Читать книгу Carrusel - Berta Dávila - Страница 11
ОглавлениеEn las matemáticas, como en la noche, pueden nacer intuiciones que sobrepasan las palabras escritas. Es imposible perseguirlas con el lenguaje, son laberintos de caminos cruzados que desaparecen detrás de los pasos que los recorren. Tío Carlos fue quien me enseñó a convivir con la noche, con las intuiciones y con las palabras. De él aprendí también a amar las matemáticas como una forma de misterio. A pesar de ello, él nunca llegó a saber convivir con casi nada.
Supongo que toda convivencia propone un baile de renuncias y sé que la vida entera de tío Carlos es una deserción permanente en la que no tienen cabida los abandonos voluntarios. El día de mi séptimo cumpleaños me regaló un elefante blanco de trapo. «Le tengo miedo», le dije. «Yo también», contestó. Aún lo conservo, lo guardo en una caja donde convive con otros recuerdos y fotografías de cuando era niña. Lo he colocado sobre una columna de libros que ocupa sin permiso el suelo, junto a la mesa en la que escribo estas líneas, las primeras en muchos meses. Ya no le tengo miedo.
En la misma caja de zapatos donde el elefante blanco de tío Carlos durmió durante todos estos años, encuentro una fotografía singular. En el margen izquierdo hay un dedo que cubre parcialmente el objetivo de la cámara y en el resto de la imagen no se ve nada más que una negrura inquietante. Recuerdo el momento exacto en el que saqué la foto, con una cámara de un solo uso que Natalia y yo habíamos comprado en un área de servicio de la carretera que conecta Lisboa y Faro algunas horas antes.
Estoy mirando la noche a su lado en la terraza de un apartamento vacacional. En la barandilla de aluminio donde ella apoya los tobillos hay una marca de óxido con forma de árbol. Hay también una luz naranja de farolas, un ruido de mar y tráfico que viene de la avenida principal y un grupo de mujeres con abanicos que vocean por la acera del paseo marítimo. Saco la primera foto del carrete tratando de probar cómo funciona la cámara. Me doy cuenta de que no quiero enfocar nada de lo visible, y disparo contra la noche. La fotografía la recoge para siempre.
La distancia entre una estrella y otra, entre aquí y allí, me parece inconcebible. Aquí la luz eléctrica, el óxido, los abanicos, la cámara de cartón, el aire estancado. Allí un punto de luz turbador. Me asustan las magnitudes que imagino. Tengo miedo, desde que era una niña, de quedarme suspendida a la deriva en el espacio exterior, fuera de órbita. Tengo miedo de muchas cosas. Si cierro los ojos soy capaz de sentir ahora mismo en el estómago la ingravidez de la oscuridad, que es la misma que la de la serie numérica.
Dentro de ella están esparcidos los números perfectos, que son aquellos resultado de la suma de sus divisores naturales, exceptuando el propio número. El primero de ellos es el número seis. El número seis es divisible entre tres, dos y uno. La suma de los tres es él mismo: un número perfecto. El siguiente es el veintiocho y el siguiente el cuatrocientos noventa y seis. Se conocen cuarenta y nueve números perfectos y, entre los treinta primeros millones de números, solo existen cuatro. La distancia entre un número perfecto y el siguiente se expande cada vez más, igual que el universo mismo. Se relacionan íntimamente como rarezas de una serie no se sabe si finita o infinita.
Le hablo a Natalia de mi fascinación por la teoría de números. Ella se echa a reír y entra en la habitación. Me conoce bien. Hemos compartido todo lo que importa desde la escuela primaria y nos queremos sin fisuras. Tenemos el tipo de amistad que se convierte en una alianza para la vida. No siempre nos comprendemos pero, como los pilares de un puente, mantenernos en pie una a la otra ya forma parte de quién somos. Me gusta que las dos seamos insomnes, aunque algunas veces sea para compartir silencios.
Natalia me lanza una toalla desde dentro de la habitación para cubrirme las piernas y vuelve con dos latas de cerveza. Yo me cobijo como puedo en la tumbona de plástico y, señalando con el dedo a la oscuridad, le pregunto: ¿Ves esa luz? Asiente. Es un planeta, digo. Ella cierra los ojos. Cuando está triste, habla poco. Mirando la noche a su lado experimento una sensación de irrealidad por primera vez. La primera de muchas. Natalia y yo somos en ese momento dos números perfectos.
Pasamos las mañanas en la piscina del apartahotel y Natalia se sumerge hasta el fondo de la parte alta. Lleva un biquini que tiene un estampado tropical de palmeras y pájaros exóticos. Yo nunca me atrevería a llevar algo así. Observo cómo cambian de color los azulejos de la piscina conforme pasan las horas. Sentada en el borde, con los pies metidos en el agua, leo una novela que apenas me interesa y, sin querer, me caigo en el recuerdo del cuarto de baño de la casa en la que crecí. Veo a mi padre persiguiendo con un tubo de silicona blanca las juntas de las baldosas de las paredes y del suelo. Me recuerdo también, al final de cada día, a la hora del baño, jugando con los ojos a imaginar que la bañera y la habitación entera desaparecen, y que solo quedan sostenidos en el aire los trazos de silicona, como una tela de araña que me contiene, blanquísima, un entramado de líneas perpendiculares y paralelas trazadas con la minucia de papá. Creo que esa es la primera idea de perfección que cobijo dentro de mí.
