Читать книгу Mare nostrum - Висенте Бласко-Ибаньес, Blasco Ibáñez Vicente - Страница 3
III
PATER OCEANUS
ОглавлениеCuando murió casi repentinamente don Esteban Ferragut, su hijo tenía diez y ocho años y estudiaba en la Universidad.
En sus últimos tiempos, el notario llegó á sospechar que Ulises no iba á ser el jurisconsulto célebre que él había soñado. Huía de las clases, para pasar la mañana en el puerto ejercitándose en el remo. Si entraba en la Universidad, los bedeles le vigilaban, temiendo la largura de sus manos. El se creía un marino, é imitaba á los hombres de mar, que, acostumbrados á medirse con los elementos, consideran poca cosa reñir con un hombre.
Con violentas alternativas de estudio y de holganza se aproximaba trabajosamente al término de su carrera, cuando una angina de pecho acabó de pronto con el notario.
Doña Cristina, al salir de la estupefacción de su dolor, miró en torno de ella con extrañeza. ¿Por qué seguir en Valencia?… Quiso reunirse con los suyos al verse sin el hombre que la había trasplantado á este país. El poeta Labarta cuidaría de sus bienes, que no eran tan cuantiosos como lo hacía esperar el rendimiento de la notaría. Don Esteban había sufrido grandes pérdidas en negocios extravagantes aceptados por bondad; pero aun así, dejaba fortuna suficiente para que la esposa viviese una desahogada viudez entre sus parientes de Barcelona.
La pobre señora no sufrió otra contrariedad en el arreglo de su nueva existencia que la rebeldía de Ulises. Se negaba á continuar su carrera: quería embarcarse, alegando que para esto se había hecho piloto. En vano doña Cristina impetró el auxilio de parientes y amigos, prescindiendo del Tritón, pues adivinaba su respuesta. El hermano rico de Barcelona fué breve y afirmativo: «¿Si eso le da dinero?…» Los Blanes de la costa mostraron un sombrío fatalismo. Era inútil oponerse si el muchacho sentía vocación. El mar agarra bien á sus elegidos, y no hay poder humano que logre desasirlos. Por eso ellos, que ya eran viejos, no oían á sus hijos que les llamaban á las comodidades de la capital. Necesitaban vivir junto á la costa, en agradecido contacto con el monstruo obscuro y pesado que les había mecido maternalmente, cuando con tanta facilidad podía haberlos hecho pedazos.
El único que protestó fué Labarta. «¿Marino?… Sea en buen hora; pero marino de guerra, oficial de la Real Armada.» Y el poeta veía su ahijado revestido de los esplendores de una bélica elegancia: levita azul con botón de oro todos los días, y en las fiestas casaca de galones y vueltas rojas, sombrero de picos, sable…
Ulises levantó los hombros ante tales grandezas. Tenía demasiados años para entrar en la Escuela Naval. Además, quería navegar por todos los océanos, y aquellos marinos sólo tenían ocasión de ir de un puerto á otro, como las gentes de cabotaje, ó pasaban años y años sentados en un ministerio. Para envejecer como un oficinista, era preferible reconquistar la notaría de su padre.
Al verse doña Cristina bien instalada en Barcelona, con una corte de sobrinos que adulaban á la tía rica de Valencia, su hijo se embarcó como aspirante en un trasatlántico que hacía viajes regulares á Cuba y los Estados Unidos. Así empezaron las navegaciones de Ulises Ferragut, que sólo habían de terminar con su muerte.
El orgullo de su familia le colocó en un vapor de lujo, un buque-correo lleno de pasajeros, un hotel flotante, en el que los oficiales tenían algo de gerentes de «Palace» y la verdadera importancia correspondía á los maquinistas, que andaban siempre por abajo y al volver á la luz quedaban modestamente en segundo término, por una ley de jerarquías anterior á los progresos de la mecánica.
Pasó por el Océano varias veces como se pasa ante un paisaje terrestre á toda la velocidad de un tren expreso. La calma augusta del mar se borraba con el batir de las hélices y el ruido sordo de las máquinas. Por azul que fuese el cielo, siempre lo empañaba un crespón flotante salido de las chimeneas. Envidiaba á los buques veleros que el trasatlántico dejaba atrás. Eran iguales á los caminantes reflexivos, que se saturan del paisaje y entran en largo contacto con su alma. Las gentes del vapor vivían como los viajeros terrestres que contemplan adormecidos desde las ventanillas de los vagones una sucesión de vistas pálidas y vertiginosas rayadas por los hilos telegráficos.
Terminadas sus pruebas de aspirante, fué segundo piloto de una fragata que iba á la Argentina para cargar trigo en Bahía Blanca. Las lentas singladuras en días de poco viento, las largas calmas ecuatoriales, le permitieron penetrar un poco en los misterios de la inmensidad oceánica, amarga y obscura, que había sido para los pueblos antiguos la «noche del abismo», el «mar de las tinieblas», el dragón azul que diariamente se traga al sol.
Ya no vió en el padre Océano el dios caprichoso y tiránico de los poetas. Todo funcionaba en sus entrañas con una regularidad vital, sujeto á las leyes generales de la existencia. Hasta las tempestades rugían dentro del cuadriculado de una reglamentación.
Los dulces vientos alisios empujaban al buque hacia el Sudoeste, manteniendo una serenidad paradisíaca en el cielo y en el mar. Ante la proa chisporroteaban las alas de tafetán de los peces voladores, abriéndose sus enjambres como escuadrillas de diminutos aeroplanos.
Sobre la arboladura cubierta de lonas trazaban largos círculos los albatros, águilas del desierto atlántico, extendiendo en el purísimo azul el enorme velamen de sus alas. De tarde en tarde encontraba el buque praderas flotantes, extensos campos de algas despegadas del mar de los Sargazos. Tortugas enormes dormitaban hundidas en estas hierbas, sirviendo de isla de reposo á las gaviotas posadas en su caparazón. Unas algas eran verdes, nutridas por el agua luminosa de la superficie; otras tenían el color rojo de las profundidades, adonde llegan mortecinos y enfriados los últimos rayos del sol. Como frutos de la pradera oceánica, flotaban apretados racimos de uvas obscuras, cápsulas coriáceas repletas de agua salobre.
Al aproximarse á la línea ecuatorial, la brisa iba cayendo y la atmósfera se hacía sofocante. Era la zona de las calmas, el Océano de aceite obscuro, en el que permanecen los buques semanas enteras con el velamen rígido, sin que lo haga estremecer un suspiro atmosférico.
