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CAPÍTULO UNO

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Lunes

Al caer la tarde


La detective Keri Locke se suplicaba a sí misma a no hacerlo esta vez. Como la detective de más bajo rango en la División Pacífico Los Ángeles Oeste Unidad de Personas Desaparecidas, se esperaba que trabajara más duro que cualquier otro en la división. Y como mujer de treinta y cinco años que se había unido a la fuerza hacía apenas cuatro, a menudo sentía que se esperaba que ella fuese la policía más trabajadora de todo el Departamento de Policía de Los Ángeles. No podía darse el lujo de que pareciera que se estaba tomando un descanso.

A su alrededor, el departamento rebosaba de actividad. Una anciana de origen hispano estaba sentada junto a un escritorio cercano, poniendo una denuncia por el robo de una cartera. Al otro lado de la sala, estaban fichando a un ladrón de coches. Era una típica tarde en la que ahora era su nueva vida. Pero la ansia seguía allí, recurrente, consumiéndola, negándose a ser ignorada.

Se dejó llevar. Se levantó y se dirigió a la ventana que daba al Culver Boulevard. Se paró allí y casi pudo ver su reflejo. Con el resplandor vacilante del sol del atardecer, ella parecía medio humana, medio fantasma.

Así era cómo se sentía. Sabía que, objetivamente, era una mujer atractiva. Un metro setenta de estatura y alrededor de 59 kilos —60 si era honesta—, con el pelo rubio cenizo y una figura que con una maternidad de por medio había permanecido intacta, todavía llamaba la atención.

Pero si la miraban más de cerca, verían que sus ojos marrones estaban enrojecidos y lacrimosos, su frente era un ovillo de líneas prematuras y su piel en ocasiones tenía la palidez, bueno, de un fantasma.

Al igual que en la mayoría de las jornadas, ella vestía una sencilla blusa, ajustada dentro de pantalones negros, y zapatos bajos de color negro que se veían profesionales y eran fáciles de llevar. Llevaba el pelo recogido hacia atrás en una cola de caballo. Era su uniforme no oficial. Casi la única cosa que cambiaba diariamente era el color de la parte de arriba. Todo ello reforzaba su sentir de que estaba dejando pasar el tiempo más que viviendo en verdad.

Keri percibió movimiento por el rabillo del ojo y salió de su introspección. Ahí venían.

Fuera de la ventana, Culver Boulevard estaba casi vacío de gente. Había un carril para corredores y ciclistas a lo largo de la calle. La mayoría de los días, al caer la tarde, estaba congestionada por el tráfico peatonal. Pero hoy hacía un calor implacable, con temperaturas cercanas a los treinta y siete grados centígrados y ninguna brisa, incluso ahí, a menos de ocho kilómetros de la playa. Los padres que normalmente venían con sus hijos a pie, del colegio a casa, habían preferido ese día sus coches con aire acondicionado. Todos menos uno.

Exactamente a las 4:12, como un reloj, una pequeña, de siete u ocho años de edad, pedaleaba en su bicicleta lentamente por el sendero. Vestía un bonito vestido blanco. Su joven mamá caminaba detrás de ella en vaqueros y camiseta, con una mochila colgada del hombro de manera casual.

Keri luchó contra la ansiedad que borboteaba en su estómago y miró alrededor para ver si alguien en la oficina estaba observándola. Nadie. Entonces se dejó llevar por el escozor al que había procurado resistirse durante todo el día y se puso a contemplar.

Keri las observaba con una mirada de celos y adoración. Aún no podía creerlo, incluso después de tantas veces junto a esta ventana. La pequeña era la viva imagen de Evie, desde el ondulado cabello rubio y los ojos verdes, hasta la sonrisa ligeramente torcida.

Permaneció en trance, mirando por la ventana mucho después que madre e hija hubieran desaparecido de su vista.

Cuando finalmente despertó y volvió a su oficina de planta abierta, la anciana de origen hispano ya se iba. El ladrón de coches había sido procesado. Un nuevo maleante, esposado e insolente, se había colocado junto a la ventanilla para ser fichado, mientras un alerta oficial uniformado permanecía a su izquierda.

