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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: ZARAGOZA
III

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Pero ¡ay!, D. José de Montoria no estaba en ella y nos fue preciso buscarle en los alrededores de la ciudad. Dos de mis compañeros, aburridos de tantas idas y venidas, se separaron de nosotros, aspirando a buscar con su propia iniciativa un acomodo militar o civil. Nos quedamos solos D. Roque y un servidor, y así emprendimos con más desembarazo el viaje a la torre de nuestro amigo (llaman en Zaragoza torres a las casas de campo) situada a poniente, lindando con el camino de Muela y a poca distancia de la Bernardona. Un paseo tan largo a pie y en ayunas no era lo más satisfactorio para nuestros fatigados cuerpos; pero la necesidad nos obligaba a tan inoportuno ejercicio y por bien servidos nos dimos encontrando al deseado zaragozano, y siendo objeto de su cordial hospitalidad.

Ocupábase Montoria cuando llegamos en talar los frondosos olivos de su finca, porque así lo exigía el plan de obras de defensa establecido por los jefes facultativos ante la inminencia de un segundo sitio. Y no era sólo nuestro amigo el que por sus propias manos destruía sin piedad la hacienda heredada: todos los propietarios de los alrededores se ocupaban en la misma faena y presidían los devastadores trabajos con tanta tranquilidad como si fuera un riego, un replanteo o una vendimia. Montoria nos dijo:

– En el primer sitio talé la heredad que tengo al lado allá de Huerva; pero este segundo asedio que se nos prepara dicen que será más terrible que aquel, a juzgar por el gran aparato de tropas que traen los franceses.

Contámosle la capitulación de Madrid, lo cual pareció causarle mucha pesadumbre, y como elogiáramos con exclamaciones hiperbólicas las ocurrencias de Zaragoza desde el 15 de Junio al 14 de Agosto, encogiose de hombros y contestó:

– Se ha hecho todo lo que se ha podido.

Acto continuo D. Roque pasó a hacer elogios de mi personalidad, militar y civilmente considerada, y de tal modo se le fue la mano en este capítulo, que me hizo sonrojar, mayormente considerando que algunas de sus afirmaciones eran estupendas mentiras. Díjole primero que yo pertenecía a una de las más alcurniadas familias de la baja Andalucía en tierra de Doñana, y que había asistido al glorioso combate de Trafalgar en clase de guardia marina. Le dijo también que la junta me había concedido un destino en el Perú y que durante el sitio de Madrid había hecho prodigios de valor en la Puerta de los Pozos, siendo tanto mi ardor, que los franceses, después de la rendición, creyeron conveniente deshacerse de tan terrible enemigo, enviándome con otros patriotas a Francia. Añadió que mis ingeniosas invenciones habían proporcionado la fuga a los cuatro compañeros refugiados en Zaragoza, y puso fin a su panegírico asegurando que por mis cualidades personales era yo acreedor a las mayores distinciones.

Montoria en tanto me examinaba de pies a cabeza, y si llamaba su atención mi mal traer y las infinitas roturas de mi vestido, también debió advertir que este era de los que usan las personas de calidad, revelando su finura, buen corte y aristocrático origen en medio de la multiplicidad abrumadora de sus desperfectos. Luego que me examinó, me dijo:

– ¡Porra! No le podré afiliar a Vd. en la tercera escuadra de la segunda compañía de escopeteros de D. Santiago Sas, de cuya compañía soy capitán; pero entrará en el cuerpo en que está mi hijo; y si no quiere Vd., largo de Zaragoza, que aquí no admitimos gente haragana. Y a Vd., D. Roque amigo, puesto que no está para coger el fusil ¡porra!, le haremos practicante de los hospitales del ejército.

