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PRÓLOGO

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Ignacio Echevarría

Escribo estas líneas sin haberme repuesto todavía de la sorpresa, primero, y luego del asombro que me ha producido la lectura de este libro. Ocurre que conozco a Bruno Montané desde hace ya bastantes años, durante los cuales he tenido ocasión de leer –siempre con agrado, también con admiración– un buen número de sus poemas. Mis lecturas, sin embargo, parciales y discontinuas, espaciadas en el tiempo, me habían procurado –lo constato ahora– una idea muy insuficiente de la calidad y de la hondura, de la belleza también, y de la singularidad, de una poesía que, recorrida en su trayectoria más o menos cronológica, como aquí es presentada, entraña todo un aprendizaje.

Reunir, como se hace aquí, poemas escritos en el transcurso de cerca de cuatro décadas ofrece la posibilidad de reconocer el argumento que, sin el poeta saberlo, esos poemas tejen. Y el argumento de este libro –a mis ojos, al menos– consiste en la progresiva conciencia que, con el pasar del tiempo, su autor ha ido adquiriendo del valor que para él mismo tiene el ejercicio tenaz y constante de la poesía, un arte cuya naturaleza, sin embargo, y cuyo sentido, nunca se le revelan del todo.

“No lo sabemos pero nos pasamos / la vida entera frente al poema”, se lee en “El temblor de la solución”. Y a continuación: “Nos pasamos la vida intentando / pensar qué dice el poema / y de repente descubrimos que / a pesar de nuestros esfuerzos / el poema siempre habla de otra cosa”.

No es exacto, sin embargo, eso de que “nos pasamos la vida intentando / pensar qué dice el poema”. No al menos en el caso de Bruno Montané, cuya poesía primera no parece tan preocupada por pensar el poema como por pensar el mundo a través del poema, pues muy pronto él intuye algo que concluirá mucho más adelante: que “el verso respira y el poema es la máquina / que elegimos para que el mundo reflexione” (“Máquina uno”).

Antes de cobrar conciencia de esto, sin embargo, el poeta se demora en “la contemplación de lo que vive”, su mirada abierta al mundo, a su oscuridad, a su dolor, pero también a su belleza y a su éxtasis. Los poemas de juventud de Bruno Montané, sorprendentemente concisos y maduros, son reiterados intentos de alumbrar el mundo, de hacerlo inteligible y habitable. “No hay misterio, no hay misterio, / sólo la sensación de algo / que se hace al nombrarlo”. Tal es la tarea del poeta: nombrar su vivencia de la realidad para hacer reconocible el mundo. Como se dice en otro lugar: “Vive el mundo y escucha / todas las palabras. / Mira la realidad y siente / el ruido de los desastres, el lento canto que nos regala. / La realidad es la boca, el mundo es el oído”. Esta sorprendente dialéctica entre realidad y mundo desempeña un papel determinante en el pensamiento poético de Bruno Montané, y cabe relacionarla estrechamente con un concepto también recurrente y central en su poesía: el de respiración. La acción de respirar sirve aquí, entre otras cosas, de metáfora de la de escribir: nada de alquimia (“ningún poema hace oro de la respiración”), sino ese tráfico tenaz de la experiencia pacientemente observada y devuelta en palabras.

Pero se respira con el cuerpo y no con la mente, y por eso el cuerpo está muy presente en estos poemas, tallados con “el cuchillo y la rosa de los sentidos”, extraordinariamente sensoriales, de un erotismo a menudo explícito y casi siempre radiante. “Adónde iremos, / parecían decir las palabras / mientras el cuerpo las esperaba”, se lee en el poema titulado “Hacia la luna”. Unos versos que sugieren la carnal ancladura de esta poesía, resueltamente imbricada en la vida (pues “el poema / se escribe como se vive”) y por lo mismo desentendida del todo de la idea romántica de inspiración. Bruno Montané parece pensar más bien que el del poeta es “un discreto trabajo”, fruto de la tenacidad y de la paciencia (“la poesía sólo tiene paciencia”). Ningún poeta menos infatuado que él de su propia condición, ninguno tampoco más apegado a su oficio, acaso porque la poesía es para él el modo de preservar y de restaurar una vida dañada por lo que en más de un lugar llama “la infame economía”.

