Читать книгу Los muertos mandan - Висенте Бласко-Ибаньес, Blasco Ibáñez Vicente - Страница 2

Primera parte
I

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Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana. Madó Antonia, que le había visto nacer—servidora respetuosa de las glorias de la familia—, movíase desde las ocho en la habitación, para despertarle. Pareciéndole escasa la luz que penetraba por el montante de un amplio ventanal, abrió las hojas de madera carcomida, desprovistas de vidrios. Luego levantó las colgaduras de damasco rojo galoneadas de oro que cubrían como una tienda de campaña el amplio lecho majestuoso, en el que habían nacido, procreado y muerto varias generaciones de Febrer.

La noche anterior, al retirarse del Casino, la había encargado Jaime con gran insistencia que le despertase temprano. Estaba invitado a almorzar en Valldemosa. «¡Arriba!» La mañana era de las mejores de primavera; en el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima de la muralla.

La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al fin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por la habitación, ante la ventana abierta, partida por una columna delgadísima. No había miedo de que le viesen. La casa de enfrente era un palacio viejo como el suyo; un caserón de pocos huecos. Frente a su ventana se extendía un muro de color indefinido, con profundos desconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan próximo por la estrechez de la calle, que parecía poder tocarse con la mano.

Habíase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia del acto que iba a realizar en la mañana siguiente, y el aturdimiento de un sueño corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la caricia reconfortante del agua fría. Al lavarse en una palangana estudiantil, angosta y pobre, Febrer tuvo un gesto de tristeza. «¡Ah, miseria!…» Le faltaban las más rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujo señorial y vetusto que los ricos modernos no podían improvisar. La pobreza surgía ante su paso, con todas sus molestias, en estos salones que le hacían recordar los espléndidos decorados de ciertos teatros vistos en sus viajes por Europa.

Como si fuera un extraño que entrase por primera vez en su dormitorio, admiraba Febrer esta pieza, grandiosa y de elevado techo. Sus poderosos abuelos habían edificado para gigantes. Cada habitación del palacio era tan vasta como una casa moderna. El ventanal carecía de vidrios, como los demás huecos del edificio, y en invierno había que mantenerlos todos con las hojas cerradas, sin más luz que la que entraba por los montantes, cubiertos de cristales resquebrajados y opacos por el tiempo. La carencia de alfombras dejaba al descubierto los pavimentos de piedra arenisca y blanda de Mallorca, cortada en finos rectángulos, como si fuese madera. Los techos lucían aún el viejo esplendor de los artesonados, unos obscuros, de artificiosas trabazones, otros con un dorado mate y venerable que hacía resaltar los cuarteles coloreados de las armas de la casa. Las paredes altísimas, simplemente enjalbegadas de cal, desaparecían en unas piezas bajo filas de cuadros antiguos, y en otras detrás de ricas colgaduras de colores vivos que el tiempo no lograba apagar. El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapices de un tono verde de hoja seca, representando jardines, amplias avenidas de árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la que triscaban venados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. Encima de las puertas colgaban viejos cuadros italianos de una suavidad acaramelada: niños de carnes ambarinas jugueteaban con rizados corderos. El arco que dividía el verdadero dormitorio del resto de la habitación tenía algo de triunfal, con columnas acanaladas sosteniendo un medio punto de follaje tallado, todo de un oro pálido y discreto, como si fuese un altar. Sobre una mesa del siglo xviii veíase una imagen policroma de San Jorge pisoteando moros bajo su corcel; y más allá la cama, la imponente cama, monumento venerable de la familia. Algunos sillones antiguos, de encorvados brazos, con el rojo terciopelo calvo y raído hasta mostrar la blancura de la trama, mezclábanse con sillas de paja y el pobre lavabo. «¡Ah, miseria!», volvió a pensar el mayorazgo. El viejo caserón de los Febrer, con sus hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salones llenos de tapices y sin alfombras, sus muebles venerables confundidos con los más ruines enseres, le parecía igual a un príncipe arruinado ostentando aún manto brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sin ropa blanca.

Él era igual a este palacio, imponente y vacío caparazón que en otros tiempos había guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unos habían sido mercaderes, otros soldados, y todos navegantes.

Las armas de los Febrer habían ondeado en flámulas y banderas sobre más de cincuenta navíos de gavia—lo mejor de la marina de Mallorca—, que, luego de tomar órdenes en Puerto Pi, iban a vender aceite de la isla en Alejandría, embarcaban especierías, sedas y perfumes de Oriente en las escalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Genova, o, pasando las Columnas de Hércules, sumíanse en las brumas de los mares del Norte para llevar a Flandes y a las repúblicas anseáticas la loza de los moriscos valencianos, llamada por los extranjeros mayólica, a causa de su procedencia mallorquína.

Esta navegación continua a través de mares infestados de piratas había hecho de la familia de ricos mercaderes una tribu de valerosos soldados. Los Febrer habían peleado o ajustado alianzas con corsarios turcos, griegos y argelinos, habían escoltado sus flotas por los mares del Norte para hacer frente a los piratas ingleses, y hasta una vez, a la entrada del Bosforo, sus galeras habían abordado a las de Genova, que monopolizaban el comercio de Bizancio. Luego, esta dinastía de soldados del mar, al retirarse de la navegación comercial, había rendido tributo de sangre a la seguridad de los reinos cristianos y a la fe católica haciendo ingresar una parte de sus hijos en la santa milicia de los caballeros de Malta.

Los segundones de la casa de Febrer, al mismo tiempo que recibían el agua del bautismo, llevaban cosida a sus pañales la cruz blanca de ocho puntas, símbolo de las ocho bienaventuranzas, y al ser hombres capitaneaban galeras de la Orden belicosa y acababan sus días como ricos comendadores de Malta, contando sus proezas a los hijos de sus sobrinas y haciéndose cuidar achaques y heridas por esclavas infieles que vivían con ellos, a pesar del voto de castidad. Monarcas famosos, al pasar por Mallorca, habían salido del alcázar de la Almudaina para visitar a los Febrer en su palacio. Unos habían sido almirantes de las flotas del rey; otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dormían el sueño eterno en la catedral de La Valette con otros ilustres mallorquines, y Jaime había contemplado sus tumbas en una visita a Malta.

