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Capítulo 1: Un camino diferente

Las personas con discapacidad viven en medio de nosotros, pero sospecho que sabemos muy poco de sus vidas. En junio de 2011, la Organización Mundial de la Salud (oms) y el Banco Mundial (bm) publicaron el Informe Mundial sobre la Discapacidad. Pero ¿quién de nosotros dedica algún tiempo para leer documentos de este tipo? Muy pocos. No obstante, la discapacidad, una realidad que no conocemos o no nos atrevemos a conocer, es totalmente asombrosa.

Se dice que más de mil millones de personas viven en el mundo con alguna forma de discapacidad, cifra que representa el 15% de la población. En 1970, las cifras ya nos indicaban que un 10% de la población mundial tenía entonces alguna discapacidad. Como es fácil notar, la realidad que sopesan las cifras muestra un aumento importante de personas con discapacidad.

De acuerdo con el informe que hemos citado, y otros, las personas con discapacidad sufren discriminación en todos los entornos. Ellas son las más pobres, reciben menos educación y servicios de salud, y tienen menos participación en la sociedad.

Los cristianos somos luz y sal en el mundo, ello supone que nuestro ejemplo debe ser excelente. Hay hermanos que trabajan arduamente por mejorar las vidas de personas con discapacidad. Velan por su bienestar, enseñan a los demás cómo incluirlos y valorarlos. Sin embargo, valgan verdades, son todavía una minoría. Desgraciadamente, encontramos en las iglesias mucha confusión y poca información al respecto, y como resultado, indiferencia. Necesitamos escuchar las voces de las personas con discapacidad para entender sus vidas y el clamor de sus corazones.

Esta es una historia real:

Juan, un hombre pobre que no podía caminar, llegó hasta una iglesia usando sus brazos para deslizarse por el suelo. Con suma dificultad subió las gradas que conducían a la entrada del templo. Cuando se disponía a ingresar, escuchó las voces de los miembros de la iglesia, apostados en la puerta, que le negaban la entrada. Decían que no era digno entrar al templo de Dios de esa manera, arrastrándose. Entonces, con mucha tristeza, se tuvo que ir. Regresó a su habitación. Poco tiempo después, el pobre hombre murió. Nunca tuvo la oportunidad de escuchar las buenas nuevas de la vida eterna y el perdón de pecados. Los hermanos de esa iglesia nunca llegaron a conocerlo.

Si no conocemos a las personas con discapacidad, o a sus familias, es probable que nunca logremos entender sus vidas. En este libro vamos a caminar junto a algunas personas que viven en condiciones de discapacidad, a quienes normalmente no conoceríamos. Mientras caminemos, escucharemos sus voces, cada una diferente y cada una importante.

Todas estas voces se escucharon en las iglesias de América Latina. Algunas voces son tristes, fruto de experiencias de rechazo o crítica en la iglesia, como la de Susana, de Ecuador: “Tengo una discapacidad motora, algunos en la iglesia me echan la culpa. Otros dicen que debo tener fe y que Jesús me va a sanar. Me frustré mucho con Dios siendo adolescente. Pero me es más fácil entender a otros, y trato de apoyar a otras personas”.

Otras voces son más positivas. Este es Juan, un joven de El Salvador: “Vengo de una familia cristiana y tengo secuelas de polio. Dios me rehabilitó a través de la iglesia. Me ayudó, especialmente en mi autoestima. En la iglesia encuentro mucha aceptación de parte de los hermanos”.

Otro muchacho, Esteban, también de El Salvador, dice: “No puedo jugar fútbol, tengo dificultad para hablar. Hay algunos en la iglesia que no me quieren, pero son muchos más los que me apoyan. Soy feliz, mis hermanos me aceptan”.

En contraste, otros experimentan frustración, como Olga de Guatemala. Ella quiere trabajar en la iglesia aunque es ciega. “Cuando yo quiero aportar algo, me dicen: ‘Quédate tranquila, no tienes que hacer nada’, pero yo quiero hacer algo”.

¿Es cierto que una persona con discapacidad no puede o no debe aportar algo en la iglesia? Sin duda, puede y debe. Una niña con discapacidad cognitiva, en este caso con síndrome Down, puede tener una vida espiritual. Escuchemos la voz de una madre:

Diana es una niña de 12 años. En su condición de persona con síndrome Down, tiene dificultad para expresarse verbalmente. Sin embargo, esto no ha sido impedimento para que ella logre conocer el amor de Dios ni para que repita una oración de aceptación al Señor Jesucristo en su corazón. Tampoco para gozar de los cantos que alaban y exaltan su nombre. Pero hay algo mayor que queremos compartir. En una oportunidad escuchamos a Diana tomar la palabra en una reunión familiar de oración e interceder con acción de gracias por cada uno de los miembros de la familia. Lo hizo con una oración coherente, sencilla y directa, que estamos seguros subió hasta el trono de Dios.

