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ОглавлениеPOR UNA POLÍTICA DE LO TURBIO: PRÁCTICAS DE INVESTIGACIÓN FEMINISTAS
María Juliana Flórez Flórez* y María Carolina Olarte-Olarte**
Quiero quedarme con el lío, y la única manera de hacer esto está en el disfrute generativo, el terror y el pensamiento colectivo.
Los espacios vacíos y la visión clara son malas ficciones para pensar.
Arriesgarse en un mundo donde “nosotras” somos permanentemente mortales, es decir, donde nunca tenemos el control “final”. No tenemos ideas claras ni bien establecidas.
DONNA HARAWAY
Durante los últimos seis años hemos sostenido un espacio de investigación compartido donde convergen nuestros intereses por trabajar con movimientos sociales de Colombia. Específicamente, con organizaciones colectivas que, en tiempos de transición política, luchan por defender sus comunes y procesos de comunalización, es decir, aquellos lugares, riquezas, saberes, objetos o prácticas cuyo uso, propiedad, gestión o cuidado colectivizados han garantizado o pueden garantizar una vida digna en sus territorios y la permanencia en ellos.
Nuestras investigaciones, como todas, exigieron delimitar un tema de interés (luchas territoriales por los comunes y procesos de comunalización en tiempos de transición); unas categorías teóricas (transición, comunes, movimientos sociales, conflictos socioambientales, despojos, etc.), y unos diseños metodológicos, con sus técnicas específicas y productos de investigación concretos. Pero, además, a medida que avanzamos estuvimos muy atentas a las interpelaciones que continuamente atraviesan, cuestionan y remodelan las apuestas políticas de nuestra praxis investigativa, y con ellas sus premisas epistemológicas, así como los hábitos y las temporalidades de nuestros métodos. La posibilidad de trabajar en espacios académicos críticos, el haber sido parte de movimientos sociales y los cuestionamientos recibidos, por parte de colegas y los propios, han sido ocasiones para interpelar el sentido de la praxis investigativa sostenida en el complejo entramado de relaciones entre la academia y los movimientos sociales.
Una interpelación frecuente tiene que ver con los compromisos pactados con las organizaciones (procesos de formación, tejido de redes, acompañamiento de denuncias, búsqueda de recursos, etc.) y los retos derivados de ellos (reformular los objetivos, modificar el lenguaje, enfrentar contextos políticos contingentes, reconocer necesidades materiales imperantes que ralentizan la investigación, entre otros). Otra interpelación viene de las demandas institucionales de las universidades donde trabajamos (preparación de clases, entrega de informes, búsqueda de fuentes de financiación, legalización de gastos, exigencias para la escritura de artículos “científicos”, los ritmos de la producción académica, participación en congresos, etc.), cuyo cumplimiento asegura nuestras condiciones de existencia y, sin duda, la posibilidad de darle centralidad laboral a la investigación. La otra interpelación constante, quizás la más difícil de atender, se refiere a los compromisos con nosotras mismas. En particular, nuestra aspiración a empezar a ser más conscientes de nuestros cuerpos y a cuidarnos más, a descansar sin culpa, aumentar, dosificar y sostener aquello que posibilita y potencia nuestras vidas, como el disfrute de la mera presencia de otros (incluidos los no humanos).1 En últimas, se trata del íntimo y arduo cuestionamiento de luchar contra la colonización del trabajo capitalista en nuestras propias vidas. Entre tartamudeos, diría Donna Haraway, fuimos respondiendo a estas interpelaciones y, con ello, también fuimos perfilando ciertas prácticas de investigación que le dan sentido a nuestro trabajo con los movimientos sociales.
Desde ese incierto lugar de interpelación, este capítulo recoge en retrospectiva cuatro prácticas de investigación ensayadas, abandonadas, rehechas y afinadas durante los procesos de trabajo con varias organizaciones colectivas, fundamentalmente, de tres regiones del país: la Sabana de Bogotá, Viotá y la región del Ariari. Iniciamos el capítulo describiendo aspectos relevantes de sus luchas territoriales, luego precisamos algunos riesgos metodológicos propios de investigar bajo la orientación de lo que denominamos una política de lo turbio, inspiradas por Donna Haraway. Después, nos centramos en las prácticas de investigación: 1) mover los límites de la autoría, 2) dispersar los escenarios de producción de conocimiento, 3) cuestionar y sortear los procedimientos administrativos autoritarios y 4) incorporar la vivencia situada del territorio. Finalizamos deliberadamente el capítulo, más que con una conclusión, con una apertura: la investigadora comunitaria es una figura que lentamente ha emergido en el cruce de esas prácticas.
El estudio de las luchas territoriales por los comunes en tiempos de transición
Las organizaciones colectivas con las que trabajamos llevan entre quince y setenta años luchando; nuestro trabajo con ellas tiene apenas cinco años de duración, en promedio. La lucha de dos de ellas está anclada en áreas rurales, Viotá y la región del Ariari, y la otra en el área periurbana de la Sabana de Bogotá.
En las tres organizaciones se evoca el aprendizaje de los sindicatos y la Iglesia católica de base; en Viotá y la región del Ariari también se evocan los legados formativos del Partido Comunista de los años veinte del siglo pasado. En todas las organizaciones hay participación significativa de jóvenes, como algo propio del relevo generacional. En todas hay protagonismo e incidencia tanto de mujeres como de hombres, excepto en la Sabana de la Bogotá, cuyo liderazgo es exclusivamente de mujeres; no en vano, se autorreconocen como feministas populares en construcción.2
Las tres organizaciones cuentan con lo que la literatura especializada (Tarrow, 1999) llama aliados influyentes; en este caso, ciertos sectores progresistas del Estado, la Iglesia de base católica de izquierda y otros movimientos sociales. Aliados o adversarios, según el caso, son las ONG, las agencias de cooperación internacional y las universidades. Entre sus adversarios fijos están los actores armados y las empresas cuyos proyectos productivos violentan las formas de vida que reivindican.
Los actores armados han hecho presencia en los territorios mediante la instalación de bases militares (Viotá y Sabana de Bogotá), la incursión del Ejército, paramilitares y guerrillas, las dolorosas masacres de sus gentes (Viotá y la región del Ariari) o el hostigamiento de la fuerza pública y el asesinato selectivo de jóvenes por parte de grupos paramilitares o sus recientes reagrupaciones (Sabana de Bogotá). En los tres territorios esos actores controlaron la movilidad de la población durante la primera década del 2000 mediante el toque de queda para menores de edad (aún vigente en ciertos municipios de la Sabana de Bogotá) o el confinamiento, los retenes de alimentación y medicamentos, y los desplazamientos forzados masivos (Ariari y Viotá). En el caso de los dos últimos territorios, hubo retornos parciales y progresivos de la población; en sus relatos hay ecos de los retornos de las dos generaciones anteriores, que también tuvieron que desplazarse por la confrontación entre liberales y conservadores de mediados del siglo pasado.
La actividad empresarial en los dos territorios rurales está orientada a la reconversión económica del suelo para privilegiar proyectos minero-energéticos y monocultivos de palma aceitera o caña de azúcar (en la región del Ariari) o proyectos de control hídrico o turismo corporativo (en Viotá). En todos los casos habría una significativa proletarización del campesinado y, en el caso del sector turístico, un abandono de la vocación campesina. En la Sabana de Bogotá la actividad empresarial también ha logrado la reconversión del suelo, que, ya estéril y contaminado por soportar durante cuarenta años cultivos industriales de flores, actualmente es considerado un área óptima para la minería (de piedra caliza) o la instalación de un puerto seco para Bogotá (que alberga bodegas industriales y de almacenaje).
En el contexto colombiano estas dinámicas productivas, laborales y socioambientales son relevantes para analizar críticamente lo que ha sido entendido como las continuidades e intensificaciones de las múltiples violencias socioeconómicas asociadas a la transición política (Franzki y Olarte, 2013; Olarte-Olarte, 2019, entre otros). Desde este enfoque crítico rebatimos la frecuente exclusión o domesticación de cuestiones relativas a la inequidad económica y la redistribución de los análisis transicionales. Entendemos tal exclusión y domesticación como una consecuencia de reducir las preocupaciones socioeconómicas a una discusión “estrecha de las reparaciones” y de la lectura de la desigualdad como un mero “telón de fondo contextual” (Miller, 2008, pp. 266, 273-280). En particular, nos interesa cuestionar la sistemática exclusión en el debate de las transiciones de temas como las decisiones socioeconómicas sobre el territorio y los recursos; la correlativa inmunidad del desarrollo económico como el marco casi incuestionable de las decisiones en los posconflictos; la pregunta por quiénes se benefician del control y la regulación de la explotación de los recursos naturales durante el posconflicto; la criminalización de los disensos sobre el uso y el destino de los recursos y el territorio; y el alto grado de inmunidad política de la transferencia y distribución de las cargas y los costos de las decisiones económicas y ambientales. En ese sentido crítico, las organizaciones de los tres territorios están comprometidas con denunciar y resistir las violencias asociadas a las transiciones, así como con proponer alternativas transicionales que apuestan por mantener o recuperar la vida campesina en sus territorios.
