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CAPÍTULO XXII

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Dueñas. – Los hijos de Egipto. – Chalanerías. – El caballo de carga. – La caída. – Palencia. – Curas carlistas. – El mirador. – Sinceridad sacerdotal. – León. – Alarma de Antonio. – Calor y polvo.

Después de estar diez días en Valladolid nos pusimos en marcha para León. Llegamos al mediodía a Dueñas, ciudad notable por muchos motivos, distante de Valladolid seis leguas cortas. Hállase situada en una ladera, sobre la que se alza a pico una montaña de tierra calcárea coronada por un castillo en ruinas. En torno de Dueñas se ve multitud de cuevas excavadas en la pendiente y cerradas con fuertes puertas: son las bodegas donde se guarda el vino que en abundancia produce la comarca, y que se vende principalmente a los navarros y montañeses; acuden a buscarlo en carretas de bueyes y se lo llevan en grandes cantidades. Paramos en una mezquina posada de los arrabales, con idea de dar descanso a los caballos. Varios soldados de Caballería allí alojados aparecieron en seguida, y con ojos de gente experta empezaron a examinar mi caballo entero. «Este caballo tan bueno debiera ser nuestro – dijo el cabo – . ¡Qué pecho tiene! ¿Con qué derecho viaja usted en ese caballo, señor, haciendo falta tantos para el servicio de la reina? Este caballo pertenece a la requisa.» «Con el derecho que me da el haberlo comprado, y el ser yo inglés» – repliqué. «¡Oh, su merced es inglés! – respondió el cabo – . Eso es otra cosa. A los ingleses se les permite en España hacer de lo suyo lo que quieran, permiso que no tienen los españoles. Caballero, he visto a sus paisanos de usted en las provincias vascongadas: vaya, ¡qué jinetes y qué caballos! Tampoco se baten mal; pero lo que mejor hacen es montar. Los he visto subir por los barrancos en busca de los facciosos, y caer sobre ellos de improviso cuando se creían más seguros y no dejar ni uno vivo. La verdad: este caballo es magnífico; voy a mirarle el diente.»

Miré al cabo; tenía la nariz y los ojos dentro de la boca del caballo. Los demás de la partida, que podían ser seis o siete, no estaban menos atareados. El uno le examinaba las manos; el otro, las patas; éste tiraba de la cola con toda su fuerza, mientras aquél le apretaba la tráquea para descubrir si el animal tenía allí alguna tacha. Por fin, al ver al cabo dispuesto a aflojarle la silla para reconocerle el lomo, exclamé:

– Quietos, chabés8 de Egipto; os olvidáis de que sois hundunares9, y que no estáis paruguing grastes10 en el chardí11.

Al oír estas palabras, el cabo y los soldados volvieron completamente el rostro hacia mí. Sí; no cabía duda: eran los semblantes y el mirar fijo y velado de los hijos de Egipto. Lo menos un minuto estuvimos mirándonos mutuamente, hasta que el cabo, en la más elocuente lamentación gitana imaginable, me dijo: ¡El erray12 nos conoce a nosotros, pobres Caloré!13 ¿Y dice que es inglés? ¡Bullati!14 No me figuraba encontrar por aquí un Busnó15 que nos conociera, porque en estas tierras no se ven nunca gitanos. Sí; su merced acierta; somos todos de la sangre de los Caloré. Somos de Melegrana16, y de allí nos sacaron para llevarnos a las guerras. Su merced ha acertado; al ver este caballo nos hemos creído otra vez en nuestra casa en el mercado de Granada; el caballo es paisano nuestro, un andalou verdadero. Por Dios, véndanos su merced este caballo; aunque somos pobres Caloré, podemos comprarlo.

– Os olvidáis de que sois soldados; ¿cómo me ibais a comprar el caballo?

– Somos soldados – replicó el cabo – ; pero no hemos dejado de ser Caloré. Compramos y vendemos bestis; nuestro capitán va a la parte con nosotros. Hemos estado en las guerras; pero no queremos pelear; eso se queda para los Busné. Hemos vivido juntos y muy unidos, como buenos Caloré; hemos ganado dinero. No tenga usted cuidao. Podemos comprarle el caballo.

Al decir esto, sacó una bolsa con diez onzas de oro lo menos.

