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Capítulo 3 - DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER (continuación)

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Cuando me di cuenta de que era un prisionero, una especie de sensación salvaje se apoderó de mí. Corrí arriba y abajo por las escaleras, pulsando cada puerta y mirando a través de cada ventana que encontraba; pero después de un rato la convicción de mi impotencia se sobrepuso a todos mis otros sentimientos. Ahora, después de unas horas, cuando pienso en ello me imagino que debo haber estado loco, pues me comporté muy semejante a una rata cogida en una trampa. Sin embargo, cuando tuve la convicción de que era impotente, me senté tranquilamente, tan tranquilamente como jamás lo he hecho en mi vida, y comencé a pensar que era lo mejor que podía hacer. De una cosa sí estoy seguro: que no tiene sentido dar a conocer mis ideas al conde. Él sabe perfectamente que estoy atrapado; y como él mismo es quien lo ha hecho, e indudablemente tiene sus motivos para ello, si le confieso completamente mi situación sólo tratará de engañarme.


Por lo que hasta aquí puedo ver, mi único plan será mantener mis conocimientos y mis temores para mí mismo, y mis ojos abiertos. Sé que o estoy siendo engañado como un niño, por mis propios temores, o estoy en un aprieto; y si esto último es lo verdadero, necesito y necesitaré todos mis sesos para poder salir adelante.

Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí que la gran puerta de abajo se cerraba, y supe que el conde había regresado. No llegó de inmediato a la biblioteca, por lo que yo cautelosamente regresé a mi cuarto, y lo encontré arreglándome la cama. Esto era raro, pero sólo confirmó lo que yo ya había estado sospechando durante bastante tiempo: en la casa no había sirvientes. Cuando después lo vi a través de la hendidura de los goznes de la puerta arreglando la mesa en el comedor, ya no tuve ninguna duda; pues si él se encargaba de hacer todos aquellos oficios minúsculos, seguramente era la prueba de que no había nadie más en el castillo, y el mismo conde debió haber sido el cochero que me trajo en la calesa hasta aquí. Esto es un pensamiento terrible; pues si es así, significa que puede controlar a los lobos, tal como lo hizo, por el solo hecho de levantar la mano en silencio. ¿Por qué habrá sido que toda la gente en Bistritz y en el coche sentían tanto temor por mí? ¿Qué significado le daban al crucifijo, al ajo, a la rosa salvaje, al fresno de montaña? ¡Bendita sea aquella buena mujer que me colgó el crucifijo alrededor del cuello! Me da consuelo y fuerza cada vez que lo toco. Es divertido que una cosa a la cual me enseñaron que debía ver con desagrado y como algo idolátrico pueda ser de ayuda en tiempo de soledad y problemas. ¿Es que hay algo en la esencia misma de la cosa, o es que es un medio, una ayuda tangible que evoca el recuerdo de simpatías y consuelos? Puede ser que alguna vez deba examinar este asunto y tratar de decirme acerca de él. Mientras tanto debo averiguar todo lo que pueda sobre el conde Drácula, pues eso me puede ayudar a comprender. Esta noche lo haré que hable sobre él mismo, volteando la conversación en esa dirección. Sin embargo, debo ser muy cuidadoso para no despertar sus sospechas.

Medianoche. He tenido una larga conversación con el conde. Le hice unas cuantas preguntas acerca de la historia de Transilvania, y él respondió al tema en forma maravillosa. Al hablar de cosas y personas, y especialmente de batallas, habló como si hubiese estado presente en todas ellas. Esto me lo explicó posteriormente diciendo que para un boyar el orgullo de su casa y su nombre es su propio orgullo, que la gloria de ellos es su propia gloria, que el destino de ellos es su propio destino. Siempre que habló de su casa se refería a ella diciendo “nosotros”, y casi todo el tiempo habló en plural, tal como hablan los reyes. Me gustaría poder escribir aquí exactamente todo lo que él dijo, pues para mí resulta extremadamente fascinante. Parecía estar ahí toda la historia del país. A medida que hablaba se fue excitando, y se paseó por el cuarto tirando de sus grandes bigotes blancos y sujetando todo lo que tenía en sus manos como si fuese a estrujar lo a pura fuerza. Dijo una cosa que trataré de describir lo más exactamente posible que pueda; pues a su manera, en ella está narrada toda la historia de su raza:

“Nosotros los escequelios tenemos derecho a estar orgullosos, pues por nuestras venas circula la sangre de muchas razas bravías que pelearon como pelean los leones por su señorío. Aquí, en el torbellino de las razas europeas, la tribu ugric trajo desde Islandia el espíritu de lucha que Thor y Wodin les habían dado, y cuyos bersequers demostraron tan clara e intensamente en las costas de Europa (¿qué digo?, y de Asia y de África también) que la misma gente creyó que habían llegado los propios hombres-lobos.

