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DOS TOROS NAVEGAN

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L as olas se estrellaban sobre los cantiles del cabo y los rociones llenaban el aire de una humedad blanquecina. En los ojos de Teseo, el rey de Atenas, la sal del mar se mezclaba con la de sus lágrimas mientras su mirada permanecía fija en el movimiento de las aguas, la sinuosa forma de las ondas que, devueltas por la costa, se abrazaban violentamente a las olas que el viento arrojaba sobre ellas. El mar hervía bajo el acantilado con la misma intensidad que sus recuerdos.

En el horizonte, la blancura de la espuma se mezclaba con el azul y la línea del cielo oscilaba, rota con ímpetu por pequeñas crestas que solo permanecían un instante. Intentando imaginar su viaje,Teseo se preguntaba dónde morirían, sobre qué costa descargarían su furia, y, también, dónde estaría su padre, dónde estaría Ariadna.

Como soberano de Atenas, había unido a las pequeñas aldeas diseminadas por el Ática y había conseguido hacer que sus habitantes se sintieran miembros de una sola ciudad, a la que había dotado de edificios públicos que los representaban a todos; había instituido fiestas, acuñado moneda, organizado la sociedad en diferentes clases. Había conquistado territorios nuevos, había organizado juegos atléticos en el istmo de Corinto, y delimitado las fronteras entre la región del Ática y la del Peloponeso.Y, sin embargo, lejos de sentirse satisfecho, notaba que cada día, cada noche, el dolor lo acompañaba como un parásito adherido a su alma. Entre el estruendo del mar oriental, que ahora llevaba el nombre de su padre, Egeo, y el húmedo telar que tejían a su alrededor las salpicaduras de las olas,Teseo el triunfador se sentía solo, desamparado.

Cerró los ojos, abandonó su cuerpo a la caricia del viento y, sumergiéndose por completo en el océano de su memoria, convocó a los fantasmas que lo habían perseguido durante tanto tiempo, con la esperanza de hacerlos huir para siempre.

Entonces las imágenes aparecieron: un cortejo de figuras se alzó ante él y avanzó como un ejército de sombras. Al frente caminaba una mujer de formas sinuosas, de rostro amable y mirada profunda. Sus pechos, su vientre, sus muslos, se adivinaban entre las ondas que el viento dibujaba en la superficie de su ropa, como si el mar vistiera su cuerpo.

Y Teseo se entregó por completo a la contemplación de su propia vida.

La primavera había caído ya sobre la ciudad de Tiro. Sus calles estaban repletas de gente que iba o venía del puerto, lleno de navíos procedentes de todas las costas del mundo. Un tumulto de lenguas resonaba en las plazas, las tabernas y los burdeles, como si en aquella ciudad se dieran cita a diario los sonidos de todos los pueblos de la tierra.

En la playa que se abría al lado del palacio del rey Agénor, Europa, su hija, se entretenía con otras jóvenes de su edad. El silencio de aquel lugar contrastaba con el bullicio de la ciudad. La hija del monarca se había sentado sobre la arena y observaba con curiosidad el brillante nácar de las conchas que emergían desde el suelo; a su alrededor, el sonido del mar adormecía la tarde acompasando su tímido ronquido con el lento declinar del sol.

Sus ojos melancólicos y su hermoso rostro contemplaban el horizonte, mientras se preguntaba de dónde vendría toda esa gente que se agolpaba a diario en los muelles del puerto y en las fondas de los callejones. Desde muy niña había soñado con ciudades lejanas, costas ardientes batidas por el oleaje de otros mares; había buscado en cada imagen de sus sueños algún indicio de su destino, alguna fugaz señal que, al despertar, prolongara la magia de sus fantasías. Era una muchacha feliz, la hija de un rey, pero una pesadumbre indescifrable la inundaba con frecuencia.

Sus pensamientos vagaban como hojas mecidas por el viento; sus ojos parecían atrapados por el tránsito de las olas que morían en la playa. De pronto, llamó su atención un movimiento extraño, una pequeña irregularidad en la superficie de las aguas. Protegiéndose los ojos con las manos, intentó mitigar la luz que la cegaba para concentrar sus sentidos en aquel punto que fluía al margen de la corriente. Entonces lo vio.

Al principio era solo una masa centelleante, un enorme caparazón que emergía lentamente de las aguas. Europa lo contemplaba absorta. Miró a su alrededor, buscando a sus hermanos y a sus compañeras de juegos, pero todos parecían ajenos a la escena. Los llamó a gritos; nadie la oyó. Entonces se volvió de nuevo hacia el mar y presenció algo que la dejó paralizada.