Asimismo, sus luchas están en sintonía con lo que Maristella Svampa denomina el “giro ecoterritorial de los movimientos sociales latinoamericanos” para referirse a la convergencia de las luchas ambientales, la defensa del territorio y procesos comunitarios (Svampa, 2011, p. 190).3 Este giro, entre otras cosas, alude a la defensa del territorio, entendido como un lugar en el que los modos de vida y de relacionarse con el entorno son inseparables de las disputas ecológicas y ambientales; su defensa también alude a la exigencia de autodeterminación como base de las luchas para permanecer en un territorio determinado. Quizás por esto, muchos de los movimientos sociales colombianos se refieren a sus luchas en términos de defensa de la vida y del territorio, antes que como movimientos pacifistas. De ahí que también muchos movimientos hayan incorporado a sus demandas el cumplimiento del punto uno, sobre la reforma rural integral, del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (Gobierno de Colombia y Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia [FARC], 2016).
Esa actual centralidad de las invocaciones a la defensa del territorio y la vida en Colombia, en el contexto del giro ecoterritorial, abre, por lo menos, tres cuestiones fundamentales para comprender la investigación con movimientos sociales: 1) la imposibilidad de pensar la paz de espaldas a las reivindicaciones territoriales y socioambientales o socioecológicas. De hecho, el alcance y el significado de la paz territorial es parte de las disputas de numerosos movimientos sociales que están posicionando como objeto de sus luchas el cuestionamiento a la planeación territorial, así como a la orientación desarrollista de la regulación rural y de la comprensión de las riquezas naturales. 2) El cambio de énfasis de la defensa de los derechos humanos a las disputas ambientales o ecológicas. Sin abandonar las luchas enfocadas en la defensa de los derechos humanos, el ambientalismo tiene más peso en su autodenominación actual. 3) La resistencia de varios movimientos ante la deliberada separación que ciertas políticas territoriales establecen entre, por un lado, la historia del conflicto armado y, por otro, los proyectos de desarrollo que continuaron durante el posconflicto, o que iniciaron con él. Se trata de una separación que atraviesa múltiples decisiones económicas sobre el territorio y que tiene el grave inconveniente de presentar las iniciativas de desarrollo como una precondición clave para alcanzar la paz.4 Como consecuencia, no solo las medidas para promover cierto tipo de productividad son artificialmente escindidas de la historia del conflicto, sino que, además, inciden en la manera en que las instituciones responden y controlan los disensos sobre el uso y destinación del territorio y los recursos (Olarte-Olarte, 2019). De ahí la importancia de investigar tanto el giro socioambiental en contextos de reorganización territorial como la constante criminalización de la protesta socioambiental.
En este escenario de debate, un referente de las luchas atadas a los territorios que amerita un análisis particular es el de los comunes y los procesos de comunalización. Siguiendo el trabajo de J. K. Gibson-Graham (2011), serían las prácticas, saberes, objetos —y añadimos lugares y riquezas— cuyo uso, propiedad, gestión y cuidado, en la medida que son colectivizados, garantizan la continuidad de su vida. En este sentido, las luchas territoriales de las organizaciones con las que trabajamos buscan proteger, mantener o recuperar comunes como fuentes hídricas (en los tres casos), acceso y manejo comunitario del agua (en Viotá y la región del Ariari), gestión colectiva de terrenos y prácticas de cultivo y cría de animales (en todos los casos) y rutas arqueológicas (en Viotá). El menoscabo de esos comunes y los procesos de comunalización por parte de empresas corporativas —en algunos casos, en complicidad con actores armados, pero también como parte de iniciativas gubernamentales— está asociado a lo que llamamos el derecho a destruir, en este caso, los complejos sistemas de vida humana y no humana (orgánica e inorgánica) (Olarte, en prensa). Ese menoscabo, además, hace que esos territorios sean altamente susceptibles a la proliferación de lo que Diana Ojeda (2016) llama los paisajes del despojo, es decir, escenarios sometidos a procesos violentos “de reconfiguración socio-espacial y, en particular, socioambiental, que limita la capacidad las comunidades decidir sobre sus medios de sustento y formas de vida” (p. 21). Las proliferaciones de sofisticadas formas de despojo incluyen prácticas que no despliegan necesariamente el uso de la fuerza física inmediata y evidente. Además, su carácter es continuo, y en muchos casos cotidiano e, incluso, objeto de procesos de legitimación que oscurecen la violencia que los sustenta. Todos estos complejos procesos involucrados en las luchas por los comunes y los procesos de comunalización en tiempos de transición son los que nos interesan.
Riesgos epistemológicos y metodológicos de la política de lo turbio
Inicialmente, el tipo de investigación que realizamos no nos resultó tan evidente; al menos no desde la angustia de la coherencia entre la formulación de los proyectos y su ejecución. En algún punto, nos pareció que estábamos haciendo investigación colaborativa, dado que la labor conjunta entre activistas y academia fue una constante a lo largo del proceso investigativo. Sin embargo, el término colaborativo, de corte más anglosajón, en nuestro caso se queda corto por dos razones. Primero, porque al usarlo nos daba la impresión de estar descubriendo el agua tibia al considerar que las perspectivas críticas latinoamericanas (educación popular, investigación acción-participativa, teología de la liberación, psicología comunitaria, entre otras) ya habían ofrecido alternativas de trabajo con los movimientos sociales desde los años setenta ante la crisis del paradigma positivista de las ciencias sociales. Segundo, porque la invitación de esas organizaciones no es tanto a colaborar como a solidarizarse. Si bien ambos términos tienen un carácter bidireccional, la colaboración tiene más la connotación de un lazo que tiende a nacer y morir en un punto espaciotemporal determinado, mientras que la solidaridad, además de implicar la colaboración, es intermitente, de algún modo imprescindible y, ante todo, emerge del reconocimiento de unos lazos creados que no buscamos ni queremos negar.5
Más afín que la investigación colaborativa parecía la investigación acción participativa (IAP). Muchas veces catalogaron nuestros procesos investigativos bajo esa categoría. Ciertamente esos procesos tuvieron un alto componente de acción y, en casi todas sus etapas, contaron con la participación no meramente formal de miembros de las organizaciones. Sin embargo, tampoco podemos considerar que las investigaciones quedaran recogidas bajo esa denominación porque sus intereses no fueron delimitados con las organizaciones (como exige la IAP); por el contrario, llegamos con intereses muy precisos en torno a las transiciones y los comunes. Por otro lado, aunque los objetivos y ritmos de las investigaciones fueron frecuentemente negociados, rebatidos e incluso replanteados, como veremos más adelante, nos deslindamos de la premisa epistemológica de la IAP —compartida por otras perspectivas del pensamiento crítico latinoamericano de los setenta— según la cual una finalidad central de la investigación con las comunidades es despertar su consciencia crítica. Si bien varios momentos de la investigación han sido remodelados por una reflexividad que llama a cuestionarnos la conciencia de clase, raza, género, sexualidad, entre otras, esta interpelación ha sido bidireccional y atenta al riesgo latente de pretender asumir un estadio de consciencia superior que las personas con quienes trabajamos. No valía la pena, entonces, hacer calzar nuestra investigación en esa categoría de la IAP.
Más allá del carácter colaborativo o participativo y atado a la acción, nuestra praxis investigativa sigue premisas, sobre todo, feministas y descolonizadoras. Aunque en nuestras investigaciones ambas premisas tienen una relación de dependencia mutua, este capítulo lo dedicaremos al primer tipo de premisas. Al segundo ya le hemos dedicado varios textos; aquí solo basta con subrayar que una premisa descolonizadora de la que partimos en nuestras investigaciones es que los movimientos sociales producen conocimientos de los problemas contemporáneos y sobre sí mismos tan válidos como los producidos por la academia (Flórez, 2005, 2015). En consecuencia, y en contravía de la tendencia predominante a evaluar a esos actores según criterios establecidos a priori, optamos por derivar esos criterios del diálogo con ellos y no sobre ellos (Flórez y Olarte, en prensa).6
Nuestras investigaciones son feministas, no tanto porque estudian temas que la agenda feminista puso sobre la mesa (que es una manera muy importante de hacer feminismo), sino porque nuestra praxis investigativa sigue la idea movilizada por ciertos feminismos según la cual los intentos de crear y sostener vínculos de solidaridad entre académicas y activistas generan tensiones altamente problemáticas, pero también productivas. Nos referimos a los nudos, las inflexiones, las rupturas y los giros que no con poca frecuencia se viven en los procesos de investigación, los cuales exigen poner en riesgo algunas de sus premisas. Por ejemplo, el primer acercamiento a las organizaciones no estuvo exento del temor al rechazo —algo que, en algunas ocasiones, efectivamente sucedió—; tampoco lo estuvo de la desconfianza, no sin sustento, de las organizaciones y algunos de sus miembros hacia nosotras por pertenecer al mundo universitario y, más aún, por tratarse de universidades privadas y consideradas elitistas. Siguiendo esta premisa feminista de las tensiones como algo altamente productivo, además de presentar y negociar los objetivos de la investigación con las comunidades, en todos los casos buscamos hacer explícitas esas tensiones, en forma reflexiva. De ahí que —y esto es lo que queremos resaltar en este capítulo— cataloguemos la nuestra como investigación feminista, a secas.
