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UNA MIRADA A NUESTROS VÍNCULOS

¿El otro está?

Cuando distintas voces dicen lo mismo, puede significar que está pasando algo importante, o por lo menos, algo que afecta a muchos. Una mujer dice: “Mi esposo no me ve, hace tiempo me convertí en invisible para él, su única preocupación es el trabajo”. Una niña recién llegada de la escuela le habla a su madre y le reclama: “¡Mamá mirame!”. “Pero hija, si te estoy escuchando” (mientras observa una mancha en su cocina). “Pero yo necesito que también me mires”. Un hombre se siente ignorado por su esposa y cuenta a su analista: “Mi mujer sólo tiene ojos para los chicos, yo no existo para ella, a lo sumo me ve como a un hijo más”. Un muchacho empezó a fumar mariguana porque se siente solo: “Yo no le importo a nadie, mis viejos ni me ven y mis hermanos menos, sólo con mis amigos me siento bien, sobre todo cuando fumamos”.

Una religiosa en crisis con su vocación expresa su dolor:

“Hace años que mis superioras no me ven ni se interesan por mí, me hablan cuando hace falta cubrir una vacante y me trasladan; así vamos a terminar yéndonos todas”. Y un cura que entregó muchos años y energías al trabajo pastoral vive esta experiencia: “Laura, la nueva catequista, es la única que me miró como ser humano y me comprendió; todos los demás ven en mí un personaje religioso. Sólo para ella soy un hombre”.

Son muchos los que en estos tiempos de tanta aceleración y ocupación sienten que no existen para sus allegados, que no son vistos. Las personas parecen vivir tan centradas en sí mismas, en sus necesidades, obligaciones, proyectos o temores que, aun cuando hagan muchas cosas con los demás y por los demás, las hacen sin mirarlos, sin reconocerlos ni dejarse afectar por el misterio del “otro”. De este modo, la vida cotidiana se despersonaliza y no nos damos cuenta. Nos hemos convertido en zombis que nos cruzamos por la vida, pero con nuestro contorno personal difuminado. Zombis sin rostro, sin mirada y sin belleza.

Cada vez con mayor frecuencia el otro –pareja, hijo, hermano, amigo o simplemente prójimo– no es reconocido ni confirmado como persona única e irrepetible, no es acogido por ser quien es y como es. Solemos vincularnos unos con otros desde nosotros mismos y en función de nuestras necesidades. Esta actitud egocéntrica distorsiona la identidad personal del otro que deja de ser él o ella y se convierte en lo que yo veo desde mis expectativas proyectadas sobre ellos.

Hace un tiempo participé de un encuentro entre padres e hijos adolescentes, coordinado por un psicólogo amigo. Las actividades fueron sencillas pero muy intensas y reveladoras. Al cierre del encuentro, en la puesta en común y ante la sorpresa de todos, una madre dijo: “Hoy es la primera vez que veo a mi hija de diecisiete años como a una persona. Yo siempre la vi como mi hija: la que me traía problemas o me daba gratificaciones, la que preocupaba o me satisfacía. Pero hoy, al escucharla pude conocer lo que siente, lo que piensa y lo que quiere. Compartió conmigo sus pensamientos y proyectos, sus temores y sus alegrías, sus preferencias y sus decisiones. Descubrí que ella es ella y no sólo mi hija, que tiene una vida propia, más allá de su relación conmigo. Esta noche pude verla como un ser humano riquísimo y esto ha sido muy importante para mí. Ahora sé que nuestra relación mejorará”. Sabemos que estamos viviendo en una sociedad culturalmente modelada por el principio de la individualización. El sujeto individual, el propio “yo”, ocupa el centro de la atención, y el “otro” parece no valer ni importar por sí mismo, sino como interesante o atractivo para nosotros, capaz de cubrir nuestras necesidades e intereses. Carlos Domínguez Morano dice que estamos viviendo “una exaltación del individualismo y un acrecentamiento de las dimensiones más narcisistas de la personalidad que operan como una gran dificultad para la creación de vínculos. La alteridad está difuminada” (Domínguez Morano, 2004).

