acompañaba casi siempre, y le mostraba lo notable de la villa, dándole frecuentes descansos, ora en la botica de Montenegro, ora en la tienda de Sacristán, para concluir en la iglesia, en la cual le fue enseñando todo lo que en ella había: altares, cuadros, sepulcros, ropas y vasos sagrados. Tan minuciosa prolijidad empleaba en la descripción y en la historia de cada objeto, que fueron precisas cinco largas tardes para que D. Fernando se enterase de todo. Ni en la Catedral de Toledo ni en San Pedro de Roma tardara más un cicerone de conciencia en mostrar antiguas riquezas. Y eso que las obras de arte de la parroquia de La Guardia no eran cosa del otro jueves. La última tarde, cuando Calpena no ignoraba ningún detalle cronológico ni artístico, y conocía los santos de todos los altares como a personas de su intimidad, le metió D. José en la sacristía, y obsequiándole con vino blanco y bizcochos, se dispuso a comunicarle cosas de la mayor importancia.

«Aquí solitos, Sr. D. Fernando – le dijo, sentados ambos en viejísimos sillones de cuero, – quiero poner en su conocimiento un delicado asunto referente a la casa de Castro, y no sólo me mueve a ello el deseo, casi estoy por decir la obligación, de enterarle de tal asunto, sino mi propósito… yo soy así… mi propósito de consultarle acerca del mismo».

– ¿De qué se trata, Sr. D. José María? – dijo Calpena, comenzando a asustarse por el tonillo misterioso que tomaba el clérigo. – ¿Qué ocurre?

– No ocurre nada de particular, señor mío – replicó Navarridas aproximando más su sillón: – el caso es sencillísimo, aunque nuevo en esta juvenil generación de la familia de Castro. Tratamos de casar a Demetria.

– ¡Ah!… no creía, no sabía… no sospechaba – dijo balbuciente el joven, mirando a un lienzo antiquísimo, colgado en la pared frontera, y en el cual, entre las negruras del óleo secular, se distinguía la cara de un santo de sexo indefinido. – Es muy natural… sí, señor… casar a Demetria.

– Ya ve usted. Mi hermana y yo venimos poniendo en ello de un mes acá nuestros cinco sentidos, que son diez sentidos… La chica anda ya en los veintiún años. Es, como usted sabe, una rica mayorazga, la más rica de este término. Conviene, pues, buscarle marido; pues aunque ella no necesita de ayuda de varón para el gobierno de su hacienda, no es bien que la poseedora de estos estados permanezca soltera. Para la felicidad de ella, para su equilibrio, vamos al decir, así como para lustre de su nombre y de su casa, conviene que la niña tenga esposo. ¿No piensa usted lo mismo?

– Exactamente lo mismo – respondió el joven, que volvió a mirar al santo; y ya en aquel punto, o porque entrase más luz, o porque sus ojos se habituasen a la penumbra, ello es que le pareció mujer, es decir, santa y bonita.

– Celebro que sea usted de mi parecer. Pues un mes llevamos María y yo en este negocio, y creo que nos aproximamos a un resultado felicísimo, pues el punto delicado de la elección de esposo está casi resuelto.

– ¿Y quién es… ¿se puede saber?… quién es el venturoso mortal a quien se cree digno de poseer tal joya?

– Tiene usted razón: joya es de gran precio la niña, y mucho tiene que valer el que se la lleve… Ahí estaba la dificultad: elegir un hombre que si no igualase en prendas a Demetria, se le aproximara; vamos, que fuera de lo más selecto entre los jóvenes del día. Pues sí, señor: hemos encontrado ese rara avis.

– ¿Puedo saber quién es? ¿Acaso le conozco?

– Espérese usted un poco. Como me consta el interés vivísimo con que usted mira cuanto a mis sobrinas se refiere; como no puedo olvidar que ha sido usted el espíritu valiente que las redimió de aquel endiablado cautiverio de Oñate; como sé todo esto…

– Acabe usted por Dios.

– Como sé todo esto, y me consta la gratitud que las niñas le tienen y lo mucho que estiman su caballerosidad, su hidalguía, su… en fin, que usted debe saberlo antes que nadie. Pero el asunto es reservado; queda entre los dos… Pues decía… ya… a ello voy; decía que después de mucho discurrir mi hermana y yo, y de pasar revista a los linajes y circunstancias de todas las casas ilustres de veinte leguas a la redonda… mi hermana… para que usted lo sepa… es muy fuerte en linajes y en historias de familias… decía que al fin nos fijamos en la noble casa de Idiáquez. ¿La conoce usted?

– No, señor… ese apellido me suena… pero no… no conozco.