Luego que esto oyó D. Roque, expuso por medio de circunlocuciones retóricas y de graciosas elipsis la gran necesidad en que nos encontrábamos y lo bien que recibiríamos sendas magras y un par de panes cada uno. Entonces vimos que frunció el ceño el gran Montoria, mirándonos de un modo severo, lo cual nos hizo temblar, y parecionos que íbamos a ser despedidos por la osadía de pedir de comer. Balbucimos tímidas excusas y entonces nuestro protector con rostro encendido, nos habló así:

– ¿Con que tienen hambre? ¡Porra, váyanse al demonio con cien mil pares de porras! ¿Y por qué no lo habían dicho? ¿Con que yo soy hombre capaz de consentir que los amigos tengan hambre, porra? Sepan que no me faltan diez docenas de jamones colgados en el techo de la despensa, ni veinte cubas de lo de Rioja, sí señor; y tener hambre y no decírmelo en mi cara sin retruécanos, es ofender a un hombre como yo. Ea, muchachos, entrad adentro y mandarque frían obra de cuatro libras de lomo, y que estrellen dos docenas de huevos, y que maten seis gallinas, y saquen de la cueva siete jarros de vino, que yo también quiero almorzar. Vengan todos los vecinos, los trabajadores y mis hijos si están por ahí. Y ustedes, señores, prepárense a hacer penitencia conmigo. ¡Nada de melindres, porra! Comerán de lo que hay sin dengues ni boberías. Aquí no se usan cumplidos. Vd., Sr. D. Roque, y Vd., Sr. de Araceli, están en su casa hoy y mañana y siempre, ¡porra! José de Montoria es muy amigo de los amigos. Todo lo que tiene es de los amigos.

La brusca generosidad de aquel insigne varón nos tenía anonadados. Como recibiera muy mal los cumplimientos, resolvimos dejar a un lado el formulario artificioso de la corte, y vierais allí cómo la llaneza más primitiva reinó durante el almuerzo.

– Qué, ¿no come Vd. más? – me dijo D. José. – Me parece que es Vd. un boquirrubio que se anda con enjuagues y finuras. A mí no me gusta eso, caballerito; me parece que me voy a enfadar y tendré que pegar palos para hacerles comer. Ea, despache Vd. este vaso de vino. ¿Acaso es mejor el de la corte? Ni a cien leguas. Con que, porra, beba Vd., porra, o nos veremos las caras.

Esto fue causa de que comiera y bebiera mucho más de lo que cabía en mi cuerpo; pero había que corresponder a la generosa franqueza de Montoria, y no era cosa de que por una indigestión más o menos se perdiera tan buena amistad.

Después del almuerzo, siguieron los trabajos de tala, y el rico labrador los dirigía como si fuera una fiesta.

– Veremos – decía – si esta vez se atreven a atacar el castillo. ¿No ha visto Vd. las obras que hemos hecho? Menudo trabajo van a tener. Yo he dado doscientas sacas de lana, una friolera, y daré hasta el último mendrugo.

Cuando nos retirábamos a la ciudad, llevonos Montoria a examinar las obras defensivas que a la sazón se estaban construyendo en aquella parte occidental. Había en la puerta del Portillo una gran batería semicircular que enlazaba las tapias del convento de los Fecetas con las del de Agustinos descalzos. Desde este edificio al de Trinitarios corría otra muralla recta, aspillerada en toda su extensión y con un buen reducto en el centro, todo resguardado por profundo foso que se abría hacia el famoso campo de las Eras o del Sepulcro, teatro de la heroica jornada del 15 de Junio. Más al Norte y hacia la puerta de Sancho, que da paso al pretil del Ebro, seguían las fortificaciones, terminando en otro baluarte. Todas estas obras, como hechas a prisa, aunque con inteligencia, no se distinguían por su solidez. Cualquier general enemigo, ignorante de los acontecimientos del primer sitio y de la inmensa estatura moral de los zaragozanos al ponerse detrás de aquellos montones de tierra, se habría reído de fortificaciones tan despreciables para un buen material de sitio; pero Dios ha dispuesto que alguien escape de vez en cuando a las leyes físicas establecidas por la guerra. Zaragoza, comparada con Amberes, Dantzig, Metz, Sebastopol, Cartagena, Gibraltar y otras célebres plazas fuertes tomadas o no, era entonces una fortaleza de cartón. Y sin embargo…

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