Echó un vistazo al reloj digital de pared que había encima de la máquina de café. Marcaba las 4:22.

«¿Realmente he estado parada junto a esa ventana diez minutos enteros? Esto va a peor, no a mejor.»

Volvió a su mesa con la cabeza baja, tratando de no hacer contacto visual con ninguno de sus compañeros. Se sentó y miró los archivos que había sobre su mesa. El caso Martine casi estaba cerrado, solo esperaba un aviso del fiscal para poder meterlo en el armario de «completo hasta el juicio». El caso Sanders estaba en espera hasta que los criminalistas regresaran con su informe preliminar. La División Rampart había pedido a la Pacific que buscara a una prostituta llamada Roxie que había desaparecido del radar; un colega les había dicho que ella había comenzado a trabajar en Westside y tenían la esperanza de que alguien en su unidad pudiera confirmarlo para no tener que abrir un expediente.

Lo peculiar de los casos de personas desaparecidas, al menos en el caso de los adultos, era que desaparecer no era un crimen. La policía tenía más margen con los menores, dependiendo de la edad. Pero en general, no había nada que evitara que la gente simplemente abandonara sus vidas. Sucedía con más frecuencia de lo que la gente pensaba. Sin pruebas de juego sucio, los cuerpos policiales estaban limitados a lo que legalmente podían hacer para investigar. Debido a eso, casos como el de Roxie solían pasar inadvertidos.

Suspirando resignada, Keri se dio cuenta que, exceptuando algo extraordinario, no había realmente razón alguna para quedarse después de las cinco.

Cerró los ojos y se imaginó a sí misma, dentro de menos de una hora, relajándose en su casa bote, el Sea Cups, sirviéndose tres dedos —bueno, cuatro— de Glenlivet y poniéndose cómoda para un atardecer con sobras de comida china y capítulos repetidos de Scandal. Si esa terapia personalizada no daba resultado, podía terminar en el diván de la Dra. Blanc, una opción poco atractiva.

Había comenzado a guardar sus archivos del día cuando Ray llegó y se dejó caer en la silla de la enorme mesa que compartían. Ray era oficialmente el detective Raymond  «Big» Sands, su compañero por ya casi un año y su amigo por cerca de siete.

Realmente hacía honor a su apodo. Ray (Keri nunca lo llamaba «Big», él no necesitaba un masaje de ego) era un hombre negro de un metro noventa y cinco y 104 kilos, con una brillante calva, un diente inferior partido, una perilla muy cuidada y una afición a vestir camisas demasiado pequeñas para él, solo para marcar cuerpo.

Con cuarenta años, Ray aún se parecía al boxeador, medallista olímpico de bronce, que había sido a los veinte, y el contendiente profesional de peso pesado, con un registro de 28-2-1, que había sido hasta la edad de veintiocho. Fue entonces cuando un pequeño contrincante zurdo, casi trece centímetros más bajo que él, le dejó sin ojo derecho de un malicioso gancho y le puso a su carrera un chirriante final. Utilizó un parche durante dos años, que le resultó incómodo, y finalmente se puso un ojo de vidrio, con el que de alguna manera le iba mejor.

Como Keri, Ray se unió a la Fuerza más tarde que la mayoría, cuando al principio de la treintena buscaba un nuevo propósito en la vida. Ascendió rápidamente y era ahora el detective sénior en la Unidad de Personas Desaparecidas de la División Pacífico o UPD.

–Pareces una mujer que sueña con olas y whisky —dijo.

–¿Tan evidente es? —preguntó Keri.

–Soy un buen detective. Mis poderes de observación son inigualables. Además, hoy ya mencionaste dos veces tus excitantes planes vespertinos.

–¿Qué puedo decir? Soy persistente cuando persigo mis objetivos, Raymond.

Él sonrió, con su ojo bueno mostraba una calidez que su defecto físico ocultaba. Keri era la única a la que permitía llamarle por su nombre propio. A ella le gustaba mezclarlo con otros títulos, menos halagadores. Con frecuencia él hacía lo mismo con respecto a ella.