Aquí también, cuando llegaron, encontraron a los hunos, cuya furia guerrera había barrido la tierra como una llama viviente, de tal manera que la gente moribunda creía que en sus venas corría la sangre de aquellas brujas antiguas, quienes expulsadas de Seythia se acoplaron con los diablos en el desierto. ¡Tontos, tontos! ¿Qué diablo o qué bruja ha sido alguna vez tan grande como Atila, cuya sangre está en estas venas? —dijo, levantando sus brazos —. ¿Puede ser extraño que nosotros seamos una raza conquistadora; que seamos orgullosos; que cuando los magiares, los lombardos, los avares, los búlgaros o los turcos se lanzaron por miles sobre nuestras fronteras nosotros los hayamos rechazado? ¿Es extraño que cuando Arpad y sus legiones se desparramaron por la patria húngara nos encontraran aquí al llegar a la frontera; que el Honfoglalas se completara aquí? Y cuando la inundación húngara se desplazó hacia el este, los escequelios fueron proclamados parientes por los misteriosos magiares, y fue a nosotros durante siglos que se nos confió la guardia de la frontera de Turquía. Hay más que eso todavía, el interminable deber de la guardia de la frontera, pues como dicen los turcos el agua duerme, y el enemigo vela. ¿Quién más feliz que nosotros entre las cuatro naciones recibió “la espada ensangrentada”, o corrió más rápidamente al lado del rey cuando éste lanzaba su grito de guerra? ¿Cuándo fue redimida la gran vergüenza de la nación, la vergüenza de Cassova, cuando las banderas de los valacos y de los magiares cayeron abatidas bajo la creciente? ¿Quién fue sino uno de mi propia raza que bajo el nombre de Voivode cruzó el Danubio y batió a los turcos en su propia tierra? ¡Este era indudablemente un Drácula! ¿Quién fue aquel que a su propio hermano indigno, cuando hubo caído, vendió su gente a los turcos y trajo sobre ellos la vergüenza de la esclavitud? ¡No fue, pues, este Drácula, quien inspiró a aquel otro de su raza que en edades posteriores llevó una y otra vez a sus fuerzas sobre el gran río y dentro de Turquía; que, cuando era derrotado regresaba una y otra vez, aunque tuviera que ir solo al sangriento campo donde sus tropas estaban siendo mortalmente destrozadas, porque sabía que sólo él podía garantizar el triunfo! Dicen que él solo pensaba en él mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un jefe? ¿En qué termina una guerra que no tiene un cerebro y un corazón que la dirija? Más todavía, cuando, después de la batalla de Mohacs, nos sacudimos el yugo húngaro, nosotros los de sangre Drácula estábamos entre sus dirigentes, pues nuestro espíritu no podía soportar que no fuésemos libres. Ah, joven amigo, los escequelios (y los Drácula como la sangre de su corazón, su cerebro y sus espadas) pueden enorgullecerse de una tradición que los retoños de los hongos como los Hapsburgo y los Romanoff nunca pueden alcanzar. Los días de guerra ya terminaron. La sangre es una cosa demasiado preciosa en estos días de paz deshonorable; y las glorias de las grandes razas son como un cuento que se narra.

Para aquel tiempo ya se estaba acercando la mañana, y nos fuimos a acostar. (Rec., este diario parece tan horrible como el comienzo de las “Noches Árabes”, pues todo tiene que suspenderse al cantar el gallo —o como el fantasma del padre de Hamlet.)

