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I El santo y la leyenda

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Como el agua, que es muy útil y humilde y preciosa y casta. Y como el fuego, por el cual se alumbra la noche, y es bello y alegre y robusto y fuerte. Francisco es así, transparente, sencillo, dulce y suave, lleno de humildad y limpieza de ánimo. Es luz para ver caminos de Dios en medio de la noche, alegría rebosante al saber que un Padre bueno acompaña. Una debilidad revestida de la fortaleza de una fe profunda y colmada de esperanza.

En su ideal y en su vida todo es transparente. Porque como estaba lleno de Dios, respiraba cordialidad, sencillez y amistad sobradas. Con sentido de lo universal y de lo fraterno. Un lenguaje comprensible para todos y válido en cualquier tiempo. Ni la indiferencia ni el rechazo lo alcanzan. Es que en él no se percibía atisbo alguno de poder, de afán de dominio o de imposición. Aprendió lo difícil que era ser libre. Y supo querer sin violencia y vivir en armonía con la naturaleza y con los hombres. Sin idílicas evasiones de desprecio, sino como un verdadero y auténtico ecólogo, diríamos ahora, que goza con la creación y llama «hermano» a cuanto puede contemplar. Que busca ese espacio limpio de intereses mezquinos y en el que los hombres y la creación toda se sienten hermanados y juntos bendicen a Dios.

Un santo de leyenda, con la veracidad de una historia singular y admirable. La fama de san Francisco hay que entenderla en un sentido de repercusión social, de resonancia de la palabra y de las acciones. «Su conversión no puede ser plenamente comprendida sino situándola dentro de las coordenadas histórico-geográficas en que se dio; lo que hemos dicho haber sido a causa de la fama pública, el diálogo entre el individuo y la masa, nos ayudará a comprender lo que fue Francisco antes y después del encuentro con el leproso»1.

Estaba lleno de Dios y veía a Dios en todo. Captaba, con exquisita sensibilidad, el bien que se esconde detrás de cada cosa. Un hombre que se empeñó en buscar a Dios y que encontró el rostro de su Señor en todo lo creado. Anuncia la liberación con la pobreza, la sencillez y la paz. Y su modelo de vida se aleja de cualquier forma de violencia, orgullo o enemistad.

Francisco ha leído el evangelio y lo acepta. Lo mete en su vida, porque el Altísimo le ha revelado que debe vivir según esta regla: la del santo Evangelio (Test 14). Acude a la Iglesia y esta no puede negarle un derecho tan fundamental del cristiano: vivir el Evangelio. Francisco no arranca un privilegio, sino que quiere tener una garantía de la fidelidad eclesial de la orden: siempre súbditos y sujetos a los pies de la Iglesia (2R 12,4).

La historia

En los primeros meses del año del Señor de 1182 nace en Asís, en la casa burguesa y rica de Pedro de Bernardone, mercader de paños, y de Madonna Pica. En el bautismo se le pone el nombre de Juan, aunque pronto se le vendría a llamar Francisco. Recibe buena educación en la escuela parroquial. Trabaja con su padre en el comercio de paños y tejidos. Unos años después, 1193, y también en Asís, nacería Clara, de la noble familia de los Favarone de Offeduccio y Ortolana.

Tiempo de revueltas políticas, de transformaciones sociales. Son los últimos tiempos del feudalismo y el auge de las nuevas y potentes ciudades. Los ciudadanos asisienses asedian y destruyen el castillo de la Rocca, signo del poder feudalista. Con sus piedras construirían la muralla que guardaría Asís. De unas piedras se pasa a otras piedras. De un poder a otro poder. Del señor feudal al podestà de la ciudad. En Roma, es elegido papa Inocencio III.

Las ciudades se hacen grandes, ricas y poderosas y se enfrentan entre ellas para lograr supremacía y buenos resultados comerciales. Así ocurría entre Asís y Perugia. Francisco no podía faltar en esta contienda. No solo tendría que defender a su ciudad natal, sino lograr una ascendencia social: la de ser caballero. En la batalla, Francisco es hecho prisionero y llevado a Perugia. Después de un tiempo de cautiverio regresa enfermo a Asís. Estamos en 1202 y aquí comienza un cambio en la personalidad de Francisco. Aquel joven extrovertido, protagonista de tantas fiestas y saraos, líder entre sus compañeros, ensoñador y ambicioso, se va haciendo reflexivo, intimista, indeciso... Pero de nuevo, la ambición y la gloria. Formando parte del ejército de Asís emprende camino hacia Apulia. En Spoleto tiene un sueño. Será caballero de otra manera y tendrá que emprender batallas completamente distintas a las que hasta entonces había participado.

