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PRÓLOGO

Susan Kellerman entendía perfectamente la necesidad de ir bien arreglada. Ella representaba a su compañía e intentaba atraer nuevos clientes, por lo que su aspecto era de la mayor importancia. Sin embargo, lo que no comprendía era por qué diablos tenía que llevar tacones. Llevaba puesto un bonito vestido de verano y tenía el par de bailarinas que quedarían ideales con él. Pero claro… la guía de estilo de la empresa insistía en lo de llevar tacones. Algo que ver con la sofisticación.

Dudo de que los tacones tengan nada que ver con hacer una venta, pensó. Sobre todo, si el potencial cliente era un hombre. Según su hoja de visitas, la persona que habitaba la casa a la que se estaba acercando en este instante era un hombre. Siendo así, Susan comprobó el escote de su vestido. Mostraba algo de canalillo, pero nada escandaloso.

Eso, pensó, demuestra sofisticación.

Con una maleta de muestras bastante grande y aparatosa en su mano, martilleó las escaleras con sus tacones e hizo sonar el timbre. Mientras esperaba, echó un rápido vistazo a la entrada de la casa. Era una casita básica situada a las afueras de un barrio de clase media. Habían podado la hierba recientemente, pero hacía tiempo que las pequeñas macetas que bordeaban el tramo de escalera hasta la entrada tenían que haber sido podadas.

Se trataba de un barrio tranquilo, pero no del estilo en el que viviría Susan. Las viviendas eran pequeñas cajas de cerillas que salpicaban las calles. La mayoría de ellas, asumió, serían propiedad de parejas de ancianos o de los que tenían problemas para llegar a fin de mes. Esta casa, en particular, parecía encontrarse a una tormenta o una crisis financiera de distancia de convertirse en propiedad de la banca.

Estiró la mano para hacer sonar el timbre de nuevo pero la puerta se abrió antes de que pudiera llegar a tocarla. El hombre que salió a recibirla era de altura y tamaño medio. Le echó unos cuarenta años. Había algo femenino en él, algo que pudo observar cuando él le abrió la puerta con tal sencillez y le lanzó una sonrisa de oreja a oreja.

“Buenos días,” dijo el hombre.

“Buenos días,” dijo ella.

Sabía de sobra su nombre, pero los que le habían aleccionado, le habían dicho que no lo utilizara antes de que las líneas de comunicación estuvieran claramente abiertas. Cuando se les saludaba directamente por su nombre, eso les hacía sentir más como objetivos que como clientes—incluso aunque hubieran organizado la reunión con antelación.

Tratando de evitar que tuviera un momento para hacerle preguntas y como consecuencia, tomar el control de la conversación, añadió: “Me preguntaba si tenía un minuto para hablar conmigo sobre su dieta actual.”

“¿Dieta?” preguntó el hombre con una sonrisa cínica. “No llevo nada que se parezca a una dieta. La verdad es que como lo que quiero.”

“Oh, debe de ser agradable,” dijo Susan, colocándose su más encantadora sonrisa y su tono de voz más animado. “Como estoy segura que ya sabe, no hay mucha gente de más de treinta años que pueda decir eso y mantener un cuerpo saludable.”

Por primera vez, el hombre miró a la maleta que ella llevaba en la mano izquierda. Sonrió de nuevo y esta vez lo hizo de manera indolente—el tipo de sonrisa que uno utiliza cuando sabe que le han tomado el pelo.

“¿Qué es lo que vende?”

Era un comentario sarcástico, pero al menos no era una puerta que se le cerraba en las narices. Interpretó eso como la primera victoria necesaria para entrar. “Bueno, estoy aquí como representante de la Universidad Un Usted Mejorado,” dijo ella. “Ofrecemos a adultos de más de treinta años una manera muy fácil y metódica de mantenerse en forma sin tener que ir al gimnasio o alterar demasiado su estilo de vida.”

El hombre suspiró y llevó la mano a la puerta. Parecía aburrido, listo para mandarle al carajo. “Y eso, ¿cómo se hace?”