La expresión “alteridad” alude a la condición original y propia de ese “otro” que es cada uno de los demás seres humanos; es la “otredad”, el carácter no sólo distinto, sino único, suyo y eminente de cada persona (Levinas, 2001). La persona es tan absoluta en su unicidad que no permite que se la contemple como a una más entre la multitud, ni que se la cosifique o se la instrumentalice para un fin determinado, aun el más sagrado (Zizioulas, 2003). Los colectivismos y totalitarismos políticos, así como una cierta cultura de masas, han impedido el reconocimiento de cada persona en su carácter único y distinto. Pero hoy el narcisismo cultural que concentra al individuo en sí mismo y en sus necesidades, también dificulta ver al otro y reconocerlo como tal. Éste queda reducido a una prolongación de mí mismo, a una proyección de mis expectativas y deseos. Pero esto es sólo una fantasía, la realidad es que el otro es distinto de lo que yo quiero que sea, es simple y solamente él. Este encuentro cotidiano con la verdad del otro genera tensiones en la convivencia. Tal como solemos vivirla, la alteridad nos molesta y dificulta nuestros vínculos, nos cuesta dejar al otro ser él mismo. La cuestión de la alteridad unida a la de los vínculos ha sido muy estudiada en las últimas décadas por la psicología, la filosofía, la antropología y la teología. Diversos autores han indagado desde sus disciplinas y con conclusiones diferentes en la cuestión del otro y de nuestra vinculación con él. No deseo en estas páginas hacer un abordaje puramente intelectual acerca de la relación “yo y el otro”. Con el trasfondo de algunos aportes de aquellas ciencias, deseo más bien ingresar con ustedes en la consideración de nuestra relación cotidiana con los “otros” concretos de nuestra vida. La Palabra de Dios nos ayudará a iluminar el valor y el sentido del “otro” y el estilo de vinculación que estamos llamados a vivir con los demás.

“¿Quién es mi prójimo?”

Esta pregunta formulada por un doctor de la Ley a Jesús da pie a la narración de la bella parábola del buen samaritano en el evangelio de san Lucas (10,30-37). Ella nos relata que un hombre fue asaltado y golpeado en el camino, y que no fue asistido ni por un sacerdote ni por un levita que pasaban por allí. Ambos lo vieron y siguieron de largo. Lo “vieron”, dice el texto, pero ¿qué vieron? Ciertamente no a un prójimo que necesitaba su ayuda. Al parecer vieron a un muerto. La parábola nos dice que al pobre hombre lo habían dejado “medio muerto”, y seguramente los dos religiosos, conocedores de la Ley divina, en lugar de ver a un hombre herido, vieron un cadáver al que no podían tocar para evitar transgredir estrictas prescripciones sagradas sobre la impureza (Lev 5,2-3;

21,11). En cambio –dice el texto– el samaritano lo vio, se conmovió y lo auxilió. Por su condición de extranjero carecía de formación religiosa judía y así es que reaccionó compasivamente frente al malherido que lo necesitaba. ¿Qué vemos nosotros cuando vemos a otro? ¿Lo vemos a él o vemos nuestra proyección y prejuicio sobre él? Nuestra mirada sobre cualquier otro de nuestra vida lo ubica en un lugar y en una condición: la de amigo o enemigo, la de ayuda o amenaza, la de prójimo o no prójimo. Esa mirada que tenemos sobre los demás se alimenta de experiencias que hayamos vivido, de nuestros temores personales, de nuestras carencias y necesidades. También se nutre del amor que hayamos recibido y de la paz y seguridad que eso nos dio. Por este motivo también hay que decir que el modo cómo vemos al otro tiene que ver con la imagen que tenemos de nosotros. Si yo me siento temeroso, veré a los demás como peligrosos y amenazantes; si soy ambicioso, veré a los demás como competidores; si me creo ignorado por todos, veré a la mayoría como indiferentes hacia mí; y si me siento sereno por ser quien soy, podré ver a los demás como compañeros de ruta en el camino de la vida, y me gustará compartir esa vida con ellos.