La vida y las ambiciones de Francisco van por otro camino: de la oración y la alabanza al encuentro con los leprosos y a la generosidad con los pobres. Lo amargo se va convirtiendo en dulzura y lo repugnante de la lepra en amor al hombre destrozado por la enfermedad. En un sueño, el Señor le hace ver que tiene que reparar la Iglesia que aparece tan destruida. Y se pone manos a la obra. De aquí para allá, y tratando de reparar ermitas y pequeñas iglesias, llega a la de San Damián. Cristo le habla desde la cruz.

La generosidad con los enfermos, los pobres y los desvalidos no tiene medida. Se desprende de aquello que está en sus manos el poder hacerlo, pero también de los almacenes de su padre sustrae telas preciosas y las vende para ayudar a los pobres. La ira de su padre no se hace esperar. Lo encierra y lo pone en manos de la justicia. Ante el tribunal del obispo de Asís, Francisco devuelve a su padre hasta la misma ropa que llevaba encima. La capa del obispo cubrirá su desnudez. Y el hijo del rico mercader se hará pobre con los pobres y tomará a la Iglesia como madre y protección.

Continúa Francisco realizando el oficio de restaurar algunas ermitas, como las de San Pedro, San Damián, Santa María de los Ángeles... Fue en esta iglesia, llamada la Porciúncula, donde Francisco oyera el evangelio de Mateo donde el Señor describe las actitudes, disposiciones y comportamientos que ha de tener aquel que quiera seguir la misión de Cristo. Seducidos por el ejemplo de Francisco, pronto habían de llegar los primeros compañeros: Bernardo de Quintavalle, Pedro Cattani, Gil de Asís... Y comienza la misión franciscana de predicar el Evangelio. Casi al mismo tiempo, Inocencio III anuncia la cruzada contra los albigenses.

Rivotorto será el primer lugar donde viva la pequeña fraternidad. Los hermanos necesitan saber cuál ha de ser su manera de vivir y de predicar el Evangelio. Por inspiración del Señor, Francisco escribe una regla. La forma de vida inspirada por Dios, que no era sino un conjunto de textos del evangelio acerca del fiel seguimiento de Cristo. Acompañado de sus compañeros viaja a Roma y visitan al papa Inocencio III. Le presentan el texto de la primera Regla. El Papa la aprueba verbalmente. Y los hermanos regresan a Asís, a la Porciúncula.

En la Semana Santa de 1212, Clara, la noble joven de Asís, había oído la predicación cuaresmal de Francisco. En la noche del Domingo de Ramos abandona su casa y se consagra a Dios para seguir la forma de vida franciscana. Había nacido la Orden de las Hermanas Pobres. Al principio morarían en algún convento de monjas benedictinas. Después se trasladarían a San Damián.

Francisco siente el imperativo de llevar al mundo entero el conocimiento de Cristo. Su primer deseo se encamina hacia Oriente. Se embarca rumbo a Siria. Pero vientos contrarios le hacen regresar a Ancona. Pero Francisco no cede a su intento y pronto emprenderá viaje con el deseo de llegar a Marruecos. Una enfermedad le impide realizar su propósito y regresa a Asís.

Con la celebración del IV concilio de Letrán, Inocencio III promueve la quinta cruzada para liberar los Santos Lugares. El Papa muere al año siguiente, sucediéndole Honorio III, quien concedería a Francisco la indulgencia de la Porciúncula. En Pentecostés de 1217 se celebra el primer capítulo general de los hermanos. La orden se divide en provincias. Los hermanos menores llegan a Marruecos y poco tiempo después son martirizados.

En 1219 Francisco se embarca hacia Acre y Daimieta y logra entrevistarse con el sultán de Egipto. Enseguida tiene que regresar a Italia, al recibir la noticia de algunos conflictos surgidos y que afectaban gravemente a los ideales que el pobre de Asís quería para su fraternidad. El Papa designa al cardenal Hugolino como protector de la orden y Francisco se retira del gobierno de la fraternidad y nombra a Pedro Cattani como vicario general, quien muere al año siguiente y lo sustituye en el cargo fray Elías.

En el capítulo general celebrado en Pentecostés, la fraternidad revisa la regla aprobada verbalmente por el papa Inocencio III. Quieren que Francisco redacte una más breve. Así lo hace en el retiro de Fonte Colombo. La Regla es aprobada por el capítulo de 1223 y confirmada por el papa Honorio III. Unos meses después, Francisco se retira a Greccio y celebra la Navidad con una representación viviente del nacimiento de Cristo.

