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CAPÍTULO XXXVIII

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La prohibición. – El Evangelio, perseguido. – Inculpación de brujería. – Ofalia.

A mediados de Enero, mis enemigos me dieron una carga, prohibiéndome, de modo terminante, en virtud de orden dictada por el gobernador de Madrid, que siguiera vendiendo Testamentos. No me cogió de susto la medida, porque desde algún tiempo antes esperaba yo algo parecido, en razón de las ideas políticas profesadas por los ministros. Fuí, sin dilación, a visitar a Sir George Villiers, informándole de lo sucedido. Me prometió hacer cuanto pudiese para obtener la revocación de la orden. Por desgracia, no tenía entonces gran influencia, porque se había opuesto con todas sus fuerzas al advenimiento del Ministerio moderado, y al nombramiento de Ofalia para la presidencia del Gabinete. Sin embargo, no perdí ni un momento la confianza en el Todopoderoso, en cuyo servicio estaba yo ocupado.

Antes de ese tropiezo las cosas marchaban muy bien. La demanda de Testamentos aumentaba por modo considerable; tanto, que el clero se alarmó, y ese paso fué la consecuencia. Pero habían primero intentado dar otro, muy propio suyo: pretendieron dominarme por el miedo. Uno de los rufianes de Madrid, llamados Manolos, me salió al paso una noche en una calle obscura, y me dijo que si continuaba vendiendo mis «libros judíos», me «enhebraría un cuchillo en el corazón»; yo le contesté que se fuese a su casa, rezase unas oraciones, y dijera a los que le enviaban que me daban mucha lástima; con lo cual se fué, soltando un juramento. Pocos días más tarde recibí orden de enviar dos ejemplares del Testamento a las oficinas del gobernador, y así lo hice; menos de veinticuatro horas después llegó un alguacil a la tienda, y me notificó la prohibición de seguir vendiendo la obra.

Una circunstancia me regocijó. Por raro que parezca, las autoridades no tomaron medida alguna para cerrarme el despacho, y la prohibición sólo se refería a la venta del Nuevo Testamento; como faltaba poco para que el Evangelio de San Lucas, en caló y en vascuence, estuviese listo para la venta, esperé sostener las cosas, aunque en menor escala, hasta que vinieran mejores tiempos.

Me aconsejaron que borrase del escaparate de la tienda las palabras «Despacho de la Sociedad Bíblica británica y extranjera». Me negué a ello. El letrero había llamado mucho la atención, como yo me proponía. Si hubiera intentado llevar este asunto bajo cuerda, apenas habría llegado a vender en Madrid, hasta la fecha de que voy hablando, treinta ejemplares, en lugar de casi trescientos que tenía vendidos. Quien no me conozca se inclinará a llamarme temerario; pero estoy muy lejos de serlo, y nunca adopto un camino aventurado mientras me quede abierto alguno que no lo sea. Sin embargo, yo no soy hombre que se asuste del peligro, cuando veo que no hay más remedio que arrostrarlo para conseguir un propósito.

Los libreros se negaban a vender mi libro; me vi compelido a establecer por mi cuenta una tienda. En Madrid cada tienda tiene su nombre. ¿Cuál podía yo dar a la mía, sino el verdadero? No me avergonzaba de mi causa ni de mi bandera. La enarbolé, y luché a su sombra, no sin buen éxito.

Entretanto, el partido clerical en Madrid no perdonaba esfuerzo para difamarme. En una publicación suya, llamada El amigo de la religión cristiana, apareció un ataque estúpido, pero furioso, contra mí, al cual traté con el desprecio merecido. No satisfechos con eso, intentaron concitar al pueblo en contra mía, diciendo que yo era brujo, compañero de gitanos y hechiceras; y así me llamaban sus agentes cuando me encontraban en la calle. No tengo por qué negar que yo era amigo de gitanos y de adivinos. ¿Iba a avergonzarme de su compañía, cuando mi Maestro se trataba con publicanos y ladrones? Con frecuencia recibía visitas de gitanos: los adoctrinaba, y les leía trozos del Evangelio en su propia lengua; cuando estaban hambrientos y extenuados les daba de comer y de beber. Esto pudo tenerse por brujería en España, pero abrigo la esperanza de que en Inglaterra lo apreciarán de otro modo; y si hubiese yo perecido por entonces, creo que no hubiera faltado alguien dispuesto a reconocer que mi vida no había sido por completo inútil (siempre como instrumento del Altísimo), ya que logré traducir uno de los más valiosos libros de Dios a la lengua de sus criaturas más degradadas.