12 de mayo. Permítaseme comenzar con hechos, con meros y escuetos hechos, verificados con libros y números, y de los cuales no puede haber duda alguna. No debo confundirlos con experiencias que tendrán que descansar en mi propia observación, o en mi memoria de ellas. Anoche, cuando el conde llegó de su cuarto, comenzó por hacerme preguntas de asuntos legales y en la manera en que se tramitaban cierta clase de negocios. Había pasado el día fatigadamente sobre libros y, simplemente para mantener mi mente ocupada, comencé a reflexionar sobre algunas cosas que había estado examinando en la posada de Lincoln. Hay un cierto método en las pesquisas del conde, de tal manera que trataré de ponerlas en su orden de sucesión. El conocimiento puede de alguna forma y alguna vez serme útil.

Primero me preguntó si un hombre en Inglaterra puede tener dos procuradores o más. Le dije que si deseaba podía tener una docena, pero que no sería oportuno tener más de un procurador empleado en una transacción, debido a que sólo podía actuar uno cada vez, y que estarlos cambiando sería seguro actuar en contra de su interés. Pareció que entendió bien lo que le quería decir y continuó preguntándome si habría una dificultad práctica al tener un hombre atendiendo, digamos, las finanzas, y a otro preocupándose por los embarques, en caso de que se necesitara ayuda local en un lugar lejano de la casa del procurador financiero. Yo le pedí que me explicara más completamente, de tal manera que no hubiera oportunidad de que yo pudiera darle un juicio erróneo. Entonces dijo:

—Pondré un ejemplo. Su amigo y mío, el señor Peter Hawkins, desde la sombra de su bella catedral en Exéter, que queda bastante retirada de Londres, compra para mí a través de sus buenos oficios una propiedad en Londres. ¡Muy bien! Ahora déjeme decirle francamente, a menos que usted piense que es muy extraño que yo haya solicitado los servicios de alguien tan lejos de Londres, en lugar de otra persona residente ahí, que mi único motivo fue que ningún interés local fuese servido excepto mis propios deseos. Y como alguien residiendo en Londres pudiera tener, tal vez, algún propósito para sí o para amigos a quienes sirve, busqué a mi agente en la campiña, cuyos trabajos sólo serían para mi interés. Ahora, supongamos, yo, que tengo muchos asuntos pendientes, deseo embarcar algunas cosas, digamos, a Newcastle, o Durham, o Harwich, o Dover, ¿no podría ser que fuese más fácil hacerlo consignándolas a uno de estos puertos?

Yo le respondí que era seguro que sería más fácil, pero que nosotros los procuradores teníamos un sistema de agencias de unos a otros, de tal manera que el trabajo local podía hacerse localmente bajo instrucción de cualquier procurador, por lo que el cliente, poniéndose simplemente en las manos de un hombre, podía ver que sus deseos se cumplieran sin tomarse más molestias.

—Pero —dijo él—, yo tendría la libertad de dirigirme a mí mismo. ¿No es así?

—Por supuesto —le repliqué —; y así hacen muchas veces hombres de negocios, quienes no desean que la totalidad de sus asuntos sean conocidos por una sola persona.

—¡Magnífico! —exclamó.

Y entonces pasó a preguntarme acerca de los medios para enviar cosas en consignación y las formas por las cuales se tenían que pasar, y toda clase de dificultades que pudiesen sobrevenir, pero que pudiesen ser previstas pensándolas de antemano. Le expliqué todas sus preguntas con la mejor de mis habilidades, y ciertamente me dejó bajo la impresión de que hubiese sido un magnífico procurador, pues no había nada que no pensase o previese. Para un hombre que nunca había estado en el país, y que evidentemente no se ocupaba mucho en asuntos de negocios, sus conocimientos y perspicacia eran maravillosos. Cuando quedó satisfecho con esos puntos de los cuales había hablado, y yo había verificado todo también con los libros que tenía a mano, se puso repentinamente de pie y dijo:

—¿Ha escrito desde su primera carta a nuestro amigo el señor Peter Hawkins, o a cualquier otro?

Fue con cierta amargura en mi corazón que le respondí que no, ya que hasta entonces no había visto ninguna oportunidad de enviarle cartas a nadie.

—Entonces escriba ahora, mi joven amigo —me dijo, poniendo su pesada mano sobre mi hombre—; escriba a nuestro amigo y a cualquier otro; y diga, si le place, que usted se quedara conmigo durante un mes más a partir de hoy.

