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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: MENDIZÁBAL
VI
Оглавление«Le entregaron a usted ese paquete en Olorón. Lo había traído de Burdeos una señora… No… no se ponga usted colorado, después de haberse puesto pálido. No se trata de ningún delito. Le dan a usted un encargo, y usted lo cumple puntualmente. No pretendo yo… pues no faltaba más… que usted me revele cosas sobre las cuales debe guardar secreto. No, no, señor. Lo que sí puedo decirle es que el sujeto que debía recoger ese paquete o caja de manos de usted, para entregarlo al señor Ministro, ya no vendrá a desempeñar esa comisión, porque anoche le han preso, y se halla incomunicado en el Saladero».
Perplejo un buen rato quedó Calpena ante la osada interpelación de Nicomedes, que con brusquedad tan impertinente quería producir efecto y ver confirmados sus informes en el rostro del simpático mozo; pero rehecho este prontamente del estupor, le contestó con tanta dignidad como cortesía: «Nuestra amistad, señor de Iglesias, que yo estimo mucho, no es tan antigua que a mí me permita informarle de si traigo o no encargos para determinadas personas, ni a usted preguntármelo en forma afirmativa, la cual revela una confianza un poquito prematura. Va usted demasiado a prisa, amigo D. Nicomedes. Cuatro días hace que nos conocemos».
– Sentiría, Sr. Calpena, que usted interpretase mal lo que acabo de indicarle – dijo el otro, recogiendo velas. – No pretendo que usted me revele el secreto de los encarguitos que le han confiado, ni eso a mí me importa. Creí yo que nuestra amistad, con ser de cuatro días, es ya bastante firme para que yo pueda tomarme la confianza de prevenirle contra ciertos peligros… Porque usted es un joven tan honrado como inexperto, y podría, con el candor propio de los pocos años, prestarse a ciertos mensajes, de cuya gravedad no tiene la menor idea.
– Se me figura, amigo Iglesias, que la calentura patriótica que usted padece le hace ver peligros y misterios en los actos más sencillos.
– No sabe usted dónde está, y yo tendría mucho gusto, si no se empeña en creer demasiado fresca nuestra amistad; tendría yo sumo placer, digo, en iniciarle en la vida política, puesto que a ella piensa, según veo, dedicarse.
– No he pensado en tal cosa. La vida política no se ha hecho para mí.
– El señor – dijo Hillo con cierta timidez, – es de los que se lo encuentran todo hecho, y no necesita de que nadie le inicie, pues tiene mentores y padrinos, en la sombra, que no le permitirían dar un mal paso.
– Si hace usted caso de este clérigo – dijo Iglesias con humorismo, – el sotana más honrado del mundo, pero al propio tiempo el más candoroso, está usted perdido, Calpena. Haga usted caso de mí, y déjese llevar. En la sombra no hay mentores ni garambainas. Todo eso es romanticismo de clase averiada… Vamos a cuentas. Lo primero, perdóneme si le hablé con cierta impertinencia del encargo que trae…
– Yo no he traído papeles para el Sr. Mendizábal – replicó D. Fernando, – ni me habían de escoger a mí para tales mensajes.
– No abre usted la boca sin que nos dé una nueva prueba de su inexperiencia candorosa… Puesto que aquí todos somos amigos, déjeme usted que hable y le ponga al tanto de la situación… Y antes me permitirá que le presente a dos amigos, que espero lo serán de usted en cuanto les conozca.
Cuando esto decía, dejáronse ver en la puerta dos sujetos, que eran los de la encerrona con Iglesias, ambos como de treinta a cuarenta años, y al entrar revelaron por su soltura y buenos modos ser de lo más selecto entre la juventud intelectual de aquellos tiempos. Bien supo Iglesias, al presentarles, realzar sus nombres: «Mi amigo Joaquín María López… mi amigo Fermín Caballero».
Era este de color moreno; facciones bastas y rudas, del tipo castellano, común en campo más que en ciudades; bigote negro con mosca; cabello encrespado, que parecía un escobillón; complexión dura; el habla ruda y clásica, de perfectísima construcción castiza. El otro revelaba su estirpe levantina en la finura del cutis y la viveza del mirar, en la vehemencia de la expresión, y en la flexibilidad y gracia. Recibiolos Calpena con franca urbanidad, y se sentaron todos, teniendo uno de ellos que hacer sofá de la cama de Hillo, y este no cabía en sí de gozo viendo tan honrada su pobre mansión.
