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Capítulo 1

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Era una tormentosa tarde de octubre. El color del cielo había convertido la superficie del mar en un gris apagado de olas bravas que se arremolinaban en su movimiento incesante hacia la desértica playa. No del todo desértica, ya que había una muchacha que caminaba y se detenía de vez en cuando a ver el mar o a recoger una piedra para arrojarla después al agua y seguir caminando. La amplitud y vacío que la rodeaba, la hacía parecer pequeña y solitaria. Y así era, pero sólo porque no había nadie más que ella.

Caminaba a paso ligero, sin tratar de limpiarse las lágrimas. No le importaba llorar, era un modo de desahogar sus sentimientos. Un buen llanto, se decía, y todo se terminaría y olvidaría. Después, presentaría de nuevo un rostro sonriente al mundo y nadie sospecharía nada.

La muchacha se dio la vuelta, se limpió los ojos y se sonó la nariz. Luego, se metió el cabello bajo el pañuelo y puso en su rostro una expresión que confiaba fuera alegre. Finalmente, subió las escaleras que conducían hacia el paseo marítimo de la pequeña ciudad y se dirigió a la calle principal, estrecha e inclinada. La temporada se había acabado y la ciudad se había vestido con su habitual pereza invernal. Uno podía caminar sin agobios por la calles y conversar sin prisa con los tenderos. Los únicos coches que había eran los de los granjeros de las afueras y los propietarios de las fincas en mitad de la campiña.

La muchacha torció por una de las calles transversales, pasó una serie de antiguas casas convertidas en tiendas: una elegante boutique, una joyería y, un poco más allá, una tienda grande con un letrero pintado sobre la ventana antigua: Thomas Gillard. Antigüedades. La chica abrió la puerta de la tienda, haciendo sonar la campana.

–Soy yo –declaró, quitándose el pañuelo.

Su cabello de color castaño claro cayó sobre sus hombros. Era una muchacha normal: de estatura media y algo rellenita. Aunque era el suyo un sobrepeso encantador, de los de las mujeres de antes. Los ojos eran grandes y de color avellana, rodeados por densas pestañas. Iba vestida con una chaqueta acolchada y una falda de tweed adecuada para la temporada, pero sin pretensiones de resultar moderna. No había ni rastro de las lágrimas de antes en su rostro.

Se abrió paso entre las mesas de roble, los sofás victorianos, los taburetes antiguos y una variedad de sillas de todos los tipos y épocas. Algunas, muy antiguas; otras, victorianas, con remaches en el respaldo.

Al lado de las paredes, estaban colocados varios armarios de diferentes tipos. Uno de ellos con una preciosa puerta de cristal. Por todas partes había figuritas chinas, frascos de esencias y objetos pequeños de plata. Para ella eran todos bien conocidos. En la parte posterior de la tienda, había una puerta medio abierta que conducía a una pequeña habitación que su padre utilizaba como despacho. Al lado, otra puerta conducía a las escaleras que llevaban a la planta de arriba.

Depositó un beso en la cabeza lisa de su padre al pasar a su lado y subió las escaleras para encontrarse a su madre al lado de la estufa de gas, arreglando la funda de un cojín bordado. Miró hacia arriba y sonrió.

–Es casi la hora del té, Daisy. ¿Puedes poner el agua al fuego mientras yo termino esto? ¿Qué tal el paseo?

–Muy bien, aunque ya empieza a hacer frío. En cualquier caso, es agradable que se hayan ido ya todos los turistas.

–¿Va a venir a buscarte Desmond esta noche, cariño?

–No hemos hablado nada. Tiene que ver a alguien y no está seguro de a qué hora volverá.

–¿Va lejos?

–A Plymouth.

–Ya veo. Probablemente volverá pronto.

–Iré a poner el agua.

Daisy estaba casi completamente segura de que Desmond no iría. La noche anterior habían salido a cenar a uno de los restaurantes de la ciudad, donde Desmond se había encontrado con algunos amigos. Ella no había visto nada extraño en su novio, pero sus amigos no habían estado muy amables con ella. De manera que luego, cuando habían sugerido ir a un club en Totnes, ella se había negado y Desmond se había enfadado mucho. La había llamado aguafiestas y ñoña.

–Es hora de que madures –le había dicho, acompañando la frase con una carcajada desagradable.

Luego, la había llevado a casa en silencio y se había despedido de ella con un simple gesto. Daisy, que era la primera vez que se enamoraba, había permanecido despierta toda la noche.