La Lonja de Palma, gallardo edificio gótico vecino al mar, había sido durante siglos un feudo de sus ascendientes. Para los Febrer era todo cuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo, las cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saetías, panfiles, rampines, tafureas y demás embarcaciones de la época, y en el inmenso salón columnario de la Lonja, junto a los fustes salomónicos que se perdían en la penumbra de las bóvedas, sus abuelos recibían como reyes a los navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zaragüelles y birrete carmesí, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillo rematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla, cubiertos con la roja barretina catalana. Los mercaderes de Venecia enviaban a sus amigos de Mallorca muebles de ébano con menudas incrustaciones de marfil y lapislázuli o grandes espejos de luna azulada y marco cristalino. Los navegantes de vuelta de África traían manojos de plumas de avestruz, colmillos de marfil, y estos tesoros y otros iban a adornar los salones de la casa, perfumados por misteriosas esencias, regalo de los corresponsales asiáticos.

Los Febrer habían sido durante siglos los intermediarios entre Oriente y Occidente, haciendo de Mallorca un depósito de productos exóticos, que luego desparramaban sus naves por España, Francia y Holanda. Las riquezas afluían fabulosamente a la casa. En algunas ocasiones, los Febrer hasta hicieron préstamos a los reyes… Pero todo esto no podía evitar que Jaime, el último de la familia, luego de perder en el Casino, la noche anterior, todo cuanto poseía—unos centenares de pesetas—, hubiese aceptado dinero, para poder ir a la mañana siguiente a Valldemosa, de Toni Clapés, el contrabandista, hombre rudo, de entendimiento despierto, y el más fiel y desinteresado de sus amigos.

Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado y de luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto. Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer que había ejercido cierta influencia sobre su vida.

Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas. Miss Mary Gordon, rubia idealista, hija del gobernador de un archipiélago inglés de Oceanía, que viajaba por Europa sin otro acompañamiento que el de una doméstica, le había conocido un verano en un hotel de Munich, y ella fue la que, impresionada, dio los primeros pasos. El español era, según la miss, un vivo retrato de Wagner joven. Y Febrer, sonriendo a impulsos del grato recuerdo, contemplaba su frente abombada, que parecía oprimir con su pesadumbre los ojos imperiosos, pequeños e irónicos, sombreados por gruesas cejas. La nariz era aguda y aguileña, la nariz de todos los Febrer, valientes pájaros de presa de las soledades del mar; la boca desdeñosa y sumida; el mentón saliente y recubierto por la suave vegetación, rala y fina, de la barba y el bigote. «¡Ah, deliciosa miss Mary!» Cerca de un año había durado la alegre peregrinación por Europa. Ella, enamorada de él rabiosamente por su parecido con el Maestro, quería casarse, y le hablaba de los millones del gobernador, mezclando sus entusiasmos románticos con las aficiones prácticas de su raza. Pero Febrer acabó por huir, antes de que la inglesa le dejase a su vez por algún director de orquesta que se asemejase más a su ídolo.

«¡Ay, las mujeres!…» Y Jaime erguía su cuerpo de varón forzudo, algo encorvado de espaldas por el exceso de estatura. Hacía tiempo que había renunciado a interesarse por ellas. Unas leves canas en la barba y un ligero fruncimiento de la piel en las comisuras de los ojos revelaban la fatiga de una existencia que había marchado, según decía él, «a toda máquina». Pero aun así, le buscaban, y era el amor el que iba a sacarle de su angustiosa situación.

Al acabar el arreglo de su persona, salió del dormitorio. Cruzó un salón vastísimo iluminado por los rayos del sol, que pasaban a través de los montantes de tres ventanales cerrados. El suelo estaba en la penumbra, mientras las paredes brillaban como un jardín de vivos colores, cubiertas de interminables tapices con figuras de doble tamaño natural. Eran escenas mitológicas y bíblicas; damas arrogantes, de abultadas carnes color de rosa, que comparecían ante guerreros rojos o verdes; enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras en alto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pata en alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas a pesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.

Febrer miró al pasar con ojos irónicos estas riquezas heredadas de sus ascendientes. Nada era suyo. Hacía más de un año que estos tapices y los del dormitorio y todos los de la casa pertenecían a ciertos usureros de Palma, que los habían dejado colgados en el mismo sitio. Esperaban la llegada de un aficionado rico, que los pagaría con más esplendidez al imaginárselos adquiridos directamente de su dueño. Jaime no era más que un depositario, amenazado con la cárcel en caso de infidelidad en su custodia.

Al llegar al centro del salón dio un pequeño rodeo, a impulsos de la costumbre, pero empezó a reír viendo que no había nada que interrumpiese su paso. Un mes antes aún estaba allí una mesa italiana de mármoles preciosos que había traído el famoso comendador don Príamo Febrer de una de sus expediciones en corso. Más allá tampoco había nada que le hiciese tropezar. Un brasero enorme de plata repujada, montado sobre una tarima del mismo metal, con una fila circular de geniecillos que sostenían este monumento, lo había convertido Febrer en dinero, vendiéndolo al peso. Y el brasero le hizo recordar una áurea cadena, regalo del emperador Carlos V a uno de sus ascendientes, que años antes había vendido en Madrid, también al peso, con el aditamento de dos onzas de oro recibidas por el trabajo artístico y la antigüedad. Después había llegado vagamente hasta él la noticia de que la cadena la vendieron en París por cien mil francos. «¡Ah, miseria!» Los caballeros ya no podían vivir en estos tiempos.