—¿Desea usted que yo me quede tanto tiempo? —le pregunté, pues mi corazón se heló con la idea.

—Lo deseo mucho; no, más bien, no acepto negativas. Cuando su señor, su patrón, como usted quiera, encargó que alguien viniese en su nombre, se entendió que solo debían consultarse mis necesidades. Yo no he escatimado, ¿no es así?

¿Qué podía hacer yo sino inclinarme y aceptar? Era el interés del señor Hawkins y no el mío, y yo tenía que pensar en él, no en mí. Y además, mientras el conde Drácula estaba hablando, había en sus ojos y en sus ademanes algo que me hacía recordar que era su prisionero, y que aunque deseara realmente no tenía dónde escoger. El conde vio su victoria en mi reverencia y su dominio en la angustia de mi rostro, pues de inmediato comenzó a usar ambos, pero en su propia manera suave e irresistible.

—Le suplico, mi buen joven amigo, que no hable de otras cosas sino de negocios en sus cartas. Indudablemente que le gustará a sus amigos saber que usted se encuentra bien, y que usted está ansioso de regresar a casa con ellos, ¿no es así?

Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel y tres sobres. Eran finos, destinados al correo extranjero, y al verlos, y al verlo a él, notando su tranquila sonrisa con los agudos dientes caninos sobresaliéndole sobre los rojos labios inferiores, comprendí también como si se me hubiese dicho con palabras que debía tener bastante prudencia con lo que escribía, pues él iba a leer su contenido. Por lo tanto, tomé la determinación de escribir por ahora sólo unas notas normales, pero escribirle detalladamente al señor Hawkins en secreto. Y también a Mina, pues a ella le podía escribir en taquigrafía, lo cual seguramente dejaría perplejo al conde si leía la carta. Una vez que hube escrito mis dos cartas, me senté calmadamente, leyendo un libro mientras el conde escribía varias notas, acudiendo mientras las escribía a algunos libros sobre su mesa. Luego tomó mis dos cartas y las colocó con las de él, y guardó los utensilios con que había escrito. En el instante en que la puerta se cerró tras él, yo me incliné y miré los sobres que estaban boca abajo sobre la mesa. No sentí ningún escrúpulo en hacer esto, pues bajo las circunstancias sentía que debía protegerme de cualquier manera posible.

Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, número 7, La Creciente, Whitby; otra a herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts & Co., Londres, y la cuarta para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros, Budapest. La segunda y la cuarta no estaban cerradas. Estaba a punto de verlas cuando noté que la perilla de la puerta se movía. Me dejé caer sobre mi asiento, teniendo apenas el tiempo necesario para colocar las cartas como habían estado y para reiniciar la lectura de mi libro, antes de que el conde entrara llevando todavía otra carta en la mano. Tomó todas las otras misivas que estaban sobre la mesa y las estampó cuidadosamente, y luego, volviéndose a mí, dijo:

—Confío en que usted me perdonará, pero tengo mucho trabajo en privado que hacer esta noche. Espero que usted encuentre todas las cosas que necesita.

Ya en la puerta se volvió, y después de un momento de pausa, dijo:

—Permítame que le aconseje, mi querido joven amigo; no, permítame que le advierta con toda seriedad que en caso de que usted deje estos cuartos, por ningún motivo se quede dormido en cualquier otra parte del castillo. Es viejo y tiene muchas memorias, y hay muchas pesadillas para aquellos que no duermen sabiamente. ¡Se lo advierto! En caso de que el sueño lo dominase ahora o en otra oportunidad o esté a punto de dominarlo, regrese deprisa a su propia habitación o a estos cuartos, pues entonces podrá descansar a salvo. Pero no siendo usted cuidadoso a este respecto, entonces… —terminó su discurso de una manera horripilante, pues hizo un movimiento con las manos como si se las estuviera lavando.

Yo casi le entendí. Mi única duda era de si cualquier sueño pudiera ser más terrible que la red sobrenatural, horrible, de tenebrosidad y misterio que parecía estarse cerrando a mi alrededor.

Más tarde. Endoso las últimas palabras escritas, pero esta vez no hay ninguna duda en el asunto. No tendré ningún miedo de dormir en cualquier lugar donde él no esté. He colocado el crucifijo sobre la cabeza de mi cama porque así me imagino que mi descanso está más libre de pesadillas. Y ahí permanecerá.