De manera recíproca, la mirada que nosotros tengamos sobre los demás nos ubica a nosotros mismos en un lugar y en una condición. Si una mujer mira a su esposo como un ser superior es probable que ella se ubique en esa relación ocupando un lugar inferior. Si envidiamos los éxitos de un amigo, nos situaremos ante él como fracasados. Si tratamos al otro como el único valioso, nunca nos daremos importancia a nosotros mismos. Las relaciones son recíprocas y especulares: el otro es como un espejo en el que se refleja más o menos cómo soy y cómo estoy; y a la vez, la manera en cómo me vea a mí mismo me devolverá una imagen del otro ante mí. Por eso, si sos esposo, antes de reprochar a tu mujer por su modo de tratarte, pensá si hay algo en vos que la llevó a ella a actuar así. Si sos cura y los jóvenes de tu parroquia te hacen el vacío, pensá cuál de tus actitudes pueden estar motivando esa distancia. Como padre o madre, antes de retar con severidad a tu hijo tan inquieto, preguntate si él no está reflejando un clima familiar tenso o conflictivo. Podríamos multiplicar ejemplos de situaciones donde las relaciones de alteridad son reveladoras y configuran nuestra identidad: nos dicen cómo somos y vivimos, y también nos ayudan a ser quiénes estamos llamados a ser.

La alteridad puede ser vivida como proximidad o como lejanía. En primer lugar es mi mirada la que me acerca o aleja del otro. Por eso la alteridad como reconocimiento del carácter único y distinto del otro representa una invitación al encuentro con él. Se trata de un encuentro de mí mismo con él mismo, de mi realidad con la suya. Es un encuentro que no anula la distancia de lo distinto, más bien elimina la lejanía del prejuicio que deforma al otro convirtiéndolo en algo que no es. Sólo abriéndome al misterio personal del otro se podrá abolir toda distancia entre los dos: eso es la comunión. Será necesario salir de mí mismo hacia el otro. Esta salida no significa abandonar mis creencias, mis valores, mis perspectivas o mis necesidades; significa ser consciente de todo eso y abrirme a lo distinto y original del otro para encontrarme verdaderamente con él. Por ejemplo, un marido que dice amar a su mujer debe ser suficientemente consciente de sus propias necesidades como hombre para poder pedir lo que espera recibir, aprendiendo a aceptar las reales posibilidades que ella tiene de satisfacerlo. De otro modo se vincularía con su esposa desde las propias carencias inconscientes y la forzaría a ser lo que él pretende de ella pero que ella no es. Su idealización inicial lo llevaría a la manipulación de su mujer, intentando forzarla a ser lo que él necesita que sea. Las consecuencias probables de esta actitud serían la frustración, el enojo y los reproches. Se generarían conflictos que podrían haberse evitado.

Pregúntense a qué se deben la mayoría de nuestros conflictos de relación con los demás. Probablemente descubrirán que no nos peleamos tanto a causa de lo que el otro es, sino de lo que no es (y nosotros desearíamos que fuera). El rechazo de su alteridad, de que su ser “otro” no es reconocido ni aceptado, es lo que nos aleja de él impidiéndonos acogerlo como prójimo y unirnos a él.

Encontrarme para encontrarnos

Para no sabotear nuestro encuentro con el otro y con lo que él es de verdad, necesitamos ser conscientes de lo que somos nosotros mismos. Nuestros desencuentros con los otros suelen originarse en el desencuentro con nosotros. En su libro Confesiones, san Agustín reconoce que su dificultad para encontrarse con Dios se debía a su desencuentro consigo mismo. Hablando con Dios, dice:

“¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mí, pero yo me había alejado también de mí y no podía encontrarme. ¡Cuánto menos iba a encontrarte a ti!” (V. 2,2). Esta confesión me cuestiona no sólo en mi relación con Dios, sino también en mis vínculos interpersonales. Mientras no viva en comunión con lo que yo soy ¿cómo podré entrar en comunión con lo que el otro es? Desencontrado de mí ¿cómo podría encontrarme con vos? Mi experiencia de acompañar a tantos matrimonios necesitados de mejorar su relación me ayudó a confirmar aquello que decía el profesor Emilio Komar: “Con frecuencia, en la base del conflicto de él con ella o de ella con él hay una dificultad de él con él o de ella con ella”. La crisis de relación con el otro se origina muchas veces en una crisis con uno mismo, en los propios impedimentos para crecer y madurar, para aceptarse y amarse a sí mismo. La crisis de la mitad de la vida suele arrastrar a muchas parejas a la ruptura, porque el que la vive no reconoce que su conflicto no es primordialmente con el otro, sino consigo mismo, y que cambiar de pareja no es la solución a sus problemas personales. Quizás ahora comprendamos mejor por qué en las idas y vueltas de nuestras relaciones se produce cada tanto una tensión entre mi “identidad” –lo que yo soy– y la “alteridad” –lo que el otro es–. Como veremos más adelante, el otro juega un papel muy importante en mi vida: en algún sentido es el dador y el revelador de mi identidad. Gracias a otro soy yo y gracias a otro puedo conocerme. Ninguno de nosotros se dio el propio ser a sí mismo. Nos hemos recibido como fruto de un gesto amoroso de otros y serán muchos otros los que nos ayuden a desplegar nuestro ser y reconocernos como nosotros mismos. Es tu mujer la que te hace esposo, es tu hijo el que te hace madre, es tu amigo el que te inicia en la amistad, y son los otros y nuestra relación con ellos lo que nos ayuda a conocernos y descubrirnos como la persona que somos. El otro forma parte de mí y en algún sentido me constituye. “Gracias a vos puedo decir que soy quien ahora soy”, podría decir un marido a su mujer. Es precisamente esta íntima proximidad entre el otro y yo la que genera tantas gratificaciones y también tantas confrontaciones.