Nubes de color de hulla reflejaban en el mar su lento arrastre; lluvias azotantes se derramaban sobre la cubierta, seguidas de un sol incendiario que á los pocos minutos era borrado por un nuevo aguacero. Estas nubes preñadas de cataratas, esta noche tendida en pleno sol sobre el Atlántico, habían sido el terror de los antiguos. Y sin embargo, merced á tales fenómenos podían los navegantes pasar de un hemisferio á otro sin que la luz los hiriese de muerte, sin que el mar quemase como un espejo de fuego. El calor de la Línea, elevando el agua en vapores, formaba una banda sombría en torno de la tierra. Desde los otros mundos debía verse con un cinturón de nubes, casi semejante á los anillos siderales.
En este mar sombrío y caliente estaba el corazón del Océano, el centro de la vida circulatoria del planeta. El cielo era un regulador que, absorbiendo y devolviendo, equilibraba la evaporación. De allí se expedían las lluvias y los rocíos á todo el resto de la tierra, modificando sus temperaturas favorablemente para el desarrollo de animales y vegetales. Allí se cambiaban los vapores de dos mundos, y el agua del hemisferio Sur—el hemisferio de los grandes mares, sin otros relieves que los triángulos extremos de África y América y las gibas de los archipiélagos oceánicos—iba á reforzar, convertida en nubes, los ríos y arroyos del hemisferio Norte, ocupado en su mayor parte por la tierras habitadas.
De esta zona ecuatorial, corazón del globo, partían dos ríos de agua tibia, que iban á calentar las costas del Norte. Eran dos corrientes que arrancaban del golfo de Méjico y del mar de Java. Su enorme masa líquida, huyendo sin cesar del Ecuador, determinaba un vasto llamamiento de agua de los polos que venía á ocupar su espacio. Y estas corrientes frías y más dulces se precipitaban en el hogar eléctrico de la Línea, que las calentaba y salaba de nuevo, renovando la vida mundial con su sístole y su diástole.
El Océano comprimía en vano á los dos ríos cálidos, sin llegar á confundirse con ellos. Eran torrentes de un intenso azul, casi negro, que corrían á través de las aguas verdes y frías. Antes que admitir á éstas, el río azul se acumulaba en su curso formando un dorso, una bóveda, con dos pendientes por las que resbalaban los cuerpos.
La corriente atlántica, al llegar á Terranova, se abría de brazos, enviando uno de ellos al mar del Polo. Con el otro, débil y rendido por el largo viaje, modificaba la temperatura de las islas Británicas, entibiando dulcemente las costas de Noruega. La corriente indiánica, que los japoneses llamaban «el río negro» á causa de su color, circulaba entre las islas, manteniendo más tiempo que la otra sus potencias prodigiosas de creación y agitación, lo que le permitía trazar sobre el planeta una enorme cola de vida.
Su centro era el apogeo de la energía terrestre en creaciones vegetales y animales, en monstruos y pescados. Uno de sus brazos, escapando al Sur, formaba el mundo misterioso del mar de Coral. En un espacio grande como cuatro continentes, los pólipos, fortalecidos por el agua tibia, levantaban millares de atolones, islas anilladas, bancos y arrecifes, pilares submarinos, terror de la navegación, que, al ligarse entre sí con un trabajo milenario, iban á crear una nueva tierra, un continente de recambio, por si la especie humana perdía en un cataclismo su zócalo actual.
El pulso del dios azul eran las mareas. La tierra se volvía hacia la luna y los astros con una rotación simpática igual á la de las flores que se vuelven hacia el sol. Todo lo que en ella hay de más móvil—la masa flúida de la atmósfera—se dilataba dos veces diariamente, hinchado su seno, y esta succión atmosférica, obra de la atracción universal, se reflejaba en las aguas, conmoviéndolas. Los mares cerrados como el Mediterráneo apenas sentían sus efectos. Las mareas se detenían á su puerta. Pero en las costas oceánicas la pulsación marina alborotaba el ejército de las olas, lanzándolas diariamente al asalto de los acantilados, haciéndolas rugir con babeos de furor entre islas, promontorios y estrechos, impulsándolas á tragarse extensas tierras, que devolvían horas después.
Este mar salado, como nuestra sangre, que tiene un corazón, un pulso y una circulación de dos sangres distintas, renovadas y transformadas incesantemente, se encolerizaba lo mismo que una criatura orgánica cuando á las corrientes horizontales de su seno venían á añadirse las corrientes verticales descendidas de la atmósfera. Las violencias pasajeras de los vientos, las crisis de la evaporación, las obscuras fuerzas eléctricas, producían las tempestades.
No eran mas que estremecimientos cutáneos. La tormenta mortal para los hombres sólo contraía la epidermis marina, mientras la masa profunda de sus aguas permanecía en lóbrega calma, para cumplir la gran función de amamantar y renovar los seres. El padre Océano desconocía la existencia de los infusorios humanos que osaban deslizarse por su superficie en microscópicos cascarones. No se enteraba de los incidentes que podían desarrollarse en el techo de su vivienda. Su vida continuaba equilibrada, calmosa, infinita, engendrando millones de millones de seres por milésima de segundo.
La majestad del Atlántico en las noches tropicales hacía olvidar á Ulises las cóleras de sus días negros. Bajo la luna, era una pradera inmensa de plata viva cortada por serpenteos de sombra. Sus ondulaciones pastosas, repletas de vida microscópica, iluminaban las noches. Los infusorios, estremecidos de amor, ardían con azulada fosforescencia. El mar era de leche luminosa. Las espumas, al romperse contra la proa, brillaban como fragmentos de globos eléctricos agonizantes.
Cuando la tranquilidad era absoluta y el buque se mantenía inmóvil, con las velas caídas, pasando lentamente las estrellas de un lado á otro de sus mástiles, las delicadas medusas, que la más leve ola puede desgarrar, subían á la superficie, flotando entre dos aguas en torno de la isla de madera. Eran miles de sombrillas que desfilaban lentamente: verdes, azules, rosadas, con una coloración vagorosa semejante á la de las luces de aceite; una procesión japonesa vista desde lo alto, que se perdía por un lado en el misterio de las aguas negras y llegaba incesantemente por el lado opuesto.
El joven piloto amaba la navegación á vela, las luchas con el viento, la soledad de las calmas. Estaba más cerca del Océano que en el puente de un trasatlántico. La fragata no levantaba espumarajos de rabioso paleteo. Se deslizaba discretamente en el silencio marítimo que guarda el secreto de los primeros milenarios de la tierra recién nacida. Los habitantes oceánicos se aproximaban á ella confiadamente al verla cabecear como un cetáceo mudo é inofensivo.