Dos astas rajaban la superficie. La luz del sol poniente se reflejaba sobre las gotas que se desprendían de ellas, como una multitud de pequeñas joyas que revoloteaban a su alrededor. Poco a poco surgió una hermosa testuz blanca, perfecta. Dos ojos enormes, tranquilos, se clavaron en la figura de la muchacha, que permanecía aterrorizada y expectante a la vez. El toro avanzaba hacia la playa, sus pies se movían con facilidad y sus pezuñas no se hundían en la arena. Se encaminaba hacia Europa.

Ella se incorporó e hizo un tímido intento por retroceder. Llamó a sus amigas, pero sin despegar la vista de los ojos del hermoso toro; se sentía atraída, atrapada por esa mirada, no percibía peligro, no sentía ansiedad. Imponente, el animal continuaba decidido hacia ella.Al llegar a su altura, se tumbó, sosegado, y se quedó completamente quieto. Todo su cuerpo transmitía calma.

Europa sintó cómo algo la dominaba; una fuerza irresistible guiaba sus manos, que palpaban al animal: se deslizaban sus dedos sobre el lomo, introduciéndose entre el húmedo y tibio pelaje, notando su calor. Convencida ya de su mansedumbre, se dejó llevar por el deseo de sentir todo ese cuerpo en contacto con el suyo, y se atrevió a deslizar una pierna sobre las poderosas espaldas y a tumbarse encima. Percibía entre sus muslos las vértebras, abrazaba los ijares, dejando caer su cabeza sobre el cuello del animal, los ojos cerrados, envuelta por una cálida sensación que inundaba todo su ser. Aturdida, no se daba cuenta de que sus amigas agitaban los brazos hacia ella, no oía los gritos que los guardias le lanzaban a lo lejos. Relajaba sus miembros, transportada a otro mundo.

En ese momento se tensó la espalda del toro. Europa abrió los ojos, vio a sus hermanos corriendo hacia ella, oía voces que la reclabaman. Intentaba incorporarse y poner en marcha sus brazos y sus piernas, pero no lo conseguía, como quien en sueños desea moverse, y, sin embargo, una fuerza invencible se lo impide haciendo que su cuerpo parezca de piedra.Así Europa ansiaba recuperar el control de sus miembros y de sus sentidos sin ser capaz de lograrlo.

De repente el toro mugió con fuerza, empezó a escarbar sobre la arena, y sus ojos dejaron de ser los que habían hipnotizado a la muchacha. El griterío cesó, los pasos se detuvieron. La gente congregada en la playa miraba a la bestia surgida del mar con terror en el rostro, como si hubieran percibido la presencia de un dios. Europa advertía su turbación. Seguía intentando descabalgar del lomo del animal, pero no podía separarse de aquella piel, y la angustia se había apoderado ya de ella cuando el toro empezó a moverse: se dirigió hacia la orilla, chapoteó sobre las olas rompientes y, como una nave segura de su rumbo, se internó en el mar.

Europa lanzó una última mirada hacia la costa: las figuras palpitaban sobre la arena como árboles perdidos entre la calima de un desierto. Solo se oía la respiración del toro, el chapoteo de su testuz cortando la superficie del agua. Solo el agua, la soledad, el miedo. La muchacha se aferró a la cornamenta del animal y dejó que las lágrimas filtraran en sus ojos la tímida luz del día que declinaba.


Europa intentó de nuevo descabalgar, pero ya no pudo separarse de aquel toro.

El toro irradiaba un calor intenso que calentaba el cuerpo de Europa, rendida ya por completo. Solo percibía la espuma blanca que se deslizaba fugaz sobre los costados de aquella nave de carne, la fosforescente incandescencia que parecía crepitar sobre la superficie iluminada por la luz de la luna.

—¿Quién eres? —acertó a decir—. ¿Qué quieres de mí?

Pero no hubo respuesta. De nuevo, el viento, el agua. Europa relajó su mente, no sabía qué le aguardaba al final de aquella insólita travesía; miraba hacia el cielo: las estrellas colgaban de la bóveda celeste como pequeñas luces que alumbraran un sueño; intentaba reconocerlas, situar en el lienzo de la noche alguna constelación que le hiciera saber el rumbo al que navegaba y sintió un escalofrío al comprobar que el toro se dirigía hacia el oeste, lejos de las costas de su patria. Por fin cerró los ojos, agotada, y dejó que su cuerpo fuera vencido por el cansancio.