Casi todas las ideas de perfección que tengo están vinculadas a mi padre, supongo que por una suerte de sesgo infantil con el que aún miro el mundo que me rodea. Cuando encuentro súbitamente ese tipo de ejecución modélica en un objeto o en un lugar, viene a mi cabeza la precisión matemática de papá para las tareas manuales y también su caligrafía inclinada, en la que cada letra da comienzo a una diagonal invisible capaz de estirarse precisa hasta el final de la hoja de papel.
Igual ocurre en la música. Mi primera convivencia con la música forma también una simbiosis con la idea de perfección y de misterio matemático. Yo tengo más o menos la edad que mi hijo tiene ahora y escucho repetir a mi padre, cada mañana, una pieza de guitarra clásica con insistencia, hasta que todos los compases suenan impecables. Luego vuelve a empezar. Si comete un fallo mínimo, reitera de forma individual el compás equivocado una y otra vez, de manera que acaba por perderse el hilo de la música y las notas, una tras otra, parecen solamente una construcción algorítmica.
La diferencia única entre la música y las matemáticas es el hilo, la narrativa. La música quiere tender un hilo, las matemáticas trazan una línea recta sin principio ni fin. Es probablemente ahí donde nace mi devoción futura por las cajas de música. Carecen totalmente de narrativa pero están llenas de encanto. Me pregunto qué proporción de matemática y cuánto de literatura las convierte en objetos exquisitos.
En una ocasión, mi padre y tío Carlos tienen una conversación telefónica en la que se obstinan en debatir los enigmas de la alta aritmética. Hablan de los números primos, y de los números primos gemelos. Yo veo dibujos animados en la televisión mientras atiendo de refilón a la conversación, indescifrable. Termina claudicando papá, como siempre, y más tarde recuerdan algunas anécdotas mil veces contadas de los años de la facultad de matemáticas en la que se conocieron los dos, y mi padre le dice que mamá y yo estamos bien y le relata las eventualidades de nuestra vida diaria.
Luego pone el auricular cerca de mí para que hable con el tío y le dé un beso a través del teléfono. Papá, y también yo a estas alturas, sabemos que tío Carlos es incapaz de interesarse por esas cosas, pero interpretamos el ritual a la perfección, igual que cuando él repite y yo escucho los compases imperfectos de la pieza de guitarra, atendiendo un protocolo tácito.
Desconozco qué tipo de números somos tío Carlos y yo, pero hubo un tiempo en el que me gustaba pensar que los dos éramos números primos gemelos. Comprendo que no es así. Los números primos gemelos tienen la cualidad de estar separados por la mínima distancia, que es, sin embargo, igualmente irrebasable que la más grande de ellas. Como en el caso del cinco y el siete, solo hay entre ellos otro número natural.
Los números primos gemelos tienen propiedades idénticas, aunque nunca se toquen. Ignoro si mi tío y yo somos impares e imposibles de dividir, pero sé que las líneas de nuestras manos se obstinan en confluir y que, en cualquier caso, somos consecutivos, como el número dos y el tres, los únicos primos que sí se tocan.
Natalia está tratando de olvidar a un amante disparatado, por eso viajamos hasta un destino donde ninguna de las dos querría estar en otra circunstancia. La madre de Natalia vive en Lisboa desde hace muchos años y tiene un contacto irregular con ella. Se llama Estrela. En aquel tiempo trabaja como fotógrafa y diseña alfombras. Pasamos un par de días en su casa y luego viajamos a Faro, que es para nosotras un no-lugar como cualquier otro. El plástico y el artificio espléndido de un turismo caducado nos acogen como si formáramos parte de ese mundo. El apartahotel que escogemos es perfecto. Ponen a diario sobre las camas un juego de toallas con forma de cisne, y las cortinas de poliéster, a juego con la colcha, tienen un estampado de barcos azules. Necesitamos un lugar al que no querer volver, un lugar lejano para que la duración del trayecto nos permita imaginar que hay algo que dejamos atrás.
Natalia suele lidiar así con el dolor, sea del tipo que sea. Viaja, camina, se mueve de donde está, esperando extraviar en el recorrido aquello que la daña. Cuando éramos pequeñas, otra niña nos regaló a cada una pulsera de la amistad, hecha de hilos de algodón. Natalia la perdió pocos días después. Yo la conservé demasiado tiempo. A diferencia de ahora, cuando era niña guardaba siempre demasiadas cosas, aunque nunca sabía exactamente dónde encontrarlas después.
Las dos estamos tomando el desayuno al sol cuando me llama mamá para decirme que la abuela Úrsula acaba de morirse. Casi no reconozco su voz al otro lado del teléfono, y me imagino que el lugar donde me encuentro tiene la capacidad de modificar el color y la forma de las cosas conocidas como quien mira a través de unas gafas de cristales tintados. Anoto algunas frases y algunas palabras hermosas, que más tarde me servirán para escribir un relato epistolar que acabará formando parte de uno de mis primeros libros de narrativa.