En seis años cambió Ulises muchas veces de buque. Había aprendido el inglés, lengua universal de los dominios azules, y se recreaba con el estudio de las cartas de Maury, el Evangelio de los navegantes á vela, obra paciente de un genio obscuro que arrancó por primera vez al Océano y á la atmósfera el secreto de sus leyes.
Deseoso de conocer nuevos mares y nuevas tierras, no reparaba en la longitud de los viajes ni en los puertos de destino. Los capitanes británicos, noruegos y norteamericanos acogían con gusto á este oficial de buenas maneras, poco exigente en la retribución. Así vagó Ulises sobre los océanos, como el rey de Itaca sobre el Mediterráneo, guiado por una fatalidad que lo alejaba de su patria con rudo empellón cada vez que se proponía regresar á ella. La vista de un buque anclado junto al suyo y próximo á partir con lejano destino era para él una tentación que le hacía olvidar la vuelta á España.
Navegó en barcos sucios, viejos y alegres, donde los tripulantes soltaban todas las velas al temporal y luego de embriagarse se dormían confiados en el diablo, amigo de los bravos, que los despertaría á la mañana siguiente. Vivió en buques blancos, silenciosos y limpios como una casa holandesa, cuyos capitanes llevaban con ellos á la esposa y los hijos. Unas camareras de albos delantales cuidaban de la cocina y el aseo de este hogar flotante, compartiendo los peligros de los marineros rojos y tranquilos, exentos de las tentaciones que provoca el roce de la mujer. Los domingos, bajo el sol de los trópicos ó á la luz cenicienta de los cielos septentrionales, el contramaestre leía la Biblia. Los hombres escuchaban reflexivos, con la cabeza descubierta. Las mujeres se habían vestido de negro, con una cofia de puntillas y las manos enmitonadas.
Fué á Terranova á cargar bacalao. Allí era donde la corriente cálida del golfo de Méjico se encontraba con la fría del Polo. En el choque de estos dos ríos marinos, los infinitos seres que arrastra el Gulf Stream desde los mares tropicales morían súbitamente helados. Una lluvia de pequeños cadáveres descendía á través de las aguas. Los bacalaos se aglomeraban para nutrirse con este maná, y era tan espeso, que gran parte de él, librándose de las ávidas mandíbulas, iba á depositarse en el fondo como una nevada caliza.
En Islandia—la «última Thule» de los antiguos—le enseñaron trozos de caoba que la corriente ecuatorial había arrastrado desde las Antillas. En las costas de Noruega admiró la fecundidad formidable del mar viendo los arenques en marcha.
De su refugio en las tenebrosas profundidades subían á la superficie, agitados por la primavera, deseosos de tomar su parte en la alegría del universo. Nadaban unos contra otros, oprimidos, compactos, formando bancos, como pedazos de playa que se hubiesen soltado á navegar. Parecían una isla que emerge ó un continente que empieza á hundirse. En los pasajes estrechos eran tantos, que las aguas se solidificaban, dificultando el avance á remo. Su número escapaba á los límites de todo cálculo, como las arenas y las estrellas.
Hombres y peces carnívoros caían sobre ellos abriendo anchos surcos de destrucción. Pero las brechas se cerraban instantáneamente, y el banco viviente seguía su camino cada vez más denso, como si desafiase á la muerte. Cuantos más destruían los enemigos, más numerosos eran. Las columnas en marcha, espesas y profundas, copulaban y se reproducían sin detenerse. El amor era para ellos una navegación, y en su ruta iban derramando torrentes de fecundidad. El agua desaparecía bajo la abundancia del flujo materno, en el que nadaban racimos de huevos. Al surgir el sol, el mar aparecía blanco hasta perderse de vista: blanco de jugo masculino. Las olas eran grasientas y viscosas, repletas de vida que fermentaba rápidamente. En un espacio de centenares de leguas, el salado Océano era de leche.
La fecundidad de estas tierras animales ponía en peligro al mundo. Cada individuo podía producir hasta sesenta mil huevos. Pocas generaciones bastaban para llenar el Océano, hacerlo sólido, pudrirlo, suprimiendo los demás seres, despoblando el globo… Pero la muerte se encargaba de salvar la vida universal. Los cetáceos se hundían en este espesor viviente y con sus bocas insaciables absorbían el alimento á toneladas. Peces infinitamente pequeños secundaban á los gigantes marinos, atracándose de huevos de arenque. Los pescados más glotones, la merluza y el bacalao, perseguían á estas praderas de carne, empujándolas hacia las costas y acabando por dispersarlas.
Se multiplicaba el bacalao hartándose de merluzas, y otra vez reaparecía el peligro para el mundo. El Océano podía convertirse en una masa de bacalaos: cada uno llegaba á dar hasta nueve millones de huevos… Los hombres habían caído sobre el más fecundo de los peces, y el bacalao mantenía flotas inmensas, creando además colonias y ciudades. Se agotaban las generaciones humanas sin llegar á vencer esta monstruosa reproducción. Los grandes devoradores marinos eran los que restablecían el equilibrio y el orden. El esturión, estómago insaciable, intervenía en el banquete oceánico, encontrando en el bacalao la substancia concentrada de ejércitos de arenques. Pero este devorador ovíparo, de amplia reproducción, continuaba el peligro mundial, hasta que intervenía otro monstruo tan ávido en sus apetitos como pobre en sus procreaciones, cortando de golpe la fecundidad siempre renaciente del Océano.
Era el tiburón, boca con aletas, intestino natatorio, que traga con indiferencia muertos y vivos, carnes y maderos, limpiando las aguas de vida, dejando la soledad detrás de su coleo. Este destructor sólo elaboraba en sus entrañas un tiburón único, que nacía armado y feroz, dispuesto desde el primer momento á continuar las hazañas paternas, como un heredero feudal.
Sólo en los raros momentos de amor acallaban su hambre y su crueldad estos ásperos guerreros, despobladores del mar. Las parejas se abstenían de devorarse. Se encontraban apetecibles, pero sus triples dientes y sus aletas de sierra se limitaban á una ruda caricia. La hembra se dejaba dominar por el compañero que enganchaba en ella sus instrumentos de presa. Por primera vez el macho no devoraba: era ella la que lo absorbía, arrastrándolo. Y confundidos los dos monstruos rodaban en las olas semanas enteras, sufriendo los tormentos de un hambre sin fin á cambio de las delicias del amor, dejando escapar á las víctimas asustadas, resistiendo á las tempestades con su áspero abrazo de colmillos y epidermis de lija, corriendo centenares de leguas entre el principio y el fin de uno de sus espasmos de placer.
