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ОглавлениеII.
Carmen
Carmen era la menor de tres hermanos y la única mujer. Se había criado en un ambiente de amor, concordia y unión familiar. Fue una amiga de una amiga quien los presentó. Aunque él le llevaba cinco años, igual se las arregló para cortejarla. Un año después, Eduardo obtuvo la beca y le propuso matrimonio. Carmen aceptó de inmediato, pero requería la autorización de sus padres, pues era menor de edad. Se armó de valor y le pidió formalmente una reunión a don Juan, el padre de Carmen. Creía tener alguna ventaja, pues se había ganado el corazón de doña Pilar.
El día de la cita, Eduardo era un nudo de nervios, se probó varias corbatas y se puso mucha colonia que había tomado prestada de su papá. Al llegar a la casa, respiró profundo y tocó el timbre. Saludó con la mejor de sus sonrisas a la señora Pilar y le dio un beso nervioso a su futura novia.
—Pasa, de inmediato llamo a Juan —dijo Pilar.
En el salón sentía que las paredes se le venían encima y que el trinche con la porcelana caería sobre él y aplastaría su humanidad entera.
—Tranquilo —le dijo Carmen—, ya hablé con mi mamá y nos apoya, todo va a salir bien. Mi papá es un hombre un tanto chapado a la antigua, pero de buen corazón.
Tan pronto vio entrar a don Juan, sintió que las piernas le flaqueaban, y como pudo se paró y le extendió la mano.
—Aquí estamos, dígame joven a qué se debe tanto misterio —dijo Juan.
—Lo que pasa señor...
—¿Si? —lo interrumpió Juan.
—Lo que pasa es que yo venía a…
—Vamos, hombre —lo alentó Juan—, hable con confianza.
—Gracias, es que yo, es que yo… venía a pedirle la mano de Carmencita. La verdad es que nos queremos mucho y tenemos planes de casarnos en unos dos meses más.
—¿Qué está diciendo?, ¿no sabe que la niña es menor de edad? y, además, ustedes llevan muy poco tiempo en su relación.
—Sí, lo sé, señor, pero como me gané la beca...
—Ah —dijo Juan—, sí, la beca. Ya nos había contado nuestra hija. Felicitaciones, parece que es muy importante.
—Gracias —dijo Eduardo.
—Yo creo que lo mejor sería que usted vaya a Estados Unidos a realizar sus estudios y, a su vuelta, se pueden casar. Por lo demás, no será la primera ni la última pareja que continúe su noviazgo a la distancia.
—Pero, papá —dijo Carmen—, nosotros nos queremos y estoy segura de que con Eduardo seré inmensamente feliz.
—Niña —contestó Juan mirándola con dulzura—, aún eres muy joven para entenderlo. Casarse es un asunto muy serio y yo pienso que este tiempo que estarán separados les va a servir a los dos para reafirmar su compromiso. En verdad te digo que esto lo hago por tu bien. Yo solo quiero que sean felices y que no se precipiten. El tiempo pasa rápido y entre escribir las cartas que le enviarás a tu prometido y leer sus respuestas, sin darte cuenta llegará el día del matrimonio.
Al oír a su papá, la cara de Carmen cambió por completo, las facciones que mostraban ilusión, ahora reflejaban angustia. Quería muchísimo a su padre, pero no entendía la negativa, así es que se paró y tomando las manos de su progenitor, con voz suplicante le rogó que diera su sí. A Juan casi se le partió el corazón y, como pudo, reiteró la negativa. La joven miró a su madre y Pilar comprendió que era el momento de intervenir.
—Juan —dijo Pilar—, tal vez debiéramos conversar un poco más y darle otra vuelta al asunto.
—Pero, mijita, ¿para qué les da esperanza? Usted ya me conoce. Cuando digo no, es no.
—Está bien, pero están enamorados. Yo conozco a mi hija, tal vez sea muy joven, sin embargo, es una mujer muy madura, ya verás que el tiempo me dará la razón.
Eduardo, que había estado callado, intervino.
—Don Juan, se lo prometo, puede confiar en mí, no lo voy a defraudar.