Como sustrato de ese tipo de investigación, la postura epistemológica de la que partimos es el conocimiento situado propuesto por Donna Haraway (2019), es decir, un conocimiento que asume la responsabilidad de los límites del lugar desde donde conoce. Asumir con esta autora una perspectiva localizada, parcializada, explícita y hasta descaradamente interesada, además de reconocer las marcas del propio saber (sus límites de clase, sexo/género, raza/etnia, sexualidad, procedencia, etc.), implica aprender a deslizarse paradójicamente entre las consecuencias de asumir una de las dos tendencias epistemológicas predominantes en las ciencias sociales contemporáneas y que han polarizado la historia reciente del feminismo: el empirismo crítico y el socioconstruccionismo radical. Según la autora, el conocimiento situado busca distanciarse de la asepsia propia del empirismo crítico, y de cierto afán e impostura metodológica de aspirar a investigar manteniendo una actitud científica distante y neutral; una perspectiva que garantice el análisis de resultados sin haber sido tocado por el sujeto investigado —en este caso, por activistas y sus territorios—. Según Haraway, esta forma de operar sigue la lógica de la autoidentificación y rige a su muy atinada figuración del testigo modesto (1997). Ciertamente, para nosotras esta lógica ha sido un riesgo, dado que nos formamos en la asepsia del derecho y la psicología que sigue siendo reivindicada por muchos de nuestros colegas, los estilos escriturales académicos y los procedimientos institucionales que, supuestamente, garantizan la rigurosidad científica. Por otro lado, continúa Haraway, el conocimiento situado también exige deshacerse de la peligrosa tendencia del socioconstruccionismo radical a la fusión con el sujeto de estudio. Entendemos que, en este punto, ella advierte sobre el peligro de la fantasía de fusión de las vivencias de quien investiga con las del sujeto investigado, que en nuestro caso sería con las vivencias de lucha de quienes son activistas. Esta manera de operar, explica la autora, sigue la lógica de la identificación, en oposición a la autoidentificación.
Si bien Haraway no desarrolla la figura que encarna la lógica de la identificación, hallamos una clave para hacerlo en el conocido ensayo de Chandra Talpade Mohanty (1984/2008), “Bajo la mirada de Occidente: academia feminista y discurso colonial”. Allí la autora argumenta que el feminismo occidental coloniza discursivamente las heterogeneidades materiales e históricas de las diversas vidas de las mujeres definidas como no occidentales y las produce/representa, bajo la categoría “mujeres del Tercer Mundo”, como un grupo homogéneo y víctima de varias estructuras (legales, económicas, religiosas y familiares) y, por tanto, carentes de agencia histórica y política. De este análisis nos interesa el énfasis en la representación de las mujeres del Tercer Mundo como víctimas por su revés: la autorrepresentación de las feministas occidentales como las llamadas a salvarlas.
Si llevamos esta doble representación a nuestras investigaciones tenemos que corremos el riesgo de recrear un posicionamiento de salvadoras (y su contraste peligrosamente binario, el de víctimas), en nuestro afán de contribuir a las luchas por los comunes y la permanencia en los territorios. De ahí que, a contraluz de la figura del testigo modesto, hayamos tenido la urgencia de nombrar a la Salvadora como la figuración que sigue la lógica identificadora —en femenino porque subraya la denuncia del cuidado sacrificial que vienen haciendo varios feminismo desde hace rato (véase Esguerra, Sepúlveda y Fleischer, 2018; Hernández, 2015); en mayúscula porque, paradójicamente, su ímpetu resolutivo es tan patriarcal como el Dios todopoderoso al que busca combatir; y en singular porque, a contracorriente y sola contra el mundo, se echa encima todas las cargas retornando a la visión liberal del sujeto individual contra la que también lucha—. Esta figura de la Salvadora, mucho más que la del testigo modesto, es cercana a nosotras y, en general, a quienes nos reconocemos de algún tipo de izquierda; incluso, cuando algunas veces la vemos rondando a los movimientos sociales cuando conversamos con activistas. Por eso, creyendo haber saldado con menos dificultad el peligro de la asepsia del testigo modesto, procuramos conjurar a la Salvadora, tratando de estar muy alerta a no aspirar a la fusión identitaria. Ciertamente, no ha sido fácil.
Asumir todos estos riesgos epistemológicos exige poner en práctica lo que llamamos una política de lo turbio, también inspiradas en Haraway (2016). Ella emplea el término muddle (‘turbación’, ‘embrollo’, ‘revuelo’, ‘revoltijo’, ‘lío’, ‘jaleo’…) como un tropo teórico que problematiza la centralidad que la claridad visual ha tenido para el pensamiento (p. 174). Su apuesta es por “una colaboración no arrogante con todos aquellos en la turbación [muddle]”. El enturbiamiento aquí denota el compromiso de pensar fuera del binario objetivismorelativismo, para dar cabida a un posicionamiento reflexivo sobre las propias prácticas de producción de conocimiento.
En términos de las relaciones entre humanos, esto es una invitación tanto para el objetivismo del empirismo como para el relativismo socioconstruccionista a abrirse a la posibilidad de representar sin escapar a ser representadas. Sobre este punto, Haraway (1995) insiste en que su apuesta no es la política de la autoidentidad, basada en la distancia aséptica, en el nexo nulo con el otro; tampoco la política de la identidad, producto de la fantasía de fusión con quien se trabaja. Su apuesta es por la política de la afinidad, basada en lo que ella llama una conexión parcial, no nula ni total, sino parcial con el otro (humano y no humano). En nuestro caso, las investigaciones están movidas por una política de afinidad con ciertas luchas por los comunes, con las cuales se tejen unas conexiones con los movimientos sociales que, por ser parciales, pueden ser al mismo tiempo certeras y, no obstante, abrigar disensos.
Cuando las relaciones son entre humanos y no humanos, el enturbiamiento invita a repensar cómo comprendemos las múltiples temporalidades de una tierra dañada para aprender a vivir en y con ella (Haraway, 2016). Aprender a moverse en medio de lo turbio es particularmente pertinente para convocar a las ciencias a lidiar con las complejidades, contradicciones, confusiones y complicidades que atraviesan tanto la distribución violenta de la riqueza y las consecuencias de sus afectaciones ambientales (véase Beynon-Jones y Grabham, 2019; Gibson-Graham, 2011) como las materialidades, los entrelazamientos y desórdenes que sustentan la vida y la existencia. Entendemos que con ese enturbiamiento Haraway (1997) también reivindica el embarrarse las manos en la investigación y hace una franca invitación a “ser sucias y finitas antes que trascedentes y limpias” (p. 36).
Inspiradas en esta política de lo turbio, nuestras investigaciones apuestan por identificar la experiencia y el conocimiento situado de los movimientos sociales, sus modos de vida y luchas en tensión con lecturas expertas del territorio y sus elementos —su intervención y topología economicista—. El objetivo es propiciar otras escalas espaciotemporales para narrar redes heterogéneas entre humanos, no humanos, instituciones y artefactos. Para ello, es necesario identificar el acceso desigual a recursos sociales, intelectuales y espaciales más amplios; encontrar formas de representar los recursos políticos, económicos, culturales textuales y afectivos a través de los cuales el conocimiento de los territorios es disputado y negociado en tiempos de transición. Metodológicamente, es preciso identificar las prácticas de investigación que articulan esas apuestas, así como las técnicas de investigación que exigieron y los productos de investigación concretos en los que culminaron.
Prácticas de investigación: articulación ético-política entre epistemología y metodología
Reconocer la productividad metodológica de las tensiones que surgen entre la academia y los movimientos sociales, y asumirlas desde una perspectiva situada, abre en la cotidianidad de la investigación preguntas serias sobre la articulación entre la epistemología (una visión del conocimiento como vulnerable e inacabado) y la metodología (la coherencia entre el tipo, los procedimientos y las técnicas de investigación). La propuesta central de este capítulo se refiere al modo como resolvemos esa articulación en términos de prácticas de investigación.
De la noción marxista de praxis, que usamos varias veces en el texto, nos interesa el énfasis en la materialidad. Sin embargo, el ethos marxista no alcanza a problematizar la relación entre la investigadora y los otros, como lo reclaman constantemente los feminismos de los que partimos. Por su parte, la noción de práctica de Bruno Latour también es muy afín a nuestra propuesta, porque hace énfasis en las mediaciones y el registro que estas permiten de los embrollos que acontecen entre los actantes. Sin embargo, su talante objetual no es tan pertinente para lo que queremos expresar. Este sentido queda mejor recogido con aproximaciones posestructuralistas.
En su preocupación por la práctica de sí, Michel Foucault aborda la práctica como modos de pensar y obrar. Esta elaboración atraviesa la articulación ético-política entre epistemología y metodología en nuestro trabajo. Las discusiones que inspiraron este libro nos lanzaron de nuevo a repensar esta elaboración foucaultiana y, en ese escenario de lectura mutua, retomamos el uso que de ella hace Carlos Arturo López (2018). En este ejercicio retrospectivo, definimos las prácticas como los modos reflexivos y reiterativos de proceder (pensar, obrar y sentir) que, incluso en situaciones de tensión crítica, permiten que siga teniendo sentido desarrollar ciertos procedimientos, aplicar ciertas técnicas y construir determinados productos.
Por su orientación feminista situada y descolonizante, estas prácticas de investigación no pueden reducirse a procedimientos (o métodos) ni al nivel de las técnicas. Tampoco pueden reducirse, si bien la incluye, a la manifestación de apuestas políticas expresadas, por ejemplo, en productos de investigación. En este nivel, siempre tambaleante, ellas funcionan como una articulación ético-política entre epistemología y metodología.