Entre los meses de agosto y septiembre de 1224, Francisco quiere guardar la cuaresma de San Miguel en el monte Alverna. Allí recibirá, en sus manos, pies y costado las llagas de Cristo. De nuevo regresa a Asís recorriendo los pueblos, montado en un pollino, y predicando la palabra de Dios. Francisco está enfermo y casi ciego. En San Damián compone el Cántico de las criaturas (1225). Unos meses después dictará su Testamento.

Siente que el fin de su vida está cerca. Francisco pide que lo lleven a la Porciúncula, donde muere al atardecer del 3 de octubre del año del Señor de 1226. Tenía 44 años. Dos años después, el papa Gregorio IX canoniza a Francisco de Asís.

La fama y la leyenda

Con documento auténtico y suficientemente contrastado se va escribiendo la historia. Todo muy real, objetivable y perfectamente creíble. El documento es frío, rígido, constata lo que fuera y nada más. Ofrece la noticia, a veces distorsionada por intereses políticos, hegemónicos, ideológicos... Lejos de la mitología y de lo fantasmagórico, la leyenda pone vida y sentimiento en los personajes relatando acciones y comportamientos ejemplares. Esto ocurre frecuentemente en las hagiografías y santorales. Más que usar el documento se vale de la tradición oral y escrita, de lo que una generación a otra le transmitiera. No es cuento ni ficción, pues hay un marco de referencia histórico en lugares, acontecimientos y personas.

Esencial e imprescindible es el recurso a las fuentes, a aquellos documentos que están en los orígenes y que son como actas notariales de los acontecimientos. De lo contrario, sin ese apoyo esencial, la imaginación da rienda suelta a su propósito: interés ejemplarizante del personaje, acarrear argumentos para defender las propias e interesantes posturas históricas, ideológicas o religiosas.

Un santo de leyenda y una de las figuras más sobresalientes de la historia es Francisco de Asís. Resulta difícil encontrar discrepancia sobre el buen espíritu y su forma de vida. La personalidad ha superado los límites del tiempo para quedarse en una actualidad permanentemente rodeada de actitudes, de virtud y de valores religiosos y humanos que se contemplan y admiran. Leyenda e historia, los hechos y lo que decían las gentes se entremezclan y dan como resultado una imagen, ni extraña ni deformada, pero sí legendaria, es decir, vigente y que influye en la vida, las opiniones y la conducta que se pueda ofrecer. La personalidad de Francisco está construida entre la leyenda y la historia, sobrepasando unas categorías de lugar y de tiempo para ganar lo universal y la intemporalidad.

La historia se refiere a los hechos objetivos; la leyenda a la fama, que equivale a reputación, al elogio que hace la gente de una persona, al reconocimiento de méritos y virtudes. En ese sentido, la fama está lejos de cualquier notoriedad populista y efímera. Más bien es renombre de santidad, de persona acreditada ante Dios y ante la sociedad. Nada se resta al intento de objetividad, sino que lo avala, porque el santo de Asís rompe, con su elevación espiritual y su pobreza evangélica, las mismas coordenadas de los encuadramientos meramente humanos. Es una personalidad, en muchos sentidos, ejemplar y fascinante.

Francisco puede ser un santo de leyenda, pues los relativamente pocos datos históricos sobre su vida se han ido transmitiendo, de unos a otros, envueltos en devoción, simpatía, ejemplaridad y admiración. Y que el biógrafo no puede prescindir de poner en su relato. La propia personalidad y estilo. Habla del pasado, pero con mentalidad actual. Hace un retrato del personaje, no una fotografía. Atender al diseño y al color es labor imprescindible, pero sin quitarle protagonismo al individuo del que se quiere hablar, escribir o pintar.

Francisco nace en Asís en 1182. Y pronto se ve envuelto en una guerra. Una contienda más que civil, social. Pueblo, burguesía, nobles, municipios que comenzaban y el Imperio que decaía, el papado... Era el adiós a la Edad media y el comienzo, ya presentido, de la renovación.

