Читать книгу El intruso - Висенте Бласко-Ибаньес, Blasco Ibáñez Vicente - Страница 2

II

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Más de seis meses iban transcurridos, sin que el doctor Aresti bajara á Bilbao. Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la ría la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban sus caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto importante los llamaba á la villa.

El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de fundición—«los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo,—y después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los descargaderos de mineral. Eran estos á modo de baluartes que, arrancando de la montaña, llegaban hasta la ría, elevados algunos metros sobre el nivel de los campos. Los de las compañías extranjeras eran verdes, con los taludes cubiertos de musgo como los glacis de los fuertes modernos, y las pequeñas locomotoras pasaban sobre ellos ligeras y brillantes como juguetes. Los de las explotaciones del país eran de un rojo antipático, de escombros de mineral, desmoronándose con las lluvias sus pendientes, revelando el espíritu de sus dueños, incapaces de realzar con el más leve adorno los instrumentos de explotación. En la ría, junto á las grúas que funcionaban incesantemente, dormían los vapores, con el casco invisible tras la riba, mostrando por encima de ella las chimeneas y los mástiles. Subían de sus entrañas los grandes tanques de hierro cargados de hulla inglesa y, deslizándose por los rails aéreos, iban á volcar el negro mineral en las enormes montañas de las fábricas. Corrían por las vías de los descargaderos las vagonetas repletas de hierro y al llegar al punto más avanzado inclinábanse como si quisieran arrojarse al agua, soltando en los vientres de los buques su rojo contenido. Las dos riberas de la ría estaban en continua función, vomitando y absorviendo; entregando el mineral de sus montañas y apoderándose del carbón extranjero. Banderas de todas las nacionalidades ondeaban en las popas de los buques; los nombres más exóticos é impronunciables lucían en sus costados, y entre las chimeneas apagadas y negruzcas, erguían los veleros las esbeltas cruces de sus arboladuras, en el espacio azul.

Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría con sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz de los campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos, removiendo la tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las piernas desnudas, sudaban dobladas sobre el surco. Las vacas movían el baboso hocico, sin ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo á rumiar con la cabeza baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres lavaban sus guiñapos casi tendidas al borde de arroyos de líquido rojo, como si fuese sangre. Era el eterno color del agua en los alrededores de Bilbao: los lavados del mineral enrojecían hasta la corriente del Nervión. La industria, al enriquecer al país, corrompía las aguas puras y cristalinas de la época pastoril. El doctor recordaba la miseria de los peones de las minas, que les hacía huir de las fuentes de la montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la digestión. Preferían el líquido rojo é impuro de los lavaderos porque, ensuciando su estómago, hacía menos frecuente el hambre.

Avanzaba él tren hacia Bilbao, deteniéndose en las estaciones de la orilla izquierda, Luchana, Zorroza y Olaveaga, pueblos que prolongaban su caserío hasta la ribera opuesta. Por el centro de la ría pasaban pequeños remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de cabotaje de las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á las revueltas; vapores que rompían las aguas con imperceptible movimiento hasta pegarse al descargadero. Y flotando por encima del bosque de chimeneas de ladrillo y de hierro, el eterno dosel de la moderna Bilbao, los velos en que se envuelve como si quisiera ocultar púdicamente su grandeza, los humos multicolores de sus fábricas, negros, de espesos vellones, como rebaños de la noche; blancos, ligeramente dorados por la luz del sol; azules y tenues como la respiración de un hogar campesino; amarillos rabiosos con un chisporroteo de escorias minerales. La blanca vedija, signo de actividad, repetíase por todo el paisaje, como una nota característica del panorama bilbaíno, avanzando por las quebraduras de la montaña donde están las vías férreas del mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras las chimeneas de los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el casco de los remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.

Aresti admiraba toda esta actividad como si le sorprendiera por primera vez.

–Bilbao es grande—se decía con cierto orgullo.—Hay que confesar que esta gente ha hecho mucho, ¡Lástima que valga tan poco cuando la sacan de sus negocios!…

Pasaban ante el tren los diques, con sus grandes vapores en seco, al aire la roja panza, que una cuadrilla de obreros rascaba y pintaba de nuevo. Quedaba atrás, confundiéndose con otras montañas, el famoso pico de Banderas, con su castillete abandonado que recordaba la heroica Noche Buena de Espartero, el combate de Luchana, milagro de la leyenda dorada del liberalismo, que aún vivía en todas las memorias agrandado por las fantásticas proporciones que da la tradición. Después aparecía entre los montes de la ribera izquierda, con una insolencia monumental que irritaba al doctor, la Universidad de Deusto, la obra del jesuitismo, señor de la villa. Eran tres enormes cuerpos de edificio con frontones triangulares, y á sus espaldas un parque grandioso, extendiendo su arboleda montaña arriba, hasta la cumbre coronada por una granja vaquería. En mitad del parque, sobre una eminencia del terreno, habían levantado los jesuítas una imagen de San José, con un arco de focos eléctricos. Mientras dormían los buenos padres, el semicírculo luminoso recordaba á los pueblos de la ría y á la misma Bilbao que allí estaba la orden poderosa y dominadora, pronta siempre á ponerse de pie, no queriendo abdicar ni ocultarse ni aun en la obscuridad de la noche. El doctor hallaba natural que fuese San José el escogido para esta glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos educadores para formar la sociedad del porvenir.

Adivinábase la proximidad de la villa. A un lado surgían entre los campos los altos edificios del ensanche, los grupos aislados de casas que eran como las avanzadas de una población desbordada y en continuo avance. Al otro se cubrían las orillas de la ría de almacenes, tinglados y grúas, elevándose el carbón en montañas, sin dejar un espacio de muelle libre. Las embarcaciones tocábanse unas á otras amarradas á las enormes anillas de los malecones, en cuyas piedras una faja húmeda y fangosa marcaba las subidas y descensos de las mareas. Veíase el incesante ir y venir de las cargueras, míseras mujeres de ropas sucias y cara negra, pasando y repasando como filas de hormigas por los tablones que servían de puente entre los buques y el muelle. Unas llevaban sobre la cabeza la cesta llena de carbón; otras descargaban los fardos del bacalao, apilando en gigantescas masas el alimento del pobre que había de ser consumido en el interior de la península.

Detúvose el tren después de atravesar un túnel, y el doctor, subiendo una larga escalera, se vió en el sitio más céntrico de la villa, junto al puente del Arenal, donde parecía condensarse todo el movimiento de la población. En aquel pedazo de ribera, robando á las aguas parte de su curso y hasta aprovechándose del subsuelo, la iniciativa industrial había escalonado tres grandes estaciones de ferrocarril: la de Portugalete, la de Santander y la de Madrid. A un lado estaba la Bilbao nueva, el ensanche, el antiguo territorio de la República de Abando, con sus calles rectas, de gran anchura y joven arbolado, sus casas de siete pisos, y sus plazas de geométrica rigidez. Al otro lado del puente, la Bilbao tradicional; la Bilbao de los chimbos, de los hijos del país que habían conocido la llegada de gentes del interior, atraídas por la prosperidad de las minas, y que formaban ahora más de la mitad del vecindario. Allí estaban las famosas Siete Calles, núcleo de la antigua villa, las iglesias viejas, el comercio rancio y las fortunas modestas y morigeradas de los tiempos primitivos. En el ensanche, erguía sus torres de un gótico ridículo la iglesia de los jesuítas, con su residencia anexa; y en torno de ella se alineaban con rigidez geométrica, los hoteles y caserones de los nuevos capitalistas, enriquecidos fabulosamente por las minas de la noche á la mañana.