Las prácticas de investigación evitan que los modos de investigar caigan en la sedimentación (procedimental) y la estabilización (rutinaria). Por su carácter creativo, son potentia pura, posibilidad que no tiene nada asegurado; por su vulnerabilidad deben ser ensayadas, abandonadas, rehechas y afinadas y, por supuesto, también pueden ser cooptadas por la academia, los departamentos administrativos de las instituciones científicas y académicas.
Expondremos las cuatro prácticas de investigación que le han dado sentido a nuestro trabajo en momentos de tensión y desasosiego. Lo haremos atendiendo al ámbito en el que establecen unos modos particulares de proceder, así como a la mayor o la menor dificultad para sostenerlas según el caso.7 Además, en un plano epistemológico señalaremos las tensiones investigativas de las que emergen y, en uno metodológico, las técnicas de investigación alternativas y los productos propuestos para lidiar con esas tensiones.8
PRIMERA PRÁCTICA: MOVER LOS LÍMITES DE LA AUTORÍA
Convencionalmente, el mundo académico exige seguir procedimientos de citación estandarizados de instituciones científicas como, por ejemplo, la American Psychology Association (APA), la Modern Language Association (MLA) o el Oxford Handbook. Se trata de localismos del Norte global, o variaciones locales de estos, convertidos en estándares institucionales que colonizan los modos académicos de escribir en por lo menos dos vías. De un lado, establecen normas bajo las cuales no es posible citar a los movimientos sociales como productores de conocimiento, sino como informantes o fuentes primarias, que luego deben pasar por el filtro del análisis académico. Sus propuestas suelen ser citadas como parte del corpus de análisis o en la sección de anexos. De otro lado, ciertos estándares ignoran las condiciones del lugar donde ese conocimiento es producido. Bajo estos procedimientos de citación, la autoría intelectual queda atada a un ámbito de aparente transparencia y estratificación exclusivamente academicista que elimina las tensiones e interpelaciones entre las múltiples formas de producción de saber sobre la acción colectiva.
La adscripción colonial a estas normas nos pone en tensión a la hora de publicar. Por un lado, debemos seguirlas si queremos publicar nuestras investigaciones; una aspiración que no queremos ni podemos abandonar, pues de ella depende la posibilidad tanto de construir un espacio adicional de debate y denuncia clave para la movilización como de recibir reconocimiento simbólico y material por hacer aquello en lo que creemos. Aun conscientes de lo anterior, por otro lado, procuramos subvertir esas normas porque niegan el conocimiento de los movimientos sociales sobre sus propias luchas y la configuración y comprensión de los problemas que enfrentan. Para lidiar con esta tensión ensayamos dos modos de mover los límites de la autoría aceptados por la academia.
Uno es trastocar los procedimientos de citación de modo que los conceptos, análisis y valoraciones producidos por los movimientos sociales puedan ser ubicados y tratados como contribuciones que no solo alimentan, sino que, incluso, dialogan con los producidos por quienes son considerados expertos en su estudio.9 Por ejemplo, cuando algunas autoras y activistas convergen en un análisis, una y otra son citadas. Otro modo de citación alternativa es reconocer explícitamente aquellas conversaciones con los movimientos sociales que permitieron anudar una idea sustancial; por ejemplo, esas conversaciones han contribuido significativamente a la construcción de los mapas colectivos y colaborativos que registran alrededor del mundo la proliferación de conflictos socioambientales; también han sido decisivos para comprender el carácter relacional del territorio y captar la interdependencia entre elementos o seres orgánicos e inorgánicos (véase Temper, Bene y Martínez-Allier, 2015). Otra forma de citación en esta vía es reconocer con gratitud explícita las ocasiones en las que otras personas nos permiten afinar una idea (véase las obras de Donna Haraway y Arturo Escobar). Un último intento de esta práctica, que requiere un gran esfuerzo, con frecuencia fallido, es abrir la discusión con algunas revistas académicas en las que hemos publicado de modo que admitan otras formas de citación que no confinen los conocimientos de los movimientos sociales y su análisis e impidan citarlos como autores. En términos narrativos, los procedimientos de citación alternativa referidos apuntan a la urgente necesidad —que agudamente advierte Ochy Curiel (2014)— de dejar de ver a los movimientos sociales como fuente de testimonio para empezar a considerarlos fuente activa de conocimiento. Esta modalidad de práctica puede intentar sostenerse con relativa facilidad en cualquier escenario investigativo, desde la escritura hasta una ponencia o una clase.
Un segundo modo ensayado para mover los límites de la autoría es, precisamente, la coautoría, tomando la decisión deliberada de escribir los artículos de investigación con activistas de los movimientos sociales. Con esta práctica hemos escrito conjuntamente artículos y capítulos de libros, en español y en inglés y para publicaciones nacionales e internacionales (Olarte-Olarte y Lara, 2018; Veloza, Cardozo y Espejo, 2017). La coautoría ha complejizado nuestra propia comprensión de la escritura y sus temporalidades. Así, no implica tanto el acto material de sentarse (generalmente, frente al computador) a escribir el texto o a pulirlo tras recibir la evaluación de pares, es decir un acto en el que varias personas bajo dinámicas de conversación asumen presupuestos compartidos diáfanos. En nuestro caso, más bien, la práctica de la coautoría abarca múltiples momentos y procesos escriturales y, sobre todo (y casi siempre sin computador), que dediquemos más tiempo y esfuerzo del usual a pensar conjuntamente la estructura del texto, construir en diferentes momentos las ideas y la forma de narrarlas, tomar la decisión de quién escribirá qué, traducirnos mutuamente, discutir los criterios del orden de aparición de las autoras y, por supuesto, debatir la literatura académica sobre su lucha o luchas afines en espacios formalmente acordados, pero, sobre todo, en conversaciones informales. Siguiendo la crítica de la feminista Davina Cooper (2014, 2015) a la tendencia individualizante de las prácticas de citación en la academia occidental, una coautoría como la ensayada considera que el acto de escribir incluye aquellos momentos colectivos cuando surge una idea, un concepto o una crítica, cuya autoría es imposible de adscribir a un individuo en particular y de espaldas a la situación. En tal sentido, esta modalidad de práctica no solo rescata esa parte del proceso de escritura que suele quedar invisibilizado por el fetichismo académico en torno a la figura del autor, como alguien aislado escribiendo para y en su entorno académico; además, cuestiona la visión fracturada del conocimiento que promueve la academia al cercenar el producto de la investigación (por ejemplo, el artículo científico) del turbio proceso de producción colectiva de conocimiento que lo habilita.
Sin duda, esta modalidad de práctica es más contundente para mover los límites de la autoría que la primera, pero también es más difícil de sostener, pues exige mucho tiempo y esfuerzo, y cuyas compensaciones son más evidentes para quien es de la academia que del movimiento social. De hecho, la hemos podido ensayar y sostener solo con una de las organizaciones, cuyas activistas tienen formación académica. También hay que decir que la coautoría es más fácil de sostener cuando el movimiento social y nosotras mismas estamos en un momento de fortaleza.10 En una ocasión, la suspendimos deliberadamente para ganar distancia de la organización; en otra, un activista de otra organización la dejó en suspenso porque quiso darle prioridad a su cultivo. Entre las evaluaciones de esta modalidad de práctica, cuestionamos la decisión de ubicar nuestros nombres en últimos lugares del listado de autoría, porque, si bien comenzar por las activistas es un gesto de horizontalidad, también es cierto —como argumentó una de ellas— que ese tipo de convenciones academicistas poca importancia tiene para el movimiento social. En cambio, para nosotras tiene mucha, puesto que los esquemas académicos de producción de conocimiento sí castigan el orden de la autoría. Por ejemplo, Colciencias (ahora Ministerio de Ciencias) asigna la puntuación según el orden de aparición de los autores, fomentando además la competencia y las jerarquías, lejanas al trabajo colaborativo que reclama por otros mecanismos. Finalmente, debemos decir que de los seis audiovisuales realizados, productos sobre los que hablaremos más adelante, tan solo en el último reparamos en el debate sobre la autoría nuestra de estos productos.
SEGUNDA PRÁCTICA: DISPERSAR LOS ESCENARIOS DE PRODUCCIÓN DE CONOCIMIENTO
Bajo los esquemas de investigación de las ciencias sociales convencionales se distingue entre el trabajo de campo y el de escritorio. Mientras el primero se asocia a los escenarios donde naturalmente acontece el problema investigado (en este caso: protestas, asambleas, reuniones organizativas, etc.), el segundo se asocia a escenarios más académicos (bibliotecas, oficinas, aulas). Asimismo, mientras el trabajo de campo se asocia a los ritmos más activos del hacer (bajo categorías como recopilar información, solicitar consentimientos informados, impartir formaciones o socializar resultados en las comunidades), el trabajo de escritorio se asocia a los ritmos más sosegados del pensar (tales como desarrollo del estado del arte, elaboraciones conceptuales, diseño metodológico, análisis de resultados, escritura de informes y su difusión erudita en eventos aprobados por un comité científico).