«Trasladamos el Sublime Taller desde los alcázares de Iglesias a las góticas arcadas de Hillo… – dijo con gracia López. – La Iglesia nos ampara, nos acoge en su santo regazo».
– La Iglesia – replicó Hillo, sentándose en un cofre, – oye y calla, mas no otorga. En el regazo de la Iglesia no entran más que los arrepentidos.
– Amén – dijo Caballero, – y expliquemos en pocas palabras la llaneza con que asaltamos la morada de estos buenos señores.
– El caso es el siguiente… Permíteme – indicó Nicomedes, que no gustaba de que otros dijesen lo que él podía decir. – Sabemos que el Gobierno por una parte, la Reina por otra, despachan agentes al campo y corte de Don Carlos, a los cuales encargan que se finjan rabiosos absolutistas para ganar la confianza de los íntimos del Pretendiente. El objeto es introducir allí la discordia y acabar con el absolutismo por su propia descomposición. Al propio tiempo, los facciosos tienen aquí infinitos emisarios que hacen el propio juego, de lo cual resulta, señores, un tan espantoso lío, que ni aquí ni allí nos entendemos, y no sabemos ya cuáles son los adeptos legítimos y cuáles los apócrifos…
– Pero hay otra cosa peor – interrumpió López, que, como buen orador, gustaba de expresar por sí las ideas de los demás; – hay otra cosa. Hierven discordias mil en la corte del Pretendiente, por ser muchos los carlistas de viso que desean la transacción, siempre que el Gobierno liberal les reconozca grados, emolumentos y honores.
– Andan estos – prosiguió Caballero, que hablaba poco y bien, – en continuo teje-maneje de Oñate a la Granja y de la Granja a Oñate, zurciendo voluntades y buscando la reconciliación de antiguos comilitones, ahora desavenidos; y como, si lograran su objeto, habrían de sobrevenir grandes males a la Nación, nosotros, que miramos por la permanencia del sistema representativo, haremos cuanto esté de nuestra parte porque todas esas artimañas resulten fallidas.
– Y además… hay – apuntó Nicomedes – una tenebrosa y hasta hoy indescifrable conjura de la infanta Carlota…
– Señores – declaró D. Pedro, poniéndose en pie, – la Iglesia, como dueña del local en el cual, por su tolerancia, que no por su gusto, se celebra esta nefanda reunión, recomienda a los señores preopinantes que no hablen de las reales personas.
– Tiene razón nuestro noble castellano – dijo López con sorna. – No nombraremos a ninguna persona real; pero podemos designar por su nombre griego al que lo recibió y adoptó conforme a rito, cuando y donde todos sabemos. Hablaremos, pues, de Dracón.
– ¡Alto! – gritó Hillo poniéndose en pie, – porque el designado con notoria irreverencia con ese nombre, que huele a chamusquina masónica, es S. A. el infante D. Francisco. Al menos yo lo he oído así, y no permito, señores, no permito…
– Bueno, bueno – dijo Caballero-: no lastimemos los sentimientos religiosos y monárquicos con tanta sinceridad manifestados por este buen señor. A Dracón todos le conocemos, y no hay que hacer misterio de él ni de su nombre de batalla. Creo que se exagera la importancia del tal: de mí sé decir que no creo que exista plan ninguno verosímil fundado en la personalidad del Infante.
– Poco a poco – apuntó Nicomedes. – Fermín, a ti te consta que sí lo hay.
– No… lo que me consta es que algunos cándidos han echado a volar ese nombre, denigrándolo con la suposición de que teníamos en la persona que lo lleva un nuevo Pretendiente. Y esto es absurdo; esto no cabe en cabeza humana, ni aun en la de un español de 1835, que es la cabeza que nos ofrece la historia como más destornillada.
– Y, sin embargo, hay quien lo dice.
– Y quien lo cree, y lo sostiene como cosa muy práctica.
– Y no falta quien asegure que es la única salvación del país.
– Señores, son muchas salvaciones para un solo país… Salvadora la Reina Cristina, salvador D. Carlos, salvador Mendizábal, y ahora también D. Francisco nos quiere salvar… Vamos, con tantas salvaciones, España va al abismo.
– Señores, no desvariemos – indicó Hillo. – El señor infante D. Francisco, que es persona discreta, no ha puesto sus ojos en el Trono… Se contentará por hoy con sentarse en el Estamento de Próceres.
– Pretensión contraria a las leyes, tras de la cual hemos de ver y vemos una ambición política muy sospechosa, señores, muy sospechosa.