–Escucha, pequeña señorita Sunshine, puede que estés mejor invirtiendo los últimos minutos de tu turno revisando con los criminalistas acerca del caso Sanders en lugar de soñar despierta con beber despierta.

–¿Beber despierta? —dijo ella, simulando estar ofendida—. No es beber despierta si empiezo después de las cinco, Gigantor.

Él iba a responderle cuando el teléfono sonó. Keri cogió la llamada antes de que Ray pudiera decir algo y ella, juguetona, le sacó la lengua.

–División Pacífico Personas Desaparecidas. Detective Locke al habla.

Ray se puso a la escucha también pero sin hablar.

La mujer que llamaba parecía joven, alrededor de treinta años, más o menos. Antes de que ella dijera siquiera por qué estaba llamando, Keri notó la preocupación en su voz.

–Me llamo Mia Penn. Vivo en la Avenida Dell en los Canales de Venice. Estoy preocupada por mi hija, Ashley. Debería haber llegado a casa de la escuela a las tres treinta. Sabía que la iba a llevar a una visita con el dentista a las cuatro cuarenta y cinco. Me escribió un mensaje justo antes de salir de la escuela a las tres pero no está aquí y no responde a ninguna de mis llamadas o mensajes. Eso no es típico de ella para nada. Es muy responsable.

–Sra. Penn, ¿Ashley normalmente va a pie o en coche hasta casa? —preguntó Keri.

–Viene a pie. Está solo en décimo grado, tiene quince años. Ni siquiera ha comenzado las clases de conducir.

Keri miró a Ray. Sabía lo que él iba a decir y no tenía argumentos para contradecirlo. Pero había algo en el tono de Mia Penn que no le gustó. Podía decir que la mujer apenas podía mantener el control. Había pánico bajo la superficie. Quería pedirle a él que se saltaran el protocolo pero no se le ocurría ninguna razón creíble para hacerlo.

–Sra. Penn, habla el detective Ray Sands. Estoy escuchándola por la extensión. Quiero que respire profundamente y luego me diga si su hija ha llegado tarde a casa alguna vez.

Mia Penn replicó enseguida, olvidándose de la sugerencia de respirar mejor.

–Por supuesto —admitió, tratando de ocultar la exasperación en su voz—. Como dije, tiene quince años. Pero siempre ha enviado mensajes o ha llamado si se va a retrasar más de una hora. Y nunca se retrasa cuando tenemos planes.

Ray respondió sin dirigir la vista a Keri, porque sabía que ella lo miraría con desaprobación.

–Sra. Penn, oficialmente, su hija es menor de edad y las normas con respecto a personas desaparecidas no se aplican igual que como sucede con un adulto. Tenemos una autoridad más amplia para investigar. Pero hablándole honestamente, una adolescente que no esté respondiendo a los mensajes de su madre y no haya llegado a casa menos de dos horas después de la salida de la escuela, no va a disparar el tipo de respuesta inmediata que usted espera. En este punto no hay mucho que podamos hacer. En una situación como esta, lo mejor que puede hacer es acercarse a la comisaría y rellenar un informe. Eso es algo que debe hacer. Eso no supone ningún problema y podría acelerar las cosas si necesitamos desplegar recursos.

Hubo una larga pausa antes de que Mia Penn respondiera. El tono de su voz, a diferencia de antes, se volvió cortante.

–¿Cuánto tiempo tengo que esperar para que usted despliegue, detective? —preguntó ella—. ¿Son dos horas más que suficiente? ¿Tengo que esperar hasta que oscurezca? ¿A que no esté en casa mañana por la mañana? Apuesto a que si yo fuera…

Fuera lo que fuera lo que Mia Penn estaba a punto de decir se lo calló, como si supiera que cualquier cosa que añadiera sería contraproducente. Ray iba a responder pero Keri levantó la mano y le lanzó su patentada mirada de «deja que yo me encargue de esto».