Aresti pasó el puente, siempre tembloroso bajo el paso de los tranvías y las carretas, y entró en el Arenal. A un lado, el teatro Arriaga reflejaba en las aguas del Nervión su arquitectura pretenciosa cargada de cariátides y estatuas; al otro, extendía el paseo sus filas de plátanos, por entre cuyas copas asomaban los mástiles y chimeneas de los buques atracados á la orilla. Piaban los pájaros, saltando sobre la arena de las avenidas, pero sus gritos perdíanse entre el bramido de las locomotoras, el silbido de los tranvías y el mugido de algún vapor que entraba lentamente ría arriba.

Aresti dió un vistazo á la acera llamada el boulevard, ocupada siempre por los curiosos estacionados ante los cafés. Frente al Suizo, se colocaban los bolsistas, accionando en grupos, lamentándose de la decadencia de los negocios. Los pilluelos pregonaban á gritos los diarios recién llegados de Madrid. Pasaban solas las mujeres por el centro del arroyo, el devocionario en la mano, la mantilla caída sobre los ojos y la falda agarrada y bien ceñida, de modo que al andar se marcasen los tesoros dorsales, su esbeltez maciza de hembras fuertes y, bien proporcionadas. Aresti fijábase en la separación del hombre y la mujer que se notaba en las calles. Bilbao no cambiaba: cada sexo por su sitio. El hombre á los negocios y la mujer sola á la iglesia ó á hacer visitas, como única diversión. Pasó una pareja cogida del brazo.

–Serán forasteros—se dijo el doctor.—Tal vez algún empleado de los que envía el gobierno. Maketos, como dicen mis paisanos.

Eran ya las once, y Aresti, pasando ante la iglesia de San Nicolás, fué en busca de su primo. El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel de Las Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidos le hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas, gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiples negocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía en la villa, para firmar y dirigir. Llegaba por las mañanas, á todo correr de sus briosos caballos y se arrojaba del coche, metiéndose en el escritorio como si huyera. Aun así, tenía que separar muchas veces con sus fuertes puños á los que le esperaban en la puerta, para proponerle negocios disparatados ó pedirle dinero. Una vez en su despacho, era difícil abordarle al través de los escribientes y criados que guardaban la escalera. A la salida, Sánchez Morueta sólo osaba poner el pie en la calle cuando tenía su carruaje cerca y podía escapar, ante la mirada atónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas. Los despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba y bloqueaba, llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», que era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad, que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo toda compañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su despacho otras personas que algún corredor de confianza ó los principales empleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otros capitalistas de la población—muchos de ellos compañeros de la juventud, que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino de la fortuna—se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estilo conciso y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.

Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para examinar dos barcos de cabotaje, dos cachemerines de la costa, con los títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con mesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatos de los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos. En uno de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del hornillo donde hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan hundidos á causa de la marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el fondo de sus escotillas. Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga.

El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. El escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero y segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta, dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros ricos de Bilbao.

Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de los empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió entrar en el entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la casa, bajo la dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán Matías Iriondo. Aquella oficina era lo único accesible del edificio, donde se podía entrar á la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á porteros inflexibles.

–¿Está el Capi?…—preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban tras un atajadizo de cristales.

–¡Pasa, Planeta, pasa!—gritó alguien tras una puerta del fondo del corredor.

Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el Capi como le llamaba Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con los brazos abiertos.

–Te he conocido con sólo oírte, Luisillo—dijo Iriondo con su voz bronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad y obligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.—¡Ay, Planeta!… Te encuentro algo aviejado.

Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote de Planeta aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombres se dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas de utilidad y no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven de nada, á los que llamaba arlotes. Y luego venían los planetas, gente simpática y buena, pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras; los que tienen talento, pero maldito en lo que lo emplean; los artistas que hacen cosas muy bonitas que no sirven para nada; los que desprecian el dinero llegando á la vejez sin salir de pobres. ¿Y qué mayor planeta que aquel médico que, pudiendo hacerse de oro en Bilbao, prefería vivir entre los brutos de las minas?

–¡Ah, Planeta!—decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.—Lo menos hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siempre coleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho. ¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!…

Y reía, con lástima cariñosa, de su querido Planeta, al que consideraba en eterna infancia, como un niño revoltoso que había que dejar en libertad. Aresti le examinaba con no menos cariño.

Capi, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más el mar.

–Tienes razón—dijo Iriondo con melancolía.—¡Si al menos pudiese ir todos los días al monte con la escopeta, á cazar chimbos!… Pero hay que despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarse el mundo y todos trabajamos como negros… Además, nos hacemos viejos, Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto, cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.

Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á ensancharse, como si fuera á cuadrársele el cuerpo. Su cara se había recocido, como él decía, en casi todos los puntos de la línea ecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de su barba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de los ojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban de frente, brillaban con una expresión de bondad. Conocía todas las picardías del mundo: había pasado en su juventud por todos los desórdenes de las gentes de mar, que después de meses enteros de aislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra como lobos. Había brindado con todas las bebidas del mundo, incluso con las fermentaciones diabólicas de los negros; se había rozado con hembras de todos los colores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo, después de una vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de esos marinos, ascetas de los horizontes inmensos que, al abordar los puertos cosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin llegar á contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto del océano.

El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas veces había contado el Capi de sobremesa en casa de Sánchez Morueta, con su sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar atención en el entrecejo de la señora que temía á cada instante extralimitaciones en el relato. No había mar en el globo en el cual no hubiese navegado alguna vez, ni clase de buque que no conociera, desde el cachemerin al trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre el archipiélago de Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran amigote suyo, y le invitaba, como muestra de afecto, a que escogiese entre sus sesenta mujeres amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con un tabaco de Manila podía llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo. Había trasladado cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco de California; montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes a Australia, a la vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, con sonrisa pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, con ciertos marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo que los aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra, gastaban en unas cuantas noches la ganancia de sus viajes desde las costas de África con la bodega abarrotada de negros. Al hablar, sentía la nostalgia del azul negruzco e intenso del Océano, del verde luminoso y diáfano del mar de las Antillas, de la larga ondulación del Pacífico y las aguas plomizas y brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo le inspiraba desprecio, con sus puertos como Alejandría y Nápoles, verdaderos pudrideros de todo el detritus de Europa. «Desde Gibraltar a Suez—decía—, ladrones a la derecha y a la izquierda. Antes robaban en el mar, y ahora esperan en los puertos.»

Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le había proporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerosos barcos de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales de su principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeña fortuna que le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Era bilbaíno á la antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salir el domingo con la escopeta al hombro á cazar chimbos en los montes, pajarillos de varias clases, que habían proporcionado un mote á los hijos de la villa. El mayor de los regalos era subirse, en las tardes que no tenía trabajo, á algún chacolín del camino de Begoña á saborear el bacalao á la vizcaína, rociándolo con el vinillo agrio del país. Sus amigos chacolineros pasaban por el despacho para noticiarle misteriosamente cuándo se abría pipa nueva.

–Capitán, esta tarde, donde Echevarri, dan espiche á un chacolín de dos años.

Y el capitán abandonaba su despacho que, por lo desarreglado y pobre, parecía un cuarto de marinería, sin más adornos que una mesa vieja, algunas sillas, un botijo en un rincón y algunas fotografías de buques en las paredes. Parecía imposible que allí se hablase de negocios que importaban millones. Un barómetro enorme, dorado y con vistosos adornos, regalo de Sánchez Morueta, era el único objeto notable y el que más estimaba el capitán, pues, por sus hábitos de hombre de mar, siempre se estaba preocupando del tiempo.

–Tenía muchas ganas de verte—dijo Iriondo, ocupando de nuevo su sitio ante la mesa.—¡Las veces que he pensado en ir á pasar un día en las minas! Allí hay caza ahora, ¿verdad? Sólo que la gente acomodada parece que no se dedica á otra cosa. ¡Ay, Planeta! Y cómo va á alegrarse Pepe cuando te vea. Yo hace cuatro días que no le he hablado. Ya sabes su genio: viene, se va, y, cuando quiere algo, me lo dice desde arriba por ese tubo que tienes al lado. Es muy bueno Pepe, pero con él, cuanto menos se habla, mejor. Su debilidad eres tú… tú y Fernandito, ese ingenierete tan simpático que tiene en los altos hornos. ¡Las veces que Pepe te recuerda! Un día, hablando de tí y de tus planetadas, le oí decir. «Ese chico, ese chico debía estar á mi lado».

–Oye Capi; ¿y cómo anda mi prima, la santa doña Cristina? ¿ha metido ya alguna comunidad de frailes en el hotel de Las Arenas?

El capitán cesó de sonreír y por sus ojos cándidos pasó una sombra de inquietud. No podía disimular su turbación.

–No sé… la veo poco. Debe estar como siempre…

Y añadió con repentina resolución:

–Mira, Luisillo: cada uno que proceda como mejor le parezca. Yo á mis barcos, y fuera de ellos nada me importa.

Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de la esposa de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo que helaba las palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó para subir al despacho de su primo.

–Por la escalera no—dijo el capitán.—Sube por ahí: es la escalerilla interior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de la cuchipanda. Me ha invitado Pepe y nos llevará en su carruaje.... Si estás falto de apetito, tienes tiempo para hacer coraje. Lo menos hasta las dos no comeremos.

El doctor subió por una escalerilla de madera con cubierta de cristales, que á través de un patio interior ponía en comunicación el entresuelo con el despacho del jefe. Arriba, las oficinas estaban instaladas con mayor lujo: las paredes eran de un blanco charolado; brillaban las mesas y taquillas de madera rojiza, así como los lomos de cobre de los grandes libros de cuentas. Los verdes hilos de la luz y de los timbres corrían por las cornisas de una á otra pieza, y sobre las chimeneas funcionaban relojes eléctricos. Los planos de las minas, las vistas de las fábricas de la casa, adornaban las paredes.

Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho, del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, donde Sánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar su pensamiento.

–¿Cómo estás, Luis?…

Lo primero que vió el doctor fué una mano tendida hacia él, una mano firme, velluda y, sin embargo, hermosa; una mano fuerte de héroe prehistórico, que hubiese parecido proporcionada perteneciendo á un cuerpo mucho mayor. Y eso que el primo de Aresti era tan alto, que casi le sobrepasaba toda la cabeza; una cabeza, que conocía la villa entera, virilmente rapada, de ancha frente, y ojos serenos que derramaban hacia abajo una luz fría. Una hermosa barba patriarcal que le tapaba las solapas del traje parecía suavizar los salientes enérgicos de los pómulos y las fuertes articulaciones de su mandíbula robusta y prominente como la de los animales de presa. Tenía cana la barba, gris el pelo y, sin embargo, parecía envolverle un nimbo de juventud, de fuerza serena, de energía reposada y tenaz, que se comunicaba á cuantos le rodeaban. Era hermoso como los hombres primitivos que luchaban con la naturaleza hostil, con las fieras, con los semejantes, sin más auxilio que las energías del músculo y del pensamiento, y acababan por posesionarse del mundo. Aresti, recordando los dos Alcides que con la porra en la mano, y al aire la soberbia musculatura dan guardia á los blasones de armas de la provincia, decía hablando de él: «Mi primo se ha escapado del escudo de Vizcaya».

Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el pensamiento y la acción en continuo uso.

Conservó un instante la mano del doctor perdida en la suya, estrujándola con sólo un ligero movimiento, y pasada esta efusión extraordinaria en él, volvióse hacia su secretario, que permanecía de pie junto á la mesa manejando papeles y hojas telegráficas.

–Siéntate, Luis—dijo como si le diese una orden—acabo en seguida.

Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreía servilmente al primo de su principal y le saludaba con varias reverencias. Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que había comenzado de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianza de Sánchez Morueta. El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina» por la protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con que él le correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que saludaba su parentesco con el amo.

Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuando alguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón, dejaba vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrar allí, los que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotente Sánchez Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre la Sendeja, con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel imitación de madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio con una docena de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos se hubiera de dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro una antigua arca vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdo arqueológico del país, y en las paredes, modelos en relieve de los principales vapores de la casa y una enorme fotografía del «Goizeko izarra» (Estrella de la mañana), el yate de tres mástiles y doble chimenea, que permanecía amarrado todo el año en la bahía de Axpe, como si Sánchez Morueta hubiese perdido su afición á los viajes. Sobre la chimenea se alineaban en escala de tamaños, fragmentos pulidos de rieles y piezas de fundición, muestras flamantes del acero fabricado en los altos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía libros ingleses, anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias sobre minería y metalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la mesa de trabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era el Yacht Register de más reciente publicación, como si el millonario encadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento á los potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar por los mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de su dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo sólido y discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes buques. Aresti resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á inglés.... Hasta el traje del amo».

Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos; aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamiento aparte; que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línea recta y sin vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran como animales independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerza propia para vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respeto supersticioso. Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder se entregarían vencidos, anonadados. Nada podía resistir á aquellas hermosas garras de bestia luchadora é inteligente. El movimiento de la sangre en sus venas de grueso relieve, parecía el latido de un pensamiento oculto.