Si bien esta división espaciotemporal de la producción del conocimiento ha sido bastante problematizada —por ejemplo, por los estudios culturales y algunos sectores de la antropología, entre otros—, sigue muy presente en los esquemas bajo los cuales las instituciones académicas esperan que se conciban, diseñen y evalúen las investigaciones. Así lo muestran los esquemas de valoración de la producción del conocimiento con sus exigencias, por ejemplo, de estructurar de manera homogénea y aséptica la información o de usar los modos escriturales planos e impersonales de la tercera persona del singular. Por su vigencia y regularidad, estos esquemas terminan constituyéndose en artefactos que reifican de manera silenciosa, pero eficaz y disciplinante, la idea que está en la base de la distinción, muchas veces irreflexiva y subordinante, entre trabajo de escritorio y de campo, a saber: que el conocimiento se crea en el mundo universitario, y que por fuera de él, o bien se recoge información para comprobarlo (durante la investigación), o bien, una vez esa información ha sido procesada (hacia el final de la investigación), se devuelve como conocimiento para que sea apropiada por la sociedad. Así, paradójicamente, los escenarios de producción de conocimiento externos a la universidad terminan siendo excluidos por inclusión, mientras seguimos usando esquemas incapaces de aprehender los complejos conocimientos producidos en la interacción entre la universidad y el resto del mundo.
Tener que ajustar el diseño de los proyectos de investigación a este esquema cientificista y colonial nos ha generado varias tensiones. Por un lado, aun cuando contamos con suficientes argumentos para eludirlo con convicción, si queremos que nuestros proyectos sean reconocidos —y literalmente subidos a los sistemas de información universitaria, evaluados y, eventualmente, aprobados—, debemos ajustar en ellos tanto la estructura como los estilos de escritura de nuestros proyectos. Es un (des)ajuste que no es solo escritural sino también epistemológico y político. Por otro lado, en la cotidianidad institucional el “trabajo de campo” se torna en un significante maestro que permite ajustar cronogramas de clases, obtener permisos, garantizar recursos, reencontrarse con activistas, volver a los territorios campesinos; realmente, es uno de los momentos más esperados por nosotras y el grupo de estudiantes en formación, cuando lo hay, y por eso usamos esa categoría con frecuencia. Por último, “irse de trabajo de campo” con la universidad también garantiza unos mínimos de seguridad cruciales cuando se investiga en contextos de conflicto armado; además pueden representar un capital simbólico importante para la seguridad de los propios movimientos, así como una manera de amplificar las condiciones y motivaciones de sus luchas. Bajo esas circunstancias, las universidades donde trabajamos son parte de la red de manos invisibles que nos sostienen —usando la expresión de Butler (2010)—, y ellas y nosotras terminamos siendo también una parte de la red de manos invisibles que contribuyen a sostener a los movimientos sociales. Para hacer productivas estas tensiones sobre la manera de comprender y nombrar los escenarios de producción de conocimiento, buscamos dispersarlos en tres momentos claves de la investigación: diseño, análisis y socialización.
Diseño
Si bien solemos empezar a hacer trabajo de campo con las organizaciones teniendo una idea clara de qué queremos hacer, luego de haber hecho la respectiva revisión documental, es en el territorio donde estas trabajan en el que pulimos y en ocasiones modificamos sustancialmente los diseños de investigación, incluido su objetivo. Para este reajuste nos valemos de la observación participante y no participante, las conversaciones informales y sus respectivas notas de campo, que complementamos con otras técnicas menos convencionales, como la que denominamos mapeo de cocina, que consiste en la representación gráfica de las dinámicas sociohistóricas de los territorios. A diferencia de la cartografía social, al menos en su modo convencional, esta técnica no describe sino que conceptualiza el territorio como algo vivo y vivido; y a diferencia de la técnica de las conversaciones informales, el mapeo de cocina no es casual, sino deliberadamente solicitado y expresamente desarrollado por activistas. Es de cocina porque, generalmente, se realiza cerca al fogón, donde, quizás, resulta más amable explicar a las académicas, con sus títulos, que su visión del territorio, aun siendo rigurosa y comprometida, es limitada e incluso errática. Con esta técnica dos activistas de la región del Ariari nos explicaron las dinámicas sociohistóricas de los acueductos veredales presentes en su territorio con un nivel de complejidad tal que rediseñamos la investigación e, incluso, aplazamos su desarrollo.
Análisis
Este es el segundo momento de la investigación, durante el cual buscamos expresamente dispersar los escenarios de producción de conocimiento. Parte del análisis de las investigaciones lo hacemos en la universidad cavilando reflexiones, a veces solas o entre las dos, muchas veces en conversaciones con colegas o en clase con estudiantes. Sin embargo, otra parte importante del análisis la realizamos en conjunto con las organizaciones. En este último caso, hemos ensayado dispersar la producción del conocimiento bajo dos modalidades.
La primera es intercalar como escenarios de producción de conocimiento los territorios donde una organización lucha por los comunes y la universidad. En los territorios dedicamos unas horas a exponer y afinar los análisis con activistas, generalmente, después del trabajo campesino —casi siempre, por la tarde, si es en territorios periurbanos o por la noche, si es en territorios campesinos—. En las universidades recibimos la visita de las organizaciones para continuar con el análisis de la investigación. En ambos escenarios los análisis ganan más complejidad, ya sea gracias a la contundencia de los argumentos del movimiento social o a la organización académica de la abrumadora información que ellos manejan.11 Mientras los proyectos de investigación hayan sido más desarrollados con una organización, menos veces se repite ese recorrido de ir y venir entre un escenario y otro, pues se cuenta con unas categorías de análisis compartidas y afinadas. En algunas ocasiones, luego de varias idas y venidas, como producto investigativo desarrollado, entregamos a la organización un archivo popular y jurídico, definido como la recopilación y organización con los movimientos del material, información y procesos para el uso social del derecho —a veces deliberado y en otras como un recurso obligado y aceptado con recelo—. Varias veces los análisis incluyen disensos no resueltos, como, por ejemplo, que una de las organizaciones desestime la importancia de ser catalogada como movimiento social o que para otra no sea tan importante validar el análisis como el hecho de que las universidades (y no solo las ONG) se solidaricen con sus luchas.
La segunda modalidad explorada para dispersar los escenarios de producción de conocimiento en los momentos de análisis es más costosa y exigente. En conjunto con una o varias organizaciones, visitamos otro territorio de lucha por los comunes con el que también estemos trabajando para intercambiar experiencias entre las propias organizaciones sobre esta disputa. Bajo esta modalidad hemos hecho intercambios entre movimientos de distintos municipios y departamentos e, incluso, continentes, en una ocasión.12 De esos encuentros procuramos que queden productos de análisis capaces de descentrar la escritura sin suprimirla. Por ejemplo, en un encuentro al que concurrieron organizaciones de tres territorios construimos piezas figurativas que plasmaron los dilemas éticos de desarrollar economías comunitarias y campesinas en cada uno de esos territorios (Arias, Asociación Herrera, Civipaz y Kruglansky, 2017). Se trata de expresiones plásticas que fueron posibles después de dos días de análisis grupal y en asamblea con el acompañamiento de académicos como Nicolás Espinel y Stephen Healy, y de artistas como Aviv Kruglansky o Carlos Arias. Gracias a las amistades tejidas entre activistas de las diferentes organizaciones en esos encuentros, se relega la importancia de la universidad, al punto de que, a veces, sabemos de activistas de una organización por las de otra. También hay que decir que, en una ocasión, fue frustrante constatar que el intercambio se convirtió más en un paseo, por lo cual se perdió la potencia del intercambio.
En los tres escenarios de análisis usamos técnicas de investigación convencionales (como la observación participante, las conversaciones informales y las notas de campo) como complemento de nuestra principal técnica de investigación-intervención: los procesos de formación. Entre varios temas estudiados, los comunes como resistencia a las continuidades e intensificaciones de las violencias económicas asociadas a la transición política ha sido el más interesante para nosotras. La idea de desarrollar un proceso de formación la tomamos de un espacio pedagógico que una de las organizaciones ha sostenido por cerca de diez años con base en la educación y el feminismo populares.13 Desarrollamos esos procesos con esa organización y luego los ensayamos en otras, con algunas dificultades. Para ello, siempre contamos con estudiantes —que a veces mantienen su propio vínculo con las organizaciones tras culminar sus estudios—, así como con un colega con quien tradujimos textos de economía comunitaria, William E. Sánchez Amézquita, y también con otros colegas experimentados en temas específicos y comprometidos con las luchas de las organizaciones, como Daniel Navarro y Julieta Barbosa.
Cada uno de los procesos es guiado por un material pedagógico basado en la misma literatura académica que usamos en la investigación (J. K. Gibson-Graham, Arturo Escobar o Silvia Federici, entre otras), pero reescrito pacientemente con un lenguaje no academicista, que incluye imágenes y mapas, y que queda como un producto de la investigación para las organizaciones y comunidades bajo la modalidad de cuadernos de trabajo. Los llamamos así, y nunca cartillas, porque esta denominación, muy común en los procesos de formación de izquierda, tiene el riesgo de infantilizar los movimientos sociales. Hemos leído los cuatro cuadernos de trabajo en el marco de un ejercicio de acompañamiento pedagógico que incluye ejercicios autónomos; por eso transcurre un tiempo importante de la investigación entre el diseño del cuaderno de trabajo y su uso mediante ejercicios. Lo más interesante es que casi siempre la gente toma la iniciativa de hacer estos ejercicios de manera grupal y presentarlos mediante exposiciones que sobrepasan lo solicitado. En el caso de dos organizaciones, el estudio de los cuadernos de trabajo fue la antesala para una conversación compartida (Haraway, 1995), o una conferencia, con las tres autoras mencionadas. En el caso de otra organización, el intercambio se logró solo con una autora.
Socialización
El tercer y último momento, en el cual buscamos expresamente dispersar los escenarios de producción de conocimiento en la investigación, es durante la socialización de los hallazgos de la investigación, llevada a cabo en los territorios de lucha y en la universidad.