En el camino

¿Por qué hablar de caminar? Si no estamos acostumbrados a caminar todos los días, nos costará esfuerzo, tiempo y paciencia. Sin embargo, caminar era normal en la época en que Jesús nació. Si leemos los textos bíblicos acerca de Jesús, nos daremos cuenta de muchos aspectos culturales de su época y de cómo vivió él. Hombres, mujeres, niñas y niños, todos caminaban de un lugar a otro. Las personas importantes podían montar un caballo o ser llevadas en un carro con caballos o podían viajar montadas sobre un burro, pero la gente pobre tenía que caminar.

Jesús caminó; se identificó con las multitudes de hombres y mujeres pobres. Caminó horas y días con sus discípulos y amigos. Durante estas caminatas, les enseñaba directamente y a través de parábolas o de acciones. Podemos imaginar estos viajes, los momentos tranquilos durante la mañana antes del calor del mediodía. O el cansancio, al final de una caminata larga, cuando buscaban un lugar para pasar la noche, el cual podía ser una casa humilde o, simplemente, un espacio bajo las estrellas. La solidaridad al caminar juntos, cuidándose mutuamente para que nadie se quedara atrás, era parte del aprendizaje. Las conversaciones y los chistes alrededor de la mesa, cuando por fin llegaban a su destino, eran parte de la aventura. Las experiencias compartidas hicieron que se conocieran cada vez mejor, especialmente si alguien se encontraba en problemas. Cuando había discusiones entre los discípulos, y Jesús tenía que intervenir, enseñaba con su palabra y ejemplo.

La iglesia evangélica, como el conjunto de la sociedad de hoy, ha perdido esta estrategia de aprendizaje. ¿Quién tiene tiempo para aprender así, caminando? Usamos la radio, la televisión, el video e Internet para buscar nueva información. Y si queremos interactuar con alguien, recurrimos al teléfono, al correo electrónico, al Facebook o al Skype. Nuestro estilo favorito es tecnológico y virtual, por su velocidad.

Podemos recuperar algunos de los beneficios de la caminata compartida. El progreso del peregrino fue escrito por el inglés John Bunyan y publicado en 1678. Es un libro clásico y forma parte de nuestra herencia evangélica. El héroe, el Peregrino, respondió a la invitación de salir de su casa y a descubrir más de Dios mientras caminaba a la Ciudad Celestial. Tuvo que enfrentar tentaciones en ese camino y se encontró con muchos otros peregrinos; no caminó solo, sino conversando con alguien. Caminar conversando y tomándonos tiempo para conocernos, hoy parece muy atractivo frente a la velocidad de nuestras vidas. En vez de comunicarnos por teléfono o correo electrónico, nos da la oportunidad de entrar en diálogo, cara a cara.

Los peregrinos con quienes vamos a caminar son como Elena, una joven que nació sorda; y como Julia, quien tiene una discapacidad físico-motora. También conoceremos a Rodolfo, que empezó su caminata sin discapacidad, pero después de un accidente adquirió una. Conversaremos con los padres de niños que no se dan cuenta de su estado de discapacidad compleja, pero luchan por vivir y disfrutan la vida. Como dice en el libro de Hebreos, es una multitud caminando en la fe.

En el camino entramos en diálogo con otras personas que representan a ministerios de la iglesia y organizaciones no gubernamentales. Este es una caminata en comunidad, la comunidad de nuestra fe.

Discapacidad: ¿pérdida o pluralidad?

Uno de los conceptos que asociamos con discapacidad es el de “pérdida”, puesto que muchas personas con discapacidad han perdido sus habilidades para hablar, movilizarse, escuchar o ver el mundo alrededor de ellos. También consideramos que nacer con alguna de estas discapacidades deja a la persona disminuida, como en el caso de una persona con síndrome Down, que probablemente no irá a la universidad y por ello “perderá” la oportunidad de ser profesional. O, tomando la figura de la caminata, como algunos no pueden caminar, se están perdiendo de una experiencia linda. ¿No es obvio que ellos viven experiencias de pérdida? Imaginamos que sus vidas deben ser tristes o frustradas.

En el libro Una iglesia de todos y para todos, la Red Ecuménica para la Defensa de la Persona con Discapacidad (Ecumenical Disability Advocates Network, o edan) lo discute: ¿Es pertinente usar en nuestro lenguaje el término discapacidad asociado a la pérdida, pese a ser una etapa de la peregrinación de las propias personas con discapacidad? ¿No sería más adecuado asociarlo al concepto de pluralidad?