Su vista tropezó con el brillo de unos enormes vargueños de labor veneciana montados sobre mesas antiguas sostenidas por leones. Parecían fabricados para gigantes, con innumerables y profundos cajones, cuyas caras exteriores tenían esmaltes policromos representando escenas mitológicas. Eran cuatro piezas magníficas de museo: un recuerdo de la antigua magnificencia de la casa. Tampoco eran suyos. Habían corrido la misma suerte que los tapices, y allí estaban esperando un comprador. Febrer no era ya más que el conserje de su propia casa. Y también pertenecían a los acreedores los cuadros italianos y españoles que adornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba algún valor entre los restos de la secular herencia.

Salió a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio, fría y de altísimo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredes blancas habían tomado con los años un tono amarillento de marfil. Era preciso echar la cabeza atrás para alcanzar con la vista el negro artesonado del techo. Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban a los ventanales de abajo a iluminar este salón inmenso y austero. Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con asientos y respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble de retorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre fondos de paño verde apolillado. La blancura amarillenta de los muros sólo era visible, como las líneas de un enrejado, entre las filas de lienzos, muchos de ellos sin marco.

Eran centenares de cuadros, todos malos e interesantes a la vez; pinturas encargadas para perpetuar las glorias de la familia, hechas por antiguos artistas italianos y españoles de paso en Mallorca. Un encanto tradicional parecía emanar de estos lienzos. Era la historia del Mediterráneo escrita por torpes e ingenuos pinceles: encuentros de galeras, asaltos de fortalezas, grandes batallas navales envueltas en humo, sobre cuyas vedijas flotaban los gallardetes de los navíos y las altas torres de popa, en cuya cima rizábanse las banderas con la cruz de Malta o la media luna. Los hombres peleaban en las cubiertas de los buques o en los esquifes que flotaban junto a ellos; el mar, enrojecido por la sangre o las llamas de los barcos, estaba matizado de centenares de cabecitas de náufragos, que a su vez luchaban sobre las olas. Una masa de cascos y chambergos chocaba, sobre dos navíos aferrados, con otra de turbantes blancos y rojos, y sobre ellas alzábanse mandobles y picas, cimitarras y hachas de abordaje. El disparo de cañones y trabucos cortaba con lenguas rojas el humo del combate. En otros lienzos no menos obscuros veíanse castillos arrojando llamas por sus troneras, y al pie de ellos guerreros con la cruz blanca de ocho puntas sobre la coraza, tan grandes casi como las torres, y aplicando a éstas sus escalas para subir al asalto.

Los cuadros tenían a un lado cartelas blancas con los mismos remates plegados de un escudo de armas, y en ellas, escrito en defectuosas mayúsculas, el relato del suceso: encuentros victoriosos con galeras del Gran Turco o con piratas pisanos, genoveses y vizcaínos; guerras en Cerdeña; asaltos de Bujía y de Tedeliz; y en todas estas empresas era un Febrer el que dirigía a los combatientes o se hacía notar por su heroísmo, descollando sobre todos el comendador don Príamo, héroe endiablado, burlón y poco religioso, que había sido la gloria y la vergüenza de la casa.

Alternando con estas escenas belicosas estaban los retratos de la familia. En la parte más alta, tocando a una fila de viejos lienzos de evangelistas y mártires, que formaban un friso, mostrábanse los Febrer más antiguos, venerables mercaderes de Mallorca pintados algunos siglos después de su muerte, graves varones de nariz judaica y ojos agudos, con joyas sobre el pecho y altos gorros de aspecto oriental. A continuación venían los hombres de armas, los navegantes de espada, con la cabellera al rape y el perfil de pájaro de presa, todos vistiendo armadura de negro acero y algunos con la blanca cruz de Malta. De retrato en retrato, los rostros se iban afinando, sin perder la frente abombada y la nariz imperiosa de la familia. El cuello de la camisa, ancho, flácido y de burdo tejido, iba elevándose con el serpenteo almidonado de la rizada gola; la coraza se convertía en justillo de terciopelo o seda; las barbas duras y anchas, a la moda del Emperador, trocábanse en agudas perillas y empinados bigotes, a los que servían de marco suaves guedejas.

Entre los rudos hombres de guerra y los elegantes caballeros resaltaban los hábitos negros de ciertos eclesiásticos con bigotes y barbillas, ostentando altos bonetes de borla. Unos eran dignatarios eclesiásticos de Malta, a juzgar por la insignia blanca que adornaba su pecho; otros, venerables inquisidores de Mallorca, según la leyenda que ensalzaba su celo en pro de la fe. Después de todos estos señores negros, de gesto imponente y ojos duros, venía el desfile de pelucas blancas, de rostros aniñados por la rasura, de vistosas casacas de seda y oro adornadas con bandas y condecoraciones. Eran regidores perpetuos de la ciudad de Palma; marqueses cuyo marquesado había perdido la familia con los entronques matrimoniales, yendo sus títulos a fundirse con otros de la nobleza de la Península; gobernadores, capitanes generales y virreyes de países americanos y oceánicos, cuyos nombres despertaban una visión de fantásticas riquezas; entusiastas botiflers partidarios de Felipe V, que habían tenido que huir de Mallorca, apoyo postrero de los Austrias, y ostentaban como supremo título nobiliario el apodo de butifarras dado por el populacho hostil.

Cerrando el glorioso desfile, casi a ras de los muebles, estaban los últimos Febrer de principios del siglo xix, oficiales de la Armada, de cortas patillas, rizos sobre la frente, alto cuello con anclas de oro y negro corbatín, que habían peleado en el cabo de San Vicente y en Trafalgar; y tras ellos el bisabuelo de Jaime, un viejo de ojos duros y boca desdeñosa, que al volver Fernando VII de su cautiverio en Francia se había embarcado para prosternarse a sus pies en Valencia, pidiendo con otros grandes señores que restableciese los usos antiguos y exterminase la naciente plaga del liberalismo. Era un patriarca prolífico, que había prodigado su sangre en varios distritos de la isla persiguiendo a las payesas, sin perder nada de su gravedad, y al dar a besar la mano a algunos de los hijos legítimos que vivían en su casa y llevaban su apellido, decía con voz solemne: «¡Dios te haga un buen inquisidor!»