En el primer caso, la socialización de la investigación se realiza preferiblemente aprovechando el espacio asambleario o algún foro comunitario convocado por las propias organizaciones de la región. En este punto, nos apoyamos básicamente en dos tipos de productos: los audiovisuales (que referiremos luego) y las guías de derecho, entendidas como documentos que proponen posibles rutas jurídicas para defender la permanencia en el territorio, proponer formas de reparación o fortalecer demandas sociales asociadas a los comunes.
Cuando la socialización se hace en la universidad invitamos a la gente de los territorios, siempre compartiendo el espacio de ponencias con gente de las organizaciones. En este caso, la idea no es tanto presentar resultados de investigación como reflexiones de la lucha en torno a los comunes, aprovechando eventos científicos, clases o presentaciones de libros y audiovisuales. Este escenario de socialización es el que resulta más costoso. Tanto la organización como nosotras debemos buscar recursos para financiar el viaje de activistas hasta Bogotá; la retribución a su acogida en los territorios con alojamiento y comida de nuestra parte ayuda bastante. Se insiste en ese viaje a Bogotá porque, además de servir para que los miembros de las organizaciones puedan hacer diligencias y pasear un par de días, es una ocasión para que la universidad se comprometa públicamente con las luchas territoriales. En todo caso, es un escenario de producción de conocimiento costoso y difícil de lograr para activistas que deben venir desde muy lejos y abandonar por unos días sus muchas labores campesinas. Por otro lado, es un escenario que exige mucha atención de nuestra parte porque, si bien la acogida de ciertos colegas puede ser muy cálida, con vergüenza todavía recordamos recibimientos cargados de una alta dosis de violencia epistémica: “Saber que en la universidad hay profes solidarios y otros violentos puede ser muy duro”, afirma una activista, pero también puede ser muy útil para entender que en la ciudad no todo es una maravilla.
TERCERA PRÁCTICA: CUESTIONAR Y SORTEAR LOS PROCEDIMIENTOS ADMINISTRATIVOS QUE PUEDEN DEVENIR AUTORITARIOS
Trabajamos en instancias institucionales donde la investigación es una actividad central para las universidades y las labores que realizamos, donde hay equipos críticos y reflexivos que permiten que la administración esté al servicio de lo académico y no al revés, como dice nuestra colega Silvia Bohórquez. Sin embargo, se trata de instancias que no están aisladas respecto de los procedimientos administrativos porque deben apegarse a los estándares a partir de los cuales se organiza toda la universidad. Con frecuencia, debemos apegarnos a esos procedimientos administrativos que, en los puntos más alejados de nuestras instancias de trabajo, buscan asegurar ciertas condiciones para la operatividad de la investigación, pero corren el riesgo de perder de vista el sentido de la actividad investigativa. Hasta cierto punto, la sostenibilidad de las unidades académicas puede convertirse en un asunto aparentemente neutro para tomar decisiones sin discusiones ni soporte empírico.
Seguimos ciertas líneas de análisis según las cuales este riesgo de disociación responde a lógicas del capitalismo cognitivo en las universidades. Una de sus expresiones más evidentes es el cobro de costos generales (overhead cost) para investigaciones y consultorías.14 Esto puede ser particularmente problemático en aquellos casos en los que el contenido de investigación en las consultorías, así como sus objetivos, no solo contradicen las premisas que sostienen el overhead, sino que desfiguran y limitan el contenido de la investigación. Otras expresiones autoritarias del aparato administrativo en las universidades son las formas de medir el impacto de las investigaciones en términos de indicadores de eficacia y eficiencia, omitiendo otros criterios de la evaluación de su incidencia en el entorno comunitario y académico.
Estas expresiones y otras tantas buscan inscribir los procesos de investigación en esquemas formalmente transparentes (de flujogramas, planillas, estándares, buenas prácticas, etc.). Por eso es clave abrir un debate más profundo al respecto dentro de las universidades. En este texto únicamente señalaremos tres tensiones que emergieron en nuestro trabajo con movimientos sociales, y que hemos intentado sobrellevar, en algunos casos mejor que en otros.
Una expresión de esa tensión es la legalización de los gastos del trabajo de campo. Por ejemplo, entre los requisitos que exige la universidad está la identificación de los proveedores de las regiones que brindan servicios de transporte, alimentación y alojamiento (nombre, número de identificación y teléfono). Esta exigencia, que parece obvia, resulta profundamente problemática en algunos de los territorios donde trabajamos porque quienes brindan estos servicios están en una situación de vulnerabilidad o peligro y, por tanto, no quieren que sus datos sean registrados. Incluso, en ciertos escenarios, la necesidad de mantener el anonimato para protegerse puede hacer que las personas desistan de ofrecer los servicios que requerimos para desarrollar la investigación. Esto es particularmente problemático al inicio de las investigaciones, cuando los lazos de confianza no son lo suficientemente sólidos. Una dificultad similar de legalización de gastos se presenta cuando la única posibilidad de acceder a ciertos lugares y obtener información depende de transgredir una norma legal, pero ilegítima, que suele estar asociada al detrimento de los comunes por los cuales luchan los movimientos. Por ejemplo, es inviable pedir el recibo del transporte del viaje en lancha por una hidroeléctrica por la que está prohibido navegar, pero que debemos visitar si queremos identificar las afectaciones socioambientales denunciadas por los movimientos sociales. Finalmente, la dificultad de legalizar los gastos de viaje en ocasiones ha surgido de la exigencia de presentar el número de identificación tributaria (NIT) de las empresas prestadoras de los servicios tomados cuando superan una suma determinada, algo absurdo cuando la mayoría de esos servicios —por ejemplo, el transporte interveredal— suele ser informal y única en el lugar. Estas exigencias de legalizar todos los gastos revelan unos procedimientos administrativos poco sensibles a las economías campesina, solidaria y comunitaria, las dinámicas de los movimientos sociales y sus contextos de lucha y la situación de vulnerabilidad de ciertos activistas. No se trata, claro, de una posición deliberada sino de una inercia administrativa, resultado de no contar con espacios suficientes de reflexión frente a estas realidades, y que, afortunadamente, abren las colegas administrativas de nuestros espacios institucionales más inmediatos. Pagar de nuestro bolsillo es la práctica con la que hasta ahora hemos sorteado estos procedimientos administrativos autoritarios, pero no es muy satisfactoria. Lo hacemos movidas por la satisfacción de sacar adelante la investigación y poder centrarnos en cosas más importantes y complejas del proceso, lo cual no significa, sin embargo, que podamos sostenerla financieramente ni que normalicemos esta medida.
Otra expresión de esta tensión es la ineficacia con la que estamos contabilizando los aportes de las organizaciones a las investigaciones. Si bien una salida es tratar de incluir estos gastos en los de arriendos de espacios y preparación de alimentos, no estamos incluyendo, por ejemplo, las horas dedicadas por activistas a los debates, las convocatorias, la validación de información y las muchas conversaciones telefónicas, tampoco las visitas a las universidades o eventos académicos que, generalmente, son de varios días y pueden acarrear pérdidas productivas significativas. Por ejemplo, al regresar de un congreso un activista encontró que su sembradío de maíz había sido arrasado por una manada de micos. Estamos, entonces, en mora de diseñar un sistema financiero que nos permita calcular los aportes de las organizaciones a las investigaciones. Serían cálculos dirigidos no a mercantilizar la relación universidad-academia, sino a comprender qué es un costo, un ingreso y un egreso en una investigación. También sería una ocasión para plantear el presupuesto desde la premisa de la diversidad económica (en el sentido de Gibson-Graham, 2011) que guía nuestras investigaciones, contabilizando, por un lado, los trabajos alternativos a los asalariados (capitalistas) de las organizaciones con las que trabajamos y, por otro lado, fuentes de financiación que sostienen nuestros procesos de investigación, distintas a las usadas convencionalmente en la academia (consultorías, proyectos de extensión o servicio o grandes bolsas de investigación).
Una tercera expresión de la tensión con procedimientos administrativos autoritarios tiene que ver con la exigencia de pedir consentimientos informados. Si bien es un requisito de los comités de investigación y ética, la incluimos aquí por el tono de requisito administrativo con el que suele ser tratada. Por el tipo de investigaciones que hacemos, cuestionamos su pertinencia. Si bien las ciencias sociales adaptaron esta práctica de las ciencias de la salud (donde tiene mucho sentido), a nuestro juicio, su traducción ha sido poco interdisciplinaria y sigue remitiendo a la visión individualista, sin salida y con agencia reducida del sujeto con el que se trabaja (un sujeto enfermo), a una comprensión unidimensional de la racionalidad de la relación investigadora-sujeto (aceptación de haber recibido una información adecuada sobre el procedimiento de investigación y sus motivaciones) y, finalmente, a una idea de que las instituciones académicas pueden distanciarse de los problemas y las contingencias que puedan surgir a raíz de esa relación (aceptación de los riesgos de dicho procedimiento).15 Como alternativa, presentamos las actas de las asambleas de las organizaciones con las que trabajamos y en las cuales se discute, ajusta y aprueba una investigación. Con esta práctica lenta (suele tomar dos o tres visitas al territorio) garantizamos no tanto deshacernos de los riesgos de la investigación, sino que sea tratada como otro asunto propio de la organización en torno a la cual se reúnen para deliberar. La asamblea también es el espacio donde se presentan posteriormente los resultados de la investigación, con un tono también deliberativo, que excede la noción de apropiación del conocimiento que privilegian nuestras instituciones.