La vida errante del piloto Ferragut abundó en dramáticas aventuras. Algunas quedaron vivas para siempre en su memoria, donde empezaban á confundirse tantos recuerdos de tierras exóticas y mares interminables.
En Glásgow se embarcó como segando de una fragata vieja que iba á Chile para descargar carbón en Valparaíso y cargar salitre en Iquique. La travesía del Atlántico fué buena; pero á partir de las islas Malvinas, el buque tuvo que hacer frente á la furia austral que le cerraba el acceso al Pacífico. El estrecho de Magallanes es para los vapores, que pueden disponer á su voluntad de una fuerza propulsora. El velero busca mar amplia y viento favorable para doblar el cabo de Hornos, punta avanzada del mundo, lugar de tempestades interminables y gigantescas.
Mientras ardía el verano en el otro hemisferio, el terrible invierno austral salió al encuentro de los navegantes. El buque necesitaba hacer rumbo al Oeste, y precisamente los vientos soplaban del Oeste, cortándole la ruta. Ocho semanas pasaron bregando con el mar y con la atmósfera. El viento se llevó un velamen completo. El buque, de madera, algo descoyuntado por esta lucha interminable, comenzó á hacer agua, y la tripulación tuvo que mover día y noche las bombas. Nadie llegaba á dormir varias horas seguidas. Todos estaban enfermos. La voz ruda y los juramentos del capitán apenas podían sostener la disciplina. Algunos marineros se acostaban deseando morir, y había que levantarlos á golpes.
Ulises conoció por primera vez lo que son las olas. Vió montañas de agua, verdaderas montañas, avanzando sobre el cascarón del buque. Su misma enormidad las hacía formar por ambos lados larguísimas pendientes. Cuando alguna derrumbaba su cresta sobre la fragata, el piloto Ferragut podía darse cuenta de la monstruosa pesadez del agua salada. Ni la piedra ni el hierro tenían el golpe brutal de esta fuerza líquida, que al derrumbarse huía en raudales ó se elevaba hecha polvo. En ciertos momentos había que abrir brechas en la obra muerta para dar salida á su masa abrumadora.
Una penumbra lívida y brumosa era el día austral, repitiéndose semanas y semanas sin el menor rayo de claridad, como si el sol se hubiese alejado para siempre de la tierra. El color blanco no existía en este esfumamiento tempestuoso; todo era gris: el cielo, la espuma, las gaviotas, las nieves… De tarde en tarde, los velos plomizos de la tormenta se rasgaban para dejar visible una pavorosa aparición. Una vez eran las montañas negras con sudarios de ventisqueros del estrecho de Beagle. Y el buque viraba, huyendo de este pasadizo acuático lleno de escollos. Otra vez surgieron ante la proa los peñascos de Diego Ramírez, el punto más extremo del cabo, y también viró la fragata, huyendo de este cementerio de navíos. Capeando el viento llegaron á ver los primeros icebergs, é igualmente hicieron rumbo atrás para no perderse en las soledades del polo Sur.
Ferragut llegó á creer que no doblarían nunca el cabo, quedando para siempre en plena tempestad, lo mismo que el navío errante y maldito de la leyenda. El capitán, un salvaje del mar, taciturno y supersticioso, mostraba el puño al promontorio, maldiciéndolo como á una divinidad infernal. Estaba convencido de que no conseguiría doblarlo hasta que lo ablandase con un tributo humano. Ulises vió en este inglés á los argonautas primitivos, que aplacaban con sacrificios la cólera de las deidades marinas.
Una noche, las olas se llevaron á un tripulante; al día siguiente cayó desde lo alto de la arboladura un gaviero, sin que nadie pensase en una salvación imposible. Y como si el demonio austral sólo esperase este tributo, cesó el viento Oeste, el buque no tuvo ante su proa la infranqueable barrera de un mar hostil, y pudo entrar en el Pacífico, anclando doce días después en Valparaíso.
Ulises se explicó el grato recuerdo que deja este puerto en la memoria de los navegantes. Era el descanso después de la pelea por doblar el cabo, la alegría de existir luego de haber sentido el soplo de la muerte, la vida en los cafés y las casas alegres, comiendo y bebiendo hasta la hartura, con el estómago lastimado aún por la alimentación salitrosa y la piel martirizada por los furúnculos del mar.
Siguió el paso gracioso de las tapadas de negro manto, que le hicieron recordar á su tío el médico. En las noches de remolienda apartaba su vista muchas veces de los beldades morenas y jóvenes que danzaban la zamacueca en medio del salón. Le interesaban las matronas envueltas en velos de luto que hacían sonar el piano y el arpa, acompañando la danza con cánticos suspirantes. Tal vez alguna de estas damas sentimentales y bigotudas había podido ser su tía.
Mientras la fragata completaba en Iquique su cargamento, estuvo en contacto con la muchedumbre trabajadora de las salitreras, rotos chilenos, obreros de todos los países, que no sabían cómo derrochar sus valiosos jornales en la monotonía de unas poblaciones nuevas. Su embriaguez se recreaba con las más disparatadas magnificencias. Unos hacían correr el vino de todo un tonel para llenar un solo vaso. Otros empleaban como blanco de su revólver las botellas de champaña alineadas en las anaquelerías de los cafés, pagando las roturas al contado.
De este viaje guardó Ferragut un sentimiento de orgullo y confianza que le hizo despreciar los peligros. Conoció después los tornados de Asia, las horribles tormentas circulares, que en el hemisferio boreal ruedan de derecha á izquierda y en el austral de izquierda á derecha. Eran accidentes rápidos, de horas, ó de días cuando más. El había doblado el cabo de Hornos en pleno invierno, después de una lucha contra los elementos que duró dos meses. Podía atreverse á todo: el Océano había agotado en él todas sus sorpresas… Y sin embargo, la peor de sus aventuras ocurrió estando el mar en calma.
Siete años llevaba de navegante, y se disponía una, vez más á volver á España, cuando en Hamburgo aceptó puesto de piloto en un velero que iba á hacer rumbo al Camerón y al África oriental alemana. Un marino noruego quiso disuadirle de este viaje. Era un buque viejo y lo habían asegurado por el cuádruplo de su valor. El capitán estaba asociado con el propietario, que había hecho quiebra varias veces… Y precisamente porque era irracional este viaje, Ulises se apresuró á embarcarse. La prudencia era para él una vulgaridad. Todo lo absurdo suponía obstáculos y peligros, tentando de un modo irresistible su atrevimiento.