—No se trata de eso, joven, solo les pido un poco de prudencia.
En ese momento el rostro de Carmen reflejaba rabia e impotencia.
—¡No le digas joven, se llama Eduardo! —aulló.
La situación comenzó a salirse de control, hablaban todos a la vez y nadie se escuchaba, todos querían imponer su punto de vista, hasta que de pronto Juan dio un golpe con la mano abierta sobre la mesa de centro y gritó:
—¡Basta! La discusión ha terminado, se harán las cosas como ya dije.
—¡Nada de nada! —gritó Carmen.
Juan y Pilar no lo podían creer. Era la primera vez que veían a su hija dirigirse de esa manera hacia ellos. Carmen le imploró a su papá que reconsiderara su decisión y, al no conseguirlo, se retiró llorando a mares para encerrarse en su dormitorio.
Los días que vinieron fueron de mucha preocupación. Carmen no volvió a salir de su pieza, apenas se dejaba ver por su madre y un poco más por Mirta, la nana que la había criado. Comía poco, dormía menos y por las noches se escuchaba en la casa un lamento que enfermaba a cuantos lo oían. Para Juan las cosas se pusieron aún más difíciles. Creía que hacía lo correcto, pero flaqueaba frente al dolor de su hija y la indiferencia de Pilar y Mirta.
En su desesperación, Carmen le escribió una carta a su amado, la que envió por medio de Mirta.
Eduardo de mi corazón:
Aquí estoy, amado mío. Amándote en silencio, besándote, acariciándote, susurrando en tu oído tantas cosas que brotan de mi mente. Ya no puedo más, me quiero morir y me angustio de solo pensar en lo que tú estás sufriendo, ya que nada me importa de mí. Tú y nadie más que tú son el motivo de mi existencia. Perdona por no haberte recibido estos últimos días y es que no quiero que me veas así. Creo que me estoy volviendo loca y no soportaré el tiempo de tu ausencia en mi vida. Conozco muy bien a mi papá y él no va a cambiar, de manera que debemos terminar.
He pensado mucho antes de escribir estas líneas, y creo que por tu bien, tengo que romper la relación, aunque esta decisión termine por romper mi corazón.
No insistas más. El futuro es tuyo y siento que encontrarás allá una gringa que te hará muy feliz.
Tengo que dejarte, tengo que dejarte.
Por siempre tuya,
Carmen
Tan pronto leyó la carta, Eduardo voló hacia la casa de Carmen. Al llegar al lugar, golpeó sin cesar la puerta, y apenas se topó con Pilar, le lanzó la carta y entró corriendo al dormitorio de Carmen, derribó la puerta, encontrándola plácidamente dormida. Se acercó a ella, le tomó la mano y al remecerla con desesperación, la despertó. Carmen, como si volviera de un sueño, lo besó en los labios con exquisita dulzura.
Eduardo no entendía nada. Fue ahí cuando llegó Pilar y de inmediato puso las cosas en orden.
—¡Mirta, niña! Llama al doctor García ahora ya. Hace tiempo que lo deberíamos haber hecho.
Apenas el doctor terminó de examinar a Carmen, y casi al cerrar la puerta de la habitación, Pilar lo enfrentó.
—¿Y, doctor? —dijo.
—La joven está perfectamente. Dele un caldo de pollo y se recuperará. Solo tiene una pena de amor y pienso que está solucionado; es cosa de verla, pues el joven que la acompaña no deja de acariciarla, es el remedio indicado. L’ amour —balbuceó.
Pilar dejó a Mirta al cuidado de los novios y ráudamente se dirigió al centro, lugar donde trabajaba Juan, quien se sorprendió al verla llegar, pues no era una actitud propia de ella. Lo que conversaron duró segundos. Si bien Juan era duro, Pilar era categórica.
Al fin de ese día, y sentados en la mesa, Juan dio formalmente su consentimiento. Habría boda en pocas semanas. Todos tenían mucho por hacer. Pero Juan nunca diría la razón de su negativa: desconfiaba de Eduardo.