Como vemos, el otro puede ser para mí un infierno (Sartre, 1979) o la salvación, la alienación o la realización de mí mismo. La presencia, la mirada y el trato del otro hacia mí pueden liberarme o sofocarme. Con frecuencia recibo a personas que vienen a compartir sus dolores y frustraciones experimentados a causa del otro: pareja, hijos, padres, parientes, amigos o allegados. Si el otro posee un enorme poder de daño sobre nosotros es precisamente por su singular capacidad benéfica en nuestra vida. Sólo quién puede ser una gracia para mí es capaz de convertirse en una desgracia. Al decir esto no estoy queriendo demonizar a ese otro que lastima la vida de tantas personas. Dando por hecho que hay mucha gente capaz de hacer el mal y dañar, lo que más me interesa aquí es mostrar cómo una relación mal vivida con el otro (cuyo origen remoto puede ser una inadecuada relación con uno mismo) termina convirtiéndolo en un indeseable del que hay que protegerse. Más aún, en estas páginas quisiera revelar cómo el otro puede ser un don para mí, alguien gracias al cual puedo ser más yo mismo. Parafraseando a san Pablo, podríamos decir que por la gracia del otro, yo soy lo que soy, sobre todo cuando ese otro es el Otro con mayúsculas: Dios (1 Cor 15,10).

Mi vida y tu vida: individualización para todos

La cultura actual nos dice que están emergiendo cada vez con más fuerza nuevos valores, como el aprecio por la “libertad individual” y la “autonomía”, la reivindicación de las “aspiraciones personales”, el rechazo a una “identidad rígida y adjudicada” y la búsqueda de una “identidad reflexiva y flexible”, el desarrollo de una “conciencia democrática” en las relaciones, el derecho a una “vida individual” (single), el deseo de “vivir juntos” pero “con nuestras diferencias”, y como síntesis, la aspiración indeclinable de vivir la “propia vida” (Touraine, 2000; Beck / Beck-Gernsheim, 2003; Rosenmayr / Kolland, 2006; Hirigoyen, 2008). Esta transformación social que reconfigura todas las relaciones tiene lugar de manera intensa y también conflictiva en el vínculo matrimonial.

El principal cambio producido en el matrimonio reside en que su centro principal está ahora en la persona individual, con sus deseos, necesidades, ideas y planes propios; es decir, está en la felicidad personal del hombre y la mujer casados. La modalidad de pareja que está emergiendo se construye sobre la reivindicación de la propia vida. Semejante cambio hace que la relación conyugal sea más vulnerable y más propensa a la ruptura, ya que si el vivir juntos no puede satisfacer lo que se espera de dicha relación, la conclusión será vivir solos. Se ha pasado de lo que el individuo puede hacer por la familia, a lo que la familia puede darle al individuo (Beck / Beck-Gernsheim, 2003).

Tradicionalmente el varón vivió en la familia con más independencia, pero hoy en día la mujer ha ganado más espacio de autonomía personal. Muchas ya no necesitan de un hombre para subsistir porque se ganan la vida por sí mismas, manejan sus tiempos, sus relaciones y sus salidas con mayor independencia que en el pasado. Más marcadas por las demandas individuales, las relaciones de pareja se vienen fragilizando. Las mujeres que están solas, en gran medida prefieren esto a una mala relación con un hombre (Hirigoyen, 2008). Ellas se han vuelto más exigentes en el cumplimiento de sus expectativas amorosas y ya no callan sus desagrados ni ceden en sus reivindicaciones.