Una tarde, á la altura de Portugal, cuando estaban lejos de la ruta seguida por la navegación regular, una columna de humo y de llamas se elevó sobre la cubierta, rompiendo las escotillas y devorando el velamen. Mientras el piloto, al frente de unos negros, pretendía dominar el fuego, el capitán y los tripulantes alemanes escaparon del buque en dos balleneras preparadas. Ferragut tuvo la seguridad de que los fugitivos se reían de él al verle correr por la cubierta, que empezaba á combarse echando fuego por sus resquebrajaduras.
Se vió, sin saber cómo, en el bote más pequeño, rodeado de varios negros y diversos objetos amontonados con la precipitación de la fuga: un barril de galleta medio vacío, otro de agua que sólo contenía unos pocos litros.
Remaron toda una noche, teniendo á sus espaldas, como astro de desgracia, el buque ardiente, que enviaba sobre las olas sus resplandores sangrientos. Al amanecer se marcaron en el disco del sol unas ligeras ondulaciones negras. Era la tierra… ¡pero tan lejos!
Dos días vagaron sobre las crestas móviles y los valles sombríos del desierto azul. Ferragut se sumió varias veces en un letargo mortal, con los pies hundidos en el agua que llenaba el fondo del bote. Los pájaros de mar trazaban espirales en torno de este ataúd flotante, y huían después con vigorosos golpes de ala, lanzando un graznido de muerte. Las olas se elevaban lentas y mansas sobre los escasos centímetros de la borda, como si quisieran contemplar con sus ojos glaucos este amasijo de cuerpos blancos y obscuros. Remaban los náufragos con nerviosa desesperación; luego yacían inertes, reconociendo la ineficacia de su esfuerzo perdido en la inmensidad.
El piloto, al adormecerse en la dura popa, acababa por sonreír con los ojos cerrados. Todo era un mal ensueño. Estaba seguro de despertar en la cama, rodeado de las comodidades familiares de su camarote. Y cuando abría los ojos, la realidad le hacía prorrumpir en órdenes desesperadas, que obedecían los africanos maquinalmente, como si estuviesen dormidos.
«¡No quiero morir!… ¡no debo morir!», clamaba en su interior una voz de bronce.
Gritaron é hicieron inútiles señales á buques lejanos, que se perdían en la inmensidad sin verles. Dos negros murieron de frío. Sus cadáveres flotaron largas horas junto al bote, como si no pudieran despegarse de él. Luego se hundieron con invisible tirón. Varias aletas triangulares pasaron sobre el agua, cortándola como cuchillos, al mismo tiempo que la profundidad se ensombrecía con veloces sombras de ébano.
Cuando al fin se aproximaron á la tierra, Ferragut vió la muerte más de cerca que en alta mar. La costa se elevaba como una muralla inmensa. Vista desde el bote, parecía cubrir la mitad del cielo. La larga ondulación oceánica se convertía en ola rabiosa al encontrar los baluartes avanzados de sus islotes, al desplomarse en el vacío de sus abismos, formando cascadas de espuma que rodaban de abajo á arriba, levantando furiosas columnas de polvo con estampido de cañonazo.
Una mano irresistible agarró la quilla, poniendo la embarcación verticalmente. Ferragut salió despedido como un proyectil, cayendo en los espumosos remolinos, y al caer tuvo la percepción de que rodaban igualmente, llovidos en el mar, hombres y toneles.
Vió blancuras burbujeantes y simas negras. Se sintió empujado por fuerzas contradictorias. Unas tiraban de su cabeza y otras de sus pies en sentido inverso, haciéndole voltear como la saeta de un reloj. Su pensamiento se hizo doble. «Es inútil resistir», murmuraba en su cerebro el desaliento. Y la otra mitad de su persona afirmaba con desesperación: «¡Yo no quiero morir!… ¡no debo morir!»
Así vivió unos segundos, que fueron horas. Sintió el roce brutal de ocultas asperezas; luego un choque en el abdomen, que detuvo su arrastre entre dos aguas. Y agarrándose á las anfractuosidades de la roca, emergió la cabeza y pudo respirar. La ola se retiraba, pero otra le sumergió de nuevo, despegándolo de la peña con su espumoso mazazo, haciéndole dejar en las pétreas aristas la piel de sus manos, de su pecho, de sus rodillas.
La succión oceánica le arrastró, á pesar de sus desesperados braceos. «¡Todo es inútil, voy á morir!», decía una mitad de su pensamiento. Y á la vez, el otro hemisferio mental evocaba con sintético relampagueo su vida entera. Vió la barbuda cara del Tritón en este supremo instante, vió al poeta Labarta lo mismo que cuando contaba á su ahijado las aventuras del viejo Ulises, su lucha de náufrago con los peñascos y las olas.
De nuevo la dilatación marina le arrojó contra una roca, anclándose en ella con el agarreo instintivo de sus manos. Pero antes de que esta ola se retirase, avanzó desesperadamente hasta otra piedra, pasándole el tirón del reflujo por debajo del vientre. Así bregó largo tiempo, pegándose á las peñas cuando el mar lo cubría, arrastrándose sobre las desoladas conyunturas cuando su cabeza quedaba al aire libre, expeliendo agua por todos sus orificios.
Al verse sobre un saliente de la costa, libre ya de la absorción de las olas, se extinguió de golpe su energía. El agua que goteaba su cuerpo era roja, cada vez más roja, esparciéndose en regueros por las verdes anfractuosidades de la piedra. Sintió un dolor inmenso, como si todo su organismo hubiese perdido el amparo de su envoltura, quedando expuesta al aire la carne viva.
Quiso seguir su camino, pero sobre su cabeza se elevaba la costa formando un muro cóncavo é inabordable. Imposible salir de allí. Se había salvado del mar, para morir emparedado frente á él. Su cadáver no flotaría hasta una playa habitada. Los únicos que iban á conocer su muerte eran los cangrejos enormes que remontaban los peñascos buscando su alimento en la resaca; las gaviotas que se dejaban caer verticalmente, con las alas tendidas, desde lo alto del acantilado. Hasta los más pequeños crustáceos eran superiores á él.