Cuando me dejó, yo me dirigí a mi cuarto. Después de cierto tiempo, al no escuchar ningún ruido, salí y subí al graderío de piedras desde donde podía ver hacia el sur. Había cierto sentido de la libertad en esta vasta extensión, aunque me fuese inaccesible, comparada con la estrecha oscuridad del patio interior. Al mirar hacia afuera, sentí sin ninguna duda que estaba prisionero, y me pareció que necesitaba un respiro de aire fresco, aunque fuese en la noche. Estoy comenzando a sentir que esta existencia nocturna me está afectando. Me está destruyendo mis nervios. Me asusto de mi propia sombra, y estoy lleno de toda clase de terribles imaginaciones. ¡Dios sabe muy bien que hay motivos para mi terrible miedo en este maldito lugar! Miré el bello paisaje, bañado en la tenue luz amarilla de la luna, hasta que casi era como la luz del día. En la suave penumbra las colinas distantes se derretían, y las sombras se perdían en los valles y hondonadas de un negro aterciopelado. La mera belleza pareció alegrarme; había paz y consuelo en cada respiración que inhalaba. Al reclinarme sobre la ventana mi ojo fue captado por algo que se movía un piso más abajo y algo hacia mi izquierda, donde imagino, por el orden de las habitaciones, que estarían las ventanas del cuarto del propio conde. La ventana en la cual yo me encontraba era alta y profunda, cavada en piedra, y aunque el tiempo y el clima la habían gastado, todavía estaba completa. Pero evidentemente hacía mucho que el marco había desaparecido. Me coloqué detrás del cuadro de piedras y miré atentamente.

Lo que vi fue la cabeza del conde saliendo de la ventana. No le vi la cara, pero supe que era él por el cuello y el movimiento de su espalda y sus brazos. De cualquier modo, no podía confundir aquellas manos, las cuales había estudiado en tantas oportunidades. En un principio me mostré interesado y hasta cierto punto entretenido, pues es maravilloso cómo una pequeña cosa puede interesar y entretener a un hombre que se encuentra prisionero. Pero mis propias sensaciones se tornaron en repulsión y terror cuando vi que todo el hombre emergía lentamente de la ventana y comenzaba a arrastrarse por la pared del castillo, sobre el profundo abismo, con la cabeza hacia abajo y con su manto extendido sobre él a manera de grandes alas. Al principio no daba crédito a mis ojos. Pensé que se trataba de un truco de la luz de la luna, algún malévolo efecto de sombras. Pero continué mirando y no podía ser ningún engaño. Vi cómo los dedos de las manos y de los pies se sujetaban de las esquinas de las piedras, desgastadas claramente de la argamasa por el paso de los años, y así usando cada proyección y desigualdad, se movían hacia abajo a una considerable velocidad, de la misma manera en que una lagartija camina por las paredes.

¿Qué clase de hombre es éste, o qué clase de ente con apariencia de hombre? Siento que el terror de este horrible lugar me esta dominando; tengo miedo, mucho miedo, de que no haya escape posible para mí. Estoy rodeado de tales terrores que no me atrevo a pensar en ellos…

15 de mayo. Una vez más he visto al conde deslizarse como lagartija. Caminó hacia abajo, un poco de lado, durante unos cien pies y tendiendo hacia la izquierda. Allí desapareció en un agujero o ventana. Cuando su cabeza hubo desaparecido, me incliné hacia afuera tratando de ver más, pero sin resultado, ya que la distancia era demasiado grande como para proporcionarme un ángulo visual favorable. Pero entonces ya sabía yo que había abandonado el castillo, y pensé que debía aprovechar la oportunidad para explorar más de lo que hasta entonces me había atrevido a ver. Regresé al cuarto, y tomando una lámpara, probé todas las puertas. Todas estaban cerradas con llave, tal como lo había esperado, y las cerraduras eran comparativamente nuevas. Entonces, descendí por las gradas de piedra al corredor por donde había entrado originalmente.