– Si quisiera venderlo – repuse – , ¿cuánto me daríais por el caballo?

– Entonces su merced desea vender el caballo. Eso ya es otra cosa. Le daremos a su merced diez duros por él. No vale para nada.

– ¿Cómo es eso? – exclamé – . Hace un momento me habéis dicho que era un caballo muy bueno, paisano vuestro.

– No, señor; no hemos dicho que sea Andalou, hemos dicho que es Extremou, y de lo peor de su casta. Tiene diez y ocho años, es corto de resuello y está malo.

– Pero si yo no quiero vender el caballo; al contrario. Más bien necesito comprar que vender.

– ¿Su merced no quiere vender el caballo? – dijo el gitano – . Espere su merced: daremos sesenta duros por el caballo de su merced.

– Aunque me dierais doscientos sesenta. ¡Meclis, meclis!17, no digas más. Conozco las tretas de los gitanos. No quiero tratos con vosotros.

– ¿No ha dicho su merced que desea comprar un caballo? – preguntó el gitano.

– No necesito comprar ninguno – exclamé – . De necesitar algo, sería una jaca para el equipaje. Pero se ha hecho tarde; Antonio, paga la cuenta.

– Espere su merced; no tenga tanta prisa – dijo el gitano – . Voy a traerle lo que usted necesita.

Sin aguardar respuesta corrió a la cuadra, y a poco salió trayendo por el ramal una jaca ruana, de unos trece palmos de alzada, llena de mataduras y señales de las cuerdas y ataderos. La estampa, sin embargo, no era mala, y tenía un brillo extraordinario en los ojos.

– Aquí tiene su merced – dijo el gitano – la mejor jaca de España.

– ¿Para qué me enseñas ese pobre animal? – pregunté.

– ¿Pobre animal? – repuso el gitano – . Es un caballo mejor que su Andalou de usted.

– Puede que no quisieras cambiarlos – dije yo sonriendo.

– Señor, lo que yo digo es que puesto a correr, le saca ventaja a su Andalou de usted.

– Está muy flaco – respondí – . Me parece que concluirá muy pronto de pasar fatigas.

– Flaco y todo como está, señor, ni usted ni cuantos ingleses hay en España son capaces de dominarlo.

Miré otra vez al animal, y su estampa me hizo una impresión más favorable aún que antes. Necesitaba yo una caballería para relevar, cuando fuese menester, a la de Antonio en el transporte del equipaje, y aunque el estado de aquella jaca era lastimoso, pensé que con el buen trato no tardaría en redondearse.

– ¿Puedo montar en él? – pregunté.

– Es caballo de carga, señor, y no está hecho a la silla; sólo se deja montar por mí, que soy su amo. Cuando se arranca, no para hasta el mar: se lanza por cuestas y montañas, y las deja atrás en un momento. Si quiere usted montar este caballo, señor, permítame que antes le ponga la brida, porque con el ronzal no podrá usted sujetarlo.

– Eso es una tontería – repliqué – . Pretendes hacerme creer que tiene mucho genio para pedir más por él. Te digo que está casi muriéndose.

Tomé el ronzal y monté. Apenas me sintió sobre las costillas, el animalito, que hasta entonces había estado inmóvil como una piedra, sin mostrar el menor deseo de cambiar de postura ni dar más señales de vida que revolver los ojos y enderezar una oreja, arrancó al galope tendido como un caballo de carreras. Presumía yo que el caballo iba a cocear o a tirarse al suelo para librarse de la carga; pero la escapada me cogió completamente desprevenido. No me costó gran trabajo, sin embargo, sostenerme, porque desde la niñez estaba yo habituado a montar en pelo; pero frustró todos los esfuerzos que hice para detenerlo, y casi empecé a creer, como me había dicho el gitano, que ya no se pararía hasta el mar. No obstante, disponía yo de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo rígido, parecía de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez de su carrera ni un momento. A mano izquierda del camino, por donde volábamos, había una profunda zanja, en el preciso lugar donde el camino torcía a la derecha, y hacia la zanja se lanzó oblicuamente el caballo. Con los tirones se rompió el ronzal; el caballo siguió disparado como una flecha, y yo caí de espaldas al suelo.

