Читать книгу La araña negra, t. 9 - Висенте Бласко-Ибаньес, Blasco Ibáñez Vicente - Страница 3

DECIMA PARTE
EL CASAMIENTO DE MARIA
PARTE PRIMERA
I
Sospechas

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Hacía más de un mes que María Quirós se mostraba triste y preocupada por alguna oculta idea que en vano intentaba descubrir su tía, doña Fernanda.

La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía, no lograba adivinar la causa de aquella continua preocupación. Ella, siguiendo los consejos del padre Tomás, se desvivía por hacer agradable la vida de su sobrina, y a pesar de que comenzaba a cansarla aquel renacimiento de su existencia elegante, no perdonaba fiesta alguna y asistía con María a todos los bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales teatros.

Su sobrina se dejaba arrastrar a todas las fiestas, demostrando que eran impotentes tales diversiones para devolverle la perdida alegría, y doña Fernanda, con no poca sorpresa, vió varias veces en sus ojos la señal de haber llorado cuando se encerraba en su cuarto.

Esta conducta era incomprensible para doña Fernanda, tanto más, cuanto que habituada de antiguo al espionaje y registro, por más pesquisas que hizo en el cuarto de María cuando ésta se hallaba ausente, no pudo encontrar nada que pusiera en claro aquel misterio.

María era más hábil que su madre para ocultar sus cartas de amor.

La negativa con que la joven contestaba a todas las preguntas de su tía, excitaba la curiosidad de ésta y la hacía acariciar las más absurdas ideas.

Hubo un momento en que llegó a creer que María estaba tan triste porque se hallaba enamorada de Ordóñez, aquel joven simpático que ahora las visitaba tan asiduamente; pero esta suposición se desvaneció en vista de que su sobrina acogía con el mayor despego todas las galanterías que la dirigía el elegante.

La baronesa, viendo que la persona de confianza de María era la viuda de López, intentó sondear a ésta; pero doña Esperanza, con una sencillez ingenua y seráfica, le manifestó que nada sabía; entonces doña Fernanda acudió al padre Tomás, varón tan santo como amable, que ahora era uno de los más asiduos concurrentes a su tertulia.

El poderoso jesuíta manifestó que tampoco sabía nada, pero en gracia siempre a aquel interés noble y generoso que le había inspirado en todas ocasiones la familia Baselga, y que la baronesa no sabía cómo agradecerle, prometió sondear hábilmente el ánimo de María y enterarse de aquel oculto pesar que venía afligiéndola.

Se equivocaba la baronesa al buscar en torno de ella la causa del anormal estado en que se hallaba su sobrina. Dicha causa no estaba en Madrid, sino lejos, mucho más lejos; en aquel París que guardaba al hombre amado y que permanecía silencioso sin enviar nunca la carta esperada.

Todo lo que Zarzoso allá, en la plaza del Pantheón, sufría por entonces a causa del silencio de su amada, lo sufría María al ver que ninguna de sus apasionadas cartas merecía contestación.

Aquel infame aislamiento en las comunicaciones entre los dos amantes, ideado por el diabólico padre Tomás, se había realizado hacía ya más de un mes.

El mismo día en que se decidió el jesuíta a poner en práctica su plan, en vista de la aprobación que había dado a éste la superioridad de Roma, fué a buscarle en su despacho la intrigante viuda de López, llevando una carta que acababa de recibir de Zarzoso para entregarla a María.

Doña Esperanza no se había atrevido a abrirla; pero como la llamaba la atención lo voluminoso de su contenido, se apresuró a presentarla al padre Tomás para que éste ordenase lo que debía hacerse con ella y salir de tal modo de su indecisión.