Entre estos retratos de los Febrer ilustres veíanse algunos de mujeres. Eran señoras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Velázquez. Una que emergía su busto frágil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y pálida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que habían apodado «la Greca» por su sabiduría en letras helénicas. Su tío, fray Espiridión Febrer, prior de Santo Domingo, gran lumbrera de la época, había sido su maestro, y «la Greca» podía escribir en su idioma a los corresponsales de Oriente que aún mantenían con Mallorca un mortecino comercio.

Jaime encontraba con su vista algunos lienzos más allá—distancia que representaba el paso de un siglo—, otro retrato de hembra famosa de la familia. Era una niña de blanca peluquíta, vestida de mujer, con la falda plegada y los grandes ahuecadores de las damas del siglo xviii. Estaba junto a una mesa, al lado de un búcaro de flores, y sostenía con la exangüe diestra una rosa igual a un tomate, mirando ante ella con ojillos porcelanescos de muñeca. A ésta la habían llamado «la Latina». La cartela del retrato hablaba, en el estilo ampuloso de la época, de su discreción y su ciencia, acabando por llorar su muerte a los once años. Las hembras eran como retoños secos en el tronco vigoroso de los Febrer, peleadores y exuberantes. La sabiduría se agostaba pronto en esta familia de marinos y guerreros, como planta que surge por equivocación en un clima adverso.

Preocupado por sus pensamientos de la noche anterior y por el próximo viaje a Valldemosa, Jaime se detuvo en el recibimiento contemplando los retratos de sus ascendientes. ¡Cuánta gloria… y cuánto polvo! Hacía veinte años tal vez que un trapo misericordioso no se había remontado a lo largo de la ilustre familia para adecentarla un poco. Los abuelos más remotos y las batallas famosas estaban cubiertos de telarañas. ¡Y pensar que los prestamistas no habían querido adquirir este museo de glorias, con el pretexto de que eran pinturas malas! ¡No poder traspasar estos recuerdos a ciertos ricos ansiosos de crearse un origen ilustre!…

Jaime atravesó el recibimiento, entrando en las habitaciones del ala opuesta. Eran piezas de techo más bajo; tenían encima un segundo piso, ocupado en otros tiempos por el abuelo de Febrer; habitaciones relativamente modernas, con muebles viejos de estilo Imperio y en las paredes estampas iluminadas del período romántico representando las desventuras de Átala, los amores de Matilde y las hazañas de Hernán Cortés. Sobre las cómodas ventrudas veíanse santos policromos y crucifijos de marfil, entre polvorientas flores de trapo, bajo campanas de cristal. Una panoplia de ballestas, flechas y cuchillos recordaba a un Febrer, capitán de corbeta del rey, que hizo un viaje alrededor del mundo a fines del siglo xviii. Conchas purpúreas, caracolas de mar enormes, con entrañas de nácar, adornaban las mesas.

Siguiendo un corredor, camino de la cocina, dejó a un lado la capilla, que estaba cerrada muchos años, y al otro la puerta del archivo, vasta pieza cuyas ventanas daban sobre el jardín, y en la que había pasado Jaime, de vuelta de sus viajes, muchas tardes, revolviendo legajos guardados tras el enrejado de alambre de vetustas estanterías. Se asomó a la cocina, inmensa dependencia donde se preparaban en otros tiempos los famosos banquetes de los Febrer, rodeados de parásitos y generosos con todos los amigos que llegaban a la isla. Madó Antonia parecía más pequeña en esta habitación de dilatados términos, junto a la gran chimenea del hogar, que podía admitir un montón enorme de troncos, asando a la vez varias piezas. Los bancos de hornillos podían servir para toda una comunidad. El frío aseo de esta dependencia demostraba su falta de uso. En las paredes, grandes escarpias delataban la ausencia de las vasijas de cobre que habían sido en otros tiempos gloria esplendorosa de esta cocina conventual. La vieja criada hacía sus guisos en un pequeño hornillo al lado de la artesa en la que amasaba el pan.

Jaime dio un grito a madó Antonia para avisarle su presencia, y se introdujo en una habitación inmediata, el pequeño comedor que habían utilizado los últimos Febrer, venidos a menos en su fortuna, huyendo del gran salón donde se celebraban los antiguos banquetes.

También aquí era visible el paso de la miseria. La mesa larga hallábase cubierta con un hule resquebrajado, de dudosa blancura. Los aparadores estaban casi vacíos. La antigua loza, al romperse, había sido reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricación. Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rectángulos balanceábanse pausadamente las ramas de unas palmeras. Más allá marcábanse en el horizonte las alas blancas de una goleta que venía hacia Palma lentamente, como una gaviota fatigada.

Entró madó Antonia, dejando sobre la mesa un tazón humeante de café con leche y una gran rebanada de pan cubierta de manteca. Jaime atacó el desayuno con avidez, y al mascar el pan hizo un gesto de desagrado. Madó asintió con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en su lenguaje mallorquín.

–Muy duro, ¿verdad?… Aquel pan no podía compararse con los panecillos que comía el señor en el Casino; mas la culpa no era de ella. Pensaba haber amasado el día anterior, pero no tenía harina y estaba esperando que el payés de Son Febrer trajese su tributo. ¡Las gentes ingratas y olvidadizas!…

La vieja servidora insistió en su desprecio al labriego cultivador de Son Febrer, predio que constituía la última fortuna de la casa. Todo lo debía el rústico a la benevolencia de la familia, y ahora, en los momentos difíciles, olvidaba a sus buenos señores.