Sintió de golpe toda su debilidad, toda su miseria, mientras la sangre seguía tiñendo de púrpura los minúsculos lagos de las rocas. Al cerrar los ojos para morir, vió en la obscuridad una cara pálida, unas manos que tejían sutiles encajes, y antes de que la noche cayese definitivamente sobre sus párpados, murmuró con balido infantil:
–¡Mamá!… ¡mamá!…
Tres meses después, al llegar á Barcelona, encontró á su madre tal como la había visto durante su agonía en la costa portuguesa… Unos pescadores le recogieron cuando su vida iba á extinguirse. Durante su permanencia en el hospital escribió varias veces á doña Cristina con un tono alegre y confiado, pretextando importantes ocupaciones en Lisboa.
Al verle entrar, la buena dama abandonó su eterna labor de encajes, lívida, con las manos trémulas y las pupilas vidriosas. Debía saber toda la verdad; y si no la sabía, se la avisaba su instinto de madre viendo á Ulises convaleciente, enflaquecido, vacilando entre la arrogancia y el quebranto físico, lo mismo que los bravos cuando salían de la cámara del tormento.
–¡Oh, hijo mío!… ¡Hasta cuándo!…
Era hora de que terminase su rabia de aventuras, su deseo loco de tentar lo imposible, arrostrando los peligros más absurdos. Si quería ser marino, podía serlo, pero en buques respetables, al servicio de una gran Compañía, siguiendo una carrera de escalas determinadas, y no rodando caprichosamente por todos los mares, mezclado con el bandidaje internacional que se ofrece en los puertos para reforzar las tripulaciones. Lo mejor de todo sería permanecer quieto en su casa. ¡Qué felicidad si se quedase al lado de su madre!…
Y Ulises, con asombro de doña Cristina, adoptó esta última resolución. La buena señora no estaba sola. Una sobrina vivía con ella, como si fuese su hija. El marino tuvo que rebuscar en el fondo de su memoria para acordarse de una chicuela de cuatro años que andaba á gatas por la playa del pueblo de su madre mientras él, con una gravedad de hombrecito, oía contar al viejo secretario del Municipio las pretéritas grandezas de la marina catalana.
Era hija de un Blanes—el único pobre de la familia—que mandaba los buques de sus parientes y había muerto de la fiebre amarilla en un puerto de la América central. Ferragut no podía explicarse cómo la criatura-reptil de la arena, con una eterna perla verde colgando de sus narices, era aquella misma joven esbelta, de un moreno pálido de arroz, que ostentaba su abultada cabellera semejante á un casco de ébano, con dos pequeñas espirales ante las orejas. Sus ojos parecían tener las tintas cambiantes del mar: negros á unas horas, azules á otras, verdes y profundos cuando reflejaba la luz del sol como un punto de oro.
Se sintió atraído por su sencillez, por la gracia tímida de sus palabras y sonrisas. Era algo de irresistible novedad para este ruedamundo que sólo había conocido cobrizas de carcajada bestial, asiáticas amarillentas de gestos felinos ó europeas de los grandes puertos, que á las primeras palabras piden de beber y cantan sobre las rodillas del invitante, poniéndose su gorra como testimonio de amor.
Cinta—este era su nombre—parecía conocerle toda su vida. Había sido el objeto de sus conversaciones con doña Cristina cuando ambas entretenían las monótonas horas tejiendo encajes al uso de su pueblo. Al pasar Ulises ante el cuarto de ella, vió unos retratos suyos de la época en que era simple agregado á bordo de un trasatlántico. Cinta los había sustraído indudablemente de las habitaciones de su tía. Admiraba á aquel primo aventurero desde mucho antes de conocerlo.
Una tarde, contó el marinero á las dos mujeres cómo se había salvado en la costa de Portugal. La madre le escuchó volviendo la vista, temblándole las manos al mover los bolillos de su encaje. De pronto sonó un alarido. Era Cinta, que no podía escuchar más. Y Ulises agradeció sus lágrimas, sus lamentos convulsivos, sus ojos agrandados por una expresión de terror.
La madre de Ferragut se preocupaba del porvenir de esta sobrina pobre. Su única salvación era el matrimonio, y la buena señora había fijado sus miras en cierto pariente que andaba más allá de los cuarenta, necesitando el aporte de esta juventud para refrescar su vida de solterón maduro. Era el sabio de la familia. Doña Cristina lo admiraba porque no podía leer sin el auxilio de unos lentes y porque ingería en la conversación palabras latinas, lo mismo que los clérigos. Enseñaba retórica y latín en el Instituto de Manresa, y hablaba de ser trasladado algún día á Barcelona, término glorioso de una carrera ilustre. Todas las semanas se escapaba á la capital para hacer largas visitas á la viuda del notario.
–Por mí no viene—decía la buena señora—. ¿Quién se molesta por una vieja?… Te digo que quiere á Cinta, y para la chica será una suerte casarse con este hombre tan sabio, tan serio.
Escuchándola, Ulises empezó á pensar qué hueso podría romperle un marino á un catedrático de retórica sin incurrir en responsabilidad.
Un día, Cinta buscó por toda la casa un dedal opaco y gastado que le servía muchos años. De pronto cesó en sus rebuscas, se puso encarnada y bajó los ojos. Su mirada había encontrado la mirada fugitiva de su primo. Lo tenía él. En el cuarto de Ulises se veían cintas, madejas de hilo, un abanico viejo, depositados sobre papeles y libros, por el mismo reflujo misterioso que había arrastrado sus retratos del dormitorio de su madre al de su prima.
El marino gustaba de quedarse en casa. Pasaba largas horas meditando con los codos en la mesa, pero atento al mismo tiempo á un susurro de ligeros pasos que podía sonar de un momento á otro en el corredor inmediato. Todo lo sabía: la trigonometría esférica y rectilínea, la cosmografía, las leyes de vientos y tempestades, los últimos descubrimientos oceanográficos. Pero ¿quién podría enseñarle la forma de hablar á una señorita sin asustarla?… ¿Dónde diablos se aprendía el arte de declararse á una persona decente?…
En él las dudas no eran nunca largas ni dolorosas. ¡Adelante! Cada uno sale del paso como puede. Y una tarde, cuando Cinta iba del salón al dormitorio de su tía para traerle un libro piadoso, tropezó en el pasillo con Ulises.
De no conocerle, hubiese temblado por su existencia. Se sintió agarrada por unas manos poderosas que la despegaron del suelo. Luego una boca ávida estampó en la suya dos besos agresivos. «¡Toma, y toma!…» Ferragut se arrepintió al ver á su prima temblando contra la pared, con una palidez de muerte, los ojos lacrimosos.