El jesuíta, sin mostrar el menor escrúpulo, rompió el sobre y comenzó la leer los ocho pliegos de que se componía la carta; pero antes de llegar al segundo, en su cara de mármol se retrató una sorpresa inmensa, y no pudo menos de exclamar:

– ¡Diablo! Buena la hubiéramos hecho si usted llega a entregar esta carta a María. Con ser tan grande París se han encontrado allí y trabado relaciones de amistad los dos hombres que más fatalmente pueden influir en el porvenir de María. Ese Zarzoso se ha hecho amigo de Esteban Alvarez, aquel bandido republicano y ateo que tantos pesares dió a la señora baronesa y que en su juventud tuvo amoríos con Enriqueta Baselga. Ese mediquillo, lisa y llanamente le cuenta a su novia cuanto sabe sobre su nacimiento, y además le asegura que su padre es el tal Alvarez. ¡Buena complicación nos hubiese traído el que María leyese esta carta, teniendo tanta fe como tiene en las palabras de su novio! ¡Al fuego estos papeles!; y desde hoy, doña Esperanza, sépalo usted: el servicio de correos queda interceptado entre los dos novios.

La viuda de López obedeció ciegamente y fué rasgando cuantas cartas recibía de París y las que María la entregaba para ponerlas en el correo.

La situación de la joven, en vista de este silencio, era aún más insostenible y penosa que la de Zarzoso. Este al menos podía lamentarse sin temor a ser espiado; podía desahogar su pena, lo mismo en su cuarto que paseando por las calles de la gran ciudad; pero María había de fingir continuamente una serenidad que no tenía y ahogar en lo más hondo de su pecho la zozobra que la dominaba y que la hacía concebir las más violentas sospechas.

Siempre que tenía ocasión en su casa para hablar a doña Esperanza sin testigos, la llevaba a un rincón, preguntándola con ansiedad:

– ¿No ha llegado nada?

– Nada – contestaba imperturbable la viuda.

– Le he escrito quejándome de ese silencio incomprensible. ¿Ha tirado usted misma la carta al correo?

– Sí, hija mía. Yo misma, pues no me gusta encargar estas comisiones a personas extrañas.

– Pues entonces, indudablemente, dentro de pocos días tendré la contestación. Es muy extraño lo que sucede. Antes me escribía puntualmente, sin que sus contestaciones se retrasasen un solo día.

– ¡Ay, hija mía! – contestaba doña Esperanza con sonrisa escéptica como persona muy conocedora de las debilidades del mundo – . Acuérdate del refrán: “cántaro nuevo, hace el agua fresca.” Todos los hombres son iguales; al principio aman hasta ser empalagosos, y después olvidan con una facilidad que asombra. ¡Dios sabe en lo que pensará ahora ese señor Zarzoso!

Y la viuda iba excitando hábilmente las sospechas en la joven, que parecía aturdida por aquel silencio inexplicable.

María, deseosa de justificar en su pensamiento al hombre que tanto amaba, imaginábase que Zarzoso se hallaba enfermo de alguna gravedad; pero inmediatamente apresurábase la maléfica viuda a desvanecer esta idea, que equivalía a una esperanza, asegurando que Juanito gozaba de buena salud y escribía regularmente a su tío, el doctor Zarzoso, lo que en el fondo era verdad.

¡Infeliz María! Cada una de las insinuaciones de aquella intrigante jamona, producíale una nueva decepción o un aumento en su tristeza, y sin embargo, si hubiese podido registrar los bolsillos a aquella confidenta que tenía toda su confianza, tal vez hubiese encontrado en ellos alguna de las cartas de Zarzoso, esperadas con tanto anhelo, y que la viuda le ocultaba.

Llegó un momento en que la joven no quiso escribir más, en vista de que sus cartas eran acogidas siempre con el mismo desesperante silencio, y comenzó a apuntar en ella aquel exagerado amor propio, que era la nota más saliente de su carácter, y que doña Esperanza procuraba excitar.

– Haces bien, hija mía – decía la intrigante viuda – , en no escribir más a ese ingrato, indigno de ti. Eso sería rebajarte, y tú, por tu nacimiento, por tu hermosura y por tu riqueza, estás para que los hombres se arrastren a tus pies, solicitando una palabra de benevolencia, y no para humillarte a un mediquillo olvidadizo, a un chisgarabís sin importancia, que tal vez a estas horas se divierte bailando el cancán con esas perdidas de París, que se llaman cocottes. No creas que esto es una exageración; yo soy ya vieja, he visto mucho, y sé de lo que son capaces estos jóvenes de ahora, que como no tienen religión, viven al día, y con tal de divertirse pisotean los más sagrados e íntimos sentimientos.