Las poderosas zarpas acabaron por amontonar con sólo un movimiento todos los papeles, dando la tarea por terminada, y los ojos grises del grande hombre indicaron al secretario con fría mirada que podía retirarse á la habitación inmediata donde tenía su despacho: una pieza con grandes estantes cargados de carpetas verdes y algunos ejemplares raros de mineral bajo campanas de vidrio.

–Don José, un momento,—dijo el hombrecillo;—me permito recordar á usted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor.

Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinó hacia él, murmurando algunas palabras.

El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo.

–Es un favor que te pide Cristina—dijo con alguna vacilación.—Al saber que venías hoy, me encargó que subieses un momento á Begoña para ver á don Tomás, ese cura viejo que algunas veces nos visita.

Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, se apresuró á añadir.

–Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay que tener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Es una visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos. ¿Qué te cuesta darlas gusto?…

En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptó mudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á su poderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el «hijo favorito de la fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.

–Goicochea te acompañará—dijo señalando á su secretario.—Toma abajo mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego, Luis.

Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.

Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje del millonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirando sus tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez. Era igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertemente teñidas. El carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuesta de Begoña. Terminaba el desfile de casas. Ensanchábase el horizonte, extendiéndose entre las montañas los campos verdes, y los robledales de tono bronceado, interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las caserías. El sol asomaba por primera vez en la mañana al través de un desgarrón de las nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba una transparencia luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde del camino levantábanse casas aisladas, ostentando en su puerta el tradicional branque, el ramo verde que indica la buena bebida del país. Eran los famosos chacolines con sus rótulos: «Se venden voladores», para que el estruendo fuese completo en días de romería.

Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares con cierto entusiasmo.

–Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud… los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se acordará.

Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:

–¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahí estaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca, viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente los centinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecían lumbre… para matarse si era preciso al amanecer.

–Usted sería de los auxiliares, como mi primo Pepe,—dijo Aresti;—de los que defendían la villa.

Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:

–¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio vizcaíno y llevaba la contabilidad… Cosas de muchachos, don Luis: calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado los ocho hijos que ahora me devoran.

Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus creencias, siguió hablando:

–Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!… Ahora ya no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la pelleja.

–¿Pues qué son ustedes?…

–¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?… Nacionalistas; bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo que fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes han traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus impiedades? La gente del otro lado del Ebro, los maketos: y don Carlos no es más que un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y además tiene los escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo digo, don Luis. Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin virtud y deje libre á la honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con B alta, y con K, pues la gente de España para robarnos en todo, hasta mete mano en nuestro nombre escribiéndolo de distinta manera.

Y con el índice trazaba en el espacio grandes bes para que constase una vez más su protesta ortográfica.

El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio de una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios de reciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenes antiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señoras ricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á parar una parte no pequeña de las ganancias de las minas. La limosna cuantiosa, y los legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias aquella parte del monte Artagán. El silencio monacal, que parecía extenderse por el paisaje, contrastaba con el zumbido de vida que exhalaba abajo la población, dominada á aquella hora por la fiebre de los negocios. De vez en cuando sonaba perezosamente una campana en las torrecillas de ladrillo rojo, llamando á gentes invisibles: se entreabría un portón con agudo chirrido, dejando ver una cofia monjil, blanca y almidonada y un rincón de huerto frondoso. Aresti, influenciado por este ambiente, pensaba en los místicos retiros de la Flandes católica, en sus conventos modernos de escrupulosa limpieza y sus beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como mariposas de nieve.

Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la iglesia de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la República de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los tiempos forales.

Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad de la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia. Tenía enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por más que intentó animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su astucia aguzada por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre aquellos planes de curación que Aresti le proponía por decir algo.

–¡Lo mismo que los otros!—gimió.—¡Ay Virgen de Begoña!… ¡Virgen de Begoñaaa!

El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro, con la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas las leyes de la existencia.

Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.

–Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda tiempo de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde que le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita. Entremos y yo pediré un poco por el desgraciado don Tomás.

Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y le interesaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos de abajo había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durante las guerras y al que afluían ahora todos los sentimientos del país hostiles á la nacionalidad española y á sus progresos.

Pasaron bajo unas arcadas adosadas al templo; el paseo cubierto de todas las iglesias vascas, donde en otros tiempos se reunía el vecindario, amparado de la lluvia, para tratar los asuntos públicos después de la misa. Por algo, la mayoría de los pueblos vizcaínos tomaron el título de anteiglesias, en época de fueros.

Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención. Eran piezas de esa ebanistería parisién del barrio de San Sulpicio, puesta al servicio de los fieles, que arregla oratorios para las señoras elegantes con el mismo refinamiento con que sus compañeros de oficio adornan un dormitorio ó un budoir. El gusto artístico del jesuitismo contrastaba con la arquitectura del templo, de un gótico sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno. De las pilastras pendían, como banderas de victoria, los estandartes de las diversas peregrinaciones, y cubrían las paredes lápidas conmemorativas en vascuence y algunos cuadros horribles, inmortalizando la coronación de la Virgen.

Al médico le interesaban más los votos que se extendían por la pared, á la altura de sus ojos, cuadritos de una pintura cándida y grosera, representando olas alborotadas, barcos próximos á zozobrar con los palos rotos, y descendiendo de entre los nubarrones sobre el casco desmantelado, un rayo semejante á una lombriz roja. Provocaban la risa como obras de arte, pero Aresti los miraba con respeto, viendo en ellos el recuerdo de un drama vivido por muchos centenares de hombres. Eran votos de la gente de mar, muestras de agradecimiento de tripulaciones vizcaínas, por haberlas salvado la imagen de Begoña de espantosas tempestades. Los cuadros más antiguos y borrosos representaban bergantines y fragatas con las velas rotas, encabritándose sobre las olas, flotando entre estas algún mástil roto: los más modernos eran vapores espantosamente ladeados por el empuje del mar, con la cubierta barrida por el agua. Y Aresti pensaba en la pobreza humana que resurge siempre ante las catástrofes ciegas de la naturaleza; en la fe que siente el hombre por lo maravilloso apenas ve en peligro su existencia.

Goicochea había cesado de rezar y, acercándose al doctor, hablábale al oído con la satisfacción del que muestra las bellezas de su propia casa.

–Mírela usted—decía señalando á la imagen.—¡Qué hermosa es! ¡Y qué bien le sienta la corona!…

Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea, como todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros. La cabecita de bebé parecía abrumada por una alta corona, inflada como un globo; hasta sus pies descendía, como un miriñaque, el manto cubierto de toda clase de piedras preciosas. Los diamantes, perlas y esmeraldas arrojadas á manos llenas por la devoción, como si el brillo pudiese aumentar la hermosura de la imagen, esparcíanse también sobre el pequeñuelo que la Virgen mostraba entre sus manos.

–Cuántas joyas ¿eh?—murmuraba con entusiasmo Goicochea.—Esto sólo se ve en este país. Aquí hay religión y riqueza.