La pluralidad es, en verdad, parte de la realidad que vivimos todos. Nadie es igual a otra persona, cada uno es único. Dios nos creó individualmente. La diversidad es nuestra experiencia común. Lo que nos cuesta es la amplitud de la diversidad. Entender que algunos nacen sin brazos, o hablan con señas y gestos, en vez de palabras, debe ser parte de nuestra formación como ciudadanos del reino de Dios.

Estamos fascinados desde muy jóvenes con nuestra apariencia y la moda, y nos resulta difícil aceptar las diferencias corporales. Especialmente cuando somos adolescentes, nuestro deseo es mostrarnos exactamente como nuestros héroes de la televisión o del cine, o igual que nuestros amigos. Como jóvenes, quizás no nos guste ser diferentes, pero en la madurez es más factible dar valor a la diversidad.

La experiencia de tener una discapacidad no es tanto una pérdida, sino la posibilidad de un peregrinaje diferente, que implica una caminata y un caminar distintos. En este peregrinaje vamos a tener tiempo para el diálogo, espacios para la buena conversación, y momentos para compartir experiencias diversas. En fin, hallaremos más oportunidades para conocer a los demás que en un viaje veloz por tren o avión. Tendremos más tiempo para conocernos a nosotros mismos y a Dios, nuestro creador.

Propósito de la caminata

Este libro es para todos los que quieran ser peregrinos junto con las personas con discapacidad. El fin no es sólo llegar a las personas con discapacidad para ayudarlas (aunque a veces sí necesitarán ayuda), sino caminar con ellas hacia Dios y su reino. Bunyan nos contó que, en su camino, el Peregrino quería llegar a la ciudad celestial, nada menos que hacia la plenitud de vida eterna con Dios. Esta es nuestra meta también, empezando aquí y ahora, pero terminando con todo lo que Dios tiene guardado para nosotros. “Sin embargo, como está escrito: Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman” (1Co 2.9).

Si queremos caminar junto a las personas con discapacidad, debemos cambiar nuestro paso. Esto quiere decir que debemos empezar haciendo una revisión de nuestras vidas, valores y prácticas. Hay que evaluar los valores que forman la base de nuestras vidas. Esta revisión es pertinente porque afecta nuestras actitudes pastorales, y la dinámica de nuestra iglesia. Nuestra visión de este mundo, y lo que viene, debe ser probada. ¿Es realmente entonada con la palabra de Dios?

Es urgente reconocer que todos, si formamos parte del cuerpo de Cristo, somos iguales. Todos somos “peregrinos” —con discapacidad o sin ella—. Lo que puede variar es solamente la manera, el ritmo o el estilo de progreso. Este camino de la discapacidad nos llevará por rutas diferentes, quizás más despacio, pero nos da la oportunidad de disfrutar una compañía y un nuevo panorama.

A lo largo de la historia, han existido en el mundo personas con discapacidad que, igual que nosotros, buscaron a Dios, querían transitar en sus caminos. Moisés fue uno de ellos, Jacob otro, los dos sirvieron fielmente al Señor. Podemos imaginar los miles de siervos de Dios que con alguna discapacidad, durante siglos hasta hoy, viven esta realidad.

Lo difícil para nosotros, que no hemos experimentado una discapacidad, es abrazar la pluralidad de personas y sus experiencias de vida; es entender que todos somos creación de Dios. Para incluir a la niña, el niño o el adulto con discapacidad, debemos ampliar nuestra imagen restringida del ser humano y mostrarles el amor de Dios, genuino y sin excepción. De lo contrario, su exclusión puede ser una triste señal de que la iglesia no está siguiendo los pasos genuinos de Jesús.

Peregrinaje personal de la autora

Hace muchos años en Inglaterra, cuando empecé mis estudios de educación para niños y niñas con necesidades especiales, nunca imaginé que iba a trabajar con esta población en un contexto tan diferente al de mi país, como es América Latina.

Todo lo que aprendí en la universidad, y mucho más en las escuelas en que trabajé, impactó enormemente en mi vida y cambió mis prioridades. Disfruté de mis años como maestra, pero no hice una reflexión profunda y bíblica sobre la vida de las personas discapacitadas.

Como cristiana, me interesaba en todo el mundo, más allá del simplemente trabajar, adquirir dinero o bienes, y ver crecer a mi familia. Por mi formación en la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos (ciee), aprendí los valores y principios bíblicos, y me preocupó seguir en los pasos de Jesús. Cristo hizo todo por nosotros y ahora nos toca aceptar su sacrificio en la cruz y vivir por él, mostrando nuestro amor y gratitud con nuestras acciones y en obediencia. Mi motivación personal siempre fue el amor de Cristo por mí y su llamado para ir en busca de otros, con el fin de hablarles de Dios y su reino. La misión integral, en la que se contemplan todos los aspectos de la persona: espíritu, cuerpo, mente y emociones —que encontramos una y otra vez en las enseñanzas de Jesús— era la meta que me empujó a salir de mi contexto y cultura.