La joven, cuando de este modo excitaban su amor propio, sabía resistirse al infortunio y olvidar por algunas horas el injustificado silencio de su novio; pero no tardaba en sobrevenir la reacción, el antiguo apasionamiento volvía a aparecer, y María experimentaba aún con mayor fuerza el pesar producido por aquel silencio de Zarzoso, cuyo verdadero significado estaba muy lejos de adivinar.

Nunca se le ocurrió el tener la menor duda sobre la fidelidad de doña Esperanza, pues ésta sabía interesarse por su dolor y fingir una indignación sin límites al hablar de lo que ella llamaba la ingratitud de Zarzoso.

En una de estas crisis de apasionamiento amoroso, en que reaparecía intensamente el dolor causado por el olvido en que la tenía su novio, fué cuando María abordó resueltamente a doña Esperanza, exponiéndola un deseo que hasta entonces no se había atrevido a manifestarla.

– Estoy convencida – dijo – de que ese hombre me ha olvidado. Yo creo que hasta en esto que hoy siento por él hay más odio que amor; pero quisiera, ya que soy villanamente abandonada, convencerme de mi desgracia en toda su extensión, y saber por qué causa ha faltado Juanito a sus juramentos de amor. Diga usted, doña Esperanza: ¿usted que tiene tantas amistades, no encontraría un medio para que nos enteráramos con exactitud de lo que Juanito hace en París?

La viuda hacía ya mucho tiempo que esperaba esta petición y sobre ella había hablado extensamente con el padre Tomás; pero, a pesar de esto, fingió, como lo tenía por costumbre, y en el primer instante manifestó no encontrar lo que María deseaba.

Después pareció como que vislumbrara el auxilio apetecido.

– Creo que he encontrado lo que tú deseas. Enterarse de la vida que Zarzoso hace en París, de sus locuras y depravaciones, si es que realmente ha caído en ellas, nadie puede hacerlo mejor que el padre Tomás, ese santo varón que viene aquí casi todas las tardes y que tiene en París fieles amigos que pondrán en su conocimiento todo cuanto ocurra. Antes de diez días, si tú quieres, sabremos toda la verdad.

María intentó resistirse. Le causaba cierto temor el hablar de sus amores a aquel sacerdote que, a pesar de su característica amabilidad, le resultaba austero e imponente; pero doña Esperanza logró convencerla.

– No seas tonta, niña. Es fácil hablar de asuntos como éste a un padre jesuíta. Ellos, a pesar de su santidad, se mezclan en los negocios mundanos para bien nuestro; además, el reverendo padre, que es antiguo amigo de tu familia, te quiere mucho y no vacilará en prestarte este servicio. El es tu director espiritual, lo mismo que de tu tía; yo, en tu nombre, solicitaré una conferencia, y para hacer menos penosa tu petición, me adelantaré a decirle algo de lo que ocurre. Vamos, no seas niña y acepta.

María acabó por decir que sí a todo cuanto la proponía doña Esperanza, y al día siguiente por la tarde, estando la baronesa y su sobrina en el gabinete próximo al salón, entró el padre Tomás.

Las miradas significativas que se cruzaron entre el jesuíta y la aristocrática beata, daban a entender la inteligencia que existía entre los dos.

Por la mañana, se habían visto la baronesa y el padre Tomás y éste había rogado a la entusiasta penitente que en su visita de la tarde procurase dejarle solo con su sobrina, pues creía llegado el momento de averiguar la oculta pena que agobiaba a la joven.

Por esto, apenas se cambiaron algunas palabras entre los tres, la baronesa, pretextando una ocupación, salió del gabinete, dejando solos al jesuíta y a la joven.