Se había enamorado de él un día que él entró en la tienda buscando unas copas de cristal. Daisy, con sus veinticuatro años, su corazón lleno de romanticismo y su sencillez, había quedado atrapada inmediatamente por su aspecto, encanto y maneras. Cualidades que compensaban su falta de estatura. Era sólo unos centímetros más alto que Daisy. Vestía bien, aunque llevaba el cabello demasiado largo. Algunas veces, cuando Daisy permitía que la sensatez se impusiera sobre el romanticismo, pensaba para ella que le desagradaba que llevara el pelo así, pero estaba demasiado enamorada para decírselo a él.

Era un hombre presumido y esa presunción le había hecho invitarla a cenar. A eso le siguieron otras citas. Él, nuevo allí, había sido enviado desde Londres para supervisar algo que nunca explicó muy bien a Daisy. Ésta imaginó que ocuparía un importante cargo en la capital.

Daisy ayudaba a su padre en la tienda, pero tenía mucha libertad de horario. De manera que pudo enseñarle la ciudad y los alrededores con toda comodidad. El aparente interés del hombre, la había animado a llevarlo a visitar los museos locales, las iglesias y el centro histórico de la ciudad. Él se había aburrido terriblemente, pero el evidente deseo de ella por agradarlo había sido un aliciente para su ego.

Muchas tardes, la invitaba a tomar el té y la obsequiaba con una charla brillante donde no faltaba alguna que otra explicación sobre su importante trabajo. Ella lo escuchaba atentamente y se reía de sus chistes.

Aunque Desmond no la estimaba especialmente, tampoco le molestaba verla. Le servía de distracción en aquella ciudad aburrida después de la vida que había llevado en Londres. Para él era un pasatiempo hasta que llegara la chica deseada, que debería estar dotada, a ser posible, de dinero y belleza. Y de un buen ropero también. La ropa de Daisy no era para él más que un motivo secreto de burla.

No fue a buscarla aquella noche. Daisy trató de ahogar su malestar limpiando una cubertería de plata que su padre había comprado aquel mismo día. Estaba muy gastada por el uso y los años, pero Daisy pensó que sería delicioso comer con ella. Terminó de dar brillo a la última cuchara y la puso con el resto en su bolsa de terciopelo. Luego, la colocó en el armario donde se colocaban las piezas de plata y lo cerró con llave. Una vez en la planta de arriba, fue a la cocina para tomar un vaso de leche antes de irse a la cama.

En ese momento, sonó el teléfono.

Era Desmond. Se mostró muy animado y, al parecer, estaba arrepentido por la discusión del último día.

–Tengo una sorpresa para ti, Daisy. Habrá un baile en el hotel Palace el sábado por la noche. Me han invitado y tengo que llevar pareja… dime que vendrás, cariño. Es muy importante para mí. Habrá algunos conocidos y es una buena oportunidad para que…

Daisy no dijo nada.

–Va a ser un gran acontecimiento. Necesitarás un vestido bonito… algo original que llame la atención. Quizá un vestido rojo…

Daisy tragó saliva, excitada.

–Me parece estupendo. Me gustaría ir contigo, sí. ¿Hasta qué hora durará?

–Lo normal, me imagino. Hasta las dos. Prometo llevarte a casa no muy tarde.

Daisy, que si hacía una promesa, la cumplía siempre, lo creyó.

–Estaré muy ocupado el resto de la semana, así que no te veré hasta el sábado. Estáte preparada para las ocho.

Después de que Desmond colgara, ella se quedó inmóvil unos segundos, saboreando su felicidad y planeando comprar un vestido para la ocasión. Su padre le daba un sueldo por estar en la tienda y ella lo ahorraba casi todo… Fue a ver a su madre para contárselo.

Había muy pocas boutiques en la ciudad, pero como su padre no tenía coche y los horarios de autobuses se habían reducido al terminar la temporada veraniega, Totnes y Plymouth quedaban eliminados. Daisy visitó cada una de las tiendas de ropa de la calle principal y, afortunadamente, encontró un vestido. Era de color rojo y de un estilo al que no estaba muy acostumbrada, pero Desmond quería que fuera rojo…

Lo llevó a casa y se lo probó de nuevo… Al hacerlo, pensó que no debería habérselo comprado. Era demasiado corto y más bien provocativo. Cuando se lo enseñó a su madre, pudo ver que la mujer pensaba lo mismo, pero la señora Gillard la quería mucho y su único deseo era que su hija fuese feliz. Pensó que el vestido serviría sólo para aquella noche y rezó en silencio para que Desmond, que le desagradaba profundamente, fuera enviado por su empresa a la otra parte del mundo.

