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EL CLIMA DE LA ORACIÓN

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ORACIÓN DEL SER


Siempre siento cierto malestar y hasta fatiga cuando debo hablar de la oración, y ello porque me parece que es una realidad sobre la que verdaderamente no se puede hablar. Se puede invitar a rezar, exhortar, aconsejar... Pero la oración es algo tan personal, tan íntimo, tan nuestro, que resulta difícil hablar de ella a menos que nos pongamos verdaderamente en un clima de oración. Querría empezar, por tanto, justo con una oración:


Señor, tú sabes que yo no sé rezar; entonces, ¿cómo puedo hablar a otros de la oración? ¿Cómo puedo enseñar a otros algo sobre la oración? Solo tú, Señor, sabes rezar. Tú has rezado en la montaña, durante la noche. Tú has rezado en las llanuras de Palestina. Tú has rezado en el huerto de tu agonía. Tú has rezado en la cruz. Solo tú, Señor, eres el Maestro de la oración. Y Tú nos has dado a cada uno de nosotros, como maestro personal, al Espíritu Santo. Ahora bien, solamente en la confianza en ti, Señor, Maestro de oración, adorador del Padre en espíritu y verdad, y solamente con la confianza en el Espíritu que vive en nosotros, podemos tratar de decir algo, de exhortarnos recíprocamente, para compartir alguno de tus dones respecto a esta maravillosa realidad. La oración es la posibilidad que tenemos para hablar contigo, Señor Jesús, Salvador nuestro, para hablar con tu Padre y con el Espíritu, para hablar con sencillez y verdad. Madre nuestra, María, maestra de oración, ayúdanos, ilumínanos, condúcenos en este camino que también tú has recorrido antes que nosotros conociendo a Dios Padre y su voluntad.


Para afrontar del modo más familiar posible el tema de la oración he pensado en dos breves premisas teológicas y fundamentales a las que ahora quiero hacer referencia. Trataré luego de contestar a la pregunta sobre cómo ayudarnos a nosotros mismos y a los demás para avivar en el corazón la llama de la oración: una llama que es el propio Dios, que es el que la enciende, pero que nosotros tenemos que alimentar.

La primera premisa la extraigo del Salmo 8:


¡Señor, Dios nuestro,

qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

Tu majestad se levanta sobre los cielos.

De la boca de los niños de pecho

Levantas una fortaleza firme frente a tus adversarios,

para hacer callar al enemigo y al rebelde.

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,

la luna y las estrellas que has creado,

¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,

el ser humano que cuides de él? (Sal 8,2-5).


La oración es algo extremadamente sencillo, algo que nace de la boca y del corazón del niño. Es la respuesta inmediata que nos sale del corazón cuando nos ponemos frente a la verdad del ser.

Esto puede acaecer de muchos y diferentes modos: puede suceder ante un paisaje de montaña, en un momento de soledad en el bosque, escuchando música y, en todo caso, cuando surge algo que nos hace olvidar, aunque sea por poco tiempo, la realidad inmediata, ayudándonos a separarnos por un instante de nosotros mismos. Son momentos de verdad del ser, en los que nos sentimos como fuera de la esclavitud de las intrusiones cotidianas, de la esclavitud de las cosas que nos reclaman continuamente. Respiramos más profundamente de lo habitual, sentimos algo que nos mueve por dentro; y no es raro, sino casi instintivo, que en estos momentos de gracia natural, en estos momentos felices en que nos sentimos plenamente nosotros mismos, se eleve de nosotros una oración: «Dios mío, te doy gracias», «¡Señor, qué grande eres!».

Cada uno de nosotros, creo, puede experimentar en su vida algunos de estos momentos. Quizá por una serie de circunstancias felices nos hemos encontrado en disposición de expresar este reconocimiento a Dios, a quien hemos llamado desde la profundidad de nuestro ser. Es la oración natural, la oración del ser. Toda nuestra oración, toda nuestra educación a la oración, parte de este principio: el hombre que vive a fondo la autenticidad de sus propias experiencias siente enseguida, instintivamente, la necesidad de expresarse mediante una oración de alabanza, de agradecimiento, de ofrecimiento.