Una cuarta y última tensión surge de la posibilidad de brindar formaciones extrauniversitarias como una actividad de extensión o servicio de las universidades y que, muchas veces, coincide con los planes de formación de las organizaciones con las que trabajamos. Si bien para las universidades estas formaciones deben conducir a los diplomados, buscamos sortear este protocolo administrativo, pues su costo es exorbitante para activistas de zonas rurales o periurbanas e, incluso, si es asumido por el proyecto de investigación. Por eso, como alternativa, tomamos la salida de que la formación sea parte de la investigación y que cubra una cantidad de horas menor a la establecida por la universidad para los diplomados, opción ensayada comúnmente por colegas de Latinoamérica. En el mejor de los casos, buscamos que la formación sea diseñada con la organización. Esta salida potencia la diversidad económica de las universidades al concretar actividades de extensión o servicio cuyas prácticas de finanzas alternativas son distintas a las capitalistas. En la medida que no siguen una lógica mercantil, son gestos de reciprocidad con las organizaciones con las que trabajamos; además, siguiendo los lineamientos de pedagogía comunitaria de una de las organizaciones con las que trabajamos, de la lógica moderna universitaria conservamos la exigencia de la asistencia y la puntualidad así como la entrega de trabajos y su evaluación. Procuramos hacer la entrega de los certificados de los cursos en la universidad, que es uno de los momentos más emocionantes de la investigación, cuando quedan plasmados en las redes sociales de activistas y que convierte a la universidad en un lugar de encuentro con sus familiares, donde cobran sentido muchas de sus horas dedicadas al trabajo comunitario y se rompe la frontera de clase establecida por nuestras universidades, como solemos escuchar en esos eventos: “Nunca pensé estar aquí… en la universidad de los ricos”. De todos modos, nos queda el sinsabor de que la universidad no otorgue becas para estas comunidades, por ejemplo, como forma de reparación colectiva a las violencias del conflicto armado.
CUARTA PRÁCTICA: INCORPORAR LA VIVENCIA SITUADA DEL TERRITORIO AL DISEÑO INVESTIGATIVO
Los estudios más conservadores conciben los territorios como el “contexto” de la investigación; remiten entonces a un apartado, generalmente inicial, en el que se concibe como un elemento constitutivo del estado, y desespacializado, que con frecuencia es descrito en términos de población, ubicación geográfica, riquezas naturales, actividades económicas, etc. Para las perspectivas más críticas, como en las que se inscriben nuestras investigaciones, es clave complejizar la concepción de territorio, considerándolo como un complejo relacional, pero también una categoría, con dimensiones heterogéneas (políticas, biofísicas, ecológicas, socioeconómicas, jurídicas, entre otras), cuyos significados interrelacionados son disputados para redefinir las problemáticas que abarcan cuestiones variadas como los usos del suelo y los cambios en el paisaje o los supuestos espaciales que subyacen a las representaciones del territorio, sus elementos y sus interacciones.
Tomarnos en serio estas resignificaciones continuas del territorio, el espacio y el lugar nos ha exigido poner en práctica modos de investigar que asuman esta premisa metodológica: el territorio no es un lugar geográfica y espacialmente limpio, fijo y predefinido, sino algo que es vivido y está constituido por múltiples y complejas relaciones turbias. Se trata de múltiples relaciones: 1) entre humanos, por ejemplo, entre activistas de las organizaciones con las que trabajamos y entre estas y la universidad o la institucionalidad local y nacional; 2) entre humanos y no humanos, como entre campesinos y organizaciones con los ríos, para poder explicar no solo las funciones materiales y simbólicas de estos, sino también cómo su relación corporal con el entorno abre preguntas sobre historias sonoras y visuales que retan la capacidad explicativa de las categorías de nuestras disciplinas y de una academia profundamente urbana; y otros tipos de relaciones en las que ya hemos insistido (Olarte-Olarte, en prensa); 3) entre sujetos no humanos orgánicos e inorgánicos; 4) entre inorgánicos entre sí, como, por ejemplo, la relación entre aguas superficiales y subterráneas y los elementos que constituyen redes de interdependencia en el subsuelo; 5) las relaciones de codependencia y coexistencia entre todos los anteriores.
Partir de estas premisas también ha exigido buscar técnicas de investigación capaces de captar la densidad del territorio de modo tal que esta desestabilice el diseño investigativo que preparamos desde la ciudad. Por ejemplo, investigar en un área periurbana exige comprender la articulación simultánea entre las limitaciones biofísicas que el agotamiento del agua por la agroindustria suscita para las economías campesinas, así como el condicionamiento del cultivo de alimentos a las transformaciones de los usos del suelo impulsadas por entidades del orden local y nacional. Para abordar estas complejidades, han sido especialmente útiles las claves político-teóricas de análisis de Bruno Latour o Donna Haraway, que recuerdan el peso de la materialidad del territorio en sus múltiples relaciones; también las de Marisol de la Cadena o Arturo Escobar para contextos en los que pueblos indígenas, afros y campesinos han movilizado relaciones de interdependencia y conexidad entre sus modos de vida y cultura, y el territorio que habitan.
Abrirnos a este tipo de claves ha exigido de nuestra parte desarrollar la capacidad de improvisar en el camino técnicas de investigación capaces de abrazar el peso de la materialidad con la que irrumpen los territorios en las investigaciones. Por ejemplo, es común que las condiciones climáticas de la zona tropical impidan seguir los estándares ortodoxos de una entrevista grupal planeada con mucha anticipación, pues la intensa lluvia sobre un techo de zinc impide escuchar los debates. En casos como este —de irrupción de la materialidad del territorio en los que se agota el tiempo para retomar una entrevista programada—, con frecuencia hemos continuado la indagación mediante la técnica de los recorridos de reconocimiento territorial, que no se limita al marcaje usando el Global Positioning System (GPS), sino que exige adaptarse a los ritmos cotidianos de la gente con la que trabajamos y reconocer las variadas vivencias del territorio y su contraste con las representaciones narrativas e iconográficas oficiales y locales.
Otro ejemplo, para tomar en serio la materialidad de los territorios, es aprovechar para la investigación la labor del suelo (Lyons, 2016) o los elementos de un territorio (Latour, 2001). Subrayar esta labor ha sido un eje de la literatura que ha rebatido y cuestionado desde la materialidad la comprensión de la naturaleza como un recurso económico y que, por tanto, es nítidamente cercenable y fragmentable y aislado de las relaciones que lo sostienen. Por ejemplo, en nuestra investigación aprovechamos la labor refrescante del río La Cal, en la región del Ariari (sus complejas conexiones entre brisa, sombra de árboles, temperatura del agua, etc.) para favorecer las condiciones anímicas, la disposición y la temperatura corporal, de modo que durante una entrevista sea más llevadero el dolor del relato de las violencias vividas en el conflicto armado.
Los principales productos de investigación asociados a la práctica de incorporar la vivencia situada del territorio al diseño investigativo incluyen audiovisuales, fotografías y murales en centros poblados y veredas. La comprensión del alcance de estos productos ha sido reciente. Si bien comenzamos a producirlos para promover una actividad creativa o guardar la memoria visual del proceso, tardamos en captar su potencial para resaltar la materialidad del territorio, en dos sentidos: 1) estos productos han sido claves para condensar en un lugar concreto el compromiso de las organizaciones por los comunes de su territorio, especialmente los murales diseñados y desarrollados con el artista Bicho y un grupo de niñas, niños y jóvenes en una de las comunidades altamente fragmentada por las dinámicas de la guerra; 2) estos productos han sido claves para captar la densidad de la materialidad territorial. Durante la producción del último de seis audiovisuales tuvimos consciencia de que, hasta ese momento, habíamos subestimado el esfuerzo colectivo de producir conocimiento mediante un lenguaje no escrito y también nuestro trabajo amateur como guionistas y productoras de campo.
Investigadoras comunitarias: figuras centrales en la red de afinidades
En el cruce de estas cuatro prácticas hemos devenido investigadoras feministas, esto es, investigadoras sucias y finitas antes que trascendentes y limpias. En ese devenir tejimos la red de afinidades que sostiene nuestra investigación. Cerraremos este capítulo apuntando algunas ideas sobre una importante figura que emerge en este proceso: la investigadora comunitaria.