Con ansias de Dios, el bienaventurado Francisco, iba buscando una luz que disipara las muchas tinieblas metidas en su alma y que le hiciera ver el rostro tan querido de su Señor. Dejar la amarga levadura de lo viejo y llenarlo todo de un espíritu nuevo. Y el Señor Dios, accediendo a la humildad de su siervo, le puso en las manos la letra, el espíritu y la vida del santo Evangelio; el regalo de la fraternidad de hermanos; la pobreza, como libertad para amar y puerta abierta para que en el corazón pudieran entrar los pobres; la reconciliación con todo lo creado, pues criatura de Dios era y como tal había de conducirse.

San Francisco habla en romance, lengua viva para un pueblo nuevo. Encuentra a los débiles, a los leprosos, a los que nada tienen. Y se hace su hermano. Este es el diálogo de san Francisco con el mundo y con los hombres. Escuchar y hacerse cercano. Después, servir. No es un diálogo de grandes proclamas, sino de cercanía. De vivir atento a lo que puede necesitar el hermano. En un tiempo de cruzadas, san Francisco no entiende ese camino. Él quiere encontrarse y vivir con los hombres, por lejanos y extraños que sean, como hermano y amigo de todos.

La fraternidad había de ser escuela donde se aprendiera todos los días la lección del mandamiento nuevo. Y el amor fraterno se hacía pobreza y desapropio, obediencia y generosidad ilimitada, castidad como entrega libre para servir, sin condiciones, a Dios y a los hermanos. «Y el Señor me dio hermanos». Favor grande del Señor altísimo era el de haber recibido el regalo de la fraternidad. Bendición de Dios, nunca suficientemente agradecida, y que era motivo permanente de alegría para el bienaventurado Francisco de Asís.

El primero, el más santo y querido de los hermanos, era Jesucristo. El hijo de la beatísima Virgen María. Su vida es gracia y modelo, misterio e imitación. Caminar con Cristo es seguir su humildad y pobreza. Después, todo lo que el Señor ha querido poner en el discurrir de la vida de cada uno para vivir en esta fraternidad, convocada, reunida y alimentada por el Señor, y gustando la alegría y la sencillez de corazón en el servicio a los hermanos.

Un día, Francisco encuentra a Dios en los leprosos. Ahora el gran trabajo es el de ser libre. No tanto para tener que ir dejando muchas cosas, sino el de enamorarse de la verdad, de la transparencia, del bien. Tiene que sostener la Iglesia, porque se cae. Y tarda en comprender que no son piedras lo que se necesita, sino gentes con ganas de justicia, que sientan la alegría en el servir y en el dar.

Con la Iglesia se conoce a Cristo, se reciben doctrina y magisterio, sacramentos y mandato de evangelización. Como servidor fiel de Cristo, acepta, sin tilde ni glosa, la palabra salvadora de Dios. La Iglesia es el pueblo de Dios que peregrina por este mundo. Ha sido el mismo Señor quien ha reunido a todos. Quien alimenta con su palabra y vivifica con el Espíritu. La Iglesia es una realidad viva y querida. En ella está presente el mismo Señor. Esta verdad es la más fundada garantía de comunión, de unidad, que la hace tan entrañable como fuerte cuando celebra la Eucaristía y practica el mandamiento nuevo del amor fraterno. Quienes viven de esta forma dan testimonio de su esperanza en un Dios providente que se cuida de sus criaturas.

Siempre sumisos y sujetos a los pies de la santa Iglesia católica (2R 12). Estas palabras de la Regla que escribiera Francisco de Asís han ido resonando a lo largo del tiempo, no solo como una declaración de fidelidad, sino como la expresión más sincera de un profundo y reconocido amor a la presencia del Señor en la Iglesia. No hay otra manera de acercarse a Francisco si no es guiado por la mano de la Iglesia. Algunos han pretendido hacerlo al revés: presentando al de Asís como un desfigurado personaje crítico y denunciador. El resultado, decepcionante y falso. Y, después, el Señor le llevó a vivir según el Evangelio. Francisco sería forma y modelo. En él se había posado el Espíritu del Señor para vivir el Evangelio y seguir muy de cerca las huellas que Jesucristo dejara a su paso por la tierra.

Historia, leyenda y fama cultural que define lo que es y vive una comunidad, un pueblo, una persona. Puede ser el gran escaparate de las verdades o el gran engaño, pues, con frecuencia, la cultura está secuestrada por ideas e intereses partidistas. Y la historia, los valores, las creencias, la idiosincrasia de un pueblo se presenta como conviene al grupo de turno, sea ideológico, político o económico. La cultura franciscana está hermanada con la paz, la justicia, la caridad fraterna, el perdón, el reconocimiento del valor y dignidad de la persona, de la responsabilidad moral de los actos del hombre, de la convivencia fraterna, de la ayuda al más desvalido, del esfuerzo por el desarrollo de los pueblos, del respeto a la diferencia, de amor sin límites ni fronteras. Del aprecio y cuidado de la creación.