Encontré que podía retirar suficientemente fácil los cerrojos y destrabar las grandes cadenas; ¡pero la puerta estaba bien cerrada y no había ninguna llave! La llave debía estar en el cuarto del conde. Tengo que vigilar en caso de que su puerta esté sin llave, de manera que pueda conseguirla y escaparme. Continué haciendo un minucioso examen de varias escalinatas y pasadizos y pulsé todas las puertas que estaban ante ellos. Una o dos habitaciones cerca del corredor estaban abiertas, pero no había nada en ellas, nada que ver excepto viejos muebles, polvorientos por el viento y carcomidos de la polilla.

Por fin, sin embargo, encontré una puerta al final de la escalera, la cual, aunque parecía estar cerrada con llave, cedió un poco a la presión. La empujó más fuertemente y descubrí que en verdad no estaba cerrada con llave, sino que la resistencia provenía de que los goznes se habían caído un poco y que la pesada puerta descansaba sobre el suelo. Allí había una oportunidad que bien pudiera ser única, de tal manera que hice un esfuerzo supremo, y después de muchos intentos la forcé hacia atrás de manera que podía entrar. Me encontraba en aquellos momentos en un ala del castillo mucho más a la derecha que los cuartos que conocía y un piso más abajo. Desde las ventanas pude ver que la serie de cuartos estaban situados a lo largo hacia el sur del castillo, con las ventanas de la última habitación viendo tanto al este como al sur. De ese último lado, tanto como del anterior, había un gran precipicio. El castillo estaba construido en la esquina de una gran peña, de tal manera que era casi inexpugnable en tres de sus lados, y grandes ventanas estaban colocadas aquí donde ni la onda, ni el arco, ni la culebrina podían alcanzar, siendo aseguradas así luz y comodidad, a una posición que tenía que ser resguardada. Hacia el oeste había un gran valle, y luego, levantándose allá muy lejos, una gran cadena de montañas dentadas, elevándose pico a pico, donde la piedra desnuda estaba salpicada por fresnos de montaña y abrojos, cuyas raíces se agarraban de las rendijas, hendiduras y rajaduras de las piedras. Esta era evidentemente la porción del castillo ocupada en días pasados por las damas, pues los muebles tenían un aire más cómodo del que hasta entonces había visto. Las ventanas no tenían cortinas, y la amarilla luz de la luna reflejándose en las hondonadas diamantinas, permitía incluso distinguir los colores, mientras suavizaba la cantidad de polvo que yacía sobre todo, y en alguna medida disfrazaba los efectos del tiempo y la polilla. Mi lámpara tenía poco efecto en la brillante luz de la luna, pero yo estaba alegre de tenerla conmigo, pues en el lugar había una tenebrosa soledad que hacía temblar mi corazón y mis nervios. A pesar de todo era mejor que vivir solo en los cuartos que había llegado a odiar debido a la presencia del conde, y después de tratar un poco de dominar mis nervios, me sentí sobrecogido por una suave tranquilidad. Y aquí me encuentro, sentado en una pequeña mesa de roble donde en tiempos antiguos alguna bella dama solía tomar la pluma, con muchos pensamientos y más rubores, para mal escribir su carta de amor, escribiendo en mi diario en taquigrafía todo lo que ha pasado desde que lo cerré por última vez. Es el siglo XIX, muy moderno, con toda su alma. Y sin embargo, a menos que mis sentidos me engañen, los siglos pasados tuvieron y tienen poderes peculiares de ellos, que la mera “modernidad” no puede matar.

Más tarde: mañana del 16 de mayo. Dios me preserve cuerdo, pues a esto estoy reducido. Seguridad, y confianza en la seguridad, son cosas del pasado. Mientras yo viva aquí sólo hay una cosa que desear, y es que no me vuelva loco, si de hecho no estoy loco ya. Si estoy cuerdo, entonces es desde luego enloquecedor pensar que de todas las cosas podridas que se arrastran en este odioso lugar, el conde es la menos tenebrosa para mí; que sólo en él puedo yo buscar la seguridad, aunque ésta sólo sea mientras pueda servir a sus propósitos. ¡Gran Dios, Dios piadoso! Dadme la calma, pues en esa dirección indudablemente me espera la locura. Empiezo a ver nuevas luces sobre ciertas cosas que antes me tenían perplejo. Hasta ahora no sabía verdaderamente lo que quería dar a entender Shakespeare cuando hizo que Hamlet dijera:

“¡Mis libretas, pronto, mis libretas!

es imprescindible que lo escriba”, etc.,

pues ahora, sintiendo como si mi cerebro estuviese desquiciado o como si hubiese llegado el golpe que terminará en su trastorno, me vuelvo a mi diario buscando reposo. El hábito de anotar todo minuciosamente debe ayudarme a tranquilizar.

