Crónica del retorno

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Esta obra consigue transportar eficazmente al lector a los Montes de María, en la época del conflicto entre guerrillas, y convertirlo en testigo de una experiencia íntima y vertiginosa de regresión a los años de militancia en la izquierda. En medio de recuerdos personales, se muestra cómo penetra el comunismo en los pueblos de su región.

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Carlos Alberto Martínez Mendoza. Crónica del retorno

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Crónica del retorno

Carlos Alberto Martínez

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Mi abuela paterna tuvo un pequeño negocio de bollos limpios y con ello levantó la parentela. Mi padre fue el mayor de los siete y mi tía Elena, la menor. Recuerdo, entre gallos y medianoche, a mi abuela Regina Venecia y a mis tías paternas Rosa, Lucila, Clotilde y Elena; a mis tíos Miguel y Manuel, los fugitivos, y Julio, el suicida. Tengo patente a mis primas por el lado paterno y casi no recuerdo nada de una finca al pie del cerro de Maco, en el occidente, por un lugar mítico llamado Matambal, y su trapiche en la niebla y el frío y los panelones incrustados de coco y anís que eran una delicia. Y sé que esa finca se la quedó el tío Pedro, el mismo que ostentaba una verruga en el mentón y que tenía una frente amplia y despejada como la del Mao convertido en el gran timonel de la Revolución china. Supe también por esos años del final de mi niñez que el tío Pedro había sido liberal gaitanista; en los días locos del 9 de abril de 1948, su casa había sido incendiada por las turbas que comandaba un tal Dimas Solano, una especie de Laureano Gómez, el Monstruo. Pero Dimas era solo un “lobito”, como suele decírseles a las lagartijas en el pueblo. Tuvo su época estelar durante la larga noche de la violencia de los conservadores en el poder contra los liberales sin el poder. Mi abuelo Nicolás fue baleado en una tómbola durante unos carnavales, y desde entonces mi padre se convirtió en el sostén de la familia. Con sus manos construyó la casa de bahareque y la techó de palmas amargas. Construyó una cocina amplia con una hornilla y un tanque de abastecimiento de agua siempre llena de gusarapos. Recuerdo el golpe del tarro de avena Quaker al zambullirse en el agua sonámbula y los pequeños bichos, como espermatozoides, en su marcha curvilínea hacia la boca sedienta. Me gustaba el olor del agua estancada y dormida, la caricia del tarro de avena en los labios y el sabor a taruya y bledo. Era una vida rústica, sobre una tierra rústica, entre gentes rústicas, de manos amplias y bocas frescas que no mezquinaban ni la risa ni el saludo.

Terminé con honores mi paso angustioso y taquicárdico por el Instituto Rodríguez e ingresé a la Escuela Vocacional Agrícola, en donde desarrollé un liderazgo problemático y febril como el siglo xx del Cambalache, de Santos Discépolo. Fui expulsado, y después retorné, al cabo de un año y medio, a mi destino, que ya estaba marcado con hierro candente desde las primeras lecturas de La madre, de Gorki, y la acerada novela de Ostrovski. Todos los jóvenes como yo, de abajo, sin futuro a la vista, queríamos ser como el Pável Vlásov de La madre y, asimismo, queríamos que nuestras madres fuesen al final como Pelagueia Nílovna. Nadie quería un padre como el truhán y bebedor de Mijaíl Vlásov. Por ese tiempo supe que mi hermano, durante el tiempo que estuvo fuera del pueblo, había subido a los Llanos del Tigre y había contribuido a sentar las piedras miliares del Ejército Popular de Liberación, que ya en 1969 me lo figuraba grande y bien armado, capaz de desmontar al mismísimo emperador con su cohorte de “señores de la guerra”, mandarines y shenshí malvados. Los cuatro años finales de la década del sesenta del siglo xx fueron definitivos y de denso aprendizaje, siempre en la cresta de la ola, en el ojo del huracán, aleteando entre torbellinos con alas de azogue. Se fueron apilando los libros en la mesa del comedor porque ya habían colmado el cajón de pino, que en otros tiempos me había servido de banqueta en la escuela de la seño Cristia. Llegaban cajas repletas de revistas Pekín informa y China reconstruye, monografías acerca de la Gran Marcha de los veinticinco mil li y, por supuesto, las obras finamente empastadas de Mao. Me gustaba la tersura de las hojas, el marcapáginas de seda roja y la foto del camarada Mao protegida por una hoja de fino celofán. Seguramente en esas traducciones al español había colaborado uno de los padres fundadores del moir, Héctor Valencia Henao, quien había llegado a la capital china en septiembre de 1964 y había sido testigo de excepción de la Revolución Cultural, que restituyó al Gran Timonel en el poder por algunos años perdido.

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