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Benito Pérez Galdós
LA FAMILIA DE LEÓN ROCH
Primera parte
Capítulo XIII. El último retrato

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El hombre a quien hemos visto en la soledad de su gabinete, turbada rara vez en el espacio de algunos meses por las escenas descritas, no consagraba todo su tiempo al estudio. Engranado en la máquina social por las afecciones, por el matrimonio, por la ciencia misma, no podía ser uno de esos sabios telarañosos que los poemas nos presentan pegados a los libros y a las retortas, y tan ignorantes del mundo real como de los misterios científicos. León Roch se presentaba en todas partes, vestía bien, y aun se confundía a los ojos de muchos con las medianías del vulgo bien vestido y correcto que constituye una de las porciones más grandes, aunque menos pintorescas, de la familia social. No se eximía de la insulsez metódica que informa la vida de los ricos en esta capital, y así se le veía con su mujer en el paseo de carruajes, cuyo encanto consiste en reunirse todos a hora fija y dar unas cuantas vueltas en orden de parada, coche tras coche, paso a paso, en perezosa y militar fila, de modo que las señoras reclinadas en el asiento posterior del landó, sienten en su cara el resuello de los caballos del coche que va detrás, y aún ha habido paquidermo que ha intentado comerse, creyéndolas vivas, las flores del sombrero de la dama que va en el carruaje delantero. También iba al teatro con su mujer, observando la deliciosa disciplina de los abonos a turno, que tiene la ventaja de administrar el aburrimiento o el regocijo a plazos marcados, sin contar para nada con el estado del espíritu. Daba de comer a pocas personas en un solo día de la semana, habiendo disputado y ganado a su mujer la elección de comensales, que eran de lo mejor entre lo poquito bueno que tenemos en discreción y formalidad. Para elegir no se acordó de categorías de escuela, y sólo obedeció a las simpatías personales. De modo que su yantar semanal (horrible frase) y sus noches, como pudiéramos decir, reunían hombres listos, católicos remachados, políticos de la más pura doctrina epicúrea, aristócratas de la edición incunable, otros de las flamantes, y hombres de escasa importancia social, pero que la aparentaban por su cualidad de crónicas vivas o por la seducción de su trato, en gran manera distinguido. También iban jóvenes de la pléyade universitaria, brillantes en el profesorado y en las ardientes disputas, cuyo estruendo se oye por todas partes. Reinaba en estas reuniones armonía completa, pues nada reconcilia tanto como el buen comer, la presencia de elegantes damas y la obligación de no olvidar un momento las leyes de la cortesía. Aunque algunos quizás se despreciaban cordialmente, había en la casa cierta atmósfera de estima general; y una conversación discreta, tolerante, instructiva, extraordinariamente amena, producto feliz de aquel conjunto de opiniones diversas, engañaba las horas. Se hablaba de artes, de letras, de costumbres, de política; se murmuraba también un poco; en algún pequeño grupo se hacía crónica personal algo escandalosa; y en otro se hablaba de las cuestiones más hondas, de religión, por ejemplo, que es un tema planteado en todas partes donde quiera que hay tres o cuatro hombres, y que tiene el D. de interesar más que otra cosa alguna. Este tema, constantemente tratado en las familias, en los corrillos de estudiantes, en las más altas cátedras, en los confesionarios, en los palacios, en las cabañas, entre amigos, entre enemigos, con la palabra casi siempre, con el cañón algunas veces, en todos los idiomas humanos, en los duelos de los partidos, con el lenguaje de la frivolidad, con el de la razón, a escondidas y a las claras, con tinta, con saliva, y también con sangre, es como un hondo murmullo que llena los aires de región a región y que jamás tiene pausa ni silencio. Basta tener un poco de oído para percibir este incesante y angustioso soliloquio del siglo.

Rasgos físicos de León Roch eran lo moreno del color, lo expresivo de la mirada, la negrura de la barba y el cabello; su rasgo moral era la rectitud y el propósito firme de no mentir jamás. La mayor parte de las personas hallaban encanto indefinible en su modo de mirar; pero de su rectitud no podía juzgarse tan fácilmente, porque la conciencia no se ve. El ponerle o no en el número de los buenos, dependía del criterio con que se le mirase. Para algunos era una persona excelente; para otros un mal sujeto. Si a la vista tenía un cuerpo airoso y seductora presencia, alguien dijo de él: «Por fuera es buen mozo, pero por dentro es un jorobado».

No tenía la gazmoñería racionalista (pues también hay gazmoñería racionalista), que consiste en escandalizarse con exceso de la credulidad de algunas personas y en ridiculizar su fervor; por el contrario, León miraba con respeto a algunos creyentes, y a otros casi con envidia. No tenía tampoco el afán de la conquista, ni quería convertir a nadie; y si el estudio le había dado grandes regocijos, también le producía horas de amargura y desaliento. No creía su estado perfecto, sino por el contrario, harto imperfecto; por lo cual no gustaba de embarcar gente en las islas frondosas de la fe para llevarlas a las solitarias estepas de la duda.

Diose primero a las ciencias naturales, hallando en su investigación los más puros goces. Después, la filosofía le produjo un mareo insoportable, y al fin volvió a los estudios experimentales, que era donde se encontraba con pie firme y en país conocido. La historia le divertía tan sólo; la fisiología le encantaba. También cultivó la astronomía, favorecido por su dominio de las matemáticas. Solía decir: «La historia nos hace enanos, la fisiología nos pone en nuestro tamaño natural, y la astronomía nos engrandece».

