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Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un sér de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencias y frutos nos traía a la memoria un ombú frondoso.—El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que le había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.

Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fué portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:

Juvenilla; Prosa ligera

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