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PRÓLOGO

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I

Nos separan algunos lustros de la época en que Miguel Cané actuaba; poco tiempo, sin duda, en la evolución moral de un país, aunque el nuestro, por causas complejas, realiza la propia a saltos. En fantástica carrera los hechos se suceden, cambiando nuestra fisonomía colectiva a cada instante. Aquel lapso de tiempo equivale en la vida europea al correr de muchos años, quizá varias décadas. Entre nosotros la duración de una existencia humana representa una época. Así, al hablar de Cané, casi tenemos que referirnos a un momento completamente diverso del actual.

Ocurrió su nacimiento en 1851, en vísperas de la organización nacional. Contemporáneo de Sarmiento, Vicente F. López y Alberdi, perteneció a la generación de Pellegrini, Lucio V. López, del Valle y Avellaneda. Todos se han ido y con ellos sus modalidades, sus virtudes, sus vicios y sus costumbres. Hubo entonces más personalidades descollantes, ya porque el término medio fuera más bajo o porque existe actualmente un nivel superior de cultura general efectuado a expensas de la individualidad sobresaliente. De todas maneras, pudo en aquel tiempo existir, y existió, una élite en cierto modo reducida, directora absoluta en todos los órdenes de la actividad: política, artística y social, inconcebible en estos tiempos de actividades antagónicas y en que la mayor población, o mejor, la necesidad de dividir el trabajo social, ha originado esferas de acción diversas, sin más punto de contacto que el del choque.

Aquel grupo director, a que perteneció Cané por méritos propios, constituyó en política el gobierno y la oposición simultáneamente, por no decir que fué siempre y únicamente lo primero, no existiendo la segunda; pues si bien actuó en estos dos aspectos de la vida pública, lo hizo sin que existieran más divergencias entre sus componentes que las nacidas de la simpatía personal o de los rumbos circunstanciales tomados por cualquiera de ellos. Chocaron hombres, no ideas. Los negocios públicos se manejaron así, en acuerdo íntimo, aunque en el detalle, o en la forma, se pudiera diferir. De tal modo, más que una causa de discordia, la política fué para ellos un nuevo lazo de unión, que hizo más fuerte y eficaz su influencia, hasta por el hecho mismo de dar la cómoda apariencia de un rodaje político completo, sin sus notorios inconvenientes. En arte fué el grupo avanzado que gustaba de la música, del teatro y de las letras modernas, mientras la generalidad se emocionaba todavía con la lírica ingenua y las trovas románticas; y llegado el caso, en noble complot, provocaba por medio de vigorosos artículos o en propagandas de club y casas de familia, una corriente simpática para salvar del desamparo a Rossi, el estupendo intérprete de Shakespeare, que se debatía en el Politeama entre la olímpica frialdad de las butacas vacías.

En el aspecto social de la vida, tuvieron el doble prestigio de su nacimiento y de su talento. La estrecha comunidad de afectos y de ideales, favoreciendo la tertulia amable de la fiesta de familia y del club, ocasión para el trato continuo y obligadamente chispeante, hizo de ellos esos "causeurs" inimitables, persuasivos sin aparentarlo y entretenidos hasta sin quererlo; supieron usar de ese don con eficacia, y de ellos salió el conjunto de oradores que ha tenido la República.

Esa fué la influencia de la "élite" en los tres órdenes de la actividad de ese tiempo. En retribución, el medio los hizo así: Hombres de mundo, decidores, caballerescos y delicados hasta en el insulto al adversario; escritores de afición, entretenidos y sueltos, casi ninguno dedicado totalmente a la literatura, como a nada; políticos de alma – cargando el prejuicio de que sólo el puesto público exalta la personalidad y aleja la perspectiva del fracaso – francos, cariñosos y nobles; conjunto de cualidades y defectos que puede resumirse en una sola palabra: el porteño, prototipo de nuestra psicología social. A su acervo habría que agregar, redondeando el retrato, ese convencimiento íntimo, tan suyo, de superioridad respecto del provinciano, cuya silueta, de contornos inesperados por la traición alevosa del sastre del terruño, en impensada conjura con una capilosidad que tenía reminiscencias de bosque, – al que no le faltaban ni los trinos zorzaleños, – ocultaba todo ese caudal de voluntad, honda instrucción y solidez de pensamiento, – intransparentable por la reserva de su temperamento, – para ofrecerse sin defensa exterior de ninguna clase al comentario risueño e incisivo. Me viene el recuerdo de una de sus páginas tan felices de Juvenilia, en la que su autor nos refiere uno de los muchos incidentes a que daba lugar este antagonismo de los dos caracteres:

"Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos (dos provincianos) – cuenta Cané – uno que decía, con una palangana en la mano: ¡Agora no más la vo a derramar! y el otro que contestaba en voz de tiple: ¡No la derramís! Lo convertimos en estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote". La viveza y el indiscutible brillo del porteño, hízole aprovechar de esa ventaja de su temperamento – que era la única – y le asignó injustamente un valor que no tenía…

Si se quisiera una muestra de lo que decíamos al comenzar, ninguna sería mejor, posiblemente, que ésta: los pocos años transcurridos han bastado para borrar aquellas creencias, aunque una falsa exterioridad pretenda ocultarlo, en algunos casos.

El porteño tenía el complemento de su personalidad en la calle Florida. Los coches en interminable hilera desfilaban, a la caída de la tarde, de regreso de Palermo, con todo lo elegante que en nuestra sociedad contaba, entre la doble fila de muchachos. El saludo amplio y largo, en el que el sombrero parecía añorar el penacho caballeresco, señalaba el encuentro de la gente conocida, que era toda.

Luego los famosos bailes del Club del Progreso…

¿No parece que estuviéramos hablando de otro país? Tan diferente fué esa época de la actual, que de ella sólo queda el recuerdo, formado, para nosotros, de las conversaciones de aquellos que fueron actores, cuando en días de invierno propicios al calor del fuego, o en noches de serenidad estival, bajo el amplio techo de estrellas y de una melancolía que era un repique lejano, gustaban relatar a media voz sus tiempos de juventud, con esa elocuencia tan evocadora, aun para los que nada habíamos visto y que sólo hemos sentido en ellos…

Miguel Cané fué todo eso. Tuvo, asimismo, otras condiciones de que carecieran la mayoría de sus contemporáneos, o que en ellos estuvieron mitigadas por sus temperamentos.

Señaló en el diapasón general una tendencia que resulta grata para las almas afines: el afán de la cultura intelectual superior, artística. La fundación de la Facultad de Filosofía y Letras fué una de sus aspiraciones, y fué creada, en mucha parte, por los trabajos que él hiciera en su favor. Aunque ella, más que una solución, – la Facultad de Derecho o de Medicina, pueden haber abogados y médicos; la de Filosofía y Letras no hace un filósofo ni un literato, – es índice que señala un derrotero, y a Cané debemos nuestro agradecimiento por eso. Hay otro hecho que lo señala también a una consideración especial en este mismo sentido. En un momento de la vida intelectual argentina, en que su prestigio de hombre de letras le permitió ejercer un cierto tutelaje paternal sobre los nuevos, supo ser un protector decidido e inteligente. Y saber alentar es como ser bueno: no se aprende, se nace.

II

De toda su generación y aun de las anteriores, Cané ha sido, como escritor, el tipo representativo, como lo fuera Echeverría bajo otro concepto, y lo es Lugones de nuestro momento actual.

Su tipo representativo, desde este punto de vista: de lo que pudieron dar la mayoría de nuestros hombres con vocación literaria. De lo que dieron es Echeverría, posiblemente el más talentoso de todos, imitador, en poesía y cuyas ideas, sino mal asimiladas, representaban con algún atraso el movimiento ideológico del mundo. Este ejemplo expresa claramente el juicio que nos merece la obra intelectual argentina pre-actual.

En otro tiempo, cuando el entusiasmo ciego y a priori por nuestros escritores nos hizo leerlos con asiduidad y cariño, nos aburrimos. Sucedió tal cosa, sin embargo, porque un falso criterio presidió nuestra lectura.

La labor constructiva del país encomendada a aquellos hombres, obligólos a una acción múltiple, que tuvo la eficacia del conjunto, pero que llevaba forzosamente implícita una ineficiencia cierta en cada una de las actividades parciales. Cané afirmaba que el mal de nuestra estructura era la vaguedad del ideal. Más preciso hubiera sido decir: la pluralidad de ideales. "En el principio era la Acción". Acción resultó para ellos la literatura, el arte, como la política y la guerra. Como tal debemos considerar todos los frutos de su pensamiento. Tener otro criterio para juzgarlos, sería equivocar la verdadera intención – subconsciente – que animó a nuestros hombres. No contradice todo esto lo que dijéramos al principio, de que Cané fué el tipo representativo de su generación y de las anteriores, en el sentido de que señaló una pauta respecto a lo que pudieron dar los que, como él, tuvieron vocación por las letras. Con un criterio que no es el caso de analizar minuciosamente, en bien o en mal, la mayoría de nuestros escritores pre-actuales, buscaron hacer "obras definitivas". Las circunstancias que hemos indicado hicieron que ellas resultasen trasuntos de teorías y pensamientos ajenos, no siempre bien asimilados y concretados en un amontonamiento de páginas ilegibles y tremendamente aburridas.