Cuando la princesa abrió los ojos, estaba ya sobre tierra firme. El paisaje le era del todo desconocido: olivos retorcidos sobre un suelo que la primavera había vestido con un fresco tapiz de hierba. No había nadie, nada se oía. Con aprensión, se tocó el cuerpo, pellizcó uno de sus muslos y sintió sobre su carne la penetrante aguja de sus uñas. Se levantó despacio y se refugió bajo un enorme plátano que daba sombra a un prado cuajado de flores. No había rastro alguno del toro. Una mezcla de tristeza y rabia asaltó su ánimo, y rompió a llorar.

—Cede en tu angustia, Europa —dijo una voz grave, sobrecogedora—.Vas a ser la esposa de Zeus invicto. Deja de gemir y aprende a aceptar dignamente tu extraordinario destino —la voz adquirió entonces un tono más firme, más solemne—. Una parte del mundo llevará tu nombre.

Ella intentó dar una respuesta, pero, haciendo un esfuerzo por recuperar el valor, para no dejarse superar por aquella pesadilla, únicamente consiguió preguntar con un hilo de voz:

—¿Dónde estoy?

—En Creta.

No hubo más palabras.Tras un breve silencio, una figura irresistible se materializó al lado del tronco del gran plátano. Europa no fue capaz de reaccionar. Atrapada por la luz que desprendía el dios, se sintió empujada hacia él, presa de los mismos ojos que la habían cautivado en la playa.

Las manos de Zeus desprendieron la ropa de su cuerpo y la tendieron allí mismo, al lado de una fuente de aguas cristalinas que fluía con calma. Creyó ser embestida por un ariete implacable que batía su sexo con fuerza incontenible; cerró los ojos, indefensa, y dejó que su mente vagara a través de los recuerdos de su casa.

Un temblor la dominó cuando notó que un río tibio y espeso inundaba su vientre a la vez que la garganta del dios exhalaba un grito, un rugido que le recordó a las fieras que habían poblado los sueños de su infancia.

El rey Minos había llegado pronto al puerto cercano al palacio de Cnosos, la vigorosa ciudad del norte de Creta. En un gesto inusual, Pasífae, su mujer, lo acompañaba. Se habían casado muy jóvenes, en los tiempos en que él era solo uno de los tres aspirantes al trono. Ella caminaba unos pasos más atrás, con el gesto altivo, los ojos clavados en el horizonte, la mirada dura y serena a la vez. Era el día en que llegaba el tributo anual procedente de Atenas, la lejana ciudad del norte.

El monarca acudía todos los años a esperar la nave en el puerto. Sentía un extraño placer desde el momento en que las velas se columbraban en el horizonte, un placer producto de una contradictoria mezcla: añoranza por su hijo Andrógeo, deseo de justicia, deleite ante una muestra más de su inmenso poder. No se trataba, en efecto, de uno de los muchos tributos provenientes de las ciudades de todas las costas, sino de una exigencia de sangre que pretendía mitigar levemente una honda desgracia.

Muchas cosechas habían cuajado desde que Minos comenzara a reinar en la cretense Cnosos. El tiempo había deslizado sus pasos con premura desde que su madre, Europa, lo había parido junto con sus otros dos hermanos, Sarpedón y Radamantis. Cada vez que acudía al puerto evocaba aquellos días en los que se había fraguado su poder, su gloria y, también, su desgracia. Ahora, con buena parte de su vida consumida, el gran Minos se arrepentía de muchas cosas, especialmente del día en que creyó que podría engañar a un dios.

Después de ser abandonada por Zeus, Europa había sido acogida por uno de los reyes de Creta, llamado Asterión, quien la recibió con cariño y esperanza a pesar de que estaba preñada de un dios y llevaba tres hijos en su vientre. Fue una época feliz aquella en que los tres hermanos crecían en paz en la casa de un hombre que se preocupaba por ellos todos los días de su existencia.

Sin embargo, el día en que murió Asterión el rumbo de las cosas comenzó a torcerse. La madre reunió a los tres hermanos en la misma habitación donde yacía quien había sido un verdadero padre para ellos.

—Ahora que el rey ha muerto, uno de vosotros deberá sucederle en el trono —dijo—. En un gesto que demuestra su generosidad, os ha nombrado herederos a los tres, esperando que vosotros mismos decidáis quién ha de sucederlo. Estad a la altura de su bondad y su nobleza.