– Señor– dijo el gitano, acercándoseme con el semblante más serio del mundo – , ya le decía yo a usted que no montase sin brida ni freno; es caballo de carga y sólo está acostumbrado a que le monte yo, que le doy de comer. (Al decir esto silbó, y el animal, que andaba dando corcovos por el campo, y acoceando el aire, volvió al instante con un suave relincho.) Vea su merced qué manso es – continuó el gitano – . Es un caballo de carga de primera, y puede subir, con todo lo que usted lleva, las montañas de Galicia.

– ¿Cuánto pides por él? – dije yo.

– Señor, como su merced es inglés y buen jinete, y, sobre todo, conoce los usos de los Caloré, y sus mañas y lenguaje también, se lo venderé a usted muy arreglado. Me dará usted doscientos sesenta duros por él, ni uno menos.

– Es mucho dinero – respondí.

– No, señor, nada de eso; es un caballo de carga; fíjese usted que pertenece al ejército, y no lo vendo para mí.

Dos horas de caballo nos pusieron en Palencia, ciudad antigua y bella, admirablemente situada a orillas del Carrión, y famosa por su comercio de lanas. Nos alojamos en la mejor posada que había, y seguidamente fuí a visitar a uno de los principales comerciantes de la ciudad, para quien me había dado una recomendación mi banquero de Madrid. Dijéronme que el señor estaba durmiendo la siesta. «Entonces – pensé yo – lo mejor será hacer otro tanto», y me volví a la posada. Por la tarde repetí la visita, y vi al comerciante. Era un hombre bajo y corpulento, de unos treinta años; al pronto me recibió con cierta sequedad, pero no tardaron sus modales en dulcificarse, y a lo último no sabía ya cómo darme suficientes pruebas de su cortesía. Me presentó a un su hermano, recién llegado de Santander, persona inteligente en grado sumo, y que había vivido varios años en Inglaterra. Ambos se empeñaron en enseñarme la ciudad, como lo hicieron, paseándome por ella y por sus cercanías. Admiré sobre todo la catedral, edificio de estilo gótico primitivo, pero elegante y ligero. Mientras recorríamos sus naves laterales, los dulces rayos del sol poniente, al entrar por las ventanas arqueadas, iluminaban algunos hermosos cuadros de Murillo que adornan el sagrado edificio18. Desde la iglesia lleváronme mis amigos por un camino pintoresco a un batán de las afueras. Abundaban allí el agua y los árboles, pareciéndome los alrededores de Palencia uno de los lugares más agradables que hasta entonces había visto. Cansados de rodar de una parte a otra, fuimos a un café, donde me obsequiaron con dulces y chocolate. Tal fué la hospitalidad de mis amigos, sencilla y agradable, como hay mucha en España.

Al siguiente día proseguimos el viaje, triste en su mayor parte, a través de áridas y desoladas llanuras, con algunos pueblos y ciudades esparcidos aquí y allá, pueblos silenciosos, melancólicos, distantes unos de otros dos o tres leguas. Hacia el mediodía percibimos a lo lejos, entre brumas, una inmensa cadena de montañas, límite septentrional de Castilla; pero el día se nubló y obscureció, y las perdimos de vista. Un viento sonoro comenzó a soplar con violencia en las desoladas llanuras, arrojándonos al rostro nubes de polvo; los pocos rayos de sol que traspasaban las nubes eran candentes, inflamados. Iba yo muy cansado del viaje, y cuando a eso de las cuatro llegamos a X19, pueblo grande, a mitad de camino entre Palencia y León, resolví pasar allí la noche. Pocos lugares habré visto en mi vida tan desolados como aquel pueblo. Las casas, grandes en su mayoría, tenían muros de barro, como los pajares. En toda la sinuosa y larga calle por donde entramos, no vimos alma viviente a quien preguntar por la venta o posada; al cabo, en un extremo de la plaza, al fondo, descubrimos dos bultos negros parados junto a una puerta, e interrogándolos supimos ser aquella la casa que buscábamos. Extraño era el aspecto de los dos seres, que parecían los genios del lugar. El uno, pequeño y delgado, de unos cincuenta años, tenía las facciones pronunciadas y aviesas. Vestía una holgada casaca negra de largos faldones, calzón también negro y gruesas medias de estambre del mismo color. Hubiérale tomado desde luego por un eclesiástico, a no ser por su sombrero, pequeña castora abollada, nada clerical ciertamente. Su acompañante era de corta estatura y mucho más joven. Vestía de análogo modo, salvo que llevaba una capa azul obscuro. Empuñaban sendos bastones, y, sin alejarse de la puerta, tan pronto entraban como salían, mirando a veces al camino, como si aguardasen a alguien.