Los libros de Cané, en cambio, – salvo Juvenilia, que es un recuerdo, – están formados casi en su totalidad de artículos sueltos, que aparecieran en diarios y revistas sin ningún plan de compilación ulterior. Verdaderamente amenas, superficiales, escritas con fluidez y señalando siempre una tendencia superior de cultura y un ideal de arte, ellas son como el espejo normal donde se refleja lo que hubieran podido ser aquéllas, a haber tenido sus plumas, como la de Cané, la célebre divisa de las espadas florentinas: "Non ti fidar di me, se il cor ti manca".

Hemos dudado mucho antes de fijar la creencia de que Cané no hubiera podido ser más de lo que fué: un amateur de talento y gusto refinado. ¡Quién sabe si en su primera juventud no hubo pasta para un gran escritor! Hicimos esta observación después de leer un artículo de "Ensayos", su primer libro, que no conocíamos, a pesar de haber gustado ya algunos de los posteriores: En viaje, Juvenilia, Prosa Ligera, de los cuales había nacido aquel concepto.

¡Quién sabe! Se siente en ese artículo, en ese cuento, como que su mano, transmutada en garra, se aleja de esa superficie de las cosas que él tanto amara, e hiciera valer también con su prosa leve y fluida – para cuya calificación exacta tendríamos que valernos de la expresión con que Sainte Beuve define el estilo de Madame de Sevigné: "deja trotar su pluma con la brida al cuello" – para penetrar en lo hondo y sacudir con vibración de clarinada las fibras de la esperanza, de la angustia y del dolor, como las tristes cañas, habladoras y gemebundas, cuando por entre ellas sopla el huracán. Hay una sugerencia muy grande en "El Canto de la Sirena". Surge de él un espíritu que no es el que luego fuera habitual en Cané.

Pero, ¿no fué más hombre después? ¿No debió sufrir más? Y el dolor es la sombra y la fuente del genio… ¿Fracasado? Alguna vez hemos pensado, si no seremos todos, una vez entrados en la madurez, una esperanza más o menos frustrada de la juventud.

¿Cuántas veces ha hablado, después, Cané, de esos mismos sentimientos? Muchas veces y ninguna.

Entre esos renunciamientos continuos que dice Renan constituyen la vida, quizá exista ese, inconsciente, que tomaría la forma de una desgastación imperceptible de nuestra alma.

Y lo terrible es que es muy leve, con levedad que aleja la desconfianza y con ella la defensa de sí misma1. Entonces he comprendido aquel párrafo de la carta de Beethoven a Bettina Brentano: "Los artistas son de fuego, ellos no lloran". No deben llorar ni vivir la vida de los otros… Defenderse, defenderse siempre y de todo…

La obra literaria de Miguel Cané comprende siete volúmenes: "Ensayos", "En viaje", "Charlas literarias", "Juvenilia", la hermosísima traducción del "Enrique IV" de Shakespeare, "Notas e Impresiones" y por último "Prosa Ligera"2.

"Ensayos" es la obra de la juventud. Fué publicada en 1877, cuando su autor tenía 26 años. Hay artículos, sin embargo, que llevan la fecha de 1872. Nada mejor que el prólogo para dar una idea del contenido del volumen: "Decía al principio que no me hacía ilusiones sobre el mérito de estos ligeros trabajos, destinados casi todos a la vida efímera de un diario. Desde luego, no hay plan ninguno, ni ilación entre ellos. Una lectura, una impresión, un recuerdo o una esperanza, he ahí de dónde han salido, incompletos, desaliñados, sin soñar jamás el honor de ser encuadernados". Tiene el interés, sin embargo, de mostrar a Cané en el comienzo de su vida literaria. Estos primeros libros de los hombres de letras tienen un sabor especial para el que quiere conocer sus almas. Está allí más abierta que en ninguna parte; tienen siempre la ingenuidad juvenil de cuando se cree en todo y la vida es verdaderamente "un arduo deseo". El primer libro es quizá la única ocasión de conocer de cerca y en lo posible un alma y un corazón. Ya hemos hablado de un artículo: "El Canto de la Sirena". No hay para qué volver sobre él.