Al escuchar aquel reto, los hermanos quedaron estupefactos. Durante unos tensos momentos en que no se atrevieron a mirarse a la cara, pareció que ninguno era capaz de dar una respuesta con la elevación que reclamaba Europa y que buscaban a toda prisa una razón, un argumento que hiciera prevalecer sus méritos. Minos se pronunció entonces con gran atrevimiento:

—El trono me pertenece por designación divina. Son los dioses los que me destinan este reino, no los hombres, ni la sangre, ni la herencia.

Sarpedón y Radamantis se miraron desconcertados. Fijando los ojos alternativamente sobre uno y otro con seguridad incontestable, Minos aprovechó su confusión para añadir:

—Los dioses me concederán aquello que les pida.Y estoy dispuesto a demostrar con hechos lo que afirmo con palabras.

Por fin, Radamantis se levantó de su sitial, contrariado.

—¿Cómo te atreves a decir tales palabras, hermano? ¿Acaso no ves que los dioses pueden volverse contra ti? ¿Qué clase de arrogancia te posee?

Minos se puso delante de él y lo miró con una serenidad que desarmó la impostada resolución de su hermano.

—Mañana, cuando el sol empiece a declinar, Poseidón hará que un toro emerja de las aguas del mar. Comprenderéis entonces que mis palabras no son tan arrogantes como lo es vuestra incredulidad.

Europa, que había permanecido callada, no pudo contenerse. La mención del toro por parte de su hijo le trajo a la memoria recuerdos de otro tiempo.

—Sé muy bien cuál es el poder de los dioses —dijo—. Lo que dices, Minos, es fruto de la insolencia propia de tus pocos años. Procura no atraer demasiado la atención de un dios si quieres vivir en paz. No tenéis que decidir ahora. Id a descansar y meditad cómo habréis de honrar la memoria del hombre que nos rescató a los cuatro del supuesto favor de un dios.

Cuando salieron del palacio, Minos quiso separarse de sus hermanos. Seguido de una pareja de guardias, se dirigió hacia la costa, al mismo lugar donde antaño los tres solían hablar de los secretos y misterios de la juventud. Se sentó sobre una roca a contemplar el balanceo incansable del mar y, dominado por una tristeza repentina, habló con el señor de las aguas.

—Poseidón, escúchame. Te pido que mañana, cuando el sol comience su carrera hacia la tarde, hagas que un toro blanco, impecable, majestuoso, surja de las aguas. Así celebraremos los funerales de mi padre, que siempre te honró de manera irreprochable.

Una leve onda, casi imperceptible, surcó la superficie del mar cerca de allí y envió una espuma espesa que se detuvo justo delante, desafiando el movimiento de la corriente. Creyó Minos ver en aquel fenómeno una respuesta divina y siguió susurrando sus deseos.

—Una vez terminadas las honras fúnebres de Asterión, prometo sacrificar el toro en tu honor.Y mientras sea rey de Creta no te faltarán sacrificios ni honores superiores, incluso, a los de tu propio hermano Zeus.

Cesó su oración sin despegar los ojos de las aguas. Entonces una ola inesperada, nacida de algún lugar sin viento, surgió desde la raíz de la roca que sostenía el anhelante cuerpo de Minos y partió hacia alta mar con un rugido profundo. Mientras la contemplaba navegar hacia el norte deslizando su masa sinuosa como un reptil azulado, pensó que quizá allá lejos, en algún país distante, se estaba fraguando parte de su destino. Entonces se levantó satisfecho y tomó el camino del palacio. El olor del campo reconfortó su ánimo y, a medida que avanzaba, se preguntaba qué clase de preocupaciones tendría un rey.

El día de los funerales nació gris y lluvioso. Una brisa ligera procedente del norte hacía que las gotas de lluvia se estrellaran contra las paredes del palacio, y toda la ciudad parecía envuelta en un manto de languidez. El rey fue inhumado sin grandes ceremonias, con la austeridad que era común entre la gente cretense, acostumbrada a contemplar los secretos de la muerte con la calma propia de quienes no pretenden la inmortalidad.

Cuando el cuerpo de Asterión encontró acomodo dentro de la tierra, el pálido sol había iniciado su descenso y la lluvia seguía tiñendo el paisaje con un velo húmedo, dejando en el cielo de Creta el eco de las lágrimas. La necrópolis se extendía sobre la ladera de una loma y miraba hacia el valle en el que estaba el palacio. Era un lugar tranquilo, cuajado de olivos y de arbustos aromáticos. Sarpedón se acercó a su hermano Radamantis y le habló sin contenerse, procurando ser oído por los presentes delante de la tumba.