Llegó el sábado y Daisy, loca de alegría, se vistió para el baile. Se maquilló cuidadosamente y se recogió el cabello en un moño mucho más apropiado para una profesora que para aquel vestido rojo. Luego, fue abajo a esperar a Desmond.

La tuvo esperando diez minutos, por los que no se disculpó. Los padres lo saludaron educadamente, a pesar de que hubieran preferido que Daisy se hubiera enamorado de cualquier otro hombre. Desmond se quedó mirando el vestido.

–Me parece muy bien –le dijo en tono ligero. Luego, frunció el ceño–. Eso sí, el peinado te está fatal, pero es muy tarde para hacer nada ya…

Había mucha gente en el hotel, esperando a que empezara la cena. Algunas personas se acercaron a saludar a Desmond. Cuando éste la presentó, sus amigos la saludaron secamente y después la ignoraron, pero a ella no le importó. Se quedó en silencio escuchando a Desmond, que era un conversador inteligente y sabía cómo mantener el interés de los que lo escuchaban. Daisy pudo darse cuenta de que los tenía encantados a todos.

Después de unos momentos, pasaron al salón, parándose de vez en cuando a saludar a algún conocido de Desmond. Algunas veces, ni siquiera se molestaba en presentarla. Cuando finalmente se sentaron en el restaurante, formaban un grupo de ocho y Desmond dominaba la conversación, en la que no hizo ningún intento de incluir a Daisy. Un hombre joven que estaba sentado a su lado, le preguntó a ella que con quién había ido.

–¿Ha venido con Des? No es el tipo de mujer con la que él suele salir. El pícaro quiere llamar la atención del huésped de honor, un hombre importante y muy estricto. Opina que todo hombre joven debería tener una mujer agradable y un montón de hijos, cuantos más mejor. Y usted da esa imagen, si me permite que se lo diga.

Daisy lo miró con frialdad, reprimiendo el deseo de darle una bofetada. En lugar de ello, siguió comiendo nerviosamente. Si no hubiera sido porque Desmond estaba a su lado, se habría marchado en ese preciso instante. Pero se acordó de lo que su novio le había dicho sobre la importancia de la fiesta y todo eso…

Daisy se pasó toda la cena tratando de ignorar al hombre que tenía a la izquierda y deseando que Desmond hablara con ella. Pero éste estaba totalmente concentrado en la conversación que mantenía con una elegante mujer sentada a su derecha, y cuando no, se ponía a charlar con los demás. Quizá todo iría mejor cuando comenzara el baile…

Pero no fue así. La sacó a bailar al principio, pero pronto comenzó a excusarse con ella porque tenía que dejarla sola.

–Tengo que hablar con algunas personas cuando termine la canción. No tardaré mucho. Además, seguro que te sacan a bailar, lo haces muy bien. Pero tienes que fingir que lo estás pasando estupendamente. Sé que va a ser un poco difícil, pero no dejes que te intimiden.

El hombre saludó a alguien que estaba al otro lado de la pista.

–Ahora tengo que dejarte, pero luego volveré –le aseguró.

La dejó sola entre una estatua enorme que sujetaba una lámpara y un pedestal que soportaba una cesta con flores.

El salón de baile se abría por un lado al corredor que conducía al restaurante. En él había dos hombres que paseaban hacia un lado y hacia otro, parándose de vez en cuando a mirar a las parejas que bailaban mientras charlaban tranquilamente. De repente, se dieron la mano y el de más edad se marchó, dejando a su compañero solo. El hombre se fijó en el vestido rojo de Daisy. Se quedó mirándola unos minutos y decidió que aquel vestido no la favorecía en absoluto.

Rodeó el salón de baile y se dirigió hacia ella, deseando que Daisy pusiera algo de su parte. Al verla de cerca, notó que no era guapa y que parecía totalmente fuera de lugar en aquel ambiente, incluso le resultó un poco ñoña.

–¿Es usted extranjera, como yo?

Daisy lo miró, preguntándose cómo no había reparado en él antes, ya que era un hombre que no podía pasar desapercibido. Era alto y fuerte, con un rostro bello y el pelo corto canoso. Tenía una nariz grande y una boca más bien fina, pero la sonrisa daba confianza.