Francisco de Asís, un santo de leyenda que rompe la distancia de los tiempos y hace, de su persona y de su vida, lugares universales de encuentro, en los que lo más grande y maravilloso se hace sencillo y cotidiano, vigente y ejemplar, porque su existencia es una deliciosa narración de lo que es capaz de hacer Dios cuando un hombre se pone incondicionalmente en sus manos.

Unos se lo contaron a otros y se fue creando la leyenda, pero no la de un ídolo imaginario, sino la de Francisco, nacido en un tiempo y lugar, con su familia y su pueblo, con su historia y su nombre. La leyenda es como una herencia que se transmite y obliga a la lealtad. Lo que hemos visto y oído es lo que os contamos, lo que fuimos «leyendo» en la vida y obras de Francisco.

En la literatura universal, las leyendas ocupan un capítulo importante. También de Francisco se escribieron leyendas notables: la Leyenda mayor y la Leyenda menor, de san Buenaventura, en las que se quiso recoger cuanto se sabía de la vida de un «santo venido del cielo». Un Francisco amable, conciliador, llamando a la unidad entre los hermanos. Estas leyendas inspiraron a Giotto para sus frescos en la basílica de Asís.

La Leyenda de los tres compañeros tiene como protagonista a la ciudad de Asís, con sus costumbres, la situación social, lo religioso... Una «leyenda urbana», diríamos ahora, pero con datos muy importantes para conocer el ambiente donde vivía el joven Francisco y el contexto de su conversión. La Leyenda de Perugia, que es una especie de florilegio en el que se recogen algunos textos de los que ya escribiera el biógrafo Celano.

El libro de las Florecillas está considerado como una joya de la literatura universal. Todo en él respira sencillez, bondad y Evangelio. Así hay que leerlo con la mentalidad de quienes lo fueron escribiendo. Más que en la letra, que es accidente, habrá que fijarse en lo esencial del mensaje que se quiere transmitir. Es la verdadera leyenda, la tradición oral. De alguna manera, las Florecillas nos recuerdan los «dichos» de los padres del desierto, esos apotegmas, esos relatos ejemplares que se fueron confiando unos a otros. Otras «leyendas biográficas» de la época dependen de los intereses y gustos del género literario del momento. Cada uno presenta a Francisco con el color de los propios cristales. De lo que no cabe duda es que la figura del santo de Asís no dejaba indiferente a corriente literaria alguna.

Benedicto XVI habla así de las Leyendas:

En 1260, el capítulo general de la orden en Narbona aceptó y ratificó un texto propuesto por Buenaventura, en el que se recogían y se unificaban las normas que regulaban la vida diaria de los Frailes Menores. Buenaventura intuía, sin embargo, que las disposiciones legislativas, si bien se inspiraban en la sabiduría y la moderación, no eran suficientes para asegurar la comunión del Espíritu y de los corazones. Era necesario que se compartieran los mismos ideales y las mismas motivaciones. Por esta razón, Buenaventura quiso presentar el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Por eso recogió con gran celo documentos relativos al Poverello y escuchó con atención los recuerdos de quienes habían conocido directamente a Francisco. Nació así una biografía del santo de Asís bien fundada históricamente, titulada Legenda Maior, redactada también de forma más sucinta, y llamada por eso Legenda Minor. La palabra latina, a diferencia de la italiana, no indica un fruto de la fantasía, sino, al contrario, Legenda significa un texto autorizado, «para leer» oficialmente. En efecto, el capítulo general de los Frailes Menores de 1263, reunido en Pisa, reconoció en la biografía de san Buenaventura el retrato más fiel del fundador y se convirtió en la biografía oficial del santo2.

En cuanto a las fuentes históricas, las más fiables son los mismos escritos de san Francisco. Dentro de aquello que hemos venido en llamar «leyenda», y que se ha explicado anteriormente como ajeno a lo que puede ser simple imaginación y fantasía, debe incluirse una relación de tipo catequético, en el sentido etimológico de hacer resonar, de instruir a través de la voz. Así la «leyenda» franciscana sería, por tanto, el poner la historia y vida de Francisco de Asís en los oídos de las gentes y en la sucesión de las generaciones. En todo este capítulo, del conocimiento de la existencia y mente del pobrecillo de Asís, tienen gran importancia los textos más propios y escritos por el mismo santo. No es de extrañar, pues, que se repitan frecuentemente algunos párrafos y frases, pues se trata de cuestiones diferentes, pero en las que hay que hacer resonar (catequesis) la misma doctrina y pensamiento que aparece en los escritos de san Francisco.