Entré en negociaciones con el Gobierno para obtener el permiso de vender en Madrid el Nuevo Testamento, y anular la prohibición. Encontré oposición muy grande, que no pude vencer. Varios obispos ultrapapistas, residentes por entonces en Madrid, habían denunciado la Biblia, a la Sociedad Bíblica y a mí. Pero no obstante sus concertados y poderosos esfuerzos, no pudieron conseguir su propósito principal, o sea mi expulsión de Madrid y de España. El conde Ofalia, aunque toleró ser instrumento, hasta cierto punto, de aquellas gentes, no dejó que le empujaran tan lejos. No encuentro palabras bastante enérgicas para hacer justicia al celo y al interés que en todo este asunto desplegó Sir Jorge Villiers en pro de la causa del Testamento. Celebró varias entrevistas con Ofalia sobre esta cuestión, y en ellas le significó su juicio acerca de la injusticia y tiranía con que en aquel caso había sido tratado su compatriota.

Tales quejas hicieron impresión en Ofalia, y más de una vez prometió hacer cuanto pudiese para complacer a Sir Jorge; pero luego los obispos le asediaban, y, poniendo en juego sus temores políticos, ya que no los religiosos, le impedían proceder en el asunto con justicia y honradez. Por indicación de Sir Jorge Villiers, tracé una breve memoria explicando lo que es la Sociedad Bíblica y sus propósitos, en especial los tocantes a España; Sir Jorge entregó personalmente esa memoria al conde. No cansaré al lector insertándola aquí, contentándome con observar que no intenté adular ni halagar, y me expresé con franqueza y honradez, como debe hacer un cristiano. Ofalia, al leer mi escrito, exclamó: «¡Lástima que esta Sociedad sea protestante, y que no sean católicos todos sus miembros!»

Pocos días después me envió un recado con un amigo, pidiéndome, cosa que me asombró, un ejemplar del Evangelio en gitano. Permítaseme decir aquí que la fama de este libro, aunque no publicado todavía, se había esparcido por Madrid como fuego por reguero de pólvora, y todo el mundo ansiaba tener un ejemplar; varios grandes de España me enviaron recado con la misma pretensión, pero no les atendí. Al instante resolví aprovechar la coyuntura que me ofrecía el conde de Ofalia y me dispuse a visitarle en persona. Mandé encuadernar lujosamente un ejemplar del Evangelio, y, encaminándome a Palacio, obtuve audiencia en el acto. Era un hombre diminuto, mustio, entre los cincuenta y los sesenta años de edad, con dientes y pelo postizos, pero de muy corteses maneras. Me recibió con gran afabilidad y me dió las gracias por el regalo; pero cuando le hablé del Nuevo Testamento, me dijo que el asunto estaba rodeado de dificultades, y que la gran masa del clero se había puesto en mi contra; me exhortó a que tuviera paciencia y calma, y en tal caso dijo que trataría de buscar el modo de complacerme. Entre otras cosas, me dijo que los obispos odiaban a un sectario más que a un ateo. Contesté que, como los antiguos fariseos, se cuidaban más del oro del templo que del templo mismo. Durante toda la entrevista dió evidentes señales de un gran temor, y continuamente miraba detrás y alrededor de sí, como si temiera que alguien le escuchase; esto me hizo recordar el dicho de un amigo, según el cual, si hay algo de verdad en la metempsícosis, el alma del conde de Ofalia debió de pertenecer originariamente a un ratón. Nos separamos en muy amistosos términos, y me fuí maravillado del extraño azar que ha hecho de un pobre hombre como éste el primer ministro de un país como España.

La Biblia en España, Tomo III (de 3)

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