–Sí, no conozco a nadie, aunque he venido acompañada… Él está con unos amigos…

A Jules der Huizma le encantaba ayudar a las personas. Comenzó a hablar de cualquier cosa y notó como Daisy se relajaba al poco tiempo. Era una chica bastante agradable, pensó. Una pena que llevara ese vestido…

El hombre se quedó con ella hasta que Desmond se acercó adonde ellos estaban. Jules hizo un gesto con la cabeza y los dejó solos.

–¿Quién era ése?

–No lo sé… imagino que otro invitado. Ha sido agradable hablar con alguien.

–Cariño, lo siento –dijo rápidamente Desmond, esbozando una sonrisa maravillosa–. Escucha, me han pedido que vaya a una discoteca de Plymouth… irá mucha gente. Puedes venir si quieres, claro.

–¿A Plymouth? Pero, Desmond, son casi las dos. Me dijiste que me llevarías a casa, y ya se está haciendo tarde. Además, seguro que a mí no me han invitado, ¿no es así?

–Bueno, no, pero, ¿qué importa eso? ¡Por Dios, Daisy, déjate llevar, aunque sea por una sola vez… !

El hombre se detuvo al acercarse una chica delgada, vestida a la moda y con tacones altos, balanceando un bolso.

–Des… ¡aquí estás, por fin! Te estamos esperando.

La chica miró a Daisy y él dijo rápidamente.

–Ésta es Daisy, ha venido conmigo. Daisy, Tessa.

–Oh, vale. Me imagino que uno más no importa. Habrá sitio para ella en uno de los coches –respondió Tessa con una sonrisa débil.

–Eres muy amable, pero dije que estaría en casa hacia las dos.

Los ojos de Tessa se abrieron de par en par.

–Casi como la Cenicienta, aunque te has equivocado con el vestido. Eres demasiado tímida para llevar un vestido rojo –la mujer se volvió hacia Desmond–. Lleva a Cenicienta a casa, Des. Yo te esperaré aquí.

La muchacha se giró sobre sus ridículos tacones y se perdió entre los bailarines.

Daisy esperó a que Desmond dijera algo, por ejemplo que no pensaba ir con Tessa.

–De acuerdo, te llevaré a casa, pero date prisa al recoger tu abrigo. Estaré en la entrada –dijo enfadado–. Estás haciendo todo lo posible por arruinarme la noche.

–¿Y qué me dices de mi noche?

Pero él ya se había dado la vuelta y Daisy imaginó que ni siquiera la había oído.

Tardó varios minutos en encontrar su abrigo. Se lo estaba poniendo cuando oyó unas voces muy cerca.

–Siento que me tengas que esperar, Jules. ¿Vamos a la cafetería? Hay algunas cosas de las que te querría hablar. Me gustaría que pudiéramos estar más tranquilos, sin embargo. Sé que no habrá sido una gran noche para ti. Espero que encontraras a alguien con quien hablar.

–Hablé con una persona –Daisy reconoció la voz del hombre que tan simpático había sido con ella–. Una muchacha muy sencilla con un horrible vestido rojo. Un pez fuera del agua…

Los hombres se fueron y Daisy se dirigió a la entrada, donde Desmond la estaba esperando. Luego, él la llevó en silencio a su casa. Sólo habló cuando ella salió del coche.

–Pareces una estúpida con ese vestido.

Fue curioso, pero el comentario no le molestó tanto como el del hombre con el que había hablado poco antes.

La casa estaba en silencio. No se veía ninguna luz. Daisy entró por la puerta trasera, pasó al lado del despacho de su padre y subió las escaleras hasta su habitación. Su dormitorio era pequeño, aunque amueblado con gusto con cosas de la tienda de su padre. Los muebles eran de estilos distintos, pero en conjunto armonizaban de una manera agradable. Sobre la cama había un edredón hecho con trozos de tela de diferentes colores, unas cortinas blancas tapaban la pequeña ventana y de la pared colgaba una estantería, también de reducidas dimensiones, llena de libros.