—Noto las gotas de lluvia cuando golpean mi cara; siento el rumor del viento y el tímido gorjeo de los pájaros; veo la gris superficie del mar, apenas rizada por la brisa, pero no oigo los mugidos de ningún toro divino, ni el estruendo de las aguas. Es hora de designar al sucesor de nuestro padre.

Entonces Minos se adelantó, rozándole en el hombro. Sorprendido, Sarpedón retrocedió un paso.A su lado, Radamantis, de carácter templado y sereno, callaba y observaba. Las palabras de Minos se alzaron como una tormenta, rompiendo la quietud de la tarde.

—Asterión ha muerto y el pueblo de Cnosos espera a su nuevo rey. Invoco ante todos mi derecho al trono. Pero no soy yo quien se atribuye tal prerrogativa aduciendo razones de linaje, edad o valía, pues en tales cuestiones mis hermanos pueden alegar los mismos méritos que yo. Son los dioses los que me sientan en el salón del trono de Cnosos.

Habiendo hablado así, pudo ver que sus palabras se repetían de boca en boca y que en poco tiempo la muchedumbre aguardaba con una expectación insoportable. Se hizo un silencio espeso entre ellos: la lluvia cesó de repente y solo quedó el sonido del mar, inundando con su rumor todo el valle; un rayo de sol poniente derramó una breve luz sobre la necrópolis y rozó con una brizna de calor a los atónitos ciudadanos de Cnosos. La voz de Minos resonó aún con más fuerza, como si escapara de la garganta de un hombre de bronce.

—Ayer prometí ante mi madre y mis hermanos que Poseidón haría surgir del mar un toro hermoso, igual en todo al que, hace ya tiempo, trajo a mi madre desde la lejana Tiro. Entonces fue Zeus quien, transformado en ese animal, hizo de ella la primera de un linaje que perdurará largo tiempo en el futuro.

La tierra comenzó a temblar levemente, como si tiritara estremecida por los sucesos que se estaban desencadenando. Del mismo modo que perros asustados por el estruendo de la voz de sus amos, los ciudadanos encogieron sus cuerpos, doblaron sus espaldas y se refugiaron en la mirada de quien se estaba convirtiendo en ese mismo instante en rey de aquella poderosa isla. Al advertir lo que sucedía, Minos comenzó a caminar, dejando que el silencio amplificara el enorme influjo que ya tenía sobre su audiencia. Primero miró a su madre, cuyo rostro no reflejaba temor ni admiración, sino desconcierto, y luego a sus hermanos, en cuyos ojos vio el expreso reconocimiento de la derrota. Ambos, doblegados, inclinaron la cabeza en gesto de aceptación.

Entonces se acercó a la orilla del mar y levantó los brazos hacia el cielo. Por un momento se creyó igual a los dioses, orgulloso de su poder, su determinación y su fortuna. Un nuevo temblor de la tierra agitó la superficie del mar con un movimiento que nacía desde dentro. Alrededor de Minos la muchedumbre parecía petrificada, poseída por un temor incontrolable. El piélago pareció desbordarse como el agua de un caldero que, hirviendo, se precipita sobre el fuego y produce una crepitación efímera, sibilante. El cielo se oscureció todavía más, como si el sol se ocultase en sí mismo, mientras la tierra volvía a tiritar. Entonces, de pronto, una quietud total invadió el paisaje. Las corrientes del mar se calmaron y la luz se concentró muy cerca de la orilla.

Todos contemplaron atónitos que las aguas dejaban de fluir para abrirse lentamente, permitiendo que el fondo arenoso fuera acariciado por un haz refulgente del que surgió, como una montaña nacida del vientre de la tierra, un toro blanco, enorme y hermoso. El animal caminó despacio hacia el lugar en que se encontraba Minos, se detuvo delante de él y bramó levantando su dorada cornamenta hacia el cielo.

Desde el lugar en que se hallaba, Pasífae contemplaba la increíble escena, atrapada también por el prodigioso escenario sobre el que Minos, su esposo, estaba siendo proclamado rey de Creta por designio de los dioses. La futura reina examinó entonces el cuerpo del toro, admiró sus miembros, sus esculturales músculos, sus ojos profundos. Un extraño e inesperado cosquilleo recorrió sus muslos y, sin poder evitarlo, entornó los labios y se los humedeció levemente con la lengua.

El laberinto del MINOTAURO

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