– Créame usted, mon maître– me dijo Antonio en francés – , estos dos individuos son curas carlistas, y están aguardando la llegada del Pretendiente. Les imbeciles!

Llevamos los caballos a la cuadra, guiados por la posadera. «¿Quiénes son esos hombres?» – pregunté.

– El más viejo es el arcipreste del pueblo– respondió la mujer – . El otro es hermano de mi marido. ¡Pobrecito! Era fraile en un convento de aquí; pero lo cerraron y echaron a los hermanos.

Volvimos a la puerta.

– Me parece, caballeros, que ustedes son catalanes – dijo el cura. – ¿Traen ustedes noticias de aquel reino?

– ¿Por qué supone usted que somos catalanes? – pregunté.

– Porque les he oído hace un momento hablar en esa lengua.

– No traigo noticias de Cataluña – respondí – . Pero creo que la mayor parte del principado está en manos de los carlistas.

– ¡Ejem, hermano Pedro! Este caballero dice que la mayor parte de Cataluña está en poder de los realistas. Por favor, caballero, dígame si sabe por dónde andará a estas horas Don Carlos con su ejército.

– Por mis noticias – respondí – es posible que esté ya muy cerca de aquí.

Eché a andar hacia la salida del pueblo. Al instante se me juntaron los dos individuos, y Antonio con ellos, poniéndonos los cuatro a mirar fijamente al camino.

– ¿Ve usted algo? – pregunté por fin a Antonio.

– Non, mon maître.

– ¿Ve usted algo, señor? – pregunté al cura.

– No veo nada – respondió, alargando el pescuezo.

– No veo nada – dijo Pedro, el ex fraile – ; sólo veo mucho polvo, cada vez más espeso.

– Entonces, yo me vuelvo – dije – . Es poco prudente estarse aquí esperando al Pretendiente. Si los nacionales de la población se enteran, pueden fusilarnos.

– ¡Ejem! – dijo el cura, siguiéndome – . Aquí no hay nacionales; quisiera yo saber quién se atrevería a serlo. Cuando los vecinos recibieron orden de alistarse en la milicia, rehusaron todos sin excepción, y tuvimos que pagar una multa. Por tanto, amigo, si tiene algo que comunicarnos hable sin recelo; aquí todos somos de su misma opinión.

– Yo no tengo opinión alguna – repliqué – , como no sea que me corre prisa cenar. No estoy por Rey ni por Roque. ¿No dice usted que soy catalán? Pues ya sabe usted que los catalanes no piensan más que en sus negocios.

Al anochecer anduve vagando por el pueblo, que me pareció aún más abandonado y melancólico que antes; acaso fué, no obstante, una población de importancia en tiempos pasados. En un extremo del pueblo yacían las ruinas de un vasto y tosco castillo, casi todo de piedra berroqueña; quise visitarlas, pero hallé la entrada defendida por una puerta. Desde el castillo me encaminé al convento, triste y desolado lugar, antigua morada de frailes franciscanos mendicantes. Ya me volvía a la posada, cuando oí fuerte rumor de voces, y guiándome por ellas no tardé en salir a una especie de prado, donde sobre un montículo estaba sentado un cura vestido de hábitos, leyendo en alta voz un periódico; en torno suyo, de pie o sentados en la hierba, se congregaban unos cincuenta vecinos, vestidos casi todos con luengas capas; entre ellos descubrí a mis dos amigos, el cura y el fraile. «Es un buen enjambre de carlistas – dije entre mí – ansiosos de noticias»; y me encaminé hacia otra parte de la pradera, donde pastaban los ganados del pueblo. El cura, en cuanto me vió, se apartó del grupo y vino a mí. «He oído que necesita usted un caballo – me dijo – . Yo tengo aquí uno pastando, el mejor del reino de León»; y con la volubilidad de un chalán empezó a ensalzar los méritos del animal. No tardó en juntársenos el fraile, quien, aprovechando una oportunidad, me tiró de la manga, y me dijo:

– Señor, con el cura no se puede tratar; es el pillo más grande de estos contornos. Si necesita usted un caballo, mi hermano tiene uno mucho mejor, y se lo dará más barato.