Se desnudó rápidamente y luego envolvió el vestido, pensando en llevarlo al día siguiente a la tienda de segunda mano que había en la calle principal de la ciudad. Le habría gustado tener unas tijeras y cortarlo en pedazos, pero habría sido una estupidez. Tenía que haber alguna chica a la que le quedara bien. Daisy se metió en la cama cuando el reloj de la iglesia dio las tres. Luego, se quedó pensativa, repasando la jornada. Todavía amaba a Desmond, estaba segura de ello. La gente enamorada se peleaba, pensó. Desde luego, él había sido muy desagradable… Ella no había estado a la altura y Desmond había dicho cosas de las que seguramente se arrepentiría más tarde.

Daisy, una muchacha sensata y práctica por lo general, se estaba dejando cegar por el amor y parecía dispuesta a buscar cualquier disculpa para Desmond. Cerró los ojos, decidida a dormir. Por la mañana, todo volvería a su cauce.

Pero no fue así. Estuvo todo el día impaciente, esperando una llamada de él o una visita breve.

Trató de mantenerse ocupada con una vajilla china, pensando en que no sabía nada del trabajo de Desmond ni en qué pasaba su tiempo. Cuando salía con él alguna tarde y ella le hacía preguntas, él respondía de una manera vaga que no explicaba nada. Y, sin embargo, a pesar de la noche anterior, estaba dispuesta a escuchar sus disculpas… a reírse de la desastrosa jornada.

Incluso cuando se consolaba a sí misma con aquellos pensamientos, algo en su interior le decía que se estaba comportando como una adolescente ingenua, aunque no quisiera admitirlo. Desmond era, en su vida rutinaria, el símbolo del amor.

Él no telefoneó ni tampoco fue a verla. Varios días después, se lo encontró en la calle principal. Él debió de verla, porque la calle estaba casi vacía, pero continuó caminando como si no la conociera.

Daisy volvió a la tienda y se pasó el resto del día empaquetando unas copas de vino antiguas que un cliente conocido había comprado. Era un trabajo lento y que exigía mucho cuidado y eso le dio tiempo para pensar. Una cosa estaba clara: Desmond no la amaba, nunca la había amado, admitió con tristeza. Era cierto que la había llamado «cariño», y la había besado, incluso le había dicho que era la mujer de sus sueños, pero no había sido sincero. Ella había creído en él por necesidad. Ella no había conocido nunca lo que era el amor y al aparecer él fue como la respuesta a sus sueños románticos. Pero el romanticismo había sido sólo por parte de ella.

Terminó de envolver en papel de seda la última copa y puso la tapa a la caja. En ese preciso instante, se dijo a sí misma que su relación con Desmond se había terminado para siempre y… que no volvería a enamorarse nunca más.

De todas formas, las semanas siguientes fueron bastante duras. Había sido fácil habituarse a salir con Desmond y trató de llenar el vacío yendo al cine o a tomar café con sus amigas, pero no resultó todo lo bien que esperaba. Sus amigas tenían novio o se iban a casar y le era difícil no comparar su situación con la de ellas. Empezó a adelgazar y a pasar más tiempo del necesario en la tienda. Tanto, que su madre comenzó a animarla para que saliera.

–No hay mucho que hacer en la tienda en esta época del año –observó la mujer–. ¿Por qué no te vas a dar un paseo, tesoro? Pronto los días serán más cortos y más fríos y tendremos que trabajar mucho en navidades.

Así que Daisy salía a pasear. Casi siempre recorría el mismo camino hacia el mar. Iba bien abrigada para hacer frente al viento y la lluvia de noviembre. Solía encontrarse a otras personas solitarias que conocía de vista, paseando a los perros. La saludaban alegremente al pasar y ella les devolvía el saludo.

Fue en la última semana de noviembre cuando Daisy se encontró al hombre que la había comparado con un pez fuera del agua. Jules der Huizma estaba, de nuevo, pasando unos días con un amigo suyo en una casa a las afueras de la ciudad para disfrutar de la vida tranquila del campo. Le encantaba el mar, decía que le recordaba a su país.

Un día, él iba caminando cuando vio a Daisy, que iba delante de él. La reconoció inmediatamente. Hacía un viento frío y él aumentó el paso mientras silbaba para que el perro de su amigo corriera delante de él. No quería sorprenderla y los ladridos de Trigger harían que volviera la cabeza, pensó.

Y así fue. Daisy se detuvo para acariciar la cabeza del animal y miró hacia atrás. Lo saludó educadamente, aunque en un tono frío. Se acordaba perfectamente de los comentarios que el hombre había hecho en el hotel acerca de ella. Aunque cuando él contestó a su saludo, dejó a un lado la frialdad.