Acerca de esto último, conviene notar el pesimismo que a veces embarga la voz del poeta, abrumado por la precariedad material de su existencia. “Creemos ser poetas del ánimo / –algunos lo llaman de la experiencia– / pero sólo somos poetas de la economía”, se dice en el poema titulado “Obnubilados”. La poesía de Montané no está exenta de marcados acentos sociales y políticos. Él mismo se plantea la actividad poética como una política de resistencia contra una realidad que tiende a devorar ese mundo que permanece a la escucha. Por ahí renace su confianza en el poema, la certeza de su necesidad. Por ahí se explica que, mediada su andadura como poeta (a partir, digamos, de los poemas reunidos en 2013 en Mapas de bolsillo), la reflexión sobre la razón y el sentido de perseverar en la escritura constituya la materia misma de numerosos poemas. No hay que dejarse despistar por la ironía con que Montané, disfrazado de “grafómano”, plantea a veces esa reflexión. La ausencia de solemnidad no implica en absoluto la de convencimiento, ni invalida la justificada ufanía con que llega a decirse, aunque lleno de escrúpulos: “El tiempo ha aprendido / a decir algo en mí”.

No queda en este libro testimonio alguno de la prehistoria del poeta Bruno Montané, activo partícipe de la neovanguardia mexicana de la década de los setenta, mitografiada por Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. En las ya viejas revistas de la época (Pájaro de Calor, Correspondencia Infrarrealista, La Zorra vuelve al Gallinero) dormitan los primeros poemas que publicó. En El maletín de Stevenson, el primero de los poemarios aquí recogidos, se intuyen –tan pronto remotas– las urgencias, los desafíos que tal vez los inspiraron. Pero en ese libro admira ya la contención, la serenidad, la delicadeza con que el poeta entonces apenas veinteañero acierta a controlar su voz.

Consta que Bruno Montané ha escrito (aunque sin recogerlos nunca en libro) poemas largos, incluso muy largos. Pero si el lector hojea este libro se percatará de que la inmensa mayoría de sus piezas tienen una extensión relativamente breve. Todos llevan, además, títulos por lo general muy sugerentes, que casi siempre constituyen un elemento sustancial del sentido, de la intención del poema, que anticipan y modulan. Estas dos características de la poesía de Bruno Montané son constantes, y sugieren una cierta idiosincrasia, de la que bien pueden extraerse algunas conclusiones.

Certeramente dijo Roberto Bolaño, mucho tiempo atrás, que esta poesía “está hecha de pinceladas suspendidas en el aire”, también “de sangre suspendida en el aire”. La técnica de Bruno Montané tiene, en efecto, al principio sobre todo, algo de la del acuarelista, o de los pintores de aguadas chinos. “Poco se necesita para escribir el poema, / poco se ha de necesitar para optar / por la precisión o el puro sueño”, declara con su humildad característica, en absoluto impostada. En cuanto a la gramática en que se sostiene ese arte de la suspensión, no pocas veces recuerda –pero se trata de sólo eso: de un recuerdo quizás arbitrario– a la de los haikús, con su síncopa fragilísima, su plasticidad tan emotiva. “Poco es imprescindible / para las raras leyes del poema, / para sus leves movimientos de baile”, continúa el poema cuyo comienzo acabo de citar. Y no es la menor sorpresa de este libro descubrir qué pronto intuye esto Bruno Montané.

En algún lugar de este libro se habla de “joyas de una eufórica paciencia”. Cabría referirse así a casi todas las piezas que contiene. En una de ellas se dice que “cuidar es una palabra / que da miedo, / cuidar es una palabra / que no entendemos”. Pero de atención y cuidado –de “método y silencio”– están hechos estos poemas, que arrancan a la decisión de escribirlos su propia esperanza. Armados con ella se adentran en ese futuro que el autor –aun sabiéndose “cantor de fugaces jardines mentales”– invoca hacia el final de este libro con ironía sutil pero en absoluto claudicante, persuadido de que su sola herramienta, la palabra, sigue siendo –qué genial ocurrencia– “la voz de los resucitados que no han muerto”.

El futuro. Poesía Reunida (1979 - 2016)

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