– No exageremos… Cuando más, cuando más, Dracón aspira a la Regencia…
– ¡Otra te pego!…
– Señores conferenciantes – dijo Hillo con festiva severidad, – que no permito, que no puedo consentir afirmaciones tan contrarias al decoro de la Real Familia… Si siguen sus señorías por ese camino, mandaré que les lleven al corral.
– ¿Somos gallinas?
– Toros de sentido… de excesivo sentido, maliciosos, imposibles para la brega, por lo cual creo que no puede acabar bien la elocuente corrida que estamos celebrando.
– ¡Ja, ja, ja!… Muy bien. En fin, concretemos: seamos explícitos y lacónicos, porque este joven (por Calpena) dirá, y con razón, que le estamos embromando. ¿Verdad, señor Calpena, que no entiende usted qué relación puede existir entre su persona y estas cosas desordenadas que acaba de oír?
– En efecto: no se me alcanza qué concomitancia pueda tener mi humilde persona con esos agentes reservados, con esas intrigas, con el Sr. Dracón y demás…
– Hemos sabido – dijo Nicomedes con campanuda solemnidad, – que de Francia se remitió un paquete de interesantes papeles a Madrid… No vaya usted a creer que intentamos sustraer ese tesoro, y apropiárnoslo por medios contrarios a la hidalguía. En poder de usted se halla todavía el encargo. La persona que debía recogerlo ha sido presa, y probablemente no saldrá pronto de la cárcel. Es muy posible que alguien intente apoderarse del paquete, diciendo a usted que viene de parte de su legítimo dueño. Yo le suplico, señor D. Fernando, que no lo suelte, aunque los que vengan a pedirlo le presenten esquela del mismo Sr. D. Eugenio Aviraneta, a quien viene dirigido, porque tanto el recado como la esquela serán falsos de toda falsedad.
– Pues correspondo a su franqueza – dijo D. Fernando, a quien todos oían con vivísima atención, – que no traigo yo encargo ni cosa alguna para ese señor que acaba de nombrar; y si algo hay en mi baúl, que me confiaron en la frontera personas de toda mi confianza, y que no conspiran ni han conspirado nunca, lo entregaré a quien venga a reclamarlo, siempre que acredite, por usual conocimiento, ser la persona a quien viene rotulado.
– Pues aún me resta decir algo para que vean todos mi sinceridad y nobleza. Antes dije a usted que el paquete venía dirigido a Mendizábal; pero esto lo hice sin más objeto que desconcertarle a usted, con la idea de que su turbación le arrastrase a revelarme algo que yo quería saber: lo que usted trae no viene dirigido a Mendizábal, ni tiene nada que ver directamente con nuestro célebre gaditano. Pero personas muy altas, muy altas, fijese bien en lo que afirmo, pudieran tener noticia de que el señor Calpena es portador de papeles graves, y en este caso no dejarían de intentar por todos los medios apoderarse de ellos.
– En vez de aumentar la confusión de este excelente joven – indicó Caballero, – procuremos disiparla, amigo Nicomedes, y al propio tiempo, convenzámosle de que no pretendemos apoderamos de secretos que no se nos quieren confiar.
– Justamente – dijo López, – y empecemos por declarar que ignoramos, o por lo menos, que no sabemos con exactitud qué documentos se han confiado a su discreción. Puede ser algo que exclusivamente interese a la Familia Real; puede ser del común interés de los partidos militantes. Me inclino a creer esto. El propio Aviraneta no sabe lo que es, o no quiere decírnoslo.
– No lo sabe – afirmó Iglesias. – Así me lo aseguró ayer, y debemos creerlo.