El padre Tomás miró a la puerta con cierta alarma, pues sabía que la baronesa era muy capaz de quedarse tras un cortinaje escuchando, y por esto se acercó más a María, a la que comenzó a hablar con voz muy baja.

– Hija mía, sé algo de lo que te sucede y comprendo que en esta situación angustiosa necesitas el auxilio de personas sensatas y de sereno juicio que te aconsejen. Habla con entera franqueza, no te intimide lo sagrado e imponente de mi ministerio. En este momento no es el sacerdote quien te escucha, sino el antiguo amigo de tu familia, el que te profesa un cariño tan puro como si fueses su hija. Nosotros, los padres jesuítas, tenemos una gran ventaja sobre los demás sacerdotes. No nos limitamos a auxiliar a la humana criatura en sus necesidades religiosas; comprendemos que muchas veces necesita apoyo en su vida social y por esto sacrificamos nuestro reposo hasta el punto de intervenir en asuntos que no son de nuestro ministerio; habla, hija mía, habla con entera franqueza. Nuestros penitentes son nuestros hijos, y ¿qué no hará un padre cuando se trata de la felicidad y del sosiego de los que son pedazos de su alma?

Estas dulces palabras tranquilizaron a María y la hicieron tener absoluta confianza en el poderoso jesuíta, que ya no le resultaba austero e imponente, sino cariñoso y benigno.

La joven, tranquilizada ya, relató concisamente al jesuíta la historia de aquellas relaciones que él conocía perfectamente desde mucho tiempo antes, y a continuación formuló la súplica de que se interesara en averiguar cuál era la conducta de Zarzoso en París y el por qué de aquel silencio inexplicable que había venido a romper tan inesperadamente sus amores.

El padre Tomás, aquel santo varón que quería a sus penitentes como si fuesen hijos y se desvivía por su felicidad, aceptó inmediatamente el encargo.

Sí; él lograría saber punto por punto lo que Zarzoso hacía en París, y con entera imparcialidad se lo revelaría a María, pues en tal clase de asuntos no le gustaba engañar ni mantener ilusiones que no eran ciertas.

Aquel mismo día escribiría a sus amigos de Francia, rogándoles, en nombre de los intereses de su Orden, que procurasen averiguar todo lo concerniente a la existencia actual de Zarzoso, y se comprometía a dar respuesta a la joven en el plazo de diez días.

El jesuíta iba ya a terminar la conferencia y a llamar a la baronesa, cuando añadió, como sabrosa postdata:

– Te advierto, hija mía, que no debes hacerte ilusiones sobre la contestación que recibiremos. No sé por qué me anuncia el corazón que será poco grata. Ignoro qué clase de vida hará ese señor Zarzoso; pero París es un foco de corrupción, donde no entra un joven que deje de perder sus más nobles cualidades. Ya ves tú, ¿qué otra cosa puede esperarse de una ciudad republicana que inicia todas las revoluciones, y de la cual el impío Gambetta ha expulsado a los hijos de San Ignacio, viéndose obligados los padres de la Compañía a vivir ocultos?

María, a pesar de esta seguridad que el padre Tomás manifestaba por adelantado sobre la corrupción de Juanito, sentía cierta esperanza y aguardaba impaciente que transcurriese aquel plazo de diez días fijado por el jesuíta para saber toda la verdad.

En estos días, a la incertidumbre de María vino a unirse otra incomodidad.

El elegante Ordóñez, que era el tertuliano más asiduo de la baronesa, aprovechaba todas las ocasiones para repetir a la joven sus declaraciones de amor, y raro era el día en que no le hablaba de lo feliz que se consideraría si llegaba a alcanzar su mano.

Para colmo de desdichas, la baronesa habló una tarde a su sobrina del porvenir de la mujer: dijo que ella debía ir pensando en casarse, ya que siempre había manifestado cierta tendencia en favor del matrimonio, y terminó indicándola que no vería con disgusto que el pretendiente preferido fuese el hijo del duque de Vegaverde.

La araña negra, t. 9

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