–Te he hecho daño. Soy un bruto… ¡un bruto!
Casi se puso de rodillas, implorando su perdón; cerraba los puños como si fuera á golpearse, castigando su atrevimiento. Pero ella no le dejó seguir… «¡No, no!…» Y mientras gemía esta protesta, sus brazos se cerraron formando un anillo en torno del cuello de Ulises. Su cabeza se inclinó hacia él, buscando el abrigo de su hombro. Una boca húmeda se unió modestamente á la boca del marino, al mismo tiempo que la barba de éste se mojaba con un rocío de lágrimas.
Y no se dijeron más.
Cuando, semanas después, escuchó doña Cristina la petición de su hijo, su primer movimiento fué de protesta. Una madre oye con anticipada benevolencia toda pretensión sobre una hija, pero es ambiciosa y exigente cuando se trata de un hijo. Ella había soñado algo más brillante. Pero su indecisión fué corta. Aquella muchacha tímida era tal vez la mejor compañera para Ulises. Además, estaba preparada, por lo que había visto en su infancia, para ser la mujer de un marino… ¡Adiós al catedrático!
Se casaron. Luego, Ferragut, que no podía vivir inactivo, volvió al mar, pero como primer oficial de un trasatlántico que hacía viajes regulares á la América del Sur. Para él, equivalía esto á ser empleado en una oficina flotante, visitando los mismos puertos, repitiendo invariablemente iguales trabajos. Su madre se mostraba satisfecha al verle con uniforme. Cinta fijaba su vista en el almanaque como la esposa de un empleado la fija en el reloj. Tenía la certeza de que, transcurridos dos meses, le vería aparecer de nuevo viniendo del otro lado de la tierra, cargado de regalos exóticos, lo mismo que un marido que vuelve de la oficina con un ramo comprado en la calle.
Al regreso de los dos primeros viajes fué á esperarle en el muelle, buscando con la vista su gorra de galón de oro y su levita azul entre los pasajeros trasatlánticos que se agitaban en las cubiertas con la alegría de la llegada á Europa.
En el viaje siguiente, doña Cristina la obligó á quedarse en casa, temiendo que la emoción y las aglomeraciones del puerto perjudicasen su próxima maternidad. Luego, en cada una de sus arribadas, vió Ferragut un hijo nuevo, aunque siempre era el mismo; primeramente, un envoltorio de batistas y blondas sostenido por una nodriza endomingada; luego—cuando ya era capitán del trasatlántico—, un chicuelo con faldillas, mofletudo, de cabeza redonda cubierta de sedosa pelusa, tendiendo hacia él los bracitos; finalmente, un muchacho que empezaba á ir á la escuela y al ver á su padre agarraba su dura diestra, admirándolo con ojos profundos, como si contemplase en su persona la concreción de todas las fuerzas del universo.
Don Pedro el catedrático siguió visitando la casa de doña Cristina, aunque con menos asiduidad. Tenía el gesto resignado y fríamente colérico del hombre que cree haber llegado demasiado tarde y está convencido de que su desgracia es obra de su descuido… ¡Si él hubiese hablado antes! La certeza de su importancia no le permitía dudar que la joven le habría aceptado con júbilo.
A pesar de esta convicción, no podía contener en ciertos momentos una agresividad irónica, que se desahogaba inventando apodos clásicos. La joven esposa de Ulises, inclinada sobre su labor de encajera, era Penélope esperando la vuelta del errabundo marido.
Doña Cristina aceptaba este sobrenombre, por saber vagamente que era el de una reina de buenas costumbres. Pero el día en que el catedrático, por una deducción lógica, llamó Telémaco al hijo de Cinta, la abuela protestó.
–Se llama Esteban, como su abuelo… Eso de Telémaco es nombre de teatro.
En uno de sus viajes aprovechó Ulises una escala de unas cuantas horas en el puerto de Valencia para ver á su padrino. Recibía de tarde en tarde cartas del poeta, cada vez más breves y más tristes, con letras temblorosas que delataban su decadencia.
Al entrar en el despacho sintió la misma impresión de los durmientes de las leyendas, que creen despertar después de unas horas de sueño y han dormido docenas de años. Todo estaba igual que en su infancia: los bustos de los grandes poetas en la cumbre de las librerías, las coronas en sus encierros de vidrio, las joyas y estatuas ganadas á fuerza de consonantes en sus vitrinas y pedestales, los libros de fulgurante lomo formando apretados batallones á lo largo de los estantes. Pero la blancura de los bustos había tomado un color de chocolate; los bronces estaban enrojecidos por el óxido, los oros eran verdes, las coronas se deshojaban. Parecía que hubiese llovido ceniza sobre la inmovilidad de las cosas.
Las personas ofrecían igual aspecto de abandono y decadencia. Ulises encontró al poeta flaco y amarillento, sumido en un sillón, con la barba luenga y blanca, un ojo casi cerrado y el otro enormemente abierto. Al ver al marino, ancho de pecho, forzudo, bronceado, Labarta se echó á llorar con un hipo infantil, como si llorase sobre la miseria de las ilusiones humanas, sobre la brevedad de una vida engañosa que necesita el oleaje de la continua renovación.
Más trabajo le costó todavía á Ferragut reconocer á una señora pequeña y encogida que estaba junto al poeta. Colgaban de su esqueleto flácidas adiposidades, como harapos de un pasado esplendor. La cabeza era exigua; su rostro tenía el arrugamiento de las manzanas invernizas, de las ciruelas, de todas las frutas que se contraen y momifican, perdiendo su líquido. «¡Doña Pepa!…» Los dos viejos se tuteaban ahora en presencia de Ulises, con la tranquila amoralidad de los que se ven próximos á la muerte y olvidan los temores y escrúpulos de una vida que se va derrumbando á sus espaldas.
El marino vió en esta miseria física el triste final de un régimen alimenticio absurdo, alegre y pueril: los dulces sirviendo de base de nutrición, los grandes arroces como plato diario, las sandías y melones llenando el intermedio entre las comidas, los helados servidos en copas enormes, esparciendo el perfume de su nieve melosa.
Los dos le hablaron suspirando de sus enfermedades, que juzgaban incomprensibles, atribuyéndolas á ignorancia de los médicos. Era la consunción que ataca de pronto á las gentes de los países abundantes. Su vida se fundía en un chorreo de azúcar líquido… Y todavía adivinaba Ferragut las desobediencias de los dos viejos á las disciplinas del régimen, sus ocultamientos infantiles, sus astucias para gustar á solas las frutas y los jarabes, encanto de su existencia.