– Hame dado en la nariz – dijo Caballero, – que lo que han remitido a D. Eugenio es todo el fárrago de papeles concernientes a la Confederación isabelina, de infausta memoria. Él mismo se lo llevó a Francia no sé con qué objeto, y de allá se lo remiten para que lo utilice aquí en contra nuestra, y en pro de los Torenos y Martínez… Yo, señores míos, me fío poco de Aviraneta, y no quisiera que mis amigos tuvieran interés por nada que al infatigable conspirador se refiera… Fíjese usted, Sr. Calpena, en lo que voy a decirle, para que no se embrollen sus ideas con la extraordinaria confusión que ha de resultarle de lo que decimos. Los estatuistas nos acusan de haber preparado, dispuesto, organizado, en una palabra, el degüello de los frailes, el asesinato de Canterac y otros abominables hechos de que usted tendrá conocimiento. Se nos quiere denigrar, inutilizar para la gobernación del Reino. Si hay responsabilidad, no pueden ellos eludirla, pues en los terribles días de Julio del año pasado era Presidente del Consejo el Sr. Martínez de la Rosa; Ministro de la Gobernación el Sr. Moscoso, y Corregidor de Madrid el señor Marqués de Falces. ¿Sabéis lo que, en mi presunción, contiene la estafeta que ha traído el Sr. Calpena? Pues el plan de Constitución que hicimos Olavarría y yo; la exposición dirigida a S. M. por Flórez Estrada, condenando el Estatuto; el proyecto de asonada general; el plan de Ministerio, presidido por Pérez de Castro; los compromisos contraídos por Palafox y Calvo de Rozas, con el nombre de trabajos militares, y, por último, el informe de la Comisión que nombramos para proponer al Gobierno el mejor sistema de extinción de frailes. Todo eso y algo más había. Aviraneta, como iniciador de la Isabelina, arrambló con el archivo cuando la persecución de la policía le obligó a emigrar a Francia. ¿Trataría de hacer algún negocio con Luis Felipe? ¿Habrá entrado en contubernios con D. Carlos? Yo no lo sé… Ya os he dicho que no me fío de ese hombre, y que de su refinada astucia y doblez lo temo todo. Vosotros creéis en Aviraneta; yo no. Para mí es un monstruoso talento, el más sutil y agudo para la intriga. El año pasado conspiraba o aparentaba conspirar con nosotros. Este año trabaja secretamente por los enemigos del progreso. Vosotros creéis en sus alardes de patriotismo revolucionario; yo no. Vosotros confiáis en su lealtad; yo desconfío hasta de su sombra. Si le ayudáis, ayudáis al desprestigio de Palafox, de D. Jerónimo Valdés, de San Miguel, de los patriotas Quiroga y Palarea, de Salustiano, del propio Mendizábal, pues ya sabéis que D. Juan Álvarez comunicó desde Londres su propósito de constituir allí un Círculo isabelino, y de facilitar fondos para la causa, y en esfera más modesta ayudáis también a vuestro propio vilipendio y al mío…
– Fermín, Fermín – dijo Iglesias, apretando los puños, encendido el rostro-: tú siempre pesimista, tú siempre malévolo y suspicaz, desconfiando de los hombres más adictos a la idea, de los que han sabido padecer por ella persecuciones horribles.
– Y tú, Nicomedes, siempre iluso y confiado, pobre enfermo de la calentura patriótica, ni aprendes nada de la experiencia, ni atiendes a las lecciones del tiempo. Tanto a ti, pobre Iglesias, como a ti, Joaquín, almas crédulas, espíritus generosos, os digo que desconfiéis de Aviraneta, que no le ayudéis en sus maquinaciones, que le dejéis solo en la febril inquietud de su conspirar instintivo, genial, por amor al arte, por ley de su naturaleza.
Y cambiando bruscamente al tono familiar, antes que sus atontados amigos pudieran replicarle, se levantó y formuló la despedida en estos términos: «Ya he sermoneado bastante, y ahora me voy, que tengo que trabajar. Holgazanes, quedaos con Dios».
– Fermín, aguarda, siéntate… que aún tenemos mucho que hablar.
– ¡Hablar! La maldita palabra. Es la sarna del país. España llegará al fin del siglo sin haber hecho nada más que rascarse, es decir, hablar… Quedaos con Dios… Y usted, Sr. de Calpena, al aceptarme por su amigo, me va a permitir que le dé un consejo. Es usted muy joven; yo tengo treinta y seis años y alguna experiencia. No haga caso de estos pobres orates. Si quiere usted seguir el consejo de un patriota honrado, que no padece la famosa calentura, y profesa sus ideas con fría convicción, no sirva usted de correo a los conspiradores de oficio. Y pues le han cogido de sorpresa, encargándole comisiones que no habría aceptado con conocimiento, vénguese por el método inquisitorial… En vez de entregar los papeles al Sr. de Aviraneta, arrójelos a las llamas. Ganará usted mucho en tranquilidad de conciencia.
– ¡Quemarlos! ¡Eso no! – gritó Iglesias.
– Créame a mí…
– No le crea, no, Fernando. Es de Cuenca, que es como decir leñador y carbonero…
– Carbón, sí; carbón haría yo de todo ese fárrago de sandeces – dijo Caballero con arrogancia, enarbolando su bastón. – Nuestro pasado político, amigos revolucionarios, debe ir al fuego… Quemad la broza, que las ideas, no temáis… esas no arden.
Y encasquetándose el sombrero, que era de los voluminosos que entonces se usaban, salió del cuarto y de la casa con resuelto y presuroso andar.