“Mediante una combinación de batidos de proteínas hechos con nuestros propios polvos de proteína y más de cincuenta recetas saludables para darle a su nutrición diaria la inyección que necesita.”

“¿Y ya está?”

“Ya está,” dijo ella.

El hombre lo pensó por un instante, mirando a Susan y después al enorme paquete en sus manos. Entonces echó una ojeada a su reloj y se encogió de hombros.

“Te diré una cosa,” dijo él. “Tengo que irme en diez minutos. Si logra convencerme en ese periodo de tiempo, tendrá un cliente. Lo que sea para no tener que volver al gimnasio.”

“Estupendo,” dijo Susan, encogiéndose por dentro al escuchar la falsa alegría en su voz.

El hombre se echó a un lado y le hizo un gesto para que entrara a la casa. “Entre,” le dijo.

Ella entró a una pequeña sala de estar. Había un televisor de aspecto anticuado sobre una zona de entretenimiento desvencijada. Unas cuantas sillas polvorientas de madera llenaban las esquinas de la sala junto a un sofá arrugado. Había figuras de cerámica y tapetes por todas partes. Parecía que fuera la casa de una anciana señora más que la de un soltero de unos cuarenta años.

Por razones que desconocía, escuchó cómo se disparaban sus alarmas interiores. Y entonces trató de reducir su miedo con una lógica falible. Así que o está realmente mal de la cabeza o esta no es su casa. Quizá viva con su madre.

“¿Está bien aquí?” preguntó ella, señalando a la mesa de café que había delante del sofá.

“Sí, ahí mismo está bien,” dijo el hombre. Sonrió a Susan mientras cerraba la puerta.

En el instante en que se cerró la puerta, Susan sintió cómo se revolvía algo en su estómago. Parecía que la estancia se hubiera quedado helada y que todos sus sentidos estuvieran respondiendo a ello. Algo andaba mal. Era un sentimiento extraño. Miró a la figura de cerámica más cercana—un chiquillo tirando de un carro—como si estuviera buscando alguna clase de respuesta.

Se entretuvo abriendo su maleta. Sacó unos cuantos paquetes del Polvo de Proteínas de la Universidad Un Usted Mejorado y la mini-trituradora de regalo (¡con un valor en el mercado de $35 pero suya completamente gratis con su primera compra!) para distraerse.

“Y bien,” dijo ella, tratando de mantener la calma y de ignorar el escalofrío que sentía. “¿Está interesado en perder peso, en ganar peso, o en mantener su tipo de cuerpo actual?”

“No estoy seguro,” dijo el hombre, de pie junto a la mesa de café y escudriñando los productos. “¿A usted qué le parece?”

A Susan le resultaba difícil hablar. Sentía miedo y por ninguna razón aparente.

Miró hacia la puerta. El corazón le martilleaba en el pecho. ¿Había cerrado la puerta con llave? No podía verlo desde donde estaba sentada.

Entonces cayó en la cuenta de que el hombre todavía estaba esperando su respuesta. Se sacudió las telarañas y regresó a la modalidad de presentadora de televisión.

“Pues no lo sé,” dijo ella.

Quería mirar a la puerta de nuevo. De pronto los ojos de mentira de cada una de las figuras de porcelana en la habitación parecían estar mirándola a ella —acechándola como un depredador.

“No como demasiado mal,” dijo el hombre. “Aunque tengo debilidad por el pastel de lima. ¿Podré seguir comiendo pastel de lima con su programa?”

“Seguramente,” dijo ella. Rebuscó entre sus materiales, acercando la maleta hacia ella. Diez minutos, pensó, sintiéndose cada vez peor a medida que pasaban los segundos. Dijo que tenía diez minutos. Puedo hacerlo así de largo.

Encontró el pequeño folleto que mostraba lo que el hombre podría comer durante el programa y volvió su mirada hacia él para entregárselo. Él lo cogió, y al hacerlo, su mano se rozó con la suya por un leve instante.

