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La lentitud es bella

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Para obtener un rápido alivio del estrés, prueba a ir más despacio.

LILY TOMLIN, actriz y cómica estadounidense

Wagrain, una ciudad turística en las frondosidades de los Alpes austríacos, vive a ritmo lento. La gente acude allí huyendo del tumulto de Salzburgo y Viena. En verano recorren los senderos entre los bosques y comen a orillas de los arroyos de montaña. Cuando nieva, esquían en las pistas a través de los bosques o por las empinadas laderas cubiertas de fina nieve. Cualquiera que sea la temporada, el aire alpino llena los pulmones con la promesa de una noche de sueño reparador en el chalet.

Pero una vez al año esta pequeña población hace algo más que limitarse a vivir con lentitud. Se convierte en la rampa de lanzamiento de la filosofía del movimiento Slow. Todos los meses de octubre, Wagrain alberga la conferencia anual de la Sociedad por la Desaceleración del Tiempo.

La sociedad, que tiene su sede en la ciudad austríaca de Klagenfurt y cuenta con una afiliación extendida por toda Europa central, está en cabeza del movimiento Slow. Sus más de mil miembros son la infantería en la guerra contra el culto a la rapidez. En la vida cotidiana, eso significa ir más despacio cuando tiene sentido hacerlo. Si un miembro de la sociedad es médico, debe insistir en tomarse más tiempo para charlar con sus pacientes. Un asesor de gerencia podría negarse a responder a las llamadas que le hagan durante el fin de semana. Un diseñador podría ir en bicicleta a las reuniones en vez de hacerlo en coche. Los «desaceleradores» utilizan una palabra alemana, eigenzeit, para resumir su credo. Eigen significa «propio» y zeit, «tiempo». En otras palabras, cada ser vivo, acontecimiento, proceso u objeto tiene su propio tiempo o ritmo inherente, su propio tempo giusto.

Además de publicar serios informes sobre la relación del hombre con el tiempo, la sociedad promueve debates con irónicos ardides publicitarios. Sus miembros recorren los centros de las ciudades, con cartelones de hombre anuncio en los que figura el eslogan «¡Por favor, dese prisa!». No hace mucho, la sociedad visitó al Comité Olímpico Internacional para conceder medallas de oro a los atletas con tiempos más lentos.

—Pertenecer al movimiento Slow no significa que siempre debamos actuar con lentitud (¡también tomamos aviones!), que uno deba mostrarse siempre muy serio y filosófico o que quiera estropear la diversión a todo el mundo —puntualiza Michaela Schmoczer, la muy eficiente secretaria de la sociedad—. La seriedad está bien, pero no es necesario perder el sentido del humor.

Con tales premisas, los «desaceleradores» tienden regularmente «trampas de velocidad» en los centros de las ciudades. Por medio de un cronómetro, calculan el tiempo que los peatones dedican a sus gestiones cotidianas. Cuando sorprenden a una persona que recorre cincuenta metros en menos de treinta y siete segundos, la abordan, la llevan a un lado y le piden que les expliquen su prisa. El castigo consiste en recorrer los mismos cincuenta metros tirando de la marioneta de una tortuga a lo largo de la acera.

—Siempre tenemos un gran éxito —dice Jurgen Adam, un maestro de escuela que dirigió una de las trampas contra la velocidad en la ciudad alemana de Ulm—. La mayoría de la gente ni siquiera ha pensado en los motivos que le hacen ir tan rápido. Pero tras entablar conversación sobre la velocidad y el tiempo, se muestran muy interesados. Les gusta la idea de ir más despacio. Algunos incluso vuelven más tarde y piden que les dejemos pasear a la tortuga por segunda vez. Lo encuentran muy relajante.

En 2002, durante la conferencia anual de la sociedad, setenta miembros procedentes de Alemania, Austria y Suiza acudieron a Wagrain para pasar tres días enderezando el mundo mientras se atiborraban de schnitzels vienesas y vino. La indumentaria es informal, lo mismo que la puntualidad. Un eslogan fijado en la pared de la sala de reuniones es revelador: «Se comienza cuando es el momento apropiado». Traducción: muchos de los talleres empiezan con retraso. Gracias a un error de impresión, toda una actividad de treinta minutos está ausente del programa del sábado. Cuando le señalo la anomalía a un delegado, parece perplejo. Entonces se encoge de hombros, sonríe y dice: «Bueno, no hay mal que por bien no venga».

Que el lector no se haga una idea errónea. Los desaceleradores no son unas reliquias chifladas de la era hippie. En absoluto. Son ciudadanos preocupados, como los que uno podría encontrar en reuniones de vigilancia del barrio en cualquier lugar del mundo: abogados, asesores, médicos, arquitectos, maestros... Sin embargo, en ocasiones la conferencia se inclina hacia la farsa. En un taller, realizado en el vestíbulo de un hotel, dos hirsutos estudiantes de filosofía discuten sobre el arte de no hacer absolutamente nada. Una docena de miembros se reúnen unos diez minutos después de la hora de comienzo oficial del acto. Se sientan sin hablar y se mueven incómodos en las sillas plegables. Sólo el sonido distante de una aspiradora, que resuena en el pozo de una escalera cercana, turba el silencio.

Pero, en otros lugares del hotel, hay quienes exploran unas maneras más pragmáticas de ir más despacio. Un empresario ofrece un taller sobre sus planos del primer hotel Slow del mundo.

—Hoy, la mayor parte de las vacaciones son estresantes —explica Bernhard Wallmann, un hombre de edad mediana, corpulento y con ojos de cachorro—. Empiezan con el viaje en avión o en coche, y entonces uno corre de aquí para allá, tratando de ver el máximo número de cosas posible. Examinas tu correo electrónico en un cibercafé y miras la CNN o la MTV en el televisor del hotel. Utilizas el móvil para ponerte en contacto con los amigos o los colegas y, al final, regresas más cansado de lo que estabas al partir.

Escondido en un parque nacional austríaco, su hotel Slow, de 300 camas, será diferente. Los clientes viajarán a un pueblo cercano en tren de vapor y, desde allí, irán al hotel a pie o en coche de caballos. Se prescindirá de toda la tecnología inductora del apresuramiento: televisores, teléfonos móviles, ordenadores portátiles, agendas electrónicas Palm Pilot, coches... En cambio, los clientes gozarán de sencillos y lentos placeres, tales como la jardinería, el excursionismo, la lectura, el yoga y los tratamientos en balnearios. Oradores invitados acudirán para dar charlas sobre el tiempo, la velocidad y la lentitud. Mientras Wallmann expone su idea, algunos de los desaceleradores se muestran en desacuerdo. Protestan diciendo que es demasiado grande, demasiado elitista, demasiado comercial. Pero Wallmann, que calza los relucientes zapatos negros del hombre que va en serio, no se inmuta.

—En el mundo moderno hay un enorme apetito de lentitud —me dice luego, entre bocados de strudel de manzana—. Creo que ha llegado el momento de construir un hotel que realmente permita a la gente ir más despacio en todos los aspectos.

Decidirse por abandonar la cultura de la velocidad supone dar un salto en el vacío... y siempre es más fácil saltar cuando sabes que otros también están haciéndolo. Erwin Heller, un abogado muniqués especialista de la propiedad inmobiliaria, me cuenta que conocer a otros miembros de la Sociedad por la Desaceleración del Tiempo lo ha ayudado a dar la zambullida.

—Sentía que la constante aceleración de todo era nociva —me explicó—, pero cuando estás solo siempre sospechas que podrías estar equivocado y que todos los demás tienen razón. Saber que muchas otras personas piensan de la misma manera, e incluso actúan en consecuencia, me ha dado la confianza necesaria para reducir el ritmo.

Los miembros de la sociedad no están solos. En todo el mundo, la gente forma grupos de apoyo al movimiento Slow. Más de setecientos japoneses pertenecen ahora al Sloth Club, que aboga por un estilo de vida menos apresurado y más respetuoso con el medio ambiente. El grupo tiene un café en Tokio donde sirven comidas a base de productos cultivados orgánicamente, ofrecen conciertos a la luz de las velas y venden camisetas y tazas de café con el eslogan «Slow is beautiful [La lentitud es bella]». Las mesas están más separadas entre ellas de lo que es normal en Japón, para estimular a la gente a relajarse y permanecer más tiempo en el local. Gracias en parte al Sloth Club, la desaceleración está ahora de moda en Japón. Los publicistas utilizan la palabra inglesa slow para vender de todo, desde cigarrillos hasta vacaciones, pasando por bloques de pisos. La admiración por el estilo de vida indolente de la Europa mediterránea está tan extendida que un comentarista habla de la «latinización del pueblo japonés».

En 2001, uno de los fundadores del Sloth Club, un antropólogo y activista medioambiental llamado Keibo Oiwa, publicó un estudio sobre las diversas campañas en pro de la lentitud alrededor del mundo. El libro se titulaba Slow Is Beautiful, y ya va por la duodécima edición. Cuando visito a Oiwa en su despacho de la Universidad Meiji Gakuin, en las afueras de Tokio, acaba de volver de un taller de tres días sobre la lentitud, celebrado en la prefectura de Hyogo con gran éxito de asistencia.

—Cada vez hay más gente en Japón, sobre todo jóvenes, que se dan cuenta de que actuar con lentitud está bien —me dice—. Eso representa para nosotros un cambio radical de las actitudes.

En la otra orilla del Pacífico, desde su cuartel general en San Francisco, la Long Now Foundation está contribuyendo a ese movimiento de fondo. Sus miembros nos advierten que estamos tan atareados, esforzándonos por mantener la rutina cotidiana, que apenas miramos más allá de la próxima fecha límite, la próxima serie de cifras trimestrales.

—La civilización se acelera tanto que el período en que uno puede mantener la atención centrada en algo es patológicamente corto.

A fin de reducir el ritmo, la fundación está construyendo unos relojes enormes y complicados que hacen tictac una vez al año y miden el tiempo a lo largo de diez milenios. El primero de ellos, un bello monstruo de bronce y acero, se exhibe ya en el Museo de la Ciencia de Londres. Un segundo reloj, mucho más grande, se tallará en un risco calizo en el Parque Nacional Great Basin, en Nevada oriental.

Muchos seguidores de la Long Now Foundation trabajan en el sector tecnológico. Danny Hillis, que ayudó a inventar los superordenadores, pertenece a la junta directiva. Entre las empresas donantes figuran gigantes de la alta tecnología como PeopleSoft, Autodesk y Sun Microsystems, Inc. ¿Por qué personas relacionadas con la industria más rápida que existe apoyan una organización que promueve la lentitud? Porque también ellos se han dado cuenta de que el culto a la velocidad se ha desmandado.

En la actualidad, las organizaciones que favorecen al movimiento Slow pertenecen a una tradición de resistencia que comenzó mucho antes de la era industrial. Incluso en el mundo antiguo, a nuestros antepasados les enojaba la tiranía de la medición del tiempo. En el año 200 a. C., el dramaturgo romano Plauto escribió este lamento:

¡Los dioses confundan al primer hombre que descubrió

la manera de distinguir las horas, y confundan también

a quien en este lugar colocó un reloj de sol

para cortar y destrozar tan horriblemente mis días

en fragmentos pequeños!

...ni siquiera puedo sentarme a comer a menos que el sol se marche.

La ciudad está tan llena de esos malditos relojes...

Cuando los relojes mecánicos aparecieron en Europa, las protestas siempre les fueron a la zaga. En 1304, Daffyd ap Gwvilyn, un bardo galés, hablaba pestes contra el artilugio: «¡Maldito sea el reloj de cara negra situado junto al banco y que me despertó! Que su cabeza, su lengua, su par de sogas y sus ruedas se conviertan en polvo, y que les suceda lo mismo a sus pesos y sus estúpidas bolas, sus orificios, su martillo, sus patos que graznan como si se adelantaran al día y su funcionamiento incansable».

Mientras la medida del tiempo se infiltraba en todos los recovecos de la vida, los satíricos bromeaban acerca de la devoción europea por el reloj. En Los viajes de Gulliver (1726), los liliputienses, al ver que Gulliver consultaba su reloj con tanta frecuencia, llegaron a la conclusión de que debía ser su dios.

A medida que la industrialización avanzaba, lo hacía también la reacción contra el culto al reloj y a la velocidad. Muchos denunciaron la imposición de una hora universal, considerándola una forma de esclavitud. En 1884, Charles Dudley Warner, director de un periódico y ensayista, expresó el malestar de la gente, a la vez que se hacía eco de Plauto: «La división del tiempo en períodos rígidos es una invasión de la libertad individual y no hace concesiones a las diferencias de temperamento y sentimiento». Otros se quejaron de que las máquinas estaban apresurando demasiado la vida, la hacían más frenética y menos humana. El movimiento romántico de artistas, escritores y músicos que se extendió por Europa después de 1770 fue, en parte, una reacción contra la moderna cultura del ajetreo, la reversión a una era idílica perdida.

Durante la revolución industrial, la gente buscaba maneras de oponerse al ritmo acelerado de la vida, refrenarlo o librarse de él. En 1776, los encuadernadores de libros de París convocaron una huelga para limitar su horario de trabajo a catorce horas. Más adelante, en las nuevas fábricas, los sindicatos hicieron campaña en favor de una mayor reducción del horario laboral. Se generalizó el estribillo: «Ocho horas para el trabajo, ocho horas para dormir y ocho horas para lo que queramos». Con un gesto que resaltaba el vínculo existente entre el tiempo y el poder, los sindicalistas radicales destrozaron los relojes sobre las entradas de las fábricas.

Entretanto, en Estados Unidos, un grupo de intelectuales conocidos como los trascendentalistas exaltaba la amable sencillez de una vida arraigada en la naturaleza. En 1845, uno de ellos, Henry David Thoreau, se retiró a una cabaña de una sola pieza al lado del estanque Walden, cerca de Boston, desde donde censuró la vida moderna, a la que consideraba un tráfago de «infinita actividad..., nada más que trabajo, trabajo, trabajo».

En 1870, el movimiento de las Artes y Oficios, radicado en Gran Bretaña, se apartó de la producción en serie para adoptar el lento y meticuloso trabajo manual del artesano. En las ciudades del mundo industrializado, los fatigados ciudadanos se solazaban con el culto al idilio rural. Richard Jeffries se especializó en escribir novelas y libros de recuerdos sobre las verdes y agradables tierras de Inglaterra, mientras que pintores románticos como Caspar David Friedrich en Alemania, Jean-François Millet en Francia y John Constable en Inglaterra llenaban sus telas de relajantes escenas campestres. El deseo urbano de pasar algún tiempo descansando y recargando las pilas en Arcadia ayudó a que se iniciara el tipo de turismo que hoy conocemos. En 1845, en el Distrito de los Lagos de Gran Bretaña había más turistas que ovejas.

A finales del siglo XIX, médicos y psiquiatras empezaron a llamar la atención sobre los efectos deletéreos de la velocidad. George Beard hizo el saque en 1881 con American Nervousness [Nerviosismo americano], donde culpaba al ritmo de vida acelerado de todo, desde la neuralgia hasta las caries y la alopecia. Beard argumentaba que la obsesión moderna por la puntualidad, por hacer que cada segundo cuente, causaba a todo el mundo la sensación de que «un retraso de unos pocos minutos podría destruir las esperanzas de toda una vida».

Tres años después, sir James Crichton-Browne achacaba al ritmo apresurado de la vida moderna el considerable aumento del número de fallecimientos en Inglaterra debidos a insuficiencia renal, dolencias cardíacas y cáncer. En 1901, John Girdner acuñó el término «nuevayorkitis» para describir una enfermedad cuyos síntomas abarcaban nerviosismo, movimientos rápidos e impulsividad. Al cabo de un año, un francés llamado Gabriel Hanotaux prefiguró el moderno interés por el medio ambiente al advertir que el temerario afán de la velocidad estaba apresurando el agotamiento de las reservas mundiales de carbón: «Durante nuestra estancia, quemamos el camino a fin de poder viajar por él con más rapidez».

Algunos de los temores expresados por los primeros críticos de la velocidad eran totalmente absurdos. Los médicos afirmaban que los pasajeros de los trenes de vapor serían aplastados por la presión o que la mera visión de una locomotora, a toda velocidad, enloquecería a los espectadores. En la década de 1890, cuando se popularizaron las bicicletas, algunos temieron que pedalear velozmente contra la dirección del viento causara una desfiguración permanente, una «cara de bicicleta». Los moralistas advirtieron que las bicicletas corromperían a los jóvenes, al permitirles tener citas románticas lejos de las miradas vigilantes de sus tutores. Por muy risibles que fuesen tales recelos, a finales del siglo XIX era evidente que la velocidad se cobraba un tributo. Millares de personas morían todos los años en accidentes que involucraban a los nuevos medios de locomoción rápida, bicicletas, coches, autobuses, tranvías, trenes y barcos de vapor.

A medida que se aceleraba el ritmo de la vida, muchos criticaban los efectos deshumanizadores de la velocidad. En 1908, el escritor francés Octave Mirabeau observó: «Nuestros pensamientos, sentimientos y amores son un torbellino. Por todas partes, la vida se precipita de una manera demencial, como una carga de caballería... Todo cuanto rodea al hombre salta, danza, galopa en un movimiento que no se corresponde con el suyo propio». A lo largo del siglo XX creció la resistencia al culto a la velocidad, hasta que empezó a cuajar en amplios movimientos sociales. El terremoto de la contracultura, que tuvo lugar en los años sesenta, estimuló a millones de personas a reducir el ritmo y a vivir de una manera más sencilla. Una filosofía similar generó el movimiento Voluntary Simplicity [simplicidad voluntaria]. A finales de la década de los ochenta, el Trends Research Institute [instituto para la investigación de tendencias], con sede en Nueva York, identificó un fenómeno al que denominó downshifting (literalmente, «desplazamiento hacia abajo»), que significa el cambio de un estilo de vida sometido a grandes presiones, con unos ingresos económicos considerables y un ritmo acelerado, por una existencia más relajada y menos consumista. Al contrario que los desaceleradores de la generación hippie, a los partidarios del downshifting les impulsan menos los escrúpulos políticos o ecológicos que el deseo de llevar una vida más gratificante. Están dispuestos a renunciar a buena parte de sus ingresos a cambio de tiempo libre y lentitud. Datamonitor, una empresa londinense de investigación de mercados, espera que el número de partidarios de ese movimiento en Europa pase de doce millones en 2002 a más de dieciséis millones en 2007.

En la actualidad, muchas personas buscan refugiarse de la velocidad en el puerto seguro del mundo espiritual. Mientras que las iglesias cristianas tradicionales están perdiendo feligreses, sus rivales evangélicos prosperan. En Occidente, el budismo está en alza, como también las librerías, salas de conversación y centros curativos que se dedican a las doctrinas eclécticas y metafísicas de la nueva era. Todo esto tiene sentido en una época en la que la gente siente anhelo de lentitud. El espíritu, por su misma naturaleza, es lento. Por mucho que uno lo intente, no puede acelerar la iluminación. Cada religión enseña la necesidad de ir más lento a fin de comunicarse con el yo, con el prójimo y con una fuerza superior. El salmo 46, de la Biblia dice: «Calmaos, pues, y sabed que Yo soy Dios».

A comienzos del siglo XX, los clérigos cristianos y judíos dieron su apoyo moral a la campaña por la reducción del horario laboral, argumentando que los trabajadores necesitaban más tiempo libre para alimentar su espíritu. Hoy, la misma petición de lentitud vuelve a surgir de los púlpitos en todo el mundo. Una búsqueda en Google descubre decenas de sermones que despotrican contra el demonio de la velocidad. En febrero de 2002, en la primera iglesia unitaria de Rochester (Nueva York), el reverendo Gary James defendió de un modo elocuente la filosofía del movimiento Slow. En un sermón titulado «¡Más despacio!» dijo a sus feligreses que la vida «requiere momentos de esfuerzo intenso y ritmo apresurado, pero también necesita una pausa de vez en cuando..., un momento sabático para determinar el rumbo que estamos siguiendo, la rapidez con que queremos llegar a nuestro destino y, lo que es más importante, por qué queremos ir ahí. La lentitud puede ser hermosa». Cuando Thich Nhat Hanh, un conocido dirigente budista, visitó Denver (Colorado) en 2002, más de cinco mil personas acudieron a escucharle. Los instó a que redujeran el ritmo, «a tomarse tiempo para vivir de una manera más profunda». Los gurúes de la nueva era predican un mensaje similar.

¿Significa esto que debemos ser espirituales o partidarios de la nueva era para participar en el movimiento Slow? En nuestro mundo cínico y secular, ésa es una pregunta importante. Son muchas las personas, y me incluyo entre ellas, recelosas de cualquier movimiento que promete abrir la puerta al nirvana espiritual. La religión nunca ha ocupado un lugar considerable en mi vida, y muchas prácticas de la nueva era me parecen una farsa. Quiero reducir el ritmo sin que me fuercen a encontrar a Dios o creer en el poder de los cristales y la astrología. En última instancia, el éxito del movimiento Slow dependerá de la suavidad con que pueda conciliar a personas como yo con «desaceleradores» de inclinación más espiritual.

El rechazo del estilo de vida presidido por la velocidad dependerá también del aspecto económico. ¿Cuánta riqueza material tendremos que sacrificar, tanto individual como colectivamente, a fin de vivir más lentamente? ¿Somos capaces de pagar el precio o estamos dispuestos a hacerlo? ¿Y hasta qué punto reducir el ritmo es un lujo para las personas acomodadas? Estos son grandes interrogantes a los que el movimiento Slow debe responder.

Para que puedan avanzar, los partidarios de este movimiento han de desarraigar el profundo prejuicio que existe contra la misma idea de ir más despacio. Son muchos los ámbitos donde «lento» sigue siendo una palabra fea. Basta consultar su definición en el Oxford English Dictionary: «Que no comprende con rapidez, torpe, falto de interés, que no aprende con facilidad, tedioso, gandul, perezoso». No son precisamente las características que uno desearía poner en su currículum vitae. En nuestra cultura hiperactiva, en la que prima la rapidez, una vida acelerada al máximo sigue siendo el trofeo más importante que uno puede exhibir. Cuando alguien se queja diciendo: «Ah, qué ocupado estoy, no paro un momento, no tengo tiempo para nada», lo que en realidad quiere decir es: «Mira lo importante, interesante y enérgico que soy». Aunque la velocidad parece gustarles más a los hombres que a las mujeres, ambos sexos practican el arte de aventajar a los demás. Los neoyorquinos, con una mezcla de orgullo y conmiseración, se maravillan del ritmo lento de la vida en otros lugares de Estados Unidos. «Es como si estuvieran siempre de vacaciones —comenta desdeñosa una mujer de Manhattan—. Si intentaran vivir así en Nueva York, los pisotearían.»

Tal vez el mayor reto al que se enfrente el movimiento Slow será el de solucionar nuestra relación neurótica con el tiempo, enseñarnos, como decía Golda Meir, la que fuera dirigente israelí, la manera de «gobernar al reloj y no dejarnos gobernar por él». Es posible que esto ya esté sucediendo, al margen del radar. David Rooney, director de la sección de relojería en el Museo de la Ciencia de Londres, tiene a su cuidado una espléndida colección de quinientos relojes, que abarcan desde antiguos relojes de sol y clepsidras hasta modernos relojes de cuarzo y relojes atómicos. No es de extrañar que este hombre de veintiocho años y con gafas tenga una relación claustrofóbica con el tiempo. Lleva en la muñeca un reloj controlado por radio que es de una precisión extraordinaria. Una antena oculta en la correa recibe a diario una actualización desde Francfort. Si el reloj pierde una señal, el número 1 aparece en el ángulo izquierdo de la pantalla. Si se pierde la siguiente señal del día, el número cambia al 2, y así sucesivamente. Esta exactitud hace de Rooney una persona muy inquieta.

—Cuando falta la señal tengo una auténtica sensación de pérdida —me dice mientras recorremos la exposición titulada «La medida del tiempo», alzando las voces para poder oírnos por encima del persistente tictac de tanto reloj—. Cuando en el contador del reloj aparece el 2, me preocupo. Cierta vez pasó a 3 y tuve que dejarlo en casa, en un cajón. Me estresa saber que tiene un retraso, aunque sea de un milisegundo.

Rooney sabe que esa conducta no es saludable, pero tiene esperanzas para el resto de nosotros. La tendencia histórica a adoptar sistemas de medición del tiempo cada vez más precisos ha terminado, por fin, con el reloj controlado por radio, que no ha logrado convertirse en un producto de consumo. La gente prefiere el estilo a la precisión y lucir un Swatch o un Rolex. Rooney cree que esto refleja un cambio sutil en nuestros sentimientos con respecto al tiempo.

—En la revolución industrial, cuando el trabajo regía la vida, el control del uso que dábamos al tiempo se nos escapó de las manos —explica—. Lo que ahora estamos viendo tal vez sea el comienzo de una reacción contra ese estado de las cosas. La gente parece haber llegado al punto en que no quiere que le dividan su tiempo en porciones cada vez más pequeñas, con una exactitud creciente, no quieren estar obsesionados por el tiempo o ser esclavos del reloj. Es posible que se digan: «El jefe mide el tiempo, así que yo no quiero hacerlo».

Pocos meses después de nuestro encuentro, Rooney decidió abordar su manía obsesiva de medir el tiempo. En vez de inquietarse por los milisegundos perdidos, ahora lleva un reloj de cuerda de los años sesenta que suele tener unos cinco minutos de retraso.

—Así reacciono contra el exceso de precisión —dice. Ha elegido un reloj de cuerda porque ese sistema simboliza que uno ha recuperado la posición dominante en relación con el tiempo—. Si no le das cuerda a diario, se para, de modo que eres tú quien tiene el control —añade—. Ahora tengo la sensación de que el tiempo trabaja para mí, y no al revés, y así me noto menos apremiado. No me apresuro tanto.

Algunas personas han ido incluso más lejos. En un reciente viaje a Alemania, mi intérprete habló en términos entusiastas de los beneficios de no usar reloj. Sigue siendo escrupulosamente puntual, gracias al reloj de su teléfono móvil, pero su antigua obsesión por los minutos y los segundos está desvaneciéndose.

—Desde luego, no llevar reloj en la muñeca hace que me tome el tiempo de una manera más relajada —me dijo—. Me resulta más fácil ir más despacio, porque no tengo siempre el tiempo en mi línea de visión, diciéndome: «No, no debes ir más despacio, no debes desperdiciarme, tienes que apresurarte».

Por supuesto, hoy el tiempo es un tema candente. ¿Cómo deberíamos usarlo? ¿Quién lo controla? ¿Cómo podemos ser menos neuróticos acerca del tiempo? El economista estadounidense Jeremy Rifkin cree que esta cuestión podría tener una importancia capital en el siglo XXI. «Creo que está preparándose una batalla sobre la política del tiempo —escribió en su libro, de 1987, Time Wars [Guerra de tiempo]—. Su resultado podría determinar el rumbo futuro de la política mundial en el próximo siglo.» Desde luego, ayudará a determinar el futuro del movimiento Slow.

Elogio de la lentitud

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