De particular importancia es la Regla para los hermanos menores, en sus dos ediciones: la no bulada y la que recibiera el asentimiento formal del Papa. El Testamento ofrece unos rasgos biográficos objetivos acerca de la conversión de Francisco y lo que ocurrió después. Aunque se debe decir que san Francisco no habla de su vida como lo hiciera un historiador, sino como él la había sentido. El Cántico de las criaturas puede considerarse como la más genuina expresión de lo que en su alma llevaba el bondadoso Francisco.

Llamó poderosamente la atención, tanto en el entorno franciscano como en el de los medievalistas, la noticia de la aparición de la Vida del bienaventurado padre Francisco, también llamada la de fray Elías, por ser este ministro general de la orden quien encargara a Tomás de Celano la redacción más breve y útil para la lectura y oración de los hermanos. Parece ser que a Celano no le agradó mucho el encargo, pero cumplió por obediencia lo que su hermano general le mandaba. Por unas y otras circunstancias, el caso es que la nueva biografía de san Francisco desapareció.

El catedrático e investigador medievalista, Jacques Delarun descubrió un manuscrito que contenía el texto de la Vida del bienaventurado padre Francisco, la que fuera encargada por fray Elías. En un pequeño prólogo, el autor explica cómo ha redactado y cumplido el mandato que se le hiciera.

En una entrevista, publicada por L’Osservatore Romano (26 de enero de 2015) con el experto medievalista Jacques Dalarun, se ofrecen algunas noticias acerca del descubrimiento de una biografía de san Francisco de Asís, escrita por Tomás de Celano entre la primera y la segunda Vita, es decir entre los años 1232 y 1239. Se trata de un sencillo manuscrito en el que el autor quiere resaltar el tema de la pobreza, del amor a las criaturas y de la fraternidad. Francisco amaba a sus hermanos, a todas las criaturas, porque provenían de la mano creadora del único padre Dios. En manuscrito, desconocido hasta ahora, también aparecen algunos episodios de la vida de Francisco que difieren, no en el hecho histórico, sino en las motivaciones que le llevaron a tomar importantes decisiones. El primer viaje a Roma, por ejemplo, se presenta como una operación de negocios, para abrir mercado a la empresa de su padre, vendedor de paños. Allí encontró a los pobres y desvalidos. Le impactó profundamente e hirió su sensibilidad humana. Y vino la conversión, no como un proceso de reflexión sino como el encuentro con una realidad impresionante.

Muere, en octubre de 1226, cantando a la hermana muerte con el mismo gozo que lo hiciera al hermano Sol que es bello, radiante y recuerda a Dios; al agua, que es útil, humilde, preciosa y casta, al viento, a la tierra... Tras su espíritu y huellas lo siguen muchos hermanos y hermanas, pues, como decía Benedicto XVI, «todos tenemos algo de espíritu franciscano»3.

«La historia del Pobre de Asís no se ha detenido en el día de su muerte. En cierto sentido se puede decir que él ha conocido una segunda vida en este mundo después de haberlo dejado»4. Francisco nació en Asís, en 1182, y murió en la misma ciudad en octubre de 1226. Esta es la historia. Después vendrá la leyenda.

San Francisco quiere ayudar a ese hombre concreto que halla en el camino, para que sea feliz y encuentre su liberación en Dios. No busquéis en el santo de Asís palabras desabridas o gestos violentos. Se hace pobre, cercano, pacífico, sencillo. Este es su modo de llevar a cabo una revolución que no pretende otro objetivo que el de ser fiel a Dios y el más humilde servidor de todos. La altísima pobreza de Francisco es el compromiso de dar siempre, de darlo todo, de no tener nada para poder dar más. A san Francisco podemos verlo todos los días. Está con todos los hombres que siguen creyendo, a pesar de tantos pesares, que el agua es pura, limpia y casta, que los hombres son hermanos y buscan el bien. Esta es la «cultura» franciscana, su historia y su leyenda.