Una vez más, sonaron las alarmas dentro de su mente. Tenía que salir de allí. Nunca había experimentado una reacción tan intensa al entrar a la casa de un cliente potencial, pero esta era tan agobiante que no podía pensar en otra cosa.

“Lo siento,” dijo ella, recogiendo los materiales y colocándolos en su maleta. “Acabo de acordarme de que tengo una reunión que atender en menos de una hora, y es al otro lado de la ciudad.”

“Oh,” dijo él, mirando al folleto que ella le acababa de entregar, “Claro, entiendo. Adelante. Ojalá que llegue a tiempo.”

“Gracias,” dijo ella apresuradamente.

Él le ofreció el folleto y ella lo agarró con mano temblorosa. Lo puso dentro de la maleta y se dirigió hacia la puerta de entrada.

Estaba cerrada con llave.

“Perdone,” dijo el hombre.

Susan se dio la vuelta, con la mano todavía en busca del picaporte.

Apenas vio el puñetazo que se le venía encima. Solo vio un puño blanco cegador que le golpeó la boca. Sintió correr la sangre de inmediato y la saboreó en su lengua. Se cayó directamente de vuelta en el sofá.

Abrió la puerta para gritar y le pareció como si el lado derecho de su mandíbula estuviera bloqueado. Cuando trató de ponerse en pie, allí estaba de nuevo el hombre, esta vez poniéndole una rodilla en la zona abdominal. Se le escapó un jadeo y solo tuvo tiempo de enroscarse, luchando por respirar. Cuando lo hizo, apenas era consciente de cómo el hombre la estaba recogiendo y echándosela al hombro como si se tratara de una pobre cavernícola a la que estaba arrastrando de vuelta a la cueva.

Trató de luchar con él, pero todavía no podía inspirar nada de aire en sus pulmones. Era como si estuviera paralizada, ahogándose. Todo su cuerpo parecía flojear, hasta su cabeza. Su sangre goteaba sobre la parte de atrás de la camisa del hombre y esto fue todo lo que pudo ver mientras la llevaba por la casa.

En algún momento, se dio cuenta de que le había llevado a otra casa—una que parecía estar adosada de alguna manera a la casa en que se encontraban hacía un minuto. La tiraron al suelo como si se tratara de una bolsa llena de piedras, golpeando la cabeza contra un magullado suelo de linóleo. Puntos brillantes de dolor cruzaron sus ojos al tiempo que por fin conseguía aspirar el más mínimo aire. Rodó por el suelo, pero cuando se las arregló para ponerse en pie, allí estaba él de nuevo.

Se le estaba nublando la vista pero podía ver lo suficiente como para saber que había abierto algún tipo de puerta pequeña en el lateral de una pared—que se escondía detrás de cierto laminado falso. Estaba oscuro allí dentro, cubierto de polvo y de algún material de aislamiento que colgaba en tiras rasgadas. El corazón le golpeó el pecho, como si se le quisiera salir del esternón, cuando se dio cuenta de que la estaba llevando allí.

“Aquí estarás a salvo,” le dijo el hombre mientras se agachaba y la arrastraba hacia el escondite.

Se vio en la oscuridad, tumbada sobre unas tablas rígidas que hacían de piso. Solo podía oler a polvo y a su propia sangre, que todavía goteaba de su nariz machacada. El hombre… sabía su nombre pero no podía recordarlo. La palabra del momento era sangre y dolor además de un dolor punzante en el tórax ya que todavía tenía dificultades para respirar.

Por fin, consiguió tomar una inspiración y la quiso utilizar para gritar, pero en vez de ello, dejó que le llenara los pulmones, aliviando su cuerpo. En ese momento de breve alivio, escuchó cómo la puerta del escondite se cerraba por detrás de ella y ahí se quedó abandonada en la oscuridad.

Lo último que escuchó antes de que el mundo se volviera negro fue su risa al otro lado de la puerta.

“No te preocupes,” dijo él. “Todo esto acabará pronto.”

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