Jaime siguió mascando, con el pensamiento puesto en Son Febrer. Tampoco aquello era suyo, no obstante figurar él como dueño. El predio, situado en el centro de la isla—la mejor finca heredada de sus padres, la que llevaba el nombre de la familia—, lo tenía hipotecado e iba a perderlo de un momento a otro. La renta, escasa y corta, conforme a los usos tradicionales, servíale para pagar únicamente una exigua parte del interés de los préstamos, engrosando el resto la cuantía de la deuda. Quedaban las aldehalas, los pagos en especie que el payés debía hacerle, siguiendo costumbres antiguas, y con ellos se mantenían él y madó Antonia, perdidos en el inmenso caserón que había sido hecho para albergar una tribu. En Navidad y en Pascua de Resurrección recibía una pareja de corderos acompañados de una docena de aves de corral; en el otoño dos cerdos bien cebados para la matanza, y todos los meses huevos y una cantidad de harina, a más de los frutos de la estación. Con estas aldehalas, unas consumidas en la casa y otras vendidas por la sirviente, iban sosteniéndose Jaime y madó Antonia en la soledad del palacio, aislados de la curiosidad pública, como dos náufragos perdidos en un islote. Las ofrendas en especie se retrasaban cada vez más. El payés, con ese egoísmo rústico propenso a huir de la desgracia, hacíase el remolón, evitando el cumplimiento de sus obligaciones. Sabía que el mayorazgo ya no era el verdadero amo de Son Febrer, y muchas veces, al llegar a la ciudad con sus presentes, torcía el camino, yendo a depositarlos en las casas de los acreedores, temibles personajes a los que deseaba tener propicios.

Jaime miró con tristeza a la servidora, que permanecía erguida ante él. Era una antigua payesa que aún conservaba el traje de su pueblo: jubón obscuro, con doble fila de botones en las mangas; falda clara y rameada, y cubriendo su cabeza el rebocillo, blanco velo sujeto al cuello y al pecho, por debajo del cual se escapaba la gruesa trenza—que llevaba postiza y muy negra—rematada por largas cintas de terciopelo.

–¡Miserias, madó Antonia!—dijo el señor en el mismo lenguaje—. Todos huyen de los pobres, y el mejor día, si ese tuno no trae lo que nos debe, tendremos que comernos uno a otro, lo mismo que si fuésemos náufragos.

La vieja sonrió: «El señor siempre alegre.» En esto era un vivo retrato de su abuelo don Horacio, eternamente serio, con una cara que metía miedo, ¡pero diciendo unas cosas!…

–Esto debe acabar—prosiguió Jaime, sin hacer caso de la alegría de la sirviente—. Esto acabará hoy mismo; estoy decidido… Sábelo, madó, antes de que la noticia corra: me caso.

La criada juntó las manos devotamente para expresar su asombro y elevó la mirada al techo. ¡Santísimo Cristo de la Sangre! Ya era hora… Antes debía haberlo hecho, y otro sería el estado de la casa. Despertóse en ella la curiosidad, y preguntó con una avidez de campesina:

–¿Es rica?…

El gesto afirmativo del señor no la sorprendió. Forzosamente había de ser rica. Sólo una mujer que llevase con ella una gran fortuna podía aspirar a unirse con el último de los Febrer, que habían sido los hombres más notables de la isla y tal vez del mundo entero.

La pobre madó pensó en su cocina, poblándola instantáneamente con la imaginación de vasijas de cobre brillantes como oro, viéndola con todos los fogones encendidos, llena de muchachas de brazos arremangados, el rebocillo atrás, la trenza flotante, y ella en medio, sentada en un sillón, dando órdenes y aspirando el deleitoso tufillo de las cacerolas.

–¡Será joven!—afirmó la vieja, para sacar más noticias a su señor.

–Sí, joven; mucho más joven que yo; demasiado joven: unos veintidós años. Poco me falta para poder ser su padre.

Madó hizo un gesto de protesta. Don Jaime era el hombre más guapo de la isla. Lo decía ella, que le había admirado desde los tiempos en que iba con pantalón corto y lo llevaba de la mano a pasear entre los pinos inmediatos al castillo de Bellver. Era un Febrer, de aquella familia de señorones arrogantes, y con esto quedaba dicho todo.

–¿Y es de buena casa?—siguió preguntando para forzar el laconismo de su señor—. Familia de caballeros indudablemente; de lo mejorcito de la isla… Pero no: ya adivino. Tal vez es de Madrid. Algún noviazgo de cuando usted vivía allá.

Jaime quedó indeciso unos instantes, palideció, y luego dijo con ruda energía, para ocultar su turbación:

–No, madó… Es una chueta.

Antonia fue a juntar las manos, como momentos antes, invocando otra vez la Sangre de Cristo, tan venerada en Palma; pero de pronto se dilataron las arrugas de su rostro moreno, y rompió a reír… ¡Qué señor tan alegre! Lo mismo que su abuelo. Decía las cosas más estupendas e increíbles con una seriedad que engañaba a las gentes. ¡Y ella, pobre boba, que había creído tales bromas! Tal vez hasta lo del casamiento era mentira…

–No, madó. Me caso con una chueta… Me caso con la hija de don Benito Valls. Para eso iré hoy a Valldemosa.

La voz apagada de Jaime, sus ojos bajos, el acento tímido con que susurró tales palabras, quitaron toda duda a la sirviente. Quedó ésta con la boca abierta, los brazos caídos, sin fuerzas para levantar las manos ni los ojos.

–¡Señor… Señor… Señor!…

Le era imposible decir más. Creyó que había sonado un trueno, haciendo estremecerse la vieja casa; que un nubarrón acababa de pasar ante el sol, obscureciéndolo; que el mar se volvía plomizo, avanzando en encrespadas olas contra la muralla. Luego vio que todo estaba lo mismo, que sólo ella se había conmovido con esta noticia estupenda, digna de trastornar el orden de lo existente.