Había en su alma cierta aridez, ocasionada por el escaso empleo de la imaginación en su niñez y en sus estudios. Se había criado en una trastienda y allí corrió desabridamente su edad primera al lado de su madre, mujer tosca y sin delicadeza, que sentía poco y carecía de luces. Trabajaba mucho, pero no sabía leer; y tenía la vanidad de que su hijo era muy precoz, y la creencia de que llegaría a ser general, obispo o ministro. Después que murió su madre, pasó una temporada en Valencia, en la casa de un tío paterno, plebeyo enriquecido con la alfarería, y que decía: «Todo el saber es aire. Más útil es a la humanidad el hombre que hace un ladrillo que el que escribiera todos los libros que se conocen». Después vino para León una juventud sin calaveradas, sin aventuras, sin conatos de ser poeta dramático, sin proyectos de raptos y duelos, sin lágrimas, sin melancolías, sin vacilaciones en la elección de carrera, con pocos ensueños. Le metieron en un laberinto de matemáticas, diciéndole: «Sal, si puedes». Es verdad que salió; pero luego le arrojaron en un mar de guijarros, donde había que luchar con esos oleajes petrificados, testimonio palpable de las agitaciones plutónicas y neptunianas que han esculpido nuestro globo; le metieron de cabeza en las entrañas del planeta, abiertas por la inducción o representadas en los museos por las colecciones, y le dijeron: «Toda esta grava, que parece arrancada del arrecife de un camino, es un libro maravilloso: cada chinita es una letra. Es preciso que lo leas todo». Vio las aguas haciendo ruido aun antes de que hubiera orejas, y arco-iris antes de que hubiera ojos; vio la heráldica del mundo expresada en las figuras de bivalvos, de crustáceos y de ofidios que dejaron su forma impresa como el sello auténtico de las dinastías que desean hacer constar su reinado; vio plantas nacidas antes de que hubiera dientes y muelas que mascaron antes de que hubiera hombres, y al hombre mismo, huésped tardío de la creación, llegando cuando los bosques se habían resignado a ser almacenes de carbón, y cuando no había mares definitivos, y los ríos estaban nivelando hermosas llanadas, y cuando aún bufaban mil ingentes volcanes, arquitectos infatigables que daban el último golpe de cincel a la crestería de nuestras bellas montañas. Vio esto y otras muchas cosas que vienen detrás.

Más tarde, cuando terminada su carrera se vio rico, es decir, cuando comprendió que no sería esclavo de la ciencia, sino por el contrario dueño de ella, cultivó un poco la imaginación. Bien conocía que jamás sería artista, pero tomó en sus manos el fino estilete con que representan a una de las musas cuando las pintan en los techos; pero sus manos, que tan bien sopesaban la palanca de Arquímedes, eran toscas para instrumento tan delicado. «Está visto, decía, que siempre seré un bruto».

Había logrado escribir medianamente, con más claridad que elegancia; hablaba en público muy mal, atrozmente mal; pero en la conversación privada solía expresarse con elocuencia, siempre que el tema fuese alto. Había adquirido la costumbre de emplear mucho las figuras, por esa tendencia acertada que tiene hoy la ciencia a lisonjear en vez de espantar el sentido de la muchedumbre, y porque las formas parabólicas han sido siempre muy del gusto de los entendimientos superiores. Es el eterno homenaje tributado por la ciencia al arte, y al que este debe corresponder alumbrándose en su glorioso camino con la inextinguible luz de la verdad.

Aquel hombre tan preocupado de si esta piedra era más o menos siluriana que aquella, y de si otra cristalizaba en romboedros o en prismas, estaba desde su temprana juventud encariñado con un ideal para la vida, y era este una existencia sosegada, virtuosa, formada del amor y del estudio, las dos alas del espíritu, como en su jerga figurada decía. Desde que pasó la época de los afanes escolásticos, soñaba con buscar y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual nacería una familia. Esta familia soñada, la gran familia ideal, la suya, la placentera reunión de todos los suyos, ocupaba su pensamiento. ¡Cosa extraordinariamente bella y consoladora! Unirse con una mujer adorada, amante y sumisa, de clara inteligencia y corazón donde nunca se agotaran las bondades; ver después unos seres pequeñitos que irían saliendo y empezarían a hacer gracias, pedirían y a piando el pan de la educación; desarrollar en ellos con derechura el ser moral y el físico; vivir por ellos y atender a las necesidades de aquel grupo encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen de la Providencia derramando sus dones, ora fecunda, ora maestra, ya cubriendo al desnudo, ya dando alimento al desfallecido, guiando el primer paso del vacilante, conteniendo el ardor del intrépido… ¡Oh!, para esto valía la pena de vivir; para lo que esto no fuera, no. Luego venían a su imaginación los encantos de la vida del rico ilustrado, que puede gustar los placeres del trabajo sin ser esclavo de él… una vida deliciosa, consagrada por mitad al estudio, por mitad a los cuidados de la familia, dividiéndola asimismo entre la ciudad y el campo, pues de este modo es más grata la Naturaleza y más grata la soledad; vida ni muy apartada ni muy pública, en un dulce retiro sin esquivez, lejos del bullicio, mas no inaccesible a los amigos discretos… Sí, era preciso realizar esto, y realizarlo pronto, antes de que se pasase la vida en un rodar incesante y vertiginoso; era preciso hallar pronto la que había de ser base de aquella felicidad soñada, pero realizable. La elección no era fácil; debía ser prudente, seria, estudiada; pero ¿acaso no estaba él en las mejores condiciones para hacerla bien?… Sí, la haría bien, porque era un sabio, tenía mucho talento, mucha serenidad, espíritu de crítica, grandes hábitos de análisis… Y sin embargo…

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