La misteriosa advertencia del conde me asustó; pero más me asusta ahora cuando pienso en ella, pues para lo futuro tiene un terrorífico poder sobre mí. ¡Tendré dudas de todo lo que me diga! Una vez que hube escrito en mi diario y que hube colocado nuevamente la pluma y el libro en el bolsillo, me sentí soñoliento. Recordé inmediatamente la advertencia del conde, pero fue un placer desobedecerla. La sensación de sueño me había aletargado, y con ella la obstinación que trae el sueño como un forastero. La suave luz de la luna me calmaba, y la vasta extensión afuera me daba una sensación de libertad que me refrescaba. Hice la determinación de no regresar aquella noche a las habitaciones llenas de espantos, sino que dormir aquí donde, antaño, damas se habían sentado y cantado y habían vivido dulces vidas mientras sus suaves pechos se entristecían por los hombres alejados en medio de guerras cruentas. Saqué una amplia cama de su puesto cerca de una esquina, para poder, al acostarme, mirar el hermoso paisaje al este y al sur, y sin pensar y sin tener en cuenta el polvo, me dispuse a dormir. Supongo que debo haberme quedado dormido; así lo espero, pero temo, pues todo lo que siguió fue tan extraordinariamente real, tan real, que ahora sentado aquí a plena luz del sol de la mañana, no puedo pensar de ninguna manera que estaba dormido.

No estaba solo. El cuarto estaba lo mismo, sin ningún cambio de ninguna clase desde que yo había entrado en él; a la luz de la brillante luz de la luna podía ver mis propias pisadas marcadas donde había perturbado la larga acumulación de polvo. En la luz de la luna al lado opuesto donde yo me encontraba estaban tres jóvenes mujeres, mejor dicho tres damas, debido a su vestido y a su porte. En el momento en que las vi pensé que estaba soñando, pues, aunque la luz de la luna estaba detrás de ellas, no proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se me acercaron y me miraron por un tiempo, y entonces comenzaron a murmurar entre ellas. Dos eran de pelo oscuro y tenían altas narices aguileñas, como el conde, y grandes y penetrantes ojos negros, que casi parecían ser rojos contrastando con la pálida luna amarilla. La otra era rubia; increíblemente rubia, con grandes mechones de dorado pelo ondulado y ojos como pálidos zafiros. Me pareció que de alguna manera yo conocía su cara, y que la conocía en relación con algún sueño tenebroso, pero de momento no pude recordar dónde ni cómo. Las tres tenían dientes blancos brillantes que refulgían como perlas contra el rubí de sus labios voluptuosos. Algo había en ellas que me hizo sentirme inquieto; un miedo a la vez nostálgico y mortal. Sentí en mi corazón un deseo malévolo, llameante, de que me besaran con esos labios rojos. No está bien que yo anote esto, en caso de que algún día encuentre los ojos de Mina y la haga padecer; pero es la verdad. Murmuraron entre sí, y entonces las tres rieron, con una risa argentina, musical, pero tan dura como si su sonido jamás hubiese pasado a través de la suavidad de unos labios humanos. Era como la dulzura intolerable, tintineante, de los vasos de agua cuando son tocados por una mano diestra. La mujer rubia sacudió coquetamente la cabeza, y las otras dos insistieron en ella. Una dijo:

—¡Adelante! Tú vas primero y nosotras te seguimos; tuyo es el derecho de comenzar.

La otra agregó:

—Es joven y fuerte. Hay besos para todas.

Yo permanecí quieto, mirando bajo mis pestañas la agonía de una deliciosa expectación. La muchacha rubia avanzó y se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su aliento sobre mi rostro. En un sentido era dulce, dulce como la miel, y enviaba, como su voz, el mismo tintineo a través de los nervios, pero con una amargura debajo de lo dulce, una amargura ofensiva como la que se huele en la sangre.