–¡Señor… Señor… Señor!…

Y agarrando el vacío tazón y los restos del pan, echó a correr, deseosa de refugiarse cuanto antes en la cocina. Después de oír tales horrores, la casa le inspiraba miedo. Debía andar alguien por los venerables salones de la otra parte del edificio: alguien que ella no podía saber quién fuese, pero que seguramente acababa de despertar de un sueño de siglos. Aquel palacio tenía un alma. Cuando la vieja quedaba sola en él, crujían los muebles como si hablasen entre ellos, palpitaban los tapices movidos por su cara oculta, vibraba en un rincón un arpa dorada de la abuela de don Jaime, y ella no sentía miedo nunca, porque los Febrer habían sido gente buena, simple y bondadosa con sus servidores. ¡Pero ahora, después de oír tales cosas!… Pensaba con cierta inquietud en los retratos que adornaban la pieza de recibimiento. ¡Qué cara la de aquellos señores, si habían llegado hasta ellos las palabras de su descendiente!

Madó Antonia acabó por serenarse, bebiendo los restos del café preparado para el señor. Ya no tenía miedo, pero sentía honda tristeza por la suerte de don Jaime, como si le viese en peligro de muerte. ¡Acabar de este modo la casa de los Febrer! ¿Y Dios podía tolerar tales cosas?… Cierto desprecio por el señor vino a sobreponerse momentáneamente al antiguo cariño. Al fin, un calavera olvidado de la religión y las buenas costumbres, que había derrochado lo que restaba de la fortuna de su casa. ¿Qué iban a decir sus ilustres parientes? ¡Qué vergüenza la de su tía doña Juana, aquella noble señora—la más santa y linajuda de la isla—a la que, unos por burla y otros por exceso de veneración, llamaban «la Papisa»!

–Adiós, madó… Al anochecer estaré de vuelta.

La vieja saludó con un gruñido a Jaime, que asomaba la cabeza para despedirse. Luego, viéndose sola, levantó los brazos, invocando la ayuda de la Sangre de Cristo, de la Virgen del Lluch, patrona de la isla, y del portentoso San Vicente Ferrer, que tantos milagros había realizado durante sus predicaciones en Mallorca. ¡Uno más, santo prodigioso, para evitar la monstruosidad que proyectaba su señor!… ¡Que cayese un pedrusco de las montañas, interceptando para siempre el camino de Valldemosa; que volcase el carruaje y trajeran a don Jaime entre cuatro hombres… todo antes que aquella vergüenza!

Febrer atravesó el recibimiento, abrió la puerta de la escalera y empezó a descender los suaves peldaños. Sus abuelos, como todos los nobles de la isla, construían en grande. La escalera y el zaguán ocupaban una tercera parte de los bajos de la casa. Una especie de loggia a la italiana, con cinco arcos sostenidos por delgadas columnas, extendíase a la terminación de la escalera, abriéndose en sus extremos las dos puertas que daban acceso a las dos alas superiores del edificio. En el centro de su baranda, situada sobre el arranque de la escalera, frente a la puerta de la calle, estaba el escudo en piedra de los Febrer, con un farolón de hierro forjado.

Jaime, al descender, chocaba su bastón en la piedra arenisca de los escalones o tocaba las grandes ánforas barnizadas que adornaban los rellanos, y éstas devolvían el golpe con una sonoridad de campana. La baranda de hierro, oxidada por los años y deshaciéndose en herrumbrosas escamas, temblaba, casi suelta de sus alvéolos, con el ruido de los pasos.

Al llegar al zaguán, Febrer se detuvo. La extrema resolución que había adoptado, y que iba a influir para siempre en los destinos de su nombre, le hizo mirar con curiosidad los mismos lugares que antes cruzaba indiferente.

En ninguna parte del edificio se notaba como aquí la antigua prosperidad. El zaguán, enorme cual una plaza, podía admitir más de una docena de carrozas y todo un escuadrón de jinetes.

Doce columnas algo panzudas, de mármol avellanado de la isla, sostenían los arcos de piedra cortada en piezas, sin revestimiento alguno, encima de los cuales extendíase el techo de vigas negras. El pavimento era de guijarros, y entre ellos crecía el musgo de la humedad. Una frescura de ruina extendíase por esta entrada gigantesca y solitaria. Un gato atravesó el zaguán, saliendo por el orificio de una puerta carcomida de las antiguas cuadras, para desaparecer en los abandonados subterráneos que habían guardado las cosechas en otros tiempos. A un lado, había un pozo de la misma época en que se construyó el palacio, un orificio abierto en la roca, con brocal de piedra roída por el tiempo y una espadaña de hierro trabajada a martillo. La hiedra crecía en frescos ramilletes entre los salientes de la pulida piedra. Muchas veces, Jaime, siendo niño, se había asomado para contemplarse allá abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas.

La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias del jardín de los Febrer, veíase la muralla de la ciudad, y abierto en esta muralla un portalón con barrotes de madera en su arco, iguales a los dientes de una boca enorme de pescado. En el fondo de esta boca temblaban, verdes y luminosas, las aguas de la bahía.

Anduvo Jaime algunos pasos por las azuladas piedras de la calle, falta de aceras, y se detuvo luego para contemplar su casa. No era más que un pequeño resto del pasado. El antiguo palacio de los Febrer ocupaba toda una manzana, pero había ido empequeñeciéndose con el paso de los siglos y los apuros de la familia. Ahora una parte de él era residencia de monjas, y otras fracciones habían sido adquiridas por ciertos ricos, que desfiguraban con balconajes modernos la primitiva unidad del edificio, atestiguada por la línea uniforme de aleros y tejados. Los mismos Febrer, refugiados en la parte del caserón que miraba al jardín y al mar, habían tenido que ceder los pisos bajos, para aumento de sus rentas, a almacenistas y pequeños industriales. Junto a la portada señorial, tras unas vidrieras, trabajaban planchando ropa blanca algunas muchachas, que saludaron a don Jaime con respetuosa sonrisa. Éste siguió inmóvil en su contemplación de la antigua casa.

¡Qué hermosa todavía, a pesar de sus amputaciones y su vejez!…

La piedra del zócalo, agujereada y combada hacia dentro por el roce de personas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas a ras del suelo. La parte baja del palacio mostrábase roída, lacerada y polvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.