En ese tiempo aún no escribo regularmente pero comienzo a emplear la escritura como instrumento para tamizar la realidad. La literatura hace que examine el mundo con una minucia deformante, que resignifica mi relación con los objetos comunes y con las situaciones anodinas. Aun no lo sé, pero serán cada vez más frecuentes las experiencias en las que un lugar vivido me resulte ajeno, una música querida se vuelva áspera, o un rostro conocido me parezca inexplorado. Termino por aceptar lo real como quien acepta como verdadera la excusa cortés de un amigo que tarda en llegar a una cita por cualquier otra razón que no nos quiere contar.
Natalia conduce en el viaje de vuelta a casa porque existe una ley no escrita que indica que alguien que acaba de perder un ser querido no debe conducir. Atravesamos en apenas siete horas el camino de vuelta desde Faro hasta Santiago de Compostela, y cada vez que nuestro coche entra en un túnel imagino que viajamos a través de una columna vertebral. Mi abuela ha muerto, y yo me concentro en perseguir con los ojos las líneas discontinuas de la autopista. Observo los hilos del cableado eléctrico como si fueran cuerdas que me atan a la narrativa de mi infancia. Trato de llegar a través de ellos a un lugar de la memoria en el que poder meter los dedos y recoger algunas razones persuasivas para querer a mi abuela como debería. Necesito encontrar un espacio donde conceder cierta clase de dignidad a mis muertos, pero la búsqueda es equivocada y la deriva confusa.
Cinco años después de la muerte de mi abuela, encuentro en el fondo de un armario el vestido que llevaba en aquel viaje en coche. Estoy sola en mi apartamento de A Coruña, el último año que viví allí, y es casi verano. Me lo pongo y me miro en el espejo tratando de apreciar, en el movimiento sutil de la gasa al caer, algún recuerdo de mí en aquel tiempo. Tengo que escribir ese libro, el que ahora comienzo, pienso. Tengo que volver a mi ciudad. Pero aún falta mucho tiempo para que tío Carlos me convenza para hacerlo.
Mi casa está a doscientos metros de la playa y salgo a la calle con el vestido y una chaqueta de algodón azul. La sensación me desagrada en todo momento, tengo frío y el vestido se me pega en las piernas con el viento mientras cruzo el arenal, pero aun así camino hasta la orilla misma y me siento en la arena mojada con los pies descalzos. Escribo con el dedo mis iniciales sorteando las conchas. Después me quedo quieta mirando las letras y el final de una ola que se arrastra por la arena me alcanza, borrando primero lo que acabo de escribir, mojando después mis muslos bajo la tela finísima, y sacudiendo mi sexo transversal y horizontalmente, en una intrusión fría e inesperada que, sin embargo, no resulta violenta para mí. Hay días en los que necesito que algo me sacuda, que algo me golpee en la cabeza como si la cabeza fuese un tambor.
Natalia y yo hacemos el viaje de vuelta casi en silencio. Nos acariciamos una a la otra por nuestras heridas recientes, aunque yo sé que ya ha olvidado a quien venía a olvidar y ella sabe que no puedo estar triste todavía. Me preocupo por los aspectos prácticos de la muerte de la abuela Úrsula, por los vestidos oscuros que tengo en el armario y por el encuentro inevitable con mis tíos y con mis primos, a los que hace años que no veo.
Apenas llego al velatorio antes de que se haga de noche. Me impresiona el mal gusto de las coronas de flores y el ataúd abierto. También las uñas de la abuela pintadas de rojo. Sin saber por qué, comienzo a notar el peso de la culpa, que recibo en herencia como la picadura de un insecto. Voy a heredar algunas cosas más. Meses antes de morir, la abuela Úrsula me compra un perfume caro que escoge para mí como una especie de rito de transición por haber alcanzado la mayoría de edad. Ese y no otro sigue siendo el perfume que uso ahora.
Unas horas antes del funeral me envían al aeropuerto a recoger a mi prima Úrsula, la hija mayor del tío Emilio, que es un poco más joven que yo, y que es la única que lleva el nombre de la abuela. Esperándola escribo un poema sobre las uñas rojas de la abuela y dudo de que mi nombre sea el nombre que debí recibir. Llega en un avión desde Barcelona y la reconozco entre el resto de pasajeros porque he buscado en la red alguna fotografía suya la noche anterior. Nos tratamos bien, como si no fuésemos de la misma familia. Cuando se sienta en el asiento del copiloto se mira en el espejito del parasol y se pinta los labios. Yo pienso que ninguna de las dos tenemos la culpa de ser quienes somos y conduzco como una autómata.
En el cementerio, tío Carlos no parece saber dónde está. Abandona su lugar en la primera fila para arrancar una margarita silvestre del suelo y la posa sobre el ataúd de madera, en un gesto tan hermoso como terrible.
Es abril de 2006.