–¡Qué agradable encontrar a alguien que le guste caminar bajo la lluvia y el frío!

El hombre esbozó una sonrisa y ella lo perdonó. Después de todo, era cierto que se había sentido como un pez fuera del agua y que era una muchacha sencilla.

Caminaron uno al lado del otro sin hablar demasiado, ya que el viento era muy fuerte. Al poco tiempo, decidieron de mutuo acuerdo volver a la ciudad. Subieron las escaleras del paseo y se dirigieron hacia la calle principal. Daisy se detuvo cuando llegaron a su calle.

–Vivo aquí cerca con mis padres. Mi padre tiene una tienda de antigüedades y yo trabajo con él.

El señor der Huizma entendió que estaba siendo despedido educadamente.

–Entonces, espero tener la oportunidad de ir a ver la tienda algún día. Me gustan los objetos de plata antiguos.

–A mi padre también. Incluso es bastante conocido por ello.

La muchacha se quitó el guante y extendió la mano.

–Me ha gustado mucho el paseo –dijo, estudiando el rostro de él–. No sé su nombre…

–Jules der Huizma.

–Desde luego, no es un nombre inglés. Yo soy Daisy Gillard.

El hombre le dio la mano con firmeza.

–A mí también me ha gustado el paseo. Quizá podamos repetirlo algún día.

–Sí… quizá algún día –dijo ella–. Adiós.

Y se alejó sin mirar atrás. Una lástima, pensó, que no se le hubiera ocurrido cómo hacer para que hubieran concertado alguna cita. Recordó entonces a Desmond y se dijo que no debía caer en el mismo error. Ese hombre no se parecía en nada a Desmond, pero, ¿quién había dicho eso de que los hombres siempre engañan? Probablemente eran todos iguales…

En los días siguientes tuvo cuidado de pasear por otro camino… lo cuál fue totalmente inútil, ya que el señor der Huizma había regresado a Londres.

Una semana después, cuando en las tiendas ya se exhibían los regalos y adornos de Navidad, volvió a encontrárselo. Pero esa vez fue en la tienda. Daisy estaba atendiendo pacientemente al párroco, que trataba de decidirse entre unos prendedores de la época de Eduardo VIII para su esposa. Daisy le dijo que se tomara su tiempo y se dirigió hacia el señor der Huizma que estaba al lado de una mesa llena de amuletos de plata.

La saludó amablemente.

–Estoy buscando algo para una adolescente. Quizá una pieza de éstas quedara bien en una pulsera, ¿qué le parece?

Daisy abrió un cajón y sacó una bandeja con cadenas de plata.

–Éstas son todas victorianas. ¿Cuántos años tiene?

–Quince años más o menos –el hombre sonrió–. Y conoce perfectamente lo que está de moda.

Daisy agarró una de las cadenas.

–Si quisiera comprarla, mi padre podría fijar el amuleto en ella –la muchacha tomó otra de las pulseras–. Quizá le guste más ésta. Por favor, mire con toda confianza, no tiene por qué comprar nada… mucha gente viene sólo a echar un vistazo.

Ella le sonrió y volvió con el párroco, quien todavía no se había decidido.

En ese momento su padre entró en la tienda y atendió al señor der Huizma, de manera que para cuando el párroco se decidió finalmente y ella terminó de envolverle el broche elegido, el señor der Huizma se había ido ya.

–¿Ha comprado algo el señor der Huizma? –preguntó Daisy–. No sé si te comenté que me lo encontré el otro día paseando.

–Un hombre muy entendido. Me dijo que volvería antes del día de Navidad… le han gustado unas cucharas de plata…

Dos días después, fue Desmond el que apareció en la tienda. Y no iba solo. Lo acompañaba la chica que Daisy conoció en el hotel. La chica iba muy bien vestida y, a su lado, Daisy se sintió como un ratón, ya que su padre la obligaba a vestir discretamente para que los clientes no se distrajesen y pudieran apreciar debidamente los tesoros de la tienda.

Le hubiera gustado darse la vuelta y salir corriendo, pero eso habría sido una cobardía.

Respondió educadamente al descuidado saludo de Desmond, a pesar de que sabía que se había sonrojado, y escuchó pacientemente como él le explicaba que sólo iban a echar un vistazo.

–Aunque quizá nos llevemos algo para los regalos de Navidad.

–¿Algo de plata? ¿O quizá de oro? –preguntó Daisy–. También tenemos unos adornos chinos muy bonitos que son algo más baratos.