Esta figura ha tomado fuerza en momentos puntuales de ese trasegar. La ensayamos por primera vez cuando invitamos a dos activistas a participar como asistentes de investigación en una región cuya lucha por los comunes es afín pero distinta a la suya; sus habilidades pedagógicas potenciaron la investigación más allá de lo que hubiéramos podido lograr por nuestra propia cuenta. En ese momento ya teníamos claro el talante descolonial de las investigaciones, pero nos hacía falta concretarlo aún más. A ello nos ayudaron tanto los debates sobre pluriversidad epistémica16 como las conversaciones que habíamos tenido unos años antes con Patricia Conde, del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, y con activistas del Comité Cívico del Sur de Bolívar sobre la insuficiencia de los diplomados universitarios en las regiones. Desde su perspectiva las universidades deben abrir espacios laborales para activistas, de modo que cuando se abran convocatorias laborales en esos territorios, estos puedan demostrar su larga experiencia y, así, ganar cargos desde los cuales puedan seguir aportando, pero con el reconocimiento simbólico y material merecido (comunicación personal, 2013, Monterrey, sur de Bolívar). Posteriormente, acuñamos el nombre investigadora comunitaria cuando una activista de la Sabana de Bogotá visitó la región del Ariari en reemplazo de una colega que no pudo asistir, y atendiendo a la práctica de dispersar los lugares de producción de conocimiento. Ya en terreno ratificamos el nombre cuando, con mucha autonomía, cambió su agenda de trabajo por una más apegada al mundo campesino, pero que permitió cumplir con el sentido de la visita. Más recientemente, en un proyecto sobre la salud de las trabajadoras de los cultivos de flores, coordinado por Amparo Hernández y Zuly Suárez, del Instituto de Salud Pública de la Pontificia Universidad Javeriana, perfilamos aun más esta figura; cuatro activistas, con distintos ritmos de trabajo, se integraron al equipo de investigación para realizar parte de las entrevistas a sus excompañeras trabajadoras de la agroindustria. Hasta ahora hemos ensayado esta figura con nueve activistas de dos territorios.
En retrospectiva, podemos definir la investigadora comunitaria como una o un activista que asume un rol puntual y delimitado en la investigación realizada en su territorio de lucha o en otro de los visitados en conjunto. Su trabajo no es equivalente o sustituto del académico, sino que es desarrollado desde su conocimiento sobre la lucha por y la vivencia de sus territorios. Hasta ahora las tareas desarrolladas han sido diseñar y desarrollar los procesos de formación, hacer acompañamientos pedagógicos, desarrollar reconstrucciones históricas de las luchas, realizar entrevistas, caracterizar procesos productivos de sus territorios y participar en el diseño metodológico de la investigación. De estos procesos, con un par de investigadoras comunitarias escribimos en coautoría cuatro textos relativos a la investigación en su territorio y cuatro informes sobre otros territorios de lucha.
Los ensayos de esta figura no han estado exentos de dificultades, como conseguir fondos para pagar su salario y formalizar ese reconocimiento y pago ante la universidad, por la tensión de los procesos administrativos, incapaces de captar la potencia de estos conocimientos, hasta ahora considerados ilegítimos. Además, la propuesta de sumarse a un proyecto de investigación, en apariencia atractiva, deja de serlo cuando se suman las horas que tendría que dedicarse al trabajo comunitario en detrimento del trabajo campesino, según explicó una activista.
Contar algunas veces con una investigadora comunitaria nos ha permitido construir más fácilmente una red de afinidades con las luchas por los comunes en tiempos de transición del país. Por ser políticas, esas afinidades no eluden los vínculos afectivos; no evitan “dejarse tocar” como “cuerpos en alianza”, diría Butler (2011). Sentir no le ha quitado rigor a una investigación atenta al movimiento pendular que nos aleja de la posición del testigo modesto sin terminar por ello ocupando el lugar de la Salvadora. Así, asumimos el riesgo de sentir en la investigación sin pretensiones asépticas y sin promover una política de la autoidentidad que indique “las” vías científicas para el desarrollo del campo. También asumimos ese riesgo cuidándonos de no buscar identificaciones plenas con la vida campesina; sobre todo, cuando ni siquiera contamos con las destrezas mínimas exigidas para producir alimentos de autoconsumo, como sostener una huerta muy variada o matar animales.
El haber desplegado unas prácticas de investigación que ponen en discusión nuestras premisas nos abre al cuestionamiento recíproco (entre movimiento social y académicas) que no acepta incondicional ni aisladamente los referentes del conocimiento situado. No se trata, entonces, de una romantización de los movimientos sociales ni del territorio; incluso, asumir limpiamente la pretensión de no romantizarlos podría fácilmente oscurecer el uso instrumental del conocimiento local de los territorios a través del lente de un testigo modesto que se exceptúa, en la violencia de la excepción, de ser representado en su labor de representar al otro. En ese reconocimiento recíproco también nos afincamos para reivindicar, como nos enseñaron Flor Edilma Osorio y Juan Guillermo Ferro (comunicación personal, 2015), que investigar es un trabajo siempre en construcción en el que es posible reivindicar el fracaso y el compromiso a ponerse siempre en riesgo.
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Notas
* Psicóloga, con doctorado en Psicología Social de la Universitat Autònoma de Barcelona (España). Profesora asociada del Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar, de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá). Correo electrónico: florez.maria@javeriana.edu.co
** Abogada, con doctorado en Derecho del Birkbeck College, University of London (Reino Unido). Profesora asociada de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Correo electrónico: mc.olarteo@uniandes.edu.co
1 Aumentar, dosificar y mantener la potencia son tareas políticas de la filósofa feminista Rossi Braidotti (2009).
2 Al respecto puede revisarse sus dos recientes publicaciones, recogidas bajo el título La economía del cuidado como práctica y Discurso político de mujeres populares, como proceso que sostienen la vida.
3 Múltiples autores han hecho referencia a este cambio en la orientación de los movimientos sociales latinoamericanos con diferentes denominaciones. Estas denotan la proliferación de discusiones acerca del alcance de la noción de territorio y las disputas políticas sobre el significado de lo ecológico, lo ambiental y lo territorial, en contraposición a lecturas reductivas del territorio como un elemento definitorio del Estado. La relevancia de estas discusiones excede los objetivos de este artículo y serán abordadas en otro texto que estamos desarrollando sobre luchas por los comunes en tiempos de transición.
4 Este es el caso, por ejemplo, de la Ley Zidres (Ley 1766 de 2016), que permite la entrega a empresarios agroindustriales de grandes extensiones de baldíos que, en principio, estaban destinados a campesinos sin tierras; también el reciente fallo de la Corte Constitucional (Sentencia SU-095, 2018) que veta las consultas populares locales como mecanismo para decidir sobre la explotación económica del subsuelo.
5 La distinción que establecemos entre colaboración y solidaridad contrasta con la diferencia que el movimiento indígena del Cauca (Colombia) establece entre las figuras de colaboradores y solidarios, la cual es referida por Joanne Rappaport (2006).
6 Con esta premisa radicalizamos el argumento de quienes han insistido desde hace varios años en la capacidad de los movimientos sociales para constituir terrenos cognitivos (Eyerman y Jamison, 1991) o para desplegar prácticas intelectuales extraacadémicas (Mato, 2002); también entramos en sintonía con quienes más recientemente también argumentan que los movimientos sociales producen un conocimiento activista (Escobar, 2008), que hay temas éticos a tratar en esa producción del conocimiento (Chesters, 2012) y que es posible hacer una coproducción situada de conocimiento con ellos (Arribas, 2018).
7 Aquí seguimos a Rossi Braidotti (2009), que, inspirada en Spinoza, establece que una tarea política del sujeto nómade es sostener la propia potencia.
8 Nos referimos a ellos deliberadamente como “productos” para resaltar su creciente fuerza en el capitalismo cognitivo universitario (cfr. Berardi, 2003; Lazzarato, 2004; Galcerán, 2007). De hecho, casi ninguno ha sido reconocido por los sistemas de evaluación de producción intelectual cientificistas; esto, a pesar de que fueron producidos para las organizaciones y, casi siempre, con ellas, y constituyen un referente importante para respaldar sus luchas y las de sus comunidades.
9 Sobre la colaboración entre movimientos y científicos en un marco de “ciencia con la gente” en contextos en los que la incertidumbre y las complejidades éticas son centrales, véase, entre muchos, Conde (2014). Sobre la tensión entre el conocimiento producido localmente y los movimientos, de un lado, y el conocimiento “técnico” o “científico”, por el otro, los estudios críticos de la ciencia y tecnología han contribuido significativamente. Véase, entre otros, Elam y Bertilsson (2003), Fischer (2000) y Hess (2015).
10 Agradecemos esta observación a Margot Pujal (comunicación personal, 2005).
11 Esta reflexión sobre la función organizadora de la academia es de nuestra colega feminista y marxista Amparo Hernández (2015).
12 Algunas activistas de la región del Ariari, la Sabana de Bogotá y nosotras nos encontramos en Londres con activistas de Finlandia y Corea del Sur. Todavía estamos en mora de procesar lo que ese encuentro implicó.
13 Con esa misma organización desarrollamos formaciones sobre despojo de las mujeres, siguiendo a Silvia Federici (2004); el arte de narrarse: trabajo y vida con Flor Edilma Osorio (2019), y acumulación estatal de la riqueza producida por el trabajo de cuidado de las mujeres en los hogares, con Amparo Hernández (2015).
14 Puede seguirse el debate en la revista Nómadas, n.º 20 (Laverde, Rueda, Durán, Zuleta y Valderrama, 2004), n.° 27 (Escobar, 2007), n.° 29 (Jiménez y Rojas, 2008), n.° 36 (Valderrama y Rueda, 2012), n.° 43 (Escobar, 2015) y n.° 50 (Neira y Escobar, 2019).
15 En las universidades hay cursos y textos oficiales sobre ética en la investigación que explicitan el requisito de los consentimientos informados y cuya definición se acerca a su comprensión más estándar del área de la salud relativa a la aceptación por parte de quien padece una enfermedad de someterse a un tratamiento, después de haber recibido una información adecuada sobre las razones para recibirlo y los riesgos que este implica.
16 Estos debates son centrales para la línea de investigación del Instituto Pensar “Saberes: usos y fronteras”; también puede revisarse la producción de Carvalho y Flórez (2014) en torno al proyecto Encuentro de Saberes.