El entorno y sus circunstancias

Asís y la Umbría es el espacio donde se desenvuelven, no solo los primeros años de la vida, sino toda la historia de Francisco. Entre las ciudades que formaban parte de esa región eran frecuentes las luchas y conflictos. Lo mismo ocurría entre los distintos grupos sociales y familiares de esas ciudades que, por otra parte, aun estando muy cerca, estaban bajo la autoridad y jurisdicción del papado o de los germánicos. La guerra civil era inevitable ante las pretensiones hegemónicas por las que luchaban los grupos sociales. Se buscaba la pertenencia al grupo del poderoso que garantizara la libertad.

Entre los últimos años del siglo XII y los primeros del XIII, discurre la vida de Francisco. Momentos de confusión, de cambio, de sorprendentes movimientos sociales y religiosos, de grupos sectarios que provocaban el distanciamiento con una Iglesia que consideraban corrompida por el poder y el dinero, con las luchas entre el papado y el Imperio, la miseria arrasando pueblos enteros y, al mismo tiempo, la opulencia de los señores feudales, el orgullo de unas ciudades que se enzarzan en contiendas buscando la primacía, el poder comercial y económico...

La enorme contradicción entre los que buscaban sinceramente el Evangelio y los comportamientos morales consecuentes, y todos aquellos grupos tan cercanos al sectarismo, como pudieran ser los cátaros, valdenses, patarenos... que se creían unos mesías enviados para terminar con una Iglesia corrupta y materializada, con un clero pervertido y con los cristianos que habían olvidado el Evangelio. Radicales y fundamentalistas, más que una ayuda para la renovación de las costumbres, eran un auténtico peligro de sectarismo y de actitudes antievangélicas.

Cuando Francisco de Asís y sus compañeros comenzaron el camino de la conversión en la pobreza y la humildad, tomando el Evangelio como norma de vida, alabando a Dios en todo y sirviendo a los más pobres y excluidos de la sociedad, era fácil confundirles con alguno de esos grupos que pululaban por aquellos ambientes cercanos. El criterio de discernimiento sería la comunión con la Iglesia. Francisco no había venido para criticar a los estamentos eclesiales, sino a ponerse al lado de la Iglesia y para ayudar en aquello en lo que la Iglesia necesitaba ser servida.

En medio de todo ello, un gran movimiento de unidad que ponía en pie de guerra, más que a las comunidades cristianas, a los nobles y caballeros, a los poderes eclesiásticos y a los comerciantes y burgueses, contra lo que consideraban el gran enemigo de la cristiandad: el islam. Era tiempo de cruzadas. Entre las gentes de la Umbría se hablaba de los musulmanes que estaban forcejeando las puertas de Europa. De los herejes que, entre extravagancias y críticas, interpelaban a una Iglesia a la que se juzgaba lejos de los valores evangélicos. El ascetismo de los cátaros sobrecogía, a pesar de su evidente maniqueísmo. De los albigenses, ni se quería hablar en círculos de mercaderes y comerciantes, pues a estos les consideraban poco menos que como unos demonios que acabarían inexorablemente, con su bolsa y hacienda, en las profundas mazmorras infernales.

Este era el panorama. Confuso, pero que no dejaba lugar para la indiferencia religiosa. Las ciudades se hacían poderosas, casi como pequeños Estados, y se aferraban a sus fueros y privilegios, tratando de defenderse de los mismos poderes que los amparaban: el Papa, con sus Estados pontificios, o el Emperador, con su Imperio germánico. Como los señores feudales veían en esas ciudades un peligroso enemigo para defender sus intereses, no eran infrecuentes los litigios y enfrentamientos. Uno de ellos había de ser decisivo en la vida y conversión de Francisco, aunque tampoco se trataba de un joven perverso y pecador impenitente.

Acerca de la situación eclesial de aquellos tiempos, una buena descripción es la que ofrece Benedicto XVI, subrayando de una manera particular las tendencias espirituales de unos grupos cristianos que constituían una seria preocupación para la misma Iglesia:

Un primer desafío era la expansión de varios grupos y movimientos de fieles que, a pesar de estar impulsados por un legítimo deseo de auténtica vida cristiana, se situaban a menudo fuera de la comunión eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica y hermosa que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del monaquismo. En recientes catequesis hablé de la comunidad monástica de Cluny, que había atraído a numerosos jóvenes y, por tanto, fuerzas vitales, como también bienes y riquezas. Así se había desarrollado, lógicamente, en un primer momento, una Iglesia rica en propiedades y también inmóvil. Contra esta Iglesia se contrapuso la idea de que Cristo vino a la tierra pobre y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la Iglesia de los pobres; así el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso a la realidad de la Iglesia empírica. Se trata de los movimientos llamados «pauperísticos» de la Edad media, los cuales criticaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de los monjes de aquel tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos contrapusieron al ministerio de los obispos una auténtica «jerarquía paralela». Además, para justificar sus propias opciones, difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, como la devaluación y el desprecio del mundo material –la oposición contra la riqueza se convierte rápidamente en oposición contra la realidad material en cuanto tal–, la negación de la voluntad libre y después el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado a Dios. Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia y en Italia, no solo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia, causado por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero5.