El doctor pensaba involuntariamente en el sucio y doliente rebaño de las minas, calculando en cuánto habría contribuido su miseria á aquellos regalos inútiles, colocados por la fe y la ostentación de unos pocos, sobre un madero tallado.

–¡Si usted hubiese visto el acto de la coronación!—continuó la voz de Goicochea con sordina.—Aún me estremezco de entusiasmo recordándolo. Fué cosa de llorar. Catorce obispos asistieron y hubo quince días de peregrinación de Bilbao y los pueblos. Vizcaya entera pasó por aquí: peregrinación de señoras, peregrinación de criadas de servir, peregrinación de obreros; las anteiglesias en masa con sus párrocos al frente, y sermones al aire libre de religiosos de todas las órdenes, y de padres jesuítas: pero sermones buenos de veras, en vascuence: diciendo lo que significaba la coronación de la Virgen como Señora de Vizcaya. Fíjese usted bien.... ¡Señora! Vizcaya sólo ha tenido Señores. Hasta Dios es para nosotros Jaungoicoa ó sea «Señor de arriba.» Eso de reyes y reinas es cosa de los maketos. Desde el día de la coronación de la Señora, que moralmente hemos arreglado nuestras cuentas con los que viven del Ebro para allá, separándonos para siempre. La cosa fué conmovedora: como organizada por los principales del partido.... Pero vámonos, que aquí molestamos hablando.

Goicochea salió del templo huyendo de las miradas que le lanzaban dos aldeanas viejas arrodilladas ante la Virgen.

En el porche de la iglesia continuó dando expansión á su entusiasmo.

–¿Y ha visto usted cuántos milagros? ¿No le enternece eso?…

–Sí—dijo Aresti con gravedad.—A mí me conmueve la piedad de los hombres de mar que vienen aquí descalzos, trayendo su recuerdo á la Virgen, por haber estado próximos á naufragar y no haber naufragado. Gran cosa es la fe. Lo mismo que á ellos, les ocurre casi todos los días á marineros ingleses, suecos ó americanos que son protestantes ó no son nada, y se salvan á pesar de no tener una Virgen de Begoña á quien recomendarse. Además, vaya usted á saber los vizcaínos que se habrán ahogado después de implorar á la Virgen. Esos no han podido venir aquí á contarlo.

El secretario hizo un movimiento de extrañeza, mirando escandalizado al médico.

–Don Luis—dijo con acento dulzón.—No empiece usted á soltar de las suyas. Mire que no estamos en las minas, sino en la puerta de la casa de la Virgen, y que ésta le castigará.

–No; yo no me burlo de la fe—dijo Aresti.—El hombre es naturalmente cobarde ante el dolor, ante un peligro que supera á sus fuerzas; basta que se considere perdido para creer y esperar en lo maravilloso. Me acuerdo de mister Peterson, un ingeniero inglés empleado en las minas, un protestante muy ilustrado y fervoroso que no perdía ocasión de burlarse de la idolatría de los católicos y de su culto á las imágenes. Un día, un peón despedido por él del trabajo, le dió una puñalada de muerte. Cuando se convenció de que no podíamos salvarle, rompió en lloros y aclamaciones á la Virgen, lo mismo que don Tomás. Se agarró á la misma fe de las mujeres más ignorantes del pueblo. Llamaba á la Virgen de Begoña con un vozarrón que se oía desde la calle.

–¿Y llegó á salvarse?—dijo Goicochea anhelante, con la esperanza de un milagro.

–No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á nadie.

Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la conversación.

–¡Qué hermosa vista!—dijo señalando la parte de la villa que se alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas de las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.—Esto es el más hermoso balcón de Vizcaya. ¡Cuánto trabajo se abarca desde aquí! ¡Cuánta riqueza!…

Luego, añadió en tono confidencial.

–Cuando veo lo mucho que ha prosperado nuestra tierra, comprendo que es imposible volver á nuevas aventuras. Hoy, una tercera guerra civil, otro sitio como el último, mataría á Vizcaya. ¿Qué sería de los altos hornos, de tanta fábrica y tanta vía férrea?… Por esto hemos abandonado, quien más quien menos, nuestra antigua bandera. Para servir á Dios no se necesita de política. Nosotros somos cada vez más intransigentes en lo tocante á la sacrosanta religión; ¿pero pelearse por reyes? Aquí no hay más que Vizcaya y su Señora santísima. Pregunte usted si quieren volver á las andadas, á muchos de los contratistas de Gallarta. Yo los he conocido de aduaneros carlistas, descalzos y muertos de hambre, y ahora van camino de millonarios. Vea usted á muchos dueños de las minas que en su juventud cogieron el fusil. Necuacuam, ninguno sueña remotamente con una nueva guerra. Si en tiempos del sitio hubiera existido tanto negocio como hoy, y tanta riqueza, no habrían llegado las cosas á mayores. Los que comulgamos en los sanos principios, ya sabemos el buen camino. Lo mismo nos da que reine Juan que Pedro: lo que nos importa es Vizcaya y Dios… Y Dios, ya sabe usted, que está por encima de la Patria y del Rey.

Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse ante su gesto.

–A ver: siga usted, señor Goicochea,—dijo el doctor.—Me interesa eso, pues, al fin, vizcaíno soy, aunque no tenga el honor de ser nacionalista. ¿Y cómo vamos á conseguir que Bizkaya (con B alta) se emancipe de la odiosa Maketania? Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.

Y Aresti, al decir estos motes, remedaba el tono de desprecio con que había oído á algunos como Goicochea, designar á los soldados españoles, llamados ches en Bilbao, por ser valencianos muchos de los que componían la guarnición durante el sitio.

–Se hará sin guerra. Es asunto de tiempo don Luis: de tiempo y de buena dirección. Poco á poco se hace camino. O nosotros impondremos á España las sanas costumbres y creencias de los antepasados, ó nos aislaremos como ciertos pueblos de América, que viven felices, gobernados por el Sagrado Corazón de Jesús. Allí están los que dirigen y son gente que lo entiende: allí se prepara el porvenir.

Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para él, de la sabiduría humana.

–Pues hay para rato, señor Goicochea—dijo el médico saliendo del porche en busca del carruaje.

–No diré que no, don Luis. Nuestra redención es algo difícil por la continua inmigración de gentes que traen con ellas las malas costumbres de España. Lo peorcito de cada casa, que viene aquí á trabajar y á hacer fortuna. Son intrusos que toman por asalto el noble solar de Vizcaya. Cada vez son más: en Bilbao, hay que buscar casi con candil los apellidos vascongados. Todos son Martínez ó García, y se habla menos el vascuence que en Madrid. Esto es uno de los grandes males que nos ha traído la prosperidad. Pero todo se andará. Yo pienso lo que García Moreno, aquel gobernante del Ecuador, que, según cuentan los padres de Deusto, fué el estadista más grande del siglo. ¿Sabe usted lo que dijo al recibir la puñalada que lo mató? «Dios no muere nunca».... Pues eso digo yo. Dios no muere y no morirá Vizcaya que, por el amor que siente hacia su santísima madre, es su hija predilecta.