– No pienso comprarlo hasta que llegue a León – exclamé; y me fuí, meditando en la amistad y en la sinceridad de los curas.

Desde X a León, ocho leguas de camino, el país mejoró rápidamente; cruzamos varios arroyos, y a veces atravesábamos praderas exuberantes. Volvió a brillar el sol, y acogí su reaparición con alegría, a pesar del sofocante calor. A dos leguas de León dimos alcance a un tropel de gente con caballos, mulas y carros que acudían a la famosa feria que el día de San Juan se celebra en León; en efecto, se inauguró a los tres días de nuestra llegada. Aunque esa feria es principalmente de caballos, acuden a ella comerciantes de muchas partes de España con diferentes géneros de mercadería, y allí me encontré a muchos catalanes ya vistos en Medina y Valladolid.

Nada notable hay en León, ciudad vieja y tétrica, salvo la catedral, que es, en muchos respectos, un duplicado de la de Palencia, elegante y aérea como ésta, pero sin los espléndidos cuadros que la adornan. La situación de León en el centro de una comarca floreciente, abundante en árboles, y regada por muchas corrientes de agua nacidas en las grandes montañas de las inmediaciones, es muy placentera. Dista mucho, sin embargo, de ser un lugar saludable, sobre todo en verano, cuando los calores suscitan las emanaciones nocivas de las aguas, que engendran muchas enfermedades, especialmente calenturas. Apenas llevaba tres días en León me atacó una de esas fiebres, contra la que creí no poder luchar, no obstante mi constitución robusta, pues en siete días que me duró me quedé casi en los huesos, y en tan deplorable estado de debilidad que no podía hacer el más leve movimiento. Pero ya antes había logrado que un librero se encargara de vender los Testamentos, y publicado los anuncios de costumbre, aunque sin grandes esperanzas de buen éxito, porque los leoneses, con raras excepciones, son furibundos carlistas y ciegos e ignorantes secuaces de la arcaica iglesia papal. La sede episcopal de León estuvo ocupada en otro tiempo por el primer ministro de Don Carlos, y parece que su espíritu fanático y feroz llena todavía la ciudad. En cuanto aparecieron los carteles, el clero se puso en movimiento. Fueron de casa en casa, fulminando maldiciones y anatemas y amenazando con todo género de desventuras a quien comprase o leyese «los libros malditos» que los herejes introducían en el país con propósito de pervertir las almas cándidas de los habitantes. Hicieron más: incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico contra el librero. Por fortuna, ese tribunal no posee ahora mucha autoridad, y el librero, atrevido y resuelto, sostuvo el reto y llegó hasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. A pesar del griterío que se levantó contra los libros, se vendieron en León algunos ejemplares; dos fueron adquiridos por sendos exclaustrados, y otros tantos por párrocos de las aldeas vecinas. Creo que en total se vendieron unos quince ejemplares, de suerte que mi visita a lugar tan atrasado no se perdió del todo, porque la semilla del Evangelio quedó sembrada, aunque con parquedad. Pero las espesas tinieblas que envuelven a León son verdaderamente lamentables, y la ignorancia del pueblo es tan grande que en las tiendas se venden públicamente y tienen gran aceptación conjuros y encantaciones impresos contra Satanás y su hueste y contra todo género de maleficios. Tales son los resultados del papismo, la falacia que más ha contribuído a envilecer y embrutecer al espíritu humano.

8

Plural de chabó o chabé: mozo, joven, compañero.

9

Soldados.

10

Parugar: trocar, traficar. Graste: caballo.

11

Feria.

12

Caballero.

13

Plural de Caloró: gitano.

14

Bul; Bullati: el ano.

15

Un hombre no gitano; un gentil.

16

Granada.

17

¡Quita de ahí! ¡Déjame!

18

Estos «cuadros de Murillo» son imaginarios, observa el editor U. R. Burke.

19

Posiblemente Cisneros o Calzada. (Nota del editor Burke.)

La Biblia en España, Tomo II (de 3)

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