A partir del entresuelo, piso con entrada independiente, que había sido alquilado a un almacenista de drogas, comenzaba a desarrollarse el esplendor señorial de la fachada. Tres ventanales al nivel del arco del portalón, divididos por dobles columnas, mostraban sus marcos de mármol negro finamente trabajado. Los pétreos cardos trepaban por las columnas que sostenían las cornisas, y sobre estas últimas campeaban tres grandes medallones: el del centro con el busto del Emperador y la inscripción Dominus Carolus Imperator 1541, recuerdo de su paso por Mallorca para la infortunada expedición de Argel; los de los lados ostentando las armas de los Febrer, sostenidos por peces con barbudas cabezas de hombre. En las grandes ventanas del primer piso trepaban por jambas y cornisas unas guirnaldas formadas con anclas y delfines, testimonio de las glorias de esta familia de navegantes. Sobre sus remates abríanse enormes conchas. En la parte más alta de la fachada extendíase una fila compacta de ventanillas con adornos góticos, unas tapiadas, otras abiertas para dar luz y aire a los desvanes, y sobre ellas el alero monumental, el alero grandioso, como sólo se encuentra en los palacios de Mallorca, extendiendo hasta el promedio de la calle su ensamblaje de maderos tallados, ennegrecidos por el tiempo y sostenidos por vigorosas gárgolas.

Por toda la fachada extendíanse, formando cuadriláteros, listones de madera carcomida con clavos y abrazaderas de hierro oxidado. Eran restos de las grandes iluminaciones con que la casa conmemoraba ciertas fiestas en sus tiempos de esplendor.

Jaime pareció satisfecho de este examen. Aún era hermoso el palacio de sus abuelos, a pesar de las ventanas faltas de cristales, del polvo y las telarañas amontonados en los huecos, de los desgarrones que los siglos habían abierto en su revoque. Cuando él se casase y la fortuna del viejo Valls pasara a sus manos, iban todos a asombrarse de la magnífica resurrección de los Febrer. ¿Y aún se escandalizaban algunos de su resolución y sentía él ciertos escrúpulos?… ¡Adelante!

Se dirigió hacia el Borne, ancha avenida que es el centro de Palma, antiguo torrente que en otros tiempos separaba la ciudad en dos villas y dos bandos enemigos: Can Amunt y Can Avall. Allí encontraría un coche que le llevase a Valldemosa.

Al entrar en el Borne atrajo su atención la inmovilidad de varios paseantes que bajo la sombra de los copudos árboles contemplaban a unos campesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconoció sus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eran ibicencos… ¡Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo de un año remoto de su adolescencia pasado allá. Al ver a aquellas gentes que hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras.

Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de un pantalón de pana azul. Su chaqueta-blusa iba sujeta sobre el pecho con un broche, dejando ver la camisa y la faja. Un mantón obscuro de mujer descansaba sobre sus hombros como un chal, y para completar este atavío semifemenil, que contrastaba con sus facciones duras y morenas de moro, llevaba bajo el sombrero un pañuelo anudado en el mentón, con las puntas colgando sobre la espalda. El hijo, que parecía tener catorce años, iba vestido como él, con el mismo pantalón estrecho de pierna y amplio de campana, pero sin el mantón ni el pañuelo. Un lazo de color de rosa pendía sobre su pecho a guisa de corbata, un ramito de hierbas asomaba a una de sus orejas, y el sombrero de cinta bordada a flores echado sobre el cogote dejaba en libertad una onda de rizos cayendo sobre el rostro moreno, enjuto, malicioso, animado por la luz de unos ojos africanos, de intensa negrura.

La muchacha era la que llamaba más la atención, con su falda verde de menudos pliegues, bajo la cual se adivinaba la presencia de otras faldas, hinchado globo de varias envolturas que parecía empequeñecer aún más los pies finos y graciosos encerrados en blancas alpargatas. El pecho ocultaba sus contornos salientes bajo un mantoncillo amarillento con flores rojas. De éste surgían unas mangas de terciopelo de distinto color que el jubón, adornadas con doble fila de botones de filigrana, obra de los plateros chuetas. Una triple cadena de oro deslumbrante, rematada por una cruz, partía su pecho, pero con eslabones tan enormes, que a no ser huecos la hubiesen agobiado bajo su pesadumbre. El pelo negro separábase en dos crenchas sobre la frente y se perdía bajo un pañuelo blanco anudado en el mentón, volviendo a surgir atrás en forma de trenza larga y enorme, con adorno de cintas multicolores que tocaban el borde de la falda.

La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés. Era blanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras del campo. Tenía en sus facciones una delicadeza de monja aristocrática y bien cuidada, una pálida suavidad, animada por el reflejo luminoso de la dentadura y el tímido brillo de sus ojos bajo el pañuelo semejante a una toca monástica.

Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproximó al padre y al hijo, vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplación del escaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban una por una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoción, cual si adorasen ídolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza de pequeño moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.

Fluxas… ¡Pare, fluxas!—exclamaba con la sorpresa del que encuentra un amigo inesperado, señalando a su padre unos pistolones Lefaucheux.

Pero la admiración de los dos era para las armas desconocidas, que les parecían maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llaves visibles, las carabinas de repetición y las pistolas con depósito, que podían hacer seguidamente muchos disparos. ¡Lo que inventan los hombres! ¡Lo que gozan los ricos!… Aquellas armas inmóviles les parecían seres vivientes, con un alma maligna y un poder sin límites. Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar.

La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente.

¡Don Chaume!… ¡Ay, don Chaume!

Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso. Estaban entreteniéndose en el Borne para ir a casa de don Jaime cuando éste se hubiese levantado. Ya sabía él que los señores se acuestan tarde. ¡Qué felicidad verle!… ¡Aquí los atlots, y que mirasen bien al señor! Era don Jaime: era el amo. Diez años que no le había visto, pero lo mismo le hubiese reconocido entre mil personas.

Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y la curiosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba a coordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su mirada indecisa. ¿De veras que no le reconocía? Pep Arabi, de Ibiza… Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí.

Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo. Se lo había vendido a Pep, cuyos padres y abuelos venían cultivando la finca.

Fue esto en la época que aún tenía dinero. ¿Pero de qué podía servirle aquella tierra en una isla apartada a la que no volvería nunca?… Y en una genialidad de gran señor bondadoso, la cedió a Pep a bajo precio, capitalizándola con arreglo al arrendamiento tradicional y concediendo amplios plazos para el pago; cantidades que, al sobrevenir después épocas de apuro, habían representado muchas veces para él una alegría inesperada. Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior.

Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.

Quería trabajar la tierra, como su padre y sus abuelos, pero él lo destinaba al Seminario de Ibiza, ya que era listo en asuntos de letra. Sus tierras las guardaba para un muchacho bueno y trabajador que se casase con Margalida. Ya andaban muchos en la isla tras de ella, y apenas volviesen iba a empezar la temporada de los festeigs, el cortejo tradicional, para que escogiese marido.

Pepet, su hijo, estaba llamado a más altos destinos: iba a ser cura, y después que cantase misa entraría en un regimiento o se embarcaría con rumbo a América, como lo habían hecho otros ibicencos que recogían allá mucho dinero y lo enviaban a sus padres para comprar tierras en la isla.

¡Ay, don Jaime, y cómo pasa el tiempo!… Él había visto al señor casi un niño, cuando pasó un verano con su madre en Can Mallorquí. Pep le había enseñado a manejar la escopeta, a cazar los primeros pájaros. «¿Se acuerda vostra mercé?…» Él estaba entonces para casarse; aún vivían sus padres. Luego sólo se habían visto una vez, en Palma, para la venta del predio—un gran favor que no olvidaba nunca—; y ahora, cuando volvía a presentarse, ya era casi un viejo, con hijos tan altos como él.

Al explicar su viaje, enseñaba su fuerte dentadura de campesino con sonrisas de inocente malicia. ¡Una verdadera calaverada, de la que hablarían mucho tiempo las gentes allá en Ibiza! Él había sido siempre andariego y atrevido: resabios del tiempo en que fue soldado. El patrón de un laúd, gran amigo suyo, tenía carga para Mallorca, y le había invitado como por broma. Pero con él no valían bromas: ¡lo pensado, hecho al instante! Los chicos no habían estado en Mallorca; en toda la parroquia de San José, que era la suya, no llegaban a una docena las personas que conocían la capital. Muchos habían ido a América; uno había estado en Australia. Algunas vecinas hablaban de sus viajes a Argelia en faluchos contrabandistas; pero a Mallorca nadie iba, y con razón. «No nos quieren, don Jaime: nos miran como animales raros, nos creen salvajes, como si no fuésemos todos hijos de Dios…» Y allí estaba él con sus atlots, aguantando desde por la mañana la curiosidad de las gentes, lo mismo que si fuesen moros. Diez horas de navegación con un mar magnífico; la atlota llevaba en la cesta la comida para los tres. Se marcharían al amanecer del día siguiente, pero él deseaba antes hablar con el amo. Tenían que tratar negocios.

Jaime hizo un gesto de extrañeza, prestando mayor atención a las palabras de Pep. Este se expresó con cierta timidez, embarullándose en sus palabras. Los almendros eran la mejor riqueza de Can Mallorquí. El año anterior la cosecha había sido buena, y éste no se presentaba mal. Se vendía a buen precio a los patrones, que la embarcaban para Palma y Barcelona. Él había plantado de almendros casi todos sus campos, y ahora pensaba desmontar y limpiar de piedras ciertas tierras del señor, cultivando trigo en ellas, el preciso nada más para el consumo de la familia.

Febrer no ocultó su asombro. ¿Qué tierras eran aquéllas?… ¿Pero le quedaba algo en Ibiza?… Pep sonrió. No eran tierras precisamente: era un peñón, un promontorio de rocas avanzado sobre el mar, pero que podía aprovecharse por la parte de tierra formando algunos bancales en su pendiente. Arriba estaba la torre del Pirata, ¿no se acordaba el señor?… Una fortificación del tiempo de los corsarios, a la que había subido don Jaime muchas veces cuando niño, lanzando gritos de pelea, con un garrote de sabina en la mano, dando órdenes para el asalto a un ejército imaginario.

El señor, que había creído por un instante en el descubrimiento de una finca olvidada, la única de la que podía ser verdadero dueño, sonrió tristemente. ¡Ah, la torre del Pirata! Se acordaba de ella. Una roca caliza, un avance de la costa, en cuyos intersticios nacían plantas salvajes, refugio y alimento de conejos. El viejo fortín de piedra era una ruina que lentamente iba deshaciéndose bajo los embates del tiempo y los soplos del mar. Los sillares caían de sus alvéolos; las almenas tenían las puntas roídas. Al vender Can Mallorquí, la torre había quedado fuera del contrato, tal vez por olvido, a causa de su inutilidad. Podía hacer Pep lo que gustase: él no había de volver jamás a aquel lugar olvidado de su juventud.

Y como el payés pretendiese hablar de futuras remuneraciones, don Jaime le atajó con un gesto de gran señor. Luego miró a la muchacha. Muy guapa; parecía una señorita disfrazada; en la isla debían ir los atlots locos tras de ella.

El padre sonrió, orgulloso y turbado por estos elogios. «¡Saluda, atlota! ¿Cómo se dice?…»

La hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; no soy guapa. Servidora de vuestra mercé…»

Febrer dio por terminada la entrevista, ordenando a Pep y a los suyos que fuesen a su casa. El payés conocía de antiguo a madó Antonia, y la vieja tendría mucho gusto en verle. Comerían con ella lo que tuviese. Ya les vería al anochecer, cuando volviese de Valldemosa. «¡Adiós, Pep! ¡Adiós, atlots

E hizo señas a un cochero sentado en el pescante de un carruaje mallorquín, vehículo ligerísimo, montado sobre cuatro ruedas finas, con alegre toldo de lona blanca.

Los muertos mandan

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