Ya no dijo más en todo el camino. Al fin, pareció amoscarse por la mirada irónica del doctor y los socarrones movimientos de cabeza con que acogía sus palabras. Reconocía en él un digno primo de Sánchez Morueta; pues el secretario, á pesar de su servilismo exterior, sentía cierta repugnancia por su principal, un hombre silencioso que, sin alardes de impiedad, vivía separado de la religión, pasando meses enteros sin oír una misa. Él conocía los hondos disgustos que esta conducta proporcionaba á la buena doña Cristina, la cual, sólo valiéndose de la influencia que ejercía su hija sobre el padre, podía conseguir que éste las acompañase alguna vez á la iglesia. ¡Que hombres los dos! ¡Imposible parecía que fuesen de la tierra vasca, patria de tantos santos!…

A las dos de la tarde se vió Aresti de nuevo en el coche, camino de Las Arenas con su primo y el capitán Iriondo. Goicochea, invitado también á la comida de familia, había salido antes en el tranvía.

–Tú no descansas—decía el médico á su primo,—¡todos los días Las Arenas á Bilbao!

–Todos los días. Cuando edifiqué el hotel, creí que me quedaría meses enteros mirando el mar sin ocuparme de los negocios. Pero por las mañanas voy de un lado á otro, sin saber qué hacer y acabo por mandar que enganchen. Por las tardes es diferente. Paso tranquilo las horas en el jardín, oyendo á Pepita que toca el piano.

–¡La vida de familia!… ¡Tú eres feliz—exclamó el médico.

Su primo le miró con ojos interrogantes, como si encontrase en sus palabras cierta ironía.

–Sí: la vida de familia—dijo.—Es la que más me gusta. Lástima que en este Bilbao no pueda uno gozarla á sus anchas, libre de influencias extrañas. Tú bien lo sabes, Luis.

Y calló, mientras el médico quedaba también silencioso y cabizbajo, como sumido en penosas reflexiones. Pasaban ante la ventanilla del carruaje los hoteles vistosos del Campo del Volantín, donde se albergaba la aristocracia de la villa; después las verjas y escalinatas de la Universidad de Deusto; mientras por el lado opuesto desarrollaba la ría sus revueltas entre los descargaderos y los barcos anclados. Aresti veía ahora en sentido inverso y desde la orilla opuesta el paisaje que había admirado por la mañana en el tren.

Al pasar el carruaje por Olaveaga, los tres hombres rompieron su mutismo, animándose con repentina alegría. Aquella era su patria: allí habían nacido los tres.

Y Aresti, evocando de un golpe todo el pasado, hacía preguntas á sus compañeros, recordándoles los incidentes de la juventud.

Aún veía, como si lo tuviera ante sus ojos, al señor Juan Sánchez, el padre de Sánchez Morueta, el patriarca de la familia, el iniciador obscuro de la presente prosperidad, el que de un tirón los despegó á todos del bajo fondo social en que habían nacido. No era del país: había llegado de un pueblecillo de la costa de Santander, estableciéndose en Olaveaga como gabarrero, y casándose con una joven del pueblo, que tenía varios campos en aquella vega de Deusto, que surte de hortalizas y flores á Bilbao. Fué una vida de trabajo: la mujer á la huerta y él á la ría, que era entonces tan peligrosa como el mar, con sus aguaduchos ó avenidas que la convertían en torrente y sus revueltas y bajos que hacían zozobrar las embarcaciones. Los buques se quedaban en el abra y las gabarras subían hasta la villa los cargamentos de bacalao y de maderas, necesitando, para esta conducción, de hombres expertos. Ir de Bilbao á Portugalete era entonces un viaje que sólo osaban emprender los atrevidos, tomando pasaje en las barcas que se llamaban carrozas. La góndola del Consulado, del famoso tribunal de comercio, era la única embarcación que surcaba la ría con frecuencia. Los gabarreros, intermediarios obligados de todo comercio, prosperaban rápidamente, y Olaveaga era el pueblo más rico del Nervión. El señor Juan servía á las casas más importantes, por la confianza que inspiraba su pericia. Jamás había averiado los géneros con un mal tropiezo en los innumerables bajos de la ría ó en la vuelta de la Salve; conocía las aguas palmo á palmo, y siempre que había que hacer el salvamento de alguna gabarra perdida, le llamaban á él. Así fué reuniendo una fortuna para su hijo único, que andando el tiempo había de ser el famoso Sánchez Morueta. En aquella época, el futuro millonario iba todas las mañanas al instituto de Bilbao, á estudiar Náutica, pues su padre le quería marino, pero de los de altura, para navegar y comerciar en grande, á través de todos los mares, como él lo hacía en la ría. El honrado gabarrero, satisfecho de su suerte, dueño de muchos de los lanchones que surcaban el Nervión, seguro ya del porvenir con lo que llevaba ahorrado, compartía su cariño entre su hijo Pepe y un sobrino mucho menor, que no era otro que Aresti, hijo de una hermana de su mujer. Las dos hembras de aquella familia de hortelanos, se habían unido con hombres de mar; pero la casada con el gabarrero, tuvo más suerte que su hermana menor, que se enamoró de Chomín Aresti, un mocetón de la matrícula de Bermeo, que navegaba por el Cantábrico como patrón de balandros de cabotaje, siempre expuesto á perecer en un día de galerna. A los ocho años de casados, ocurrió la catástrofe. Chomín se ahogó en un naufragio, y la viuda, llevando en brazos al futuro doctor Aresti, que entonces tenía seis años y se miraba con asombro el negro trajecito, lloró desesperadamente por todos los rincones de la casa de su hermana.

–No te apures, mujer—decía el señor Juan.—Otras están peor que tú, que tienes á tu hermana y me tienes á mí. No morirás de hambre, ya que según parece, voy para rico. Si el rapaz no tiene padre, aquí estoy yo, que rabio, porque la mía sólo me ha dado un chico.

Y así era. El gabarrero hubiera deseado que su mujer fuese dándole hijos, conforme prosperaba la casa. Sentíase cohibido al no poder llevar en sus brazos á aquel mocetón que estudiaba en Bilbao y era tan alto como él y mucho más serio. Por esto agarró con un entusiasmo paternal á su sobrino Luis, y los vecinos de Olaveaga le vieron á todas horas en la gabarra ó por las orillas de la ría, con el pequeño cogido de la mano, acariciándolo como si fuese un nuevo hijo.

Aresti no conoció otro padre que el señor Juan, y Sánchez Morueta fué para él un hermano. El mocetón grave, de carácter áspero, tuvo para el pequeño dulzuras y atenciones que sorprendían á la familia.