Quizá no había sido un comentario muy educado, pero Daisy no lo pudo refrenar, y tuvo que admitir que incluso le dio cierta satisfacción comprobar el enojo de Desmond. Aunque también se dio cuenta de que hubiera deseado que éste la mirara de un modo que dejara ver que la amaba a ella y no a la chica que lo acompañaba. Pero sabía que eso no tenía ningún sentido y que quizá tampoco ella lo amaba. Probablemente lo único que sucedía era que ese hombre había herido su orgullo.

Estuvieron un rato mirando cosas y finalmente se marcharon sin comprar nada. Antes de eso, Desmond hizo un comentario en voz suficientemente alta para que lo oyera ella acerca de que habría sido mucho más probable encontrar algo de valor en Plymouth. Ese comentario hizo que Daisy perdiera el posible interés que le quedara por él.

Durante sus habituales y solitarios paseos vespertinos, algo más cortos debido a las fiestas navideñas, decidió que no volvería a enamorarse nunca de ningún hombre. Y tampoco es que fuera a tener muchas oportunidades de que eso sucediera, pensó. Ni por su aspecto, nunca tendría el mismo cuerpo que las chicas de las revistas, ni por su conversación, incapaz de seducir a ningún hombre.

Ella tenía varias amigas a las que conocía desde siempre. La mayoría estaban casadas ya o tenían un buen trabajo. Para Daisy, sin embargo, el futuro siempre había estado bastante claro. Había crecido entre todas esas antigüedades, las amaba y había heredado el talento de su padre para la profesión. De hecho sus padres, sin haberle obligado nunca a ello, estaban muy contentos de que siguiera en casa con ellos y los ayudara en la tienda, yendo de vez en cuando a visitar familias que se veían obligadas a vender sus pertenencias.

Habían hablado de la posibilidad de que fuera a estudiar a alguna universidad, pero eso hubiera supuesto que su padre tuviera que emplear a alguien y su economía quizá no se lo hubiera permitido.

Así que Daisy había aceptado su destino con resignación.

Y así como dejó de pensar en Desmond, comenzó a acordarse del señor der Huizma, al que le hubiera gustado poder conocer mejor. Le gustaba lo educado que era y parecía que él la aceptaba tal como era, como a una chica normal.

Pero ese día no le iba a quedar mucho tiempo para pensar en nadie. La tienda del señor Gillard se llenaba de antiguos clientes que solían ir todos los años a comprar algunos objetos para regalar por navidades.

Daisy, mientras ordenaba varios juguetes antiguos durante esa fría y oscura mañana de diciembre, pensó que le gustaría ser una niña de nuevo para jugar con la casa de muñecas de estilo victoriano que estaba amueblando con los pequeños utensilios que la acompañaban. La había encontrado en Plymouth en muy mal estado, pero ella la había restaurado y, en ese momento, la estaba colocando en un sitio bien visible.

Era muy cara, pero alguien quizá pudiera comprarla. A ella le hubiera gustado quedársela para sí.

El señor der Huizma estaba esa mañana en la tienda y se acercó hasta donde estaba ella para observar la casa de muñecas de cerca.

–¿Bonita, verdad? –comentó ella–. El sueño de cualquier chica…

–¿Sí?

–Oh, sí. Sólo que tendría que ser una niña cuidadosa a la que le gustaran las muñecas.

–Entonces me la llevaré. Conozco una niña que cumple esos requisitos.

–Le advierto que es muy cara…

–Pero esa niña se merece lo mejor.

Daisy no se atrevió a preguntar más debido a que había notado algo extraño en el tono de voz de él.

–¿Se lo empaqueto? ¿O se lo enviamos a su casa?

–No, me la llevaré en mi coche. ¿Me la puede tener preparado para dentro de unos días, cuando vuelva a por ella?

–Sí.

–Voy a salir unos días al extranjero.

Daisy pensó que seguramente volvería a su país natal para las navidades.

–No se preocupe. Si alguien se interesa por ella, le diré que ya está vendida. Le puedo hacer una factura, si quiere.

–Es usted muy eficiente –dijo él con una sonrisa–. No sabe lo contento que estoy de haber encontrado esta casa de muñecas. Los regalos para los niños son siempre un problema.

–¿Tiene usted muchos hijos?

–Somos una familia enorme –contestó y ella tuvo que contentarse con esa respuesta.

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