Paradójicamente, los tiempos de la creciente individualización no han avanzado en desmedro de los vínculos. Individualización y relaciones son fenómenos en aumento, pero claro, con tensiones y ambivalencias. La experiencia de tantos matrimonios y familias, así como de la sociedad en su conjunto, muestra que la actual tendencia narcisista favorece el aislamiento, la ruptura de los vínculos y el temor al compromiso. No obstante, aun con esas características, las personas buscan cada vez más estar comunicadas y relacionadas (Rosenmayr / Kolland, 2006). El hombre y la mujer de hoy siguen optando por vivir en pareja aunque aumenta el número de separaciones y divorcios, confirmando así la paradoja de que no están pudiendo vivir juntos pero tampoco separados (Beck / Beck Gernsheim, 2001).

Identidad, alteridad y comunión

Si tanto cuesta convivir ¿a qué se debe esta irrefrenable búsqueda del vínculo con otro? La fe nos dice que cada ser humano es hijo de Dios y que todos llevamos en lo profundo de nosotros mismos el sello de nuestra identidad: la imagen divina. Somos imagen de la Trinidad que es “Alteridad en Comunión”. En Dios existen por así decir “Otros” –las misteriosas personas divinas– que se confieren mutuamente la propia identidad por el hecho de ser-en-comunión, o mejor, de ser Comunión. Cada persona divina es quien es en comunión con las otras y esa comunión es Dios.

En Dios, “Identidad-Alteridad-Comunión” son una sola realidad: el misterio de la Trinidad. En los seres humanos, esa fórmula está fragilizada por nuestra condición limitada y por el pecado. No obstante está viva en lo más profundo de nuestro ser creado. Cada uno de nosotros es quien es gracias a otro y en comunión con el otro. Ya dijimos que una persona es siempre un don que proviene de otro. El origen de nuestra persona descansa en otra persona (Zizioulas, 2009). Sin embargo, a veces necesitamos afirmar lo que somos distanciándonos o rompiendo la relación con el otro. La paradoja de nuestra vida personal es que buscamos al otro para ser nosotros y a veces nos separamos de él por la misma razón. ¿Por qué contrae matrimonio una joven mujer, sino porque siente que con su pareja podrá ser feliz y más ella misma? Pues si no logra este propósito se separará de su marido por el mismo motivo por el que se unió a él.

Como hijos de la Trinidad que es Alteridad en Comunión, somos atraídos por un irresistible deseo de ser nosotros “con” otros. Pero afectados por ese trauma espiritual que es el pecado y por las carencias emocionales de nuestro corazón, nos cuesta mucho vivir nuestra alteridad en íntima y recíproca comunión. Además existen condicionamientos sociales y culturales que nos llevan a tratarnos más como un objeto de consumo o utilidad que como personas únicas e irrepetibles, distintas de los modelos impuestos por la época. Sin ser del todo conscientes de ello, nos vamos acostumbrando a ser funcionales a tantos requerimientos y mandatos culturales. De este modo las personas se van despersonalizando, perdiendo su condición más valiosa y subjetiva.

Un vínculo amoroso reclama nuestra más íntima subjetividad expuesta al encuentro con la del otro y viceversa. En el amor no se trata de estar juntos, sino de vivir íntimamente unidos. A los hombres y las mujeres les gusta vivir apasionadas experiencias de amor, pero muchos no han aprendido a entablar relaciones suficientemente maduras. Buscan el amor pero les cuesta amar; aspiran al gran amor de sus vidas y no siempre se disponen a construir un vínculo de respeto, aprecio, cuidado y ayuda. A través de la búsqueda del amor muchas veces se esconde el deseo de llenar el propio vacío, huir de la dolorosa soledad. Pero no querer estar solo no basta para poder vivir unidos, ya que el otro no puede convertirse en una posesión amorosa, aquella que satisface la propia necesidad de sentirse acompañado. Pretender vivir sentimientos intensos (y egocéntricos) de amor durante toda la vida sin ser capaces de actuar con generosidad y dedicación es exponerse a la frustración.