"En Viaje" es el relato de su visita a Colombia y Venezuela, con ocasión de su investidura diplomática. Observador perspicaz y amable, no es extraño que este libro sea una de sus mejores producciones. Tuvo, al tiempo de su aparición, el mérito de hacer conocer países totalmente ignorados por nuestros hombres.

"Charlas Literarias" es una colección de artículos de crítica sobre autores argentinos y extranjeros, donde se destacan sus dos predilecciones literarias: Shakespeare y Dickens. Aparece también allí un estudio sobre Falstaff, que puede considerarse como la base del que más tarde hiciera, precediendo su traducción del "Enrique IV". Tanto el uno como el otro son de los más bellos y acertados que escribiera Cané.

"Notas e Impresiones" y "Prosa Ligera", su última publicación, pertenecen a la misma categoría de "Charlas Literarias", aunque con una tendencia argentinista más acentuada. A "Notas e Impresiones" lo componen correspondencias que Cané envió desde París al diario "La Prensa" y que fueron firmadas con el seudónimo de Travel. En "Prosa Ligera" aparecen dos o tres estudios que tuvieron en un principio aspiraciones a obras orgánicas. Tal los titulados: "El arte español", base de un libro sobre Velázquez, y "En el fondo del río", "De cepa criolla" y "A las cuchillas", trío destinado a formar parte de "un estudio de nuestra sociabilidad en aquel momento" y que comenzó a escribir en 1884.

Por último "Juvenilia", su más grande acierto.

Forman el pequeño libro sus recuerdos de estudiante, época feliz que, de todo el caudal acumulado de ciencia, de arte y de experiencia que la vida da para aplacar sus asperezas, constituye lo único suave y consolador, como mano de madre sobre una frente agitada.

¿Eran diferentes a nosotros los contemporáneos de Cané? Quizá no, con la salvedad de que eran más muchachos. No recuerdo haber robado nunca unos melones a ningún vasco. Y lo siento, sinceramente.

Cané calificó a esas páginas como de las más felices que había escrito, y tampoco se equivocó esta vez.

Hay hombres que tienen un subjetivismo especial, precursor de una cierta inmortalidad, que aumenta lógicamente en proporción a su talento. De esos temperamentos han salido las confesiones o memorias íntimas, que siempre han sido interesantes y que han asegurado la fama de su autor, porque la vida del hombre, en esa parte que escapa a los demás porque es un monólogo, según Amiel, tiene la atracción de lo desconocido, al mismo tiempo que de lo inmutable, a través de los tiempos.

"Juvenilia" posee algo de esas cualidades. Sin ser una memoria ni una confesión, – es un recuerdo, como dijimos, – tiene algo de ambas cosas.

Es contraproducente hablar de los recuerdos. Ellos, como el cariño, como el amor, no se analizan, sino que se sienten. El que esto escribe, ha gustado con delicia las páginas suavemente melancólicas de "Juvenilia", escritas en una sencillez de estilo que no es una de sus menores cualidades. Muchos debemos a ese alto espíritu una hora íntima, proporcionada por ese libro delicioso. De pocos escritores, y más si ellos son argentinos, podríase decir tal cosa. Y este es el mejor elogio a su vida y a su obra. A "Juvenilia" estará siempre unido el nombre de Cané, como el perfume de una flor evoca la imagen de la planta, que por darle vida es estimada.

Horacio Ramos Mejía.

1916.

1

Es por eso que siento un horror piadoso por los chicos precoces a quienes tengo simpatía o cariño. Se me figura – y aquí hago mío un pensamiento de José María Ramos Mejía – que los retardados poseen como una capa preservadora que mantiene en una especie de fanal, sus almas delicadas.

2

A esto hay que agregar algunos artículos sueltos aparecidos en diversas revistas. Véase "La Biblioteca" y la "Revista de Buenos Aires", entre otras. "A la distancia", que algunos diccionarios y publicaciones consideran como otro volumen, es un folleto en el que se han reunido dos artículos que se encuentran en "Charlas literarias": Carlos Encina – recuerdos íntimos – y "Tedium Vitae".

Juvenilla; Prosa ligera

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