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PRÓLOGO

Índice

L

La educación es para la cultura lo que el pulimento para el diamante. La ilustración nos dice dónde lo serio de la educación termina y dónde el ridículo comienza, ese ridículo tan empalagoso de los hombres y de las mujeres que creen que la existencia no tiene más objeto que llenar fórmulas y cumplir reglas. Producen los tales efecto tan lastimoso como el que compra un cuadro por el marco sin fijarse para nada en la pintura. La existencia es el lienzo, esto es, lo principal, lo que tiene realmente valor: el marco es la educación, destinada a poner más de relieve las bellezas de la pintura, pero sin que la absorba y sin que en él se fije demasiado la atención. La educación ha de ser muy recatada: se sienten sus efectos, se nota su acción, su influencia, pero queda en segundo lugar porque no es lo que debe ser si quiere hacerse visible. Como la violeta, perfuma el ambiente permaneciendo escondida. Estará tanto más educada una persona cuanto menos afecte saberlo.

La educación es ley imperiosa que, como tantas otras, se impone a la sociedad y, por lo tanto, al individuo, para que su esfera de acción esté más desembarazada. La educación comienza por limitar, así como las leyes que, al afirmar un derecho, señalan deberes o límites para que aquel sea respetado y pueda ejercerse libremente. Los deberes que la educación impone y los derechos que concede han tenido sus comentaristas, sus tratadistas y sus compiladores, como lo prueba el libro a que estas líneas sirven de prólogo y en el cual su autor ha procurado abarcar todos los accidentes y manifestaciones de la vida, marcando las reglas por que han de regirse. La materia está presentada con claridad y sencillez, con más preceptos que digresiones: cualidad muy estimable en libros de esta naturaleza, pues el que desee consultarlo, con ojear el capítulo correspondiente se enterará de cuanto le interese saber, expuesto con conocimiento de causa.

La educación tiene principios fijos, pero las ideas de los pueblos han regulado su aplicación a través de las edades, llegando hasta lo infinito en la variedad y ofreciendo los más extraños contrastes. Telémaco dice a su madre que se retire a sus habitaciones a hilar, y no falta a la educación ni a los deberes filiales. Así como en las sociedades cristianas la mujer es colocada en consideración y respeto a mayor altura que el hombre, en las paganas era poco más que una cosa. Se la estimaba por su belleza y acaso por sus cualidades, pero se la tenía en poco y se la relegaba al granero algunas veces, donde con frecuencia estaban sus habitaciones. Nunca fue igual al hombre ni ocupó lugar principal en la familia hasta que el cristianismo la redimió elevándola, pues al derramar sobre ella rayos de luz divina puso a la vista del hombre la belleza de su alma, de su corazón y de sus sentimientos, belleza admirada y poetizada desde entonces por el que antes apenas concedía a la mujer el derecho de ocupar un puesto en su hogar; y fue tanto más respetada cuanto mayor era su debilidad. La educación no tenía gran cosa que ver con la mujer en los tiempos del paganismo.

Desde los héroes de Homero tanto han cambiado los moldes de las relaciones sociales que apenas si acertamos a explicarnos cosas que fueron lógicas dadas las épocas, que es necesario estudiar y comprender para formarnos concepto de los hechos y apreciarlos en su justo valor. Ya no es la hora prima la del saludo y la visita, ni al ser invitados a comer hemos de llevar la servilleta; ya no se ve obligada la dama a extremar su habilidad para que la miga del pan le deje libres de salsa los dedos que han hecho las veces de tenedor, ni sirve la paja seca de alfombra en habitaciones regias donde escasean los muebles; no son en nuestros tiempos las comidas lo que fueron en la decadencia del imperio romano, ni los muros y fosos del castillo feudal separan las clases como en la Edad Media: la vida social es hoy más dulce, más expansiva, más sencilla en todas sus manifestaciones y, por lo tanto, más necesaria la educación para mantenerlas en sus justos límites. ¿Cuáles son estos? No es posible fijarlos con precisión, pero sí indicarlos. El que toma como absoluto lo que es relativo y se sujeta a las reglas de educación sin discernimiento y con la exactitud sistemática de las manecillas del reloj al recorrer la esfera, está expuesto al riesgo de convertirse con harta frecuencia en ser ridículo. No es gracioso el que quiere serlo, sino el que lo es: lo mismo podemos decir de la educación. Los que toman las reglas por lo esencial y solo de ellas cuidan, olvidan que la unidad social está en la diversidad que caracteriza a los individuos, diversidad que ha de tener muy en cuenta cada cual en sus relaciones sociales. Este discernimiento no admite principios fijos, pero sí indicaciones hijas de la observación, indicaciones que están perfectamente presentadas en la obra a la que estas líneas sirven de prólogo.

Teodoro Baró.

Deberes de buena sociedad

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