A pesar de esto, no logré entender que la población de personas con discapacidad es un “pueblo no alcanzado” por el evangelio. Hoy estas personas viven en nuestros barrios, normalmente con sus familias, como un “subgrupo” o “subcultura” en nuestra sociedad, y sólo un reducido número asiste a una iglesia. Pocas iglesias los han buscado con el evangelio o con apoyo pastoral. En cierto sentido, son invisibles, permanecen en la misma comunidad pero olvidados y excluidos. Probablemente saben muy poco del evangelio, como si fueran miembros de algún pueblo lejano a donde enviamos “misioneros”. Yo tampoco me daba cuenta de esta realidad.

Más adelante, cuando salí con mi familia para trabajar en el Perú, nunca se me ocurrió que iba a hacer uso en América Latina de mis experiencias de trabajo con personas discapacitadas. Luego de años de colaboración con los grupos de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos en el Perú y en Costa Rica, decidí cambiar mi enfoque. Nuestra organización misionera, Latin Link, me ofreció la oportunidad de dedicarme por un periodo sabático a estudiar la teología de la discapacidad.

Fue un nuevo llamado para mí. Durante los años en los que estuve metida en otros asuntos, el mundo de la persona con discapacidad había cambiado totalmente. El lenguaje cambió, las políticas cambiaron, se crearon nuevas leyes. En muchos lugares mejoró la infraestructura y, lo más profundo, las actitudes empezaron a transformarse. Además, descubrí algo sorprendente: algunos cristianos que escribían sobre el tema de las personas con discapacidad, usaban la Biblia para defender sus tesis. Ya no era un estudio académico, secular, sino un campo misionero.

Por primera vez leí libros y artículos teológicos acerca de las personas con discapacidad. Por más que mi motivación se encontraba en mi fe, nunca estudié la Biblia con este enfoque. Empecé a ver algunos textos en la palabra de Dios que nunca antes había notado. ¡Mi aventura había comenzado! El Señor usó mi tiempo del año sabático para convencerme de que mi trabajo en América Latina debía realizarse con el enfoque de la inclusión de la persona con discapacidad.

Mensaje de esperanza

Quiero compartir con ustedes lo que encontré. Es un mensaje de esperanza y de amor que busca la inclusión de la persona con discapacidad y su familia. Reconoce este mensaje el derecho a la vida plena de los que tienen que vivir con discapacidad, y busca la participación activa de ellos en la sociedad. Las personas con discapacidad han estado tan olvidadas que en muchos casos hay que partir de cero. Este es el camino por emprender.

Entendemos que la persona con discapacidad tiene dones y talentos. Posee también un camino y proceso diferentes, requiere que aceptemos el reto de pensar más allá de la atención asistencial. El desafío es comprometernos con el desarrollo de la persona con discapacidad, y darle el espacio de otro discípulo más de Jesús.

Veremos nuevos paradigmas que pueden cambiar actitudes. Dejemos que la Palabra de Dios nos hable. Históricamente, la persona con discapacidad ha sido discriminada en todas las áreas de su vida. Aunque es muy difícil, debemos reconocer que nosotros, la iglesia, no hemos hecho todo lo posible para incluir a la persona con discapacidad. Muchas veces hemos actuado en forma discriminatoria, sin darnos cuenta, y sin pensar en las posibles consecuencias. Como iglesia hemos hecho muy poca reflexión teológica, y esta carencia se ve en la falta de prédicas acerca del tema de discapacidad. Como generalmente este tema no se ha enseñado en los seminarios y las universidades teológicas del continente, no es una sorpresa que los pastores no sepan cómo predicar sobre este asunto. Entonces, hemos fallado más por omisión o negligencia que deliberadamente. También yo fallé, aun con mis estudios y experiencia. No podía entender que el reino de Dios es también para todas las personas con discapacidad y que ellas pueden ser actores. En fin, no necesitan, y no quieren, nuestra lástima, sino nuestra colaboración.

Nadie que realmente ama a Dios, ha actuado deliberadamente para dañar o lastimar a la persona con discapacidad, sino por desconocimiento de que existe un mejor camino. En nuestra cultura, la marginación y exclusión han sido tan normales que nadie las cuestionó sino hasta hace poco tiempo, cuando la misma sociedad fue tomando conciencia del hecho. Ahora la iglesia puede aprovechar muchas normas, convenios internacionales y leyes nacionales referidos al tema, para actuar con mayor fuerza y garantizar un trato más justo e inclusivo. Espero que el lector esté listo para una aventura diferente, para ir por un camino desconocido. Pero bien vale la pena.

Un caminos compartido

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