En los días de este capítulo de la historia «Nacióle un sol al mundo». Así quiere anunciar Dante Alighieri (Divina comedia, «Paraíso», canto XI) la llegada de Francisco a este mundo. En Asís. Y poco más es lo que sabemos con certeza de su nacimiento. Que si viniera a este mundo entre los años 1181 y 1182. Que era hijo de un rico mercader de paños. Sus padres, Pedro Bernardone y Juana, a la que también llamaban Pica, posiblemente por su ascendencia francesa. No se tiene la fecha exacta del nacimiento. Tampoco se sabe con certeza cuál es la casa donde nació. Seguro que en alguna de las que su padre tenía en Asís.

Primero llevaría el nombre de Juan, como lo quería su madre. Después, Francisco, por deseo del padre, al que lo de franchese le sonaba a patente comercial. Se trataba de una familia con el caudal y la mentalidad de los ricos de la época. Como se trataba del hijo primogénito, la formación había de ser esmerada. Pero no tendrá cabida entre los espacios reservados al grupo privilegiado de los nobles. La familia Bernardone pertenecía a la clase de los «mayores», por el dinero que tenía, y a los «menores», porque su cuna no era de nobleza.

Divertido, sociable, trabajador, espléndido y generoso, amigo de fiestas y de asuntos de trovadores y gentes de caballería. En fin, un joven de la clase pudiente de Asís en los finales del siglo XII. Muy poco es lo que se sabe, con documentos de validez histórica, de la vida de Francisco en su niñez y juventud. Sin embargo, se dispone de algunos escritos de la época que hablan de esos primeros años de la vida de nuestro santo, a través de los cuales se puede comprender lo que las gentes iban conociendo de su vida legendaria, pero real.

El autor de la Leyenda de los tres compañeros dice que Francisco era adulto de sutil ingenio, alegre y generoso, pero dado a los juegos y cantares, tanto de día como de noche. Que era pródigo en gastar en comilonas y otras cosas. Que sus padres le reprendían por estos despilfarros, pero todo se lo consentían, pues no querían disgustos con él. Más que generoso era derrochador, presumido y vanidoso, juguetón y divertido...

Así que no eran precisamente buenos ejemplos los que se recibían de la conducta de este joven asisiano. Sin embargo, y muy del estilo de las biografías de la época, se subrayaban defectos y pecados para manifestar en mayor grado la grandeza y benignidad de la misericordia de Dios. Como dice Tomas de Celano: «Fue, pues, la mano del Señor la que se posó sobre él y la diestra del Altísimo la que lo transformó, para que por su medio, los pecadores pudieran tener la confianza de rehacerse en gracias y sirviese para todos de ejemplo de conversión a Dios» (1C 1,1).

San Buenaventura, mucho más benigno a la hora de referirse al comportamiento de Francisco en los primeros años de su juventud, señala que Dios se había complacido en prevenirlo con bendiciones de misericordia y favores celestiales y, gracias a ello, «no se dejó arrastrar por la lujuria de la carne en medio de jóvenes lascivos, si bien era aficionado a las fiestas; ni por más que se dedicara al lucro conviviendo entre avaros mercaderes, jamás puso su fianza en el dinero y en los tesoros». Y añade que nuestro santo, desde su infancia, tuvo una cierta compasión generosa hacia los pobres y el corazón lleno de benignidad (LM 1,1).

Francisco era hijo de su época, en la que privaba el afán de poder vinculado al dinero. Las diferencias sociales entre los ricos (maiores) y los pobres (minores) eran escandalosas y abusivas. Mientras unos tenían privilegios y derechos, los pobres estaban completamente desprotegidos. El imperio del dinero era evidente. Una época, por otra parte, en la que se advertían no pocas transformaciones sobre todo en el campo social, la formación de las ciudades, la desaparición del vasallaje, la nueva configuración de las clases sociales, principios del asociacionismo, los deseos de libertad...

Cómo el hermano Maseo quiso poner a prueba la humildad de san Francisco

«¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1Cor 27,31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre» (Florecillas 10).

Francisco de Asís

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