La segunda premisa consiste en que, junto a esta oración del ser, hay otra realidad que conviene tener presente: la oración del ser cristiano. Esta oración no es sencillamente mi respuesta a la realidad del ser que me circunda o a la sensación de autenticidad que puedo experimentar en mí, sino que es fruto del Espíritu que reza en mí. El texto fundamental al que aquí debemos referirnos es el de la carta a los Romanos, en particular la segunda parte del capítulo 8, donde se dice que el Espíritu reza en nosotros (cf. Rom 8,14-27).

Se deben tener presentes, por tanto, estas dos verdades: de la boca de los niños de pecho, Dios ha hecho una alabanza (Mt 21,16) y, por ende, la oración es una realidad muy sencilla que brota cuando se han puesto las premisas justas, cuando la persona (también el chico, el niño, el adolescente) se encuentra de verdad a su gusto frente a la realidad del ser, a la verdad del ser, y en situaciones particularmente felices de calma y serenidad. Pero a esta verdad le sigue otra, y es que no somos nosotros quienes rezamos como cristianos, sino que es el Espíritu quien reza en nosotros.

La educación a la oración consiste, por eso mismo, tanto en tratar de favorecer aquellas condiciones que ponen a la persona en estado de autenticidad cuanto en buscar dentro de nosotros la voz del Espíritu que reza, para dejarle espacio, para darle voz. En efecto, sin esta premisa no hay oración cristiana: es el Espíritu quien reza en nosotros. Y esta es la característica propia, típica, de la oración cristiana.

Recuerdo que uno de los más grandes exegetas de san Juan, el padre Donatien Mollat, se preguntaba un día qué caracterizaba la oración cristiana respecto a las oraciones de las otras religiones, a todas las oraciones naturales que cualquier hombre puede hacer. La respuesta que dio remitía al capítulo 4 del evangelio de Juan: «La oración en espíritu y en verdad». Según el lenguaje de san Juan, «verdad» significa que Dios Padre se revela en Cristo. He aquí el núcleo de lo que caracteriza la oración cristiana, aquello que la distingue de la oración, por altísima que sea, de las otras religiones. Podemos aprender mucho de las oraciones de todas las religiones, podemos sacar muchas cosas sobre esta elevación del hombre hacia Dios, pero lo específico de la oración cristiana es el don directo que Dios nos envía por el Espíritu, aquello que nos permite rogar en la verdad, es decir, en la revelación que el Padre hace de sí mismo en Jesús. Eso mismo es lo que la liturgia produce cuando, al final de cada oración, se pronuncia la fórmula: «Por Cristo, nuestro Señor, en la unidad del Espíritu Santo». Esta es la oración en la que hay que educar. No habríamos educado de veras a la oración si solamente nos hubiéramos limitado a suscitar sentimientos de alabanza, de admiración, de gratitud, de pregunta, si no hubiéramos insertado esta realidad en el ritmo del Espíritu que ruega en nosotros.

La pregunta sobre cómo orar se torna ahora más concreta: ¿cómo ayudar a descubrir en nosotros mismos los movimientos del Espíritu? ¿Cómo ayudar a discernir los movimientos del Espíritu de Cristo que está en nosotros? ¿Cómo oír al Espíritu, que es el gran promotor de nuestra oración?

Presentaré aquí algunas sugerencias, sencillas y concretas, que cada cual podrá luego confrontar con su propia experiencia para ver después cuáles de ellas le resultan más adecuadas. Las indicaciones que ofrezco se refieren a tres actitudes:


1) la situación preliminar a la oración;

2) la entrada en la oración, es decir, el momento de comenzar la oración;

3) el ritmo de la oración, es decir, la permanencia en la oración.