Tuve miedo de levantar mis párpados, pero miré y vi perfectamente debajo de las pestañas. La muchacha se arrodilló y se inclinó sobre mí, regocijándose simplemente. Había una voluptuosidad deliberada que era a la vez maravillosa y repulsiva, y en el momento en que dobló su cuello se relamió los labios como un animal, de manera que pude ver la humedad brillando en sus labios escarlata a la luz de la luna y la lengua roja cuando golpeaba sus blancos y agudos dientes. Su cabeza descendió y descendió a medida que los labios pasaron a lo largo de mi boca y mentón, y parecieron posarse sobre mi garganta. Entonces hizo una pausa y pude escuchar el agitado sonido de su lengua que lamía sus dientes y labios, y pude sentir el caliente aliento sobre mi cuello. Entonces la piel de mi garganta comenzó a hormiguear como le sucede a la carne de uno cuando la mano que le va a hacer cosquillas se acerca cada vez más y más. Pude sentir el toque suave, tembloroso, de los labios en la piel supersensitiva de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes agudos, simplemente tocándome y deteniéndose ahí; cerré mis ojos en un lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón latiéndome fuertemente.

Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rápida como un relámpago.

Fui consciente de la presencia del conde, y de su existencia como envuelto en una tormenta de furia. Al abrirse mis ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delicado cuello de la mujer rubia, y con el poder de un gigante arrastrándola hacia atrás, con sus ojos azules transformados por la furia, los dientes blancos apretados por la ira y sus pálidas mejillas encendidas por la pasión. ¡Pero el conde! Jamás imaginé yo tal arrebato y furia ni en los demonios del infierno. Sus ojos positivamente despedían llamas. La roja luz en ellos era espeluznante, como si detrás de ellos se encontraran las llamas del propio infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido y las líneas de él eran duras como alambres retorcidos; las espesas cejas, que se unían sobre la nariz, parecían ahora una palanca de metal incandescente y blanco. Con un fiero movimiento de su mano, lanzó a la mujer lejos de él, y luego gesticuló ante las otras como si las estuviese rechazando; era el mismo gesto imperioso que yo había visto se usara con los lobos. En una voz que, aunque baja y casi un susurro, pareció cortar el aire y luego resonar por toda la habitación, les dijo:

—¿Cómo se atreve cualquiera de vosotras a tocarlo? ¿Cómo os atrevéis a poner vuestros ojos sobre él cuando yo os lo he prohibido? ¡Atrás, os digo a todas! ¡Este hombre me pertenece! Cuidaos de meteros con él, o tendréis que véroslas conmigo.

La muchacha rubia, con una risa de coquetería rival, se volvió para responderle:

—Tú mismo jamás has amado; ¡tú nunca amas!

Al oír esto las otras mujeres le hicieron eco, y por el cuarto resonó una risa tan lúgubre, dura y despiadada, que casi me desmayé al escucharla. Parecía el placer de los enemigos. Entonces el conde se volvió después de mirar atentamente mi cara, y dijo en un suave susurro:

—Sí, yo también puedo amar; vosotras mismas lo sabéis por el pasado. ¿No es así? Bien, ahora os prometo que cuando haya terminado con él os dejaré besarlo tanto como queráis. ¡Ahora idos, idos! Debo despertarle porque hay trabajo que hacer.

—¿Es que no vamos a tener nada hoy por la noche? —preguntó una de ellas, con una risa contenida, mientras señalaba hacia una bolsa que él había tirado sobre el suelo y que se movía como si hubiese algo vivo allí.

Por toda respuesta, él hizo un movimiento de cabeza. Una de las mujeres saltó hacia adelante y abrió la bolsa. Si mis oídos no me engañaron se escuchó un suspiro y un lloriqueo como el de un niño de pecho. Las mujeres rodearon la bolsa, mientras yo permanecía petrificado de miedo. Pero al mirar otra vez ya habían desaparecido, y con ellas la horripilante bolsa. No había ninguna puerta cerca de ellas, y no es posible que hayan pasado sobre mí sin yo haberlo notado. Pareció que simplemente se desvanecían en los rayos de la luz de la luna y salían por la ventana, pues yo pude ver afuera las formas tenues de sus sombras, un momento antes de que desaparecieran por completo.

Entonces el horror me sobrecogió, y me hundí en la inconsciencia.

Drácula

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