– Los Idiáquez son una rama de la antiquísima casa de Lazcano, que viene a enlazarse por sucesivos entroncamientos con los Palafox y con los Gurreas de Aragón, de la estirpe del Rey Católico; con los Borjas y Pignatellis, con los…

– Pero en puridad, Sr. D. José María, ¿quién es el novio?

– El novio, señor mío, es y no puede ser otro que D. Rodrigo de Urdaneta Idiáquez, Conde de Saviñán y de Villarroya de la Sierra, el cual tiene su casa señorial en la renombrada villa de Cintruénigo; hijo de Don Fadrique, o D. Federico, lo mismo da, de Urdaneta, ya difunto, y de Doña Juana Teresa de Idiáquez y demás hierbas, pues si fuera a designar todos los apellidos, no acabaría en media semana.

– Bien; me parece muy bien, – dijo Calpena, volviendo a mirar la pintura, que ya no le pareció santa, sino santo, y bastante feo. Fijándose más, vio que a los pies tenía una corona, como si la despreciara, y en la mano una calavera, que antes le había parecido un queso con ojos.

– Como usted comprende – añadió con gravedad D. José María, – teniendo en cuenta todas las partes del individuo, no hemos reparado principalmente en su alcurnia, que es altísima, ni en su lúcida riqueza, sino en sus virtudes, las cuales son tantas, al decir de la fama, que no hay lenguas que puedan elogiarle como se merece. Su edad es de veintiséis años, su presencia gallardísima, su rostro hermoso, espejo de un alma noble, sus acciones señoriles, su lenguaje comedido y muy galán… en fin, que parece haber venido al mundo adrede para emparejar con esta sin par niña, cuyos méritos conoce usted. Hace días que María y yo, por medio de una discretísima correspondencia, venimos tratando de este matrimonio, que esperamos bendecirá Dios, concediéndole numerosa prole.

– Según eso – dijo Fernando sin ocultar su asombro, – ¿no conocen ustedes al candidato?

– Le conocemos y no le conocemos. El año 21 ó 22, con ocasión del destierro de D. Beltrán de Urdaneta… ¿No ha oído usted nombrar a D. Beltrán de Urdaneta?

– ¡Yo qué he de oír nombrar a ese señor!

– Pues es en estas tierras más conocido que la ruda. Decía que con motivo de su destierro por trapisondas políticas, residió aquí la familia como unos ocho meses. Rodriguito era entonces un chiquillo precioso: diez u once años todo lo más. Demetria tenía seis, si mal no recuerdo. Las dos familias intimaron: el niño y la niña no se separaban en todo el día, fraternizando en sus juegos infantiles. Recuerdo que en aquella Navidad les hice un nacimiento en la misma habitación donde usted mora. Lo que yo gozaba con ellos no es fácil imaginarlo. Desde entonces, me dio el corazón que aquellos dos seres tan graciosos y angelicales habían de juntarse, con el tiempo, en santa coyunda. D. Beltrán, abuelo de Rodrigo, y D. Fadrique, su padre, salían con Alonso a cacerías interminables. Verdad que desde entonces no hemos vuelto a verles; pero mi hermana, que entabló cordial amistad con Doña Juana Teresa de Idiáquez, ha seguido sosteniendo con ella correspondencia tirada; mi cuñado Anselmo de Tirgo tuvo en arrendamiento, por no sé cuántos años, la propiedad de los Urdanetas que llaman Mojón de los tres Reyes, y fue de los que ayudaron a desempeñar la casa, que vino muy a menos por las imprevisiones y larguezas desmedidas de D. Beltrán.

– Y Demetria, ¿tampoco ha vuelto a ver al D. Rodrigo desde que jugaban juntos y usted les hacía los Belenes?

– No han vuelto a verse, no señor.

– ¿Y se ha enterado de que quieren ustedes casarla?

– Se lo hemos dicho, naturalmente; y como es tan discreta y sesuda, nos ha contestado que agradecía mucho el interés que tomábamos por ella; que, en efecto, tiene noticia de las virtudes y méritos del Sr. Don Rodrigo, y que accederá a ser su esposa, si, después de tratarle en esta edad del discernimiento, le encuentra digno de concederle, con su mano, su corazón.

– Muy bien contestado, Sr. D. José. En todo revela su entendimiento superior.

– Los informes que tenemos del ilustre joven, fidedignos, tomados en fuentes diversas, convienen en que es un dechado de grandes y nobles cualidades; perfecto caballero, que cuida de conservar intacta la dignidad de sus mayores; de tan intachable conducta en lo moral, que nadie podría echarle en cara ni aun aquellas transgresiones leves que tan disculpables son en la juventud; grave en su trato, en su lenguaje comedido, llano con los humildes, digno entre los poderosos sus iguales, formal en sus tratos, esclavo de su palabra, señor en sus actos todos; enemigo de juegos y pasatiempos que no conducen más que al pecado; desconocedor de todos los vicios, amante de todas las virtudes…

– Diga usted de una vez que es santo y acabará más pronto.