Fué corta la entrevista. El capitán debía volver al Grao, donde le esperaba su trasatlántico, pronto á zarpar para la América del Sur.
El poeta lloró otra vez, besando á su ahijado. Ya no vería más á este coloso que parecía repeler sus débiles abrazos con el fuelle de su respiración.
–Ulises, ¡hijo mío!… piensa siempre en Valencia… Haz por ella todo lo que puedas… Ya lo sabes. ¡Siempre Valencia!
Juró todo lo que quiso el poeta, sin comprender qué es lo que Valencia podía esperar de él, simple marino errante por todos los mares. Labarta quiso acompañarle hasta la puerta, pero se hundió en su asiento, obediente al cariñoso despotismo de su compañera, que temía para él las mayores catástrofes.
¡Pobre doña Pepa!… Ferragut sintió deseos de reír y de llorar al recibir un beso de su boca arrugada, cuyo vello se había convertido en púas. Fué un beso de beldad vieja que se recuerda al contacto de un buen mozo; un beso de mujer infecunda que acaricia al hijo que pudo tener.
–¡El infeliz Carmelo!… Ya no escribe; ya no lee… ¡Ay! ¿qué será de mí?…
Hablaba de la decadencia de su poeta con la conmiseración de un ser fuerte y sano. Se aterraba al pensar en los años que podría sobrevivir á su señor. Ocupada en cuidarle, no se miraba á ella misma.
Un año después, el capitán encontró en Port-Said, á la vuelta de las Filipinas, una carta de su padrino. Doña Pepa había muerto, y Labarta, sacudiendo la modorra lacrimosa de su abatimiento, la despedía con un largo cántico. Ulises pasó los ojos por el recorte de periódico que iba dentro de la carta conteniendo los últimos versos del poeta. Eran versos en castellano. ¡Malo!… Después de esto, resultaba indudable su próximo fin.
No tuvo ocasión de verle otra vez: murió estando él de viaje. Al desembarcar en Barcelona, su madre le entregó una carta escrita casi en su agonía. «Valencia, hijo mío; ¡siempre Valencia!» Y luego de repetir varias veces esta recomendación, le hacía saber que era su heredero.
Los libros, las estatuas, todos los recuerdos gloriosos de Labarta, pasaron á Barcelona para adornar la casa del marino. El pequeño Telémaco pudo entretenerse rompiendo las viejas coronas del trovador, arrancando estampas á los volúmenes, con la inconsciencia de un niño fogoso que tiene á su padre muy lejos y vive sometido á dos señoras que le adoran. Además, el poeta dejó á su ahijado una casa vieja en Valencia, varias tierras y cierta cantidad en valores cotizables. Total: treinta mil duros.
El otro tutor de su infancia, el vigoroso Tritón, permanecía insensible al paso de los años. Ferragut le encontró varias veces, al llegar á Barcelona, instalado en su casa, en sorda hostilidad con doña Cristina, dedicando á Cinta y á su hijo una parte del cariño que antes era sólo para Ulises.
Deseaba que el pequeño Esteban conociese la casa de los bisabuelos.
–¿Me lo dejarás?… Ya sabes que allá en la Marina los hombres se hacen fuertes como el bronce. ¿De veras que me lo dejarás?…
Dudaba de su influencia ante el gesto indignado de la suave doña Cristina. ¿Confiar su nieto al Tritón, para que le infundiese el amor á las aventuras marítimas, lo mismo que á Ulises?… ¡Atrás, demonio azul!
El médico vagaba desorientado por el puerto de Barcelona… Demasiado ruido, demasiado movimiento. Marchaba al lado de Ulises orgullosamente, haciéndole relatar las aventuras de sus años de marino vagabundo y cosmopolita. Veía en él al más grande de los Ferragut: hombre de mar como sus abuelos, pero con título de capitán; aventurero de todos los océanos como él lo había sido, pero con un sitio en el puente, revestido del mando absoluto que confieren la responsabilidad y el peligro.
Al reembarcarse Ulises, se alejaba el Tritón hacia sus dominios.
–Será la próxima vez—decía para consolarse al partir sin el hijo de su sobrino.
Y pasados unos meses reaparecía, cada vez más grande, más feo, más curtido, con una sonrisa silenciosa que estallaba en palabras ante Ulises, lo mismo que una nube tempestuosa estalla en truenos.
A la vuelta de un viaje al mar Negro, doña Cristina anunció á su hijo:
–Tu tío ha muerto.
La piadosa señora lamentaba cristianamente la desaparición de su cuñado, dedicándole una parte de sus rezos, pero insistió con cierta crueldad en el relato de su triste fin. No podía perdonarle su fatal intervención en el destino de Ulises. Había muerto como había vivido, en el mar, víctima de su temeridad, sin confesión, lo mismo que un pagano.
Otra herencia que caía sobre Ferragut… Su tío se había lanzado á nadar en una mañana asoleada de invierno, y no había vuelto. Los viejos de la costa explicaban á su modo el accidente: un desmayo, un choque con las rocas. El Dotor era aún vigoroso, pero los años no pasan sin dejar huella. Algunos creían en una lucha con un «cabeza de olla» ú otro pez carnívoro de los que cazan en las aguas mediterráneas. En vano los pescadores llevaron sus barcas por todas las angulosidades entrantes y salientes del promontorio, explorando las cuevas sombrías y los bajos fondos de cristalina transparencia. Nadie pudo encontrar el cadáver del Tritón.
Ferragut recordó el cortejo de Afrodita que el médico le había descrito tantas veces en las noches estivales, viendo á lo lejos las luces de los faros. Tal vez había tropezado con la alegre comitiva de las nereidas, uniéndose á ella para siempre.
Esta suposición absurda que Ulises formuló mentalmente, con incrédula y triste sonrisa, se repitió al mismo tiempo en el pensamiento simple de muchas gentes de la Marina.
Se negaban á creer en su muerte. Un brujo no se ahoga. Habría encontrado abajo algo muy interesante, y cuando se cansase de vivir en las verdes profundidades volvería nadando á su casa.
No; el Dotor no había muerto.
Y durante muchos años, las mujeres que seguían la costa al anochecer apresuraron el paso, persignándose, al distinguir en las aguas obscuras un madero ó un paquete de algas. Temían que surgiese de pronto el Tritón, barbudo, lúbrico, chorreante, volviendo de su correría por las misteriosas entrañas del mar.