–Escuche, Sra. Penn, habla la detective Locke de nuevo. Usted dice que vive en los Canales, ¿correcto? Eso está de camino a mi casa. Deme su dirección de correo electrónico. Le enviaré un formulario de personas desaparecidas. Puede empezar a rellenarlo y yo pasaré para ayudarla a completarlo y agilizar su ingreso en el sistema. ¿Qué le parece?

–Me parece bien, detective Locke. Gracias.

–No hay problema. Y bueno, quizás Ashley ya esté en casa para cuando yo llegue y yo pueda darle un sermón sobre mantener a su mamá informada… sin cargos.

Keri cogió el bolso y las llaves y se preparó para ir a casa de los Penn.

Ray no había dicho una palabra desde que colgaron. Ella sabía que él estaba echando humo silenciosamente pero ella evitó levantar la vista. Si sus miradas se cruzaban, sería ella la que recibiría el sermón y no estaba de humor.

Pero al parecer Ray no necesitaba hacer contacto visual para lo que opinaba.

–Los Canales no están de camino a tu casa.

–Solo tengo que desviarme un poco—insistió ella, todavía sin levantar la vista—. Así que tendré que esperar hasta las seis treinta para regresar al puerto deportivo y a Olivia Pope y asociados. No hay para tanto.

Ray suspiró y se reclinó en su silla.

–Sí que hay para tanto. Keri, hace casi un año que eres detective aquí. Me gusta tenerte como compañera. Y has hecho un gran trabajo, incluso antes de que consiguieras tu placa. El caso Gonzales, por ejemplo. No creo que yo lo hubiera podido resolver y llevo una década más que tú investigando estos casos. Tienes una especie de sexto sentido para estas cosas. Es por eso que te usaba como recurso en los viejos tiempos. Y es por eso que tienes el potencial para ser una verdadera gran detective.

–Gracias —dijo ella, aunque sabía que no él no había terminado.

–Pero tienes una gran debilidad y va a ser tu perdición si no le pones freno. Debes permitir que el sistema funcione. Existe por una razón. El setenta y cinco por ciento de nuestro trabajo se resuelve en las primeras veinticuatro horas sin nuestra ayuda. Debemos dejar que eso suceda para concentrarnos en el otro veinticinco por ciento. Si no lo hacemos, terminamos sobrecargados de trabajo. Nos volvemos improductivos, o peor aún… contraproducentes. Y entonces traicionamos a la gente que de verdad acaba necesitándonos. Es parte de nuestro trabajo escoger nuestras batallas.

–Ray, no estoy ordenando una Alerta AMBER o algo parecido. Solo estoy ayudando con algo de papeleo a una madre preocupada. Y en verdad, son solo quince minutos de desvío de mi ruta.

–Y… —dijo él esperando algo más.

–Y había algo en su voz. Está ocultando algo. Quiero hablar con ella cara a cara. Puede que no sea nada. Y si es así, me iré.

Ray negó con la cabeza y lo intentó una vez más.

–¿Cuántas horas perdiste con ese chico sin hogar en Palms que estabas segura de que había desaparecido y no fue así? ¿Quince?

Keri se encogió de hombros.

–Mejor asegurarse que lamentarse —murmuró por lo bajo.

–Mejor empleado que despedido por uso inapropiado de los recursos del departamento —replicó él.

–Ya son más de las cinco —dijo Keri.

–¿Y eso qué significa?

–Significa que me paso de mi turno. Y esa madre me está esperando.

–Como si nunca te pasaras de tu turno. Llámala, Keri. Dile que te envíe por correo electrónico los formularios cuando haya terminado. Dile que llame aquí si tiene alguna pregunta. Pero ve a casa.

Ella había sido tan paciente como había podido pero por lo que a ella concernía, la conversación había terminado.

–Te veré mañana, Don Limpio —dijo, dándole un apretón en el brazo.

Cuando se dirigía al aparcamiento para buscar su Toyota Prius de color plata de diez años, trató de recordar el atajo más rápido para llegar a los Canales de Venice. Sentía ya una urgencia que no comprendía.

Una que no le gustaba.

Un Rastro de Muerte: Un Misterio Keri Locke – Libro #1

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