Sólo quienes sean capaces de salir de sí mismos para amar al otro podrán experimentar de verdad el sentimiento gozoso del amor y el grato placer de la compañía. Sabemos que en sus inicios el amor surge en los amantes como una emoción tan potente como egocéntrica. Cada cual está atraído por el otro en razón de la gratificación que les provoca la relación. Si este bienestar perdura en el tiempo, esa misma relación les pedirá pasar a una nueva fase: salir de sí mismos con actitud generosa para comprometerse con el otro por amor a él. Cuando un vínculo lleva muchos años, ese compromiso del amor cotidiano (cada tanto) regalará a los esposos el sentimiento gratificante de estar juntos. En una relación prolongada la intensidad de los sentimientos será el fruto de las actitudes comprometidas. No se trata de que los cónyuges vivan un voluntarismo desgastante, pero sí de que renueven la decisión de acoger al otro en la propia vida, de aceptarlo como es y ambos construir día a día una relación más íntima y saludable.

Habitualmente me consultan parejas que perdieron el sentimiento y la pasión de vivir juntos. El desgaste del vínculo suele expresarse en una dolorosa indiferencia y, a veces, en agresiones o reproches que se reiteran. Con ese panorama los esposos quedan expuestos a la infidelidad en el intento de recuperar con otra persona lo que ya no sienten entre ellos. Quizás no se dieron cuenta de que sin perseverar en actitudes atentas a lo largo de los años, su vínculo no pudo crecer en intimidad y así los sentimientos placenteros fueron desapareciendo. En cualquier pareja, al comienzo de la relación lo primero es sentir, pero al cabo de un cierto tiempo no se trata de buscar en primer lugar los sentimientos, sino de que ellos surjan como fruto de la cotidiana tarea de amarse.

Sabemos que hoy las personas parecen ser más conscientes de sus derechos subjetivos y de sus aspiraciones personales. Por eso crecen los “mecanismos de protección” ante el otro y frente a la obligación de vivir para él. Se trata de un fenómeno colectivo. El narcisismo que impera en la cultura posmoderna modela las relaciones centrando al individuo en sus expectativas sobre los otros y en sus precauciones hacia ellos. Vivimos una especial dificultad para salir de nosotros mismos, para abrirnos a la alteridad, para la relación y el contacto, y por tanto, para la constitución de vínculos duraderos. Esta parece ser la patología arquetípica de nuestro tiempo (Domínguez Morano, 2004).

El narcisismo que aísla a las personas en su propio “yo” también puede ser vivido en lo comunitario y expresarse como “narcisismo grupal”. En mi experiencia pastoral descubro que algunos espacios compartidos de la fe –grupos de matrimonios, comunidades juveniles, grupos misioneros, movimientos de espiritualidad– a veces terminan siendo un pretexto para que sus integrantes sólo hablen de sí mismos y pierdan la referencia hacia los “otros” a quienes tendrían que salir a servir. Asomándonos a algunos de esos grupos podríamos escuchar: “Hagamos una ‘compartida’, hablemos de nosotros, démonos ese tiempo, somos interesantes para nosotros mismos, somos nuestro tema. Nuestra inquietud no son los otros ni el Otro por excelencia, que es Dios. No nos interesa un proyecto movilizador hacia los otros. Nos hemos convertido en nuestro propio proyecto”. El papa Francisco alude a este “acompañamiento intimista, de autorrealización aislada”. En sentido inverso, dice el Papa que “el auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora” (EG 172). Cada vez son más las personas que encuentran en la comunidad eclesial un espacio para exhibir la propia historia de vida, sus sentimientos, sus logros y frustraciones, sus alegrías y dolores. Por supuesto que compartir la propia vida con hermanos en la fe es algo bueno y sanador. El riesgo aparece cuando la experiencia comunitaria de la fe se convierte en un narcisismo colectivo que impide a los creyentes salir de sí mismos asumiendo vínculos comprometidos de servicio a los demás, y también cuando no abre los corazones a la entrega generosa y fiel al Otro infinito que es Dios, Señor de nuestra vida. Existimos como personas en la medida en que amamos y somos amados. El amor es lo que me permite vivir la alteridad como relación con “otro” que me hace ser “yo”. Cada hombre y mujer está vivo sólo cuando puede hacerlo en sentido personal: siendo amado y amando. El amor es la experiencia fundante y confirmatoria de nuestra alteridad: vengo de otro y soy más yo yendo hacia otro. La identidad personal sólo “surge del amor como libertad y de la libertad como amor”, dice Ioannis Zizioulas. ¿No es acaso ésta la experiencia de tantos que, cuando viven exilados de todo amor, sienten que su ser se desvanece y se hunde en la tristeza? Sin amor, morimos. Solamente un amor que sea realmente libre y despojado de necesidades egocéntricas puede dar vida y crecimiento a seres personales. Sólo el hombre espiritual puede amar desde la libertad y no por necesidad, aunque él mismo sea un ser necesitado.