SITUACIÓN PRELIMINAR


Es importante partir de este hecho: cada uno de nosotros tiene una situación de oración propia e irrepetible. Irrepetible no solamente porque es mía en cuanto que yo soy una persona diferente de cualquier otra, sino también porque es mía en este momento y, por tanto, también es irrepetible en el tiempo (aunque cada uno tenga sus módulos de oración que le son peculiares y a los que vuelve una y otra vez).

La pregunta sería esta: ¿cómo reconocer mi situación? ¿Cómo hacer que emerja mi estado personal de oración? Propongo ante todo algunas observaciones de carácter negativo, preguntándome qué no es ese estado.

No es un estado inducido por la oración ajena ni por modelos de oración predeterminados; tampoco por textos sobre la oración. Aunque todas estas cosas sean óptimas (los libros, como las hagiografías, nos ofrecen sus experiencias; las oraciones ajenas podemos aprenderlas y repetirlas), en último término pueden entusiasmar, pero solo por un momento. Leemos páginas bellísimas en santa Teresa de Jesús o en san Juan de la Cruz sobre la oración, y sentimos la necesidad de insertarnos en sus ritmos, de entrar en consonancia con tales experiencias; y hasta nos parece que estamos viviendo estas iluminaciones durante unos días o unas semanas. Alguna página maravillosa de las Confesiones de san Agustín o alguna espléndida de Madeleine Delbrêl pueden ser para nosotros oraciones que lleguen a suscitarnos una cierta consonancia afectiva y emotiva. Esto es muy positivo y forma parte de la educación; pero aún no conduce al descubrimiento de nuestro estado de oración. Incluso puede llegar a ser más bien ilusorio, haciéndonos creer que ya hemos alcanzado algunas capacidades para la oración y modos de rezar. Desvanecido el efecto, de esta lectura, de esta palabra escuchada y de esta oración ajena queda poco, y nos encontramos con nuestra pobreza y nuestra aridez.

Por tanto, aunque siempre sean modélicas e indicativas, las experiencias ajenas no son instrumentos suficientes, y a veces ni siquiera particularmente útiles, para ayudarnos a reconocer cuál es nuestro estado actual de oración. ¿Cómo encontrarlo entonces? ¿Cómo entender cuál debería ser nuestro punto de partida? Ofrezco tres breves indicaciones. Mi estado de oración es:


1) una postura del cuerpo;

2) una invocación del corazón;

3) una página de la Escritura en la que puedo encontrarme.


Una postura del cuerpo


Cuanto digo aquí tiene un carácter casi ideal y es difícil de poner en práctica, pero puede constituir un punto de referencia. Deberíamos hacer la experiencia de abandonarnos por un momento para así, relajados, preguntarnos poco más o menos esto: si ahora tuviera que expresar realmente lo que siento y lo que deseo en lo más profundo de mí, ¿qué actitud asumiría como la expresión más adecuada para mi oración?

Después deberíamos estar atentos para vislumbrar qué actitud se configura en nuestra mente: puede ser la actitud del orante, con los brazos alzados o las manos unidas en invocación; puede ser la actitud de Jesús en el huerto, de rodillas y con el rostro en tierra; puede ser la actitud de manos que acogen, la de quien mira a lo lejos y está en actitud de espera, como la del padre que aguarda la vuelta del hijo pródigo; tal vez la actitud de quien pregunta.

Parecen cosas sencillas, quizá incluso podrían parecer ridículas si tuviéramos que expresarlas en público; pero lo cierto es que nosotros nos expresamos así, también con los gestos. Jesús dice en el evangelio de Mateo (cf. Mt 6,6) que cerremos la puerta de la habitación y roguemos al Padre en lo secreto; tomémonos, pues, alguna vez la libertad de expresarnos también con el cuerpo: podremos caer de rodillas con la frente en el suelo, o levantar espontáneamente las manos, o abrirlas como quien está a punto de recibir algo, o bien ponernos en actitud de sumisión... Lo importante es que a través de la experiencia de nuestro cuerpo revelemos la profundidad de nuestros deseos.

Una invocación del corazón


Preguntémonos ahora lo siguiente: Si en este momento tuviera que gritar o expresar con una invocación lo que pido a Dios desde lo más profundo de mí, si tuviera que decir lo que late principalmente en mi corazón, ¿con qué palabras lo expresaría? Dejemos que salga libremente a la luz aquello que en este momento nos caracteriza. Podría ser la invocación: «Señor, ten piedad de mí»; o bien las palabras: «Ya no puedo más»; o «te alabo»; «te doy gracias»; «ven a socorrerme»; «estoy agotado». También el propio Jesús, en un preciso momento de su vida, exclamó: «Mi alma está triste hasta la muerte», y en otro momento: «Te doy gracias, Padre, porque siempre me escuchas».

Entre todas las invocaciones del corazón, busquemos aquella que mejor responde a lo que sentimos, aquella que podría servir como punto de partida para nuestra oración, aquella que caracteriza la situación que estamos viviendo. Esta invocación obviamente podrá ser enriquecida con oraciones ajenas; podrá ser profundizada con la ayuda de otros que han rezado antes que nosotros y quizá mejor que nosotros. Esta invocación podrá parecer una realidad pobre, o muy simple, algo así como una pequeñísima brizna de hierba en comparación con los árboles gigantescos de la oración de los santos. Pero esta brizna de hierba es lo que yo pongo delante de Dios como mi sencilla oración.

Jesús nos recuerda las palabras de aquel publicano en el templo: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador». Este hombre había encontrado auténticamente su estado de oración y, por tanto, volvió justificado: con una única expresión se había revelado a sí mismo por completo. Supo expresar el grito de su corazón.


Una página de la Escritura en la que puedo encontrarme


Planteémonos esta pregunta: si yo tuviera que expresar lo que siento, deseo o temo, lo que le pido a Dios o lo que querría pedirle, si tuviera que expresar mi situación ante él, ¿en qué personaje, en qué figura, en qué escena del evangelio me imaginaría? Podría situarme donde Pedro, en el lago, tras haberse tirado al agua y cuando dice: «¡Señor, no puedo!». Podría ponerme junto a los apóstoles, quienes, ante la gente que pide pan, dicen: «Señor, ¿adónde iremos, cómo hacemos?». Podría reconocerme en cualquier otra escena del evangelio o en las palabras de algún salmo que exprese realmente mi estado de ánimo en este momento.

Es importante averiguar cuáles pueden ser nuestros puntos de partida para empezar a trabajar sobre ellos, así como educar a otros para que puedan encontrarlos. Desde aquí pueden desarrollarse las aptitudes para la oración, así como una actitud auténtica de diálogo con Dios: un diálogo que no parta artificialmente de realidades inducidas, sino de la verdad de la persona.


ENTRADA


Quizá este sea uno de los casos en que nos equivocamos más fácilmente. A menudo creemos que es importante empezar a orar de cualquiera forma, a lo mejor con el signo de la cruz. Es erróneo entrar en la experiencia del diálogo con Dios lanzándose imprudentemente a esta aventura sin haberse preparado antes, aunque sea un poco.

Quizá esta sea una de las causas por la que la oración nos resulta tan difícil: no hemos entrado en ella adecuadamente. Así como en nuestras iglesias hay un atrio, así también en cada una de nuestras oraciones, sobre todo si son prolongadas, sería necesario anteponer un momento especial, un momento de absoluto silencio.

A los jóvenes deberíamos ayudarles para que aprendieran a hacer un instante de absoluto silencio, un silencio del que puedan partir para entrar en la oración. Y diría más aún. A este momento de entrada yo lo llamaría casi una forma de anulación; se trata de poner el cuentakilómetros de nuestra fantasía, y hasta de nuestro mismo ser, a cero. Y eso, ¿qué significa? En mi opinión es extremadamente importante empezar a orar no solo ya con un momento de silencio o de pausa, de respiración, sino también con el claro reconocimiento de que no somos capaces de rezar: «Señor, eres tú quien rezas en mí. Yo no sé cómo empezar; es tu Espíritu quien me conducirá». Es necesario quitar del diálogo con Dios toda presunción, cualquier cosa que creamos haber aprendido y poseer. Tenemos que entrar en la oración como pobres, no como poseedores. Cada vez que nos presentamos ante Dios, presentémonos como absolutamente pobres. Creo que todas las veces que no lo hacemos, nuestra oración se resiente. La oración se carga entonces de cosas que la entorpecen.

Es necesario que nos pongamos ante Dios en un estado de verdadera pobreza interior, de despojo, de ausencia de pretensiones: «Señor, yo no soy capaz de rezar; si tú permites que esté ante ti en un estado de aridez, de espera, bendeciré esta espera, porque tú eres demasiado grande como para que yo pueda comprenderte. Tú eres el Inmenso, el Infinito, el Eterno, ¿cómo puedo yo hablar contigo?». Este es el estado existencial que emerge en muchos salmos, que son auténticos modelos de oración y que deberían hacerse interioridad en nosotros.

De modo que la oración la empezamos con una cierta anulación de nosotros mismos, una anulación que puede expresarse en formas externas tales como un momento de silencio, de adoración de rodillas, un momento de reverencia, de respeto; con todo ello manifestamos ser conscientes de estar entrando en una situación a la que no tenemos nada que traer, sino que en ella todo lo recibimos.

Entro en un diálogo en el que la palabra, en mi pobreza, me enriquece. Entro como un enfermo que necesita del médico, como un pecador que necesita ser justificado, como un pobre que necesita ser enriquecido: «Derribado del trono a los poderosos, a los ricos los despide con las manos vacías» (estas palabras apuntan también a aquellos que creen que saben orar, a quienes piensan haber adquirido de una vez por todas esta capacidad).

Es necesario que cada vez nos pongamos en la situación bautismal del ciego que suplica: «Señor, que yo vea». Señor, que yo pueda comprender, que pueda pronunciar las palabras que el Espíritu me sugiere.


RITMO


La oración, como la vida, tiene su ritmo que la sustenta y que permite que pueda prolongarse sin fatiga. Hoy tenemos ejemplos realmente extraordinarios de jóvenes y adolescentes capaces que han demostrado ser capaces de rezar durante horas; se trata de una experiencia que, hace años, considerábamos inaudita. Es una maravilla que Dios está obrando. Tales jóvenes han encontrado el ritmo justo. Es como cuando uno ha descubierto el ritmo adecuado para caminar y puede hacerlo durante kilómetros sin apenas cansarse. También en la oración es importante un cierto ritmo, al mismo tiempo físico y psíquico o interior. ¿En qué consiste este ritmo? Es aquella música que nosotros llevamos dentro, es la respiración. Este es el ritmo fundamental de la vida, lo que nos proporciona los tiempos de la vida.

Precisamente por tal motivo, tanto en la tradición monástica de la Iglesia griega como, aún más, en la tradición oriental del yoga y del budismo, se han valorado mucho las técnicas de respiración; se han indicado muchos modos para que estas técnicas puedan ser cada vez más conscientes, asumidas y controladas. Es posible que todo esto parezca muy complicado, pero ciertamente puede contener algo positivo.

Querría subrayar en concreto la llamada «oración de Jesús». Se trata de la oración oriental más cercana a la tradición cristiana y, por tanto, la más fácil de asimilar para nosotros. Tal oración –de la que se tiene un ejemplo en El peregrino ruso– consiste en una invocación repetida lentamente, al ritmo de la respiración, una invocación preñada de significado: «Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí».

Según la enseñanza de la tradición monástica oriental, tal invocación debe pasar de la cabeza al corazón, entrar en el ritmo de la respiración, invadir y penetrar a toda la persona. Nosotros, los occidentales, sentimos a menudo la tentación de mecanizar tales experiencias, de tomar las cosas de una manera demasiado externa; y es así como caemos en exageraciones o cosas raras. Por ello es preciso subrayar que cada cual tiene que adecuar este tipo de oración a sus propias necesidades.

En todo caso existe un aliento de la oración, un ritmo que, una vez adquirido, nos acompaña y permite que perseveremos en el diálogo con Dios, y ello con alegría y con gusto interior, con una satisfacción que nos llena el corazón y que nos pone en la verdad de nosotros mismos.

La otra técnica es la del rosario. El rosario es la versión occidental, algo más complicada, de la oración repetitiva de Jesús de tipo oriental. Empezó a practicarse en la Edad Media y más tarde se fue difundiendo. Pero no es una oración fácil: yo recuerdo muchos rosarios, de chico, de adolescente, muy aburridos; las distracciones me llenaban la cabeza. Era una oración casi impuesta, no explicada, y resultaba difícil.

Me parece que el rosario requiere de una cierta calma, de la adquisición de un ritmo que nos permita entrar en un verdadero estado de oración; no es algo puramente verbal. A quien encontrara difícil la oración del rosario, o a quien haya dejado de practicarla o tenga sus reservas a la hora de retomarla, querría indicarle un medio que, quizá, pueda parecer muy simple, pero que puede ayudar a hallar el sentido de esta oración. De la oración del rosario es posible extraer las mismas ventajas que ofrece la «oración de Jesús», de las que acabamos de hablar. Cuando tenemos poco tiempo disponible, cabe limitarse a unas pocas palabras, repetidas lentamente, de forma que puedan calar en el interior del corazón. Nos acercaremos de este modo a la oración que los orientales llaman precisamente la «oración de Jesús». Cuando quiero introducirme en esta atmósfera de oración, sencillamente elijo una invocación del rosario y la repito lentamente un cierto número de veces (por ejemplo, en la primera decena puedo decir las palabras: «Ave María, ruega por nosotros»). Estas simples palabras, dichas muy lentamente, repetidas diez veces, son ciertamente más breves que la oración completa, pero pueden penetrar en nosotros e inducirnos gradualmente a una oración más larga y profunda.

Son numerosos los modos en que podemos introducirnos en la oración prolongada. Sobre todo es necesario no preocuparse por la cantidad, sino por un ritmo que alimente de veras nuestro espíritu y que lo penetre.

Obviamente se podrían hacer muchas otras observaciones sobre el ritmo de la oración; en el fondo se trata de ese ritmo que estructura los salmos. Los salmos están compuestos mediante el estilo literario del paralelismo, que puede ser antitético (se afirma una realidad y luego se expresa el lado opuesto) o sintético (se expresa una realidad y, acto seguido, otro aspecto de esa misma realidad). Este «ir y volver» responde al ritmo de la respiración, al ritmo de los coros que se alternan y, finalmente, al ritmo de quien llama y de quien contesta.

Entrar en esta realidad nos hace entender mejor lo mucho que la Escritura nos pone delante; pero solo poco a poco podremos aprender a conocer tales profundidades antropológicas, descubriendo de este modo la autenticidad del hombre que emerge de las diversas formas de oración.

Por último, querría decir una palabra más para aclarar cuanto he expuesto. Podría parecer que la oración se aprende con algunas técnicas, a través de un largo ejercicio que lleve al hombre a adquirir una cierta posesión de sí: cierto dominio, cierta calma, cierta respiración, cierta profundidad. En el fondo, este es el objetivo de las técnicas del yoga: lograr que el hombre se domine plenamente a sí mismo.

Pero, si nos dejamos conducir simplemente por esto, nos equivocaríamos enormemente respecto al objetivo de la oración cristiana. El objetivo de la oración cristiana no es que el hombre se posea, aunque el modo de rogar cristiano propicia, ciertamente, que el individuo adquiera conciencia más auténtica de sí y que se convierta en una persona más equilibrada, ordenada, reflexiva, atenta y previsora. Cierto, todo esto es un fruto de la educación en la oración. Porque la oración comporta una cierta capacidad de aliento, de distancia respecto a las cosas, de juicios no precipitados, sino maduros. Pero este no es el objetivo de la oración, y si lo convirtiéramos en su objetivo nos habríamos desviado completamente del verdadero sentido de la oración.

¿Cuál es entonces el sentido de la oración cristiana? Es lo que Jesús indicó en el momento de la agonía: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya». O bien en la oración en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Esta es la cumbre de la oración.

La educación a la oración que no llegue, o al menos que no aspire, a esta plenitud –que conduce al hombre a entregarse en las manos de Dios con confianza y amor–, corre el riesgo de convertirse en algún momento en una pura ilusión; e incluso de ser fuente de desviación religiosa. No es suficiente con decirle a una persona que debe orar mucho; y ello porque una persona puede orar mucho, pero estar religiosamente desviada; puede incluso estar muy equivocada en su captación de los valores. Como todas las realidades humanas, también la oración está expuesta a desviaciones y distorsiones. No hay realidad humana que el hombre no sepa estropear, que nosotros no sepamos estropear con nuestro egoísmo. También en la oración pueden encontrarse estas ambigüedades.

Debemos tener presente que el punto de llegada de la oración cristiana es que cada uno de nosotros, como Jesús en el huerto de Getsemaní, pueda entregarle a Dios su vida y decir: «Aquí me tienes, mi vida está en tus manos». Solo así la oración ha alcanzado realmente la auto-revelación de lo que el hombre es: ha venido de Dios y está destinado a volver a él, a las manos del Padre. Así es como la oración se convierte en expresión de una fe perfecta, es decir, de una entrega total de la vida. Abrahán es un ejemplo de oración perfecta cuando, al escuchar la voz de Dios, parte de su tierra. Aunque no sepamos qué oración hizo en aquel momento, comprobamos que se ha entregado a la voz de Dios, y que valientemente ha seguido su llamada.

Esta es la cumbre de la oración cristiana, y por eso insisto tanto en la relación entre oración y eucaristía. Es en la eucaristía donde Cristo se entrega a sí mismo al Padre por nosotros, y es en la eucaristía donde estamos llamados a dejarnos atraer por ese torbellino de amor y dedicación, para entrar así en el mismo don de Cristo. Cada oración que hagamos se convierte entonces en preparación, actualización y, en cierto sentido, vivencia de la eucaristía. La oración auténtica es la que nos induce a cada uno a ponernos al servicio de los demás. Entregarle a Dios nuestra vida no significa entregarla «abstractamente», para así hacernos extraños al mundo. Significa, por el contrario, entregársela para que él nos ponga al servicio de los hermanos. Este es el verdadero punto de llegada de la oración cristiana: la educación al servicio, a la total disponibilidad, la educación para ponerse incondicionalmente al servicio de los hermanos. Es incondicional porque Dios mismo, el Absoluto, es quien está sin condiciones, y porque es él quien nos llama al don sin condiciones, pues se ha revelado y ha transformado nuestra vida. Aquí es donde se apoya no solo la relación entre oración y eucaristía, sino también aquella otra entre oración y vida.

La autenticidad de la oración no se cifra ni en el repliegue sobre sí ni en el gusto intimista –que nos empuja a encontrar satisfacciones personales–, sino en la franca y clara puesta en disposición de nuestra vida ante todos aquellos que nos necesitan, para quienes sufren, para los más pobres y necesitados. Se trata de una expropiación de nosotros mismos a favor del servicio a los demás.

Esta es la oración que los cristianos queremos hacer y que quisiera poder hacer yo mismo, poniéndome cada día siempre más en estado de servicio.

Meditaciones sobre la oración

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