Cuando el gabarrero iba á Bilbao, llevábase á Luis, dejándolo en las banquetas de los escritorios mientras ajustaba con los señores la cuenta de sus viajes. Por las noches lo dormía sobre sus rodillas, cantándole los viejos zortzicos de los barqueros del Nervión ó relatándole patrañas que el pobre hombre apreciaba como lo más indiscutible de la sabiduría histórica. Gustábale especialmente relatar el origen de Bilbao. Lo habían fundado unos pescadores á orillas de la ría, entre las repúblicas de Begoña y Abando, y andaban tristes y preocupados no sabiendo qué nombre dar á su aglomeración de chozas. Un día, por divertirse, arrojaron al Nervión un botijo vacío. Bil, bil, bil cantaba el agua al penetrar en él y cuando casi lleno se fué á fondo, lanza un sonoro bao. Los pescadores gritaron «Bilbao será su nombre». Y el gabarrero miraba al pequeño y á las dos mujeres que le escuchaban atónitas, admirando su sabiduría del pasado.

El tiempo trajo grandes modificaciones en la familia. Pepe, que había terminado su carrera en compañía de Matías Iriondo, hijo de un vecino, se embarcó en un vapor que hacía viajes á Inglaterra. Al poco tiempo, no satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína.

Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su marido no podía hacerla abandonar. Había querido, al irse del mundo, morir abrazada á aquellas hortalizas que todas las mañanas llevaba al mercado de Bilbao, con avaricia de aldeana. El señor Juan se sintió más unido á su cuñada y su sobrino. El hijo escribía de tarde en tarde: la ría ofrecía cada vez menos alicientes para él.

Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras! Y descuidando un negocio cuya muerte veía próxima, tranquilo ante el porvenir, pues poseía una fortuna de la que se hablaba con asombro en el pueblo, no tuvo otra ocupación que cuidarse de Luisillo y admirar sus progresos.

–¡Diablo de rapaz!—decía hablando de él con los viejos camaradas de la ría.—¡De dónde habrá sacado tanto talento! ¡Nadie hubiera dicho que de aquel pobre patrón de Bermeo pudiera salir un hijo así!…

Y el gabarrero temblaba de emoción, saltándole las lágrimas, cuando le hablaban en la villa de su sobrino y de lo satisfechos que tenía á los señores del Instituto. Llegó el momento de que Aresti, á los catorce años, escogiera una carrera y el viejo consultó su voluntad. A ver ¿qué quería ser? ¡con franqueza! Allí estaba el tío Juan con la bolsa abierta para costearle la carrera que más le gustase… aunque quisiera ser Sumo Pontífice. Marino no: ya había bastante con uno en la familia. ¿Médico? ¿quería ser médico? Algo más grande y de mayor brillo había soñado el gabarrero, sin saber ciertamente lo que era.... Pero, en fin ¡vaya por la medicina! Y como puesto á hacer las cosas había que hacerlas bien, le enviaría á estudiar á Madrid. No reparaba en gasto más ó menos. Para eso había trabajado él, y algo le cosquilleaba la vanidad, la idea de que, con el tiempo, toda Olaveaga, los descendientes de los que le habían conocido descalzo y despechugado, remando en la ría, entregarían las vidas á su sobrino, viéndolo llegar como una esperanza y llamándolo á todas horas «señor doctor».

Mientras Luis estudiaba su carrera, ocurrió la gran transformación de la familia, el tirón loco de la suerte que sacó de la obscuridad á Sánchez Morueta. Su primo se presentó inesperadamente en Olaveaga. Venía á la conquista de la Fortuna; sabía dónde estaba oculta y llegaba antes que los demás, aprovechando sus estudios y observaciones en país extranjero. El invento de Bessemer, que acababa de revolucionar la metalurgia abaratando la fabricación, hacía necesarios los hierros sin fósforo y ningunos como los de las minas de Bilbao. Iba á comenzar en aquellas montañas un período de explotación loca, de rápidas fortunas: el que primero se apoderase del mineral sería rico como un príncipe. Dinero… necesitaba dinero, para centuplicarlo en poco tiempo. Su padre apenas lo entendió; pero tenía fe en su hijo, le inspiraba respeto su gravedad, aquel pensamiento siempre reconcentrado y en función: y le entregó sus ahorros, vendió las gabarras y hasta la casa nueva que había construido imitando á las mejores de la villa y que era el asombro de Olaveaga.

Entonces comenzó la historia del poderoso Sánchez Morueta, aquella transformación de cuento mágico, atropellándose los negocios fabulosos, las caricias de la buena suerte, como si les faltase tiempo para enriquecer á aquel hombrón que veía llegar los millones sin el más leve estremecimiento en su rostro impasible. Se apoderó rápidamente de la montaña. Allí donde asomaba el mineral de hierro, especialmente el llamado campanil, que era el más rico, allí ponía sus manos de vencedor, diciendo: «Esto es mío». Compraba minas para venderlas al mes siguiente á los ingleses que llegaban detrás de él. Tenía en el abra los vapores á docenas, cargándolos de aquellos terrones rojos que eran como oro. Bilbao hablaba de Sánchez Morueta con admiración: sonaba su nombre á todas horas. Mientras los demás dormían, él había visto claro; cuando la gente comenzaba á despertar, ya era él millonario. Tras sus espaldas de luchador victorioso marchaba una corte de ingenieros, contratistas y tardíos buscadores de la fortuna.

«Tu primo está loco—escribía el señor Juan á su sobrino.—Esto es un escándalo; los millones entran en casa como una inundación. Ahora habla de construir una flota de barcos propia para que transporten el mineral á Inglaterra: quiere establecer fundiciones en la orilla del Nervión, que fabriquen carriles, puentes enteros, cañones, navíos de guerra ¡qué sé yo cuántas locuras más! Créeme, Luisillo; esto es demasiado: no puede durar».

Y hablaba con asombro de su nueva existencia. Él y la madre de Luis vivían con el grande hombre, en una casa muy hermosa de Bilbao, con un batallón de empleados, sirvientes y parásitos. Una vida de abundancia y de movimiento que hacía pensar melancólicamente á los dos viejos en sus huertecitas de Olaveaga, tan tranquilas y risueñas, al abrigo de los montes, con la ría enfrente como un espejo en los días de sol. Además, el poderoso príncipe de la industria se había casado para hacer dignamente los honores á la fortuna que llegaba. Su mujer era una señorita de Durango: (y el antiguo gabarrero, recalcaba con respeto y temor la calidad social de su nuera) una parienta de los principales que Sánchez Morueta había tenido en Londres. Su familia de hidalgos vivía estrechamente de las flacas rentas de algunas caserías: nobleza agrícola que hacía remontar sus blasones á los tiempos casi fabulosos de Vizcaya, á Jaun Zuria el Cid vascongado, y que, aturdida por la escandalosa fortuna del hijo del gabarrero, había accedido á emparentar con él. Sánchez Morueta, casi al día siguiente de la boda, había continuado su vida de agitación, de viajes y de encierros en el escritorio. La mujer, de una belleza rubia, áspera y dura, fruncía el entrecejo ante los dos ancianos que vejetaban tímidamente en la casa, como si fuesen unos criados distinguidos, y vivía sola, repartiendo su tiempo entre las iglesias y las visitas á las principales familias de Bilbao. La satisfacción de anonadarlas con su lujo, el goce de provocar la envidia de las amigas con su riqueza, eran las únicas dulzuras que encontraba en el matrimonio.

Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la muerte del señor Juan. El viejo se fué del mundo asustado de la fortuna de su hijo, creyéndole loco, presagiando un desquite terrible de la mala suerte, repitiendo tenazmente que «aquello no podía durar». Al presentarse Luis en Bilbao vió á su primo en plena gloria, con su gravedad de hombre fuerte y silencioso, insensible á las desgracias como á los triunfos. Sus párpados ligeramente enrojecidos y la vehemencia con que le apretó sobre su pecho, fueron las únicas muestras de emoción por la muerte de su padre.

–Luis—dijo con brevedad, como si sus palabras fuesen oro,—sigue tu carrera: después irás al extranjero. Estudia… no vaciles ante los gastos. El viejo no ha muerto: si antes era yo tu hermano, ahora soy tu padre.

Y Aresti vivió tres años en París, hizo la vida de estudiante en el Barrio Latino, fué interno en los hospitales, al lado de los más célebres cirujanos, y la fama de sus estudios llegó hasta Bilbao antes que él regresase. Cuando volvió, su carrera estaba hecha, entrando en su prestigio lo mismo el éxito de sus operaciones que la calidad de pariente de Sánchez Morueta.

Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo con la borrachera de la fortuna.

La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la asustaba. El joven doctor no tenía otra familia que la de su primo y se instaló en su casa. Cristina, que había tenido una hija y por los cuidados de la maternidad salía poco de casa, acogió bien al doctor. La acompañaba tardes enteras hablándola de París, la famosa ciudad del pecado, contra la cual se exaltaban los predicadores y que ella solo había entrevisto en un rápido viaje de bodas. De toda la familia del marido, Aresti era el único que lograba despertar en ella cierta simpatía. Además, Sánchez Morueta siempre estaba ausente; sólo le veía por la noche, y aunque la escuchaba con los ojos puestos en ella, su pensamiento estaba lejos, muy lejos. El doctor la entretenía, se enteraba pacientemente de sus murmuraciones sobre las amigas, la daba consejos acerca de vestidos y joyas, recordando in mente sus tratos con ciertas amigas de París, encargaba para ella periódicos de modas, y halagaba su vanidad, afirmando que era la señora mejor vestida de Bilbao.

Cristina sólo torcía el gesto y parecía enfadarse con el doctor cuando á éste se le escapaba alguna afirmación impía, ó cuando, sin darse cuenta de ello, se burlaba de la devoción de las señoras y de los predicadores que el entusiasmo de todas ellas ponía en boga. Eran resabios, según Cristina, de su permanencia en un país de vicios, donde se piensa poco en Dios. ¿No podía estudiar y ser un sabio, como muchos padres jesuítas, sin separarse por eso de la religión? Debía sentar la cabeza, y para esto nada como casarse. Ella se encargaba de su matrimonio. Y con la tenacidad de una mujer hastiada de su bienestar y falta de ocupaciones, se dedicó á proponer á Luis todas las jóvenes casaderas que conocía, enumerando sus méritos entre las risas y protestas del doctor.

Un día, le habló con gran decisión. Ninguna le convenía como la pequeña de Lizamendi. La mamá era viuda, con dos hijas; familia muy cristiana, emparentada con Cristina y de lo mejorcito de Vizcaya. Eran ricas, aunque mejor se habían visto en otros tiempos; el padre había gastado mucho en la guerra, arruinándose por la buena causa, como todas las familias decentes del país. Y Cristina daba á entender en su gesto la diferencia inabordable que aún existía para ella, entre la aristocracia antigua, defensora de la tradición, y aquella otra recién formada é hija de la fortuna, á la cual se había dignado descender.

Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi. Él había soñado algunas veces con la tranquila existencia de familia, con una vida dedicada al estudio y al ejercicio de la profesión, encontrando, al volver á casa una boca sonriente que le besase, unos brazos que vinieran á sorprenderle con repentina caricia, mientras reflexionaba inclinado sobre un libro. Bien veía él que Antonieta Lizamendi era una joven insignificante, educada, como la mayoría de las niñas de su clase, con una instrucción de monja, sin más horizonte que el chismorreo de las tertulias y las visitas diarias á la iglesia. Pero él despertaría aquella alma; él la formaría á su imagen y semejanza. ¡Infeliz doctor!…

Al recordar este período de su pasado, Aresti sonreía amargamente, burlándose de su optimismo. ¡Cambiar él á su mujer! ¡Transformarla!.... Él era quien había estado próximo á anularse, á desaparecer aplastado en el engranaje lento y monótono de esa vida gris de las almas muertas. Se casaron, y Aresti se trasladó á la casa de su mujer. La madre no quería separarse de la hija; además, la familia, como ella decía, necesitaba un hombre para mayor respeto. El joven médico creyó de buena fe que estaba enamorado de su esposa. Rompiendo la costumbre bilbaína, la acompañaba á todas partes, hacía esfuerzos por avivar el cariño conyugal, por fundirse moralmente con aquella muñeca que se le había entregado, y que una vez cumplidos los deberes conyugales, quería seguir su vida de visitas, novenas y comuniones como en tiempos de soltera. La madre y la otra hermana eran un perpetuo obstáculo, tras el cual se ocultaba la esposa. Lentamente se veía Aresti empujado á un mundo nuevo que no era de su gusto. La fama de sus operaciones era cada vez mayor, y la familia disponía de él como de un objeto de lujo que la daba cierta distinción. Si en un convento había una monja enferma de gravedad, si un padre jesuíta se quejaba del estado de su salud, las de Lizamendi enviaban á Luis, con indicaciones que eran órdenes, contentas de poder servir gratuitamente á los elegidos del Señor. El médico racionalista se veía convertido por su familia en un trotaconventos, curando á gentes que insultaban su ciencia después de aprovecharla y no perdían ocasión de darle las gracias echándole en cara su falta de religiosidad. ¿Dónde estaban sus ilusiones de dedicarse al estudio y ser un sabio? ¿Dónde aquella mujer enamorada y entusiasta que le había de ayudar con su dulzura en las ásperas investigaciones de la ciencia?…

Aresti, á los dos años de casado, adquirió la convicción de que su esposa no le amaba. Es más: le sirvió de consuelo la certidumbre de que ella no podía amar á nadie. La iglesia, la confesión con el padre de moda, un buen vestido para dar envidia á las amigas y el visiteo entre mujeres, lejos del hombre que no era más que el macho destinado á los negocios y á traer dinero á casa; estas eran todas las aspiraciones de su vida. Además, Aresti adivinaba en las palabras y en los ojos de su mujer extrañas influencias que venían de fuera. En su casa, á solas con Antonieta, presentía la existencia de invisibles fantasmas que le espiaban, que tomaban nota de sus acciones, que á cada arranque de pasión parecían interponerse entre su mujer y él.

El intruso

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