– Pues nos han contado de él rasgos que casi elevan su virtud a la categoría de santidad, sí, señor. Para poder restaurar la hacienda de Idiáquez, que, como antes he dicho, quedó maltrecha con los despilfarros del D. Beltrán y del D. Fadrique, nuestro Rodrigo se consagró en cuerpo y alma a la práctica del orden, de la regularidad administrativa, imponiéndose a la edad de veintiún años una economía implacable, que no sólo significaba la privación de todos los goces de la juventud, sino que le imponía una estrechez de vida más propia de padres del yermo que de caballeros de este siglo. ¡Mire usted que es virtud!

– O necesidad… según como estuvieran las cosas.

– Virtud, digo, porque no era para tanto, señor mío. Verdad que en esto le ayudaba su madre Doña Juana Teresa. Esta sí que es una santa. Ella fue quien le enseñó la economía prodigiosa, gracias a la cual han sacado adelante los intereses, conservando casi todos los bienes raíces. Otro rasgo de virtud es que jamás se le ha oído a D. Rodrigo una palabra mal sonante, pues hasta para reñir a un criado que falta a su obligación, emplea formas corteses. Sus pensamientos son siempre limpios; su vida de una pureza ejemplar. Actos de religiosidad y cristianismo se cuentan de él a millares, señalándose principalmente por el rigor piadoso con que ayuna toda la Cuaresma, sin hacer gala de ello, y por su devoción a la Virgen… En el gobierno de su hacienda, lleva las cuentas de frutos y gastos con una prolijidad minuciosa, de modo que no se le escapa un maravedí, y en la casa, con tal sistema, todo marcha a maravilla… Con que vea usted por qué caminos de Dios vienen a unirse los que atesoran las mismas cualidades. ¿Qué ha de resultar de esto, señor D. Fernando, más que la misma perfección, y por ende la felicidad suprema?

– Pues si me permite usted una observación, Sr. D. José María, y me promete tenerla por sincera y leal, allá va. Si el D. Rodrigo es tal y como usted me lo pinta; si hay completa fidelidad en ese retrato, yo me atrevo a declarar, porque así lo pienso, que Demetria no ha de gustar de su novio cuando le trate.

– ¡Por Dios, Sr. D. Fernando…!

– Esta es mi opinión, Sr. de Navarridas. Apréciela usted como quiera. Puede que me equivoque; puede resultar que el D. Rodrigo no sea enteramente igual al retrato que usted por referencias hace, pues no le trata hoy ni le ha visto desde que él era niño. Y también digo que si, retocando la pintura, le quita usted algunas de esas virtudes eminentes, tal vez sea más grato a la niña.

– ¿Qué dice usted…? ¿Más grato a la niña cuanto menos virtuoso…?

– No depende el atractivo personal de las virtudes exclusivamente, señor mío. Claro que las virtudes algo significan; pero no son ellas solas las que hacen al hombre agradable, propicio al amor. No sé si me explico bien. Usted es un santo. Si este grave asunto se ha de decidir entre santos, tendré que inhibirme, porque yo no lo soy. Sujeto a las debilidades humanas, creo poder juzgar de cosas de amor, de simpatía, mejor que usted. Y perdóneme esta franqueza, mi buen amigo.

– Sí que le perdono… usted me confunde. Tengo al Sr. Calpena en gran estimación y le coloco entre los primeros caballeros del mundo, conocedor de la sociedad y del corazón humano… Por lo que usted me ha contado, poniendo en mí su confianza, sé que tiene motivos para dar lecciones al más pintado en lo tocante a los afectos entre hombre y mujer. Puede que esté en lo cierto… Pero como nada ha de hacerse sin que preceda el trato de los novios, y mi sobrina, según su gusto y parecer, es la que ha de decidirlo en definitiva, esperemos. Dentro de poco tiempo serán las vistas, pues aquí ha de venir el D. Rodrigo con su madre y su abuelo D. Beltrán, y entonces se sabrá si…

– Todo eso me lo contará usted, porque yo he de marcharme pronto. Mis asuntos apremian, y no estaré en La Guardia cuando se celebren las vistas, precursoras de esto que parece matrimonio de reyes.

– ¡Sí que lo parece!… ja, ja… – dijo gozoso Navarridas – Aquí tenemos nuevo ejemplo del casorio de Isabel de Castilla con Fernando de Aragón. Veremos unidas dos casas poderosas, Castro-Idiáquez o Idiáquez-Castro… Tanto monta.

Episodios Nacionales: Luchana

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