Identidades en riesgo

Ya hemos mencionado que un rasgo cultural clave para comprender el proceso que se está dando en las relaciones interpersonales es el de la individualización. Además de lo dicho con anterioridad, con esta expresión se alude a que, a diferencia del pasado, en la actualidad la identidad personal de cada sujeto deja de ser un “dato” para convertirse en una “tarea” de cuyas consecuencias los únicos responsables son los actores. Tener que convertirse en lo que se es, esa es la marca característica de la vida moderna (Bauman, 2003). Dicho de otro modo, nadie es quien es de modo seguro e incuestionable. Las personas están obligadas a ser ellas mismas, asumiendo el riesgo de errores y fracasos. Sin contar con actualizados modelos de referencia, todos estamos impelidos a modelar a tientas nuestra identidad, destino y biografía, por este motivo llamada por algunos “biografía de riesgo” (Beck / Beck-Gernsheim, 2003).

Pongamos ejemplos. La nueva condición femenina hace que una mujer de hoy no pueda copiar la manera de vivir de su madre o de su abuela; siendo mujer, ella no podrá ni querrá serlo como lo fueron sus mayores. En el intento de delinear su propio perfil femenino la mujer actual tendrá que abrirse paso a través de los nuevos desafíos que sus antepasadas ni imaginaron. Nuevas posibilidades y también nuevas tensiones y dudas se le presentan a la mujer de hoy. Un hombre que es padre no siempre encuentra en el suyo el mejor modelo a imitar en la relación con sus hijos. Tendrá que aprender las habilidades emocionales que lo acerquen a su familia y vivir otro tipo de autoridad, pero hay que reconocer que no son tantos los hombres buscadores de una nueva masculinidad. Un sacerdote joven no puede vivir el mismo perfil humano y pastoral de uno mayor. Sintiendo obsoleto el anterior modo de ser cura, ensayará nuevas modalidades adaptadas a los tiempos. En este intento, su identidad humana y consagrada puede terminar “accidentada”, para usar la expresión del papa Francisco.

Todas las realidades –la sociedad, la política, la religión, la familia, los vínculos– están atravesando grandes cambios. Esto obliga a los actuales protagonistas a crecer como sujetos sin referencias bien definidas ya que las identidades del pasado parecen haber alcanzado su fecha de vencimiento.

Por eso decimos que desde el punto de vista social y cultural las identidades no vienen dadas, sino que se van configurando con conductas más o menos acertadas en contextos nuevos y de acelerada transformación. En la actualidad, nadie es padre por haber engendrado hijos, sino porque cada día va forjando esa identidad mediante una relación cuidada y atenta con ellos. Nadie vive como consagrado por haber formulado sus votos o recibido la ordenación. Lo hará si, aun en medio de la inestabilidad de estos tiempos, va madurando como hombre o mujer capaz de entregar a Dios la totalidad de su ser (cuerpo, corazón, mente y voluntad), dedicándose a sus hermanos. En la actualidad, un docente no posee otra autoridad que aquella que él mismo se gane en el aula por su modo de vincularse con los alumnos cumpliendo la tarea de suscitar aprendizajes. Religiosos, políticos, docentes, esposos, padres de familia, cualquier identidad que se busque es hoy una fuente constante de movilización personal, de aciertos y errores, de gratificaciones y conflictos. Consagrados que dejan los hábitos, matrimonios que se separan, padres que se sienten fracasados por el estilo de vida de sus hijos, políticos que son cuestionados: en todos se muestra que “ser uno mismo” se ha convertido en una tarea que demanda dedicación y que no está asegurada. Teniendo que validar diariamente la propia identidad ante los demás y ante sí mismas, no es infrecuente que las personas experimenten dudas, ansiedades y cuestionamientos.

Si como hemos dicho, nuestra vida es un don recibido de otro que se confirma y crece entregándonos a otro, pareciera que la capacidad de vinculación es una condición imprescindible para afirmarnos como personas y madurar nuestra identidad. Deseamos profundizar en estas páginas la cuestión “identidad–alteridad–comunión”. Trataremos de hacerlo de modo sencillo pero intentando ahondar en los diversos temas para descubrir en esta formulación una guía en nuestro camino de encuentro con nosotros y con los otros. Si la alteridad es vivida unas veces como amenaza y otras como posibilidad, se debe al hecho de no saber entablar con el otro una relación suficientemente saludable y segura. Necesitamos del otro en nuestra vida pero tenemos miedo de que ese otro nos dañe, incomode o limite. Nuestra fe en el Dios que es Alteridad y Comunión, y nuestro seguimiento de Cristo que nos llama al amor de unos con otros, son un estímulo para superar aquellos temores. Así podremos reconocer a los otros de nuestra vida como hermanos a quienes necesitamos y para quienes deseamos vivir.

Pero además de alentarnos y guiarnos en nuestro salir de nosotros hacia los otros, el Señor nos sana para poder hacerlo. Nuestras alteridades están heridas, nuestras relaciones muchas veces son tóxicas y agobiantes. Algunas veces las miradas de los demás nos ignoran, otras nos presionan, otras nos juzgan o reprochan. Sólo la mirada de Dios es totalmente pura, comprensiva y valorativa. Él dice a su pueblo elegido y también a nosotros: “Tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo” (Is 43,4). Su mirada de amor a nosotros es creadora y recreadora de nuestra identidad; necesitamos tomar contacto con esa mirada. Ante ese Otro no amenazante que es Dios, un Otro liberador, yo sí puedo ser verdaderamente yo, aun con mis miserias y fragilidades.

Dios es el Otro cuya alteridad es infinita, él es el “totalmente Otro”. Sin embargo, su distancia es máxima cercanía ya que Dios nos ama como nadie puede hacerlo. El Señor nos ama simplemente porque somos nosotros, cada uno un “otro” único para Él. Si vivimos confiando en su amor por nosotros, podremos reconocerlo entonces como nuestro “Otro Salvador”, aquél que redime nuestras alteridades dañadas. Dios nos devuelve con su mirada 39 desinteresada y liberadora la confianza en nuestra alteridad, es decir, la confianza en lo que somos. Ya no tenemos que estar acomplejados ni envanecidos por nuestra vida. La mirada de Dios es constituyente de nuestra identidad más profunda, aquella que nos permite vivir nuestra condición de “otro” para los demás de manera segura y confiada.

El elogio de la alteridad

¿Qué podemos hacer para que el narcisismo que impregna nuestra cultura no se convierta en nuestro propio modo de vivir? ¿Cómo evitar quedar atrapados en nuestro propio yo, difuminando así la presencia de los demás en nuestra vida? ¿Cómo abrirnos a tantos otros que nos necesitan? ¿Y cómo entender aquellas desafiantes palabras de Jesús sobre renunciar a nosotros mismos (Mat 16,24)? ¿Podremos ser felices de ese modo?

Necesitamos aprender a vivir la alteridad dando primacía al “otro” en nuestra vida, pero una alteridad que sea inclusiva de nuestro propio “yo”. Que yo pueda vivir con otros, para otros y gracias a otros, siendo yo. Esto es lo que llamamos una relación de amor. Al amar, el “yo” se afirma en su propia negación, porque somos más nosotros mismos yendo hacia los otros y no hacia nosotros. No se trata de la negación a ser nosotros mismos, sino a vivir para nosotros mismos. Amar significa ser yo, siendo para otro.

Así como el amor de Dios es fundante de nuestra identidad más profunda, el verdadero amor humano a su modo también funda y confirma nuestra alteridad. Cuando yo soy verdaderamente amado, me reconocen y aprecian en mi alteridad: yo soy yo y puedo serlo ante el otro porque él me ama. Y cuando amo a otro, también lo confirmo en su alteridad: es otro, puede ser él o ella ante mí porque he aprendido a acogerlo tal como es.

Una gran parte de los malestares en nuestros vínculos amorosos se debe al hecho de que nos sentimos rechazados por aquellos que dicen que nos aman y también forzados a cambiar, como si no pudiéramos ser nosotros con los otros. “Estamos cansados de que nuestras esposas nos quieran cambiar para ser como ellas quieren que seamos”, decía un hombre en un grupo de matrimonios de largos años de casados; y añadía: “Ya somos grandes, que nos acepten”. Este típico reclamo masculino es comprensible, pero haciendo justicia a muchas mujeres, es necesario decir que detrás de los pedidos a sus maridos no necesariamente están ellas con sus expectativas insatisfechas, también está el genuino interés por sus esposos. Las mujeