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El virus: todo lo que es sólido se desvanece en el aire

Existe un debate en las ciencias sociales sobre si la verdad y la calidad de las instituciones de una sociedad determinada se conocen mejor en situaciones normales, de funcionamiento habitual, o en situaciones excepcionales, de crisis. Tal vez ambos tipos de situaciones sean inductores de conocimiento, pero sin duda nos permiten conocer o revelan cosas diferentes. ¿Qué conocimiento potencial proviene de la pandemia del coronavirus?

La normalidad de la excepción. La pandemia actual no es una situación de crisis claramente opuesta a una situación normal. Desde la década de los ochenta, a medida que el neoliberalismo se impuso como la versión dominante del capitalismo y este se sometió cada vez más a la lógica del sector financiero, el mundo ha vivido en un estado de crisis permanente. Una situación doblemente anormal. Por un lado, la idea de una crisis permanente es un oxímoron, ya que, en el sentido etimológico, la crisis es, por naturaleza, excepcional y temporal, y constituye una oportunidad de superación para originar un mejor estado de cosas. Por otro, cuando la crisis es pasajera, debe explicarse por los factores que la provocan. Sin embargo, cuando se vuelve permanente, la crisis se convierte en la causa que explica todo lo demás. Por ejemplo, la continua crisis financiera se utiliza para explicar los recortes en las políticas sociales (salud, educación, seguridad social) o la degradación salarial. Así, impide preguntar sobre las causas reales de la crisis. El objetivo de la crisis permanente no se debe resolver. Pero, ¿cuál es el propósito de este objetivo? Básicamente hay dos: legitimar la escandalosa concentración de riqueza y boicotear medidas efectivas para prevenir una inminente catástrofe ecológica. Así hemos vivido durante los últimos cuarenta años. Por esta razón, la pandemia sólo agrava una situación de crisis a la que ha sido sometida la población mundial. Por ello implica un peligro específico. En muchos países, los servicios de salud pública estaban mejor preparados para afrontar la pandemia hace diez o veinte años de lo que lo están hoy.

La elasticidad de lo social. En cada época histórica, las formas de vida dominantes (trabajo, consumo, ocio, convivencia) y las maneras de anticipar o posponer la muerte son relativamente rígidas y parecen derivar de reglas escritas en el corazón de la naturaleza humana. Es cierto que se modifican de forma paulatina, pero los cambios casi siempre pasan desapercibidos. El brote de una pandemia no se corresponde con este retraso. Requiere cambios drásticos. Y, de repente, se vuelven posibles como si siempre lo hubiesen sido. Es viable quedarse en casa y tener tiempo para leer un libro y pasar más rato con los niños, consumir menos, prescindir del vicio de pasar el tiempo en los centros comerciales, mirar lo que está a la venta y olvidar todo lo que uno quiere, pero sólo puede obtener por medios distintos a la compra. Se desmorona la idea conservadora de que no hay alternativa a la forma de vida impuesta por el hipercapitalismo en el que vivimos. Queda en evidencia que, si no hay alternativas, es porque el sistema democrático ha sido forzado a dejar de discutir alternativas. Al haber sido expulsadas del sistema político, las alternativas entrarán cada vez con mayor frecuencia en la vida de los ciudadanos y lo harán por la puerta de atrás de las crisis pandémicas, los desastres ambientales y los colapsos financieros. Es decir, las alternativas volverán de la peor manera posible.

La fragilidad de lo humano. La aparente rigidez de las soluciones sociales crea, en las clases que las aprovechan al máximo, una extraña sensación de seguridad. Es cierto que siempre existe cierta inseguridad, pero se cuenta con medios y recursos para minimizarla, ya sea atención médica, pólizas de seguro, servicios de compañías de seguridad, terapia psicológica, gimnasios. Esta sensación de seguridad se combina con un sentimiento de arrogancia, incluso de condena, por parte de quienes se sienten víctimas de las mismas soluciones sociales. El brote viral pulveriza el sentido común y evapora la seguridad de un día para otro. Sabemos que la pandemia no es ciega y tiene objetivos privilegiados, pero, aun así, crea una conciencia de comunión planetaria, de alguna manera democrática. La etimología del término pandemia dice exactamente eso: reunión del pueblo. La tragedia es que, en este caso, para demostrar solidaridad, lo mejor es aislarnos y evitar tocar a otras personas. Es una extraña comunión de destinos. ¿Serán posibles otras?

Los fines no justifican los medios. La desaceleración de la actividad económica, especialmente en el país más grande y dinámico del mundo, tiene consecuencias negativas obvias. Pero también posee algunas positivas. Por ejemplo, la disminución de la contaminación atmosférica. Un especialista en calidad del aire de la agencia espacial estadounidense (NASA) dijo que nunca se había visto una caída tan drástica en la contaminación de un área tan vasta. ¿Acaso quiere decir que, a comienzos del siglo XXI, la única forma de evitar la inminente catástrofe ecológica es a través de la destrucción masiva de la vida humana? ¿Hemos perdido la imaginación preventiva y la capacidad política para ponerla en práctica?

También se sabe que, para controlar efectivamente la pandemia, China ha implementado métodos de represión y vigilancia particularmente estrictos. Cada vez es más evidente que las medidas han sido efectivas. Pero China, a pesar de todos sus méritos, no es un país democrático. Es muy cuestionable que dichas medidas puedan implementarse o tengan la misma efectividad en un país democrático. ¿Significa que la democracia carece de la capacidad política para responder a emergencias? Por el contrario, The Economist mostró a principios de este año que las epidemias tienden a ser menos letales en los países democráticos debido a la libre difusión de información. Pero, como las democracias son cada vez más vulnerables a las fake news, tendremos que imaginar soluciones democráticas basadas en la democracia participativa a nivel de vecindarios y comunidades, y en la educación cívica orientada a la solidaridad y la cooperación, y no al emprendedurismo y la competitividad a toda costa.

La guerra de la que se hace la paz. La forma en que se construyó inicialmente la narrativa sobre la pandemia en los medios de comunicación occidentales evidenció el afán de demonizar a China. Las malas condiciones higiénicas en los mercados chinos y sus extraños hábitos alimentarios (primitivismo insinuado) eran el origen del mal. Subliminalmente, el público del planeta fue alertado sobre el peligro de que China, que hoy es la segunda economía mundial, domine el mundo. Si China era incapaz de prevenir semejante daño a la salud mundial y, además, de superarlo de manera efectiva, ¿cómo podríamos confiar en la tecnología del futuro propuesta por China? ¿Pero el virus se originó en China? La verdad es que, según la Organización Mundial de la Salud, su origen aún no se ha determinado. Por lo tanto, es irresponsable que los medios oficiales en los Estados Unidos hablen del «virus extranjero» o incluso del «coronavirus chino», especialmente porque sólo en países con buenos sistemas de salud pública (Estados Unidos no es uno de ellos) es posible hacer pruebas gratuitas y determinar con precisión los tipos de gripe que se dieron en los últimos meses. Lo que sabemos con certeza es que, mucho más allá del coronavirus, existe una guerra comercial entre China y Estados Unidos, una guerra sin cuartel que, como todo parece indicar, acabará con un vencedor y un vencido. Desde el punto de vista de los Estados Unidos, existe una necesidad urgente de neutralizar el liderazgo de China en cuatro áreas: la fabricación de teléfonos móviles, las telecomunicaciones de quinta generación (inteligencia artificial), los automóviles eléctricos y las energías renovables.

La sociología de las ausencias. Una pandemia de tales dimensiones causa conmoción en todo el mundo. Aunque dramatizar esté justificado, es bueno tener en cuenta las sombras que crea la visibilidad. Por ejemplo, Médicos sin Fronteras advierte de la extrema vulnerabilidad al virus de los miles de refugiados e inmigrantes detenidos en centros de internamiento en Grecia. En uno de ellos (campo de Moria), hay un grifo de agua para 1300 personas y no hay jabón. Los refugiados viven hacinados. Familias de cinco o seis personas duermen en un espacio de menos de tres metros cuadrados. Esto también es parte de Europa, es la Europa invisible. Como estas condiciones también prevalecen en la frontera sur de los Estados Unidos, hay también allí una América invisible. Y las zonas de invisibilidad podrán multiplicarse en muchas otras regiones del mundo, tal vez incluso aquí, muy cerca de cada uno de nosotros. Quizá baste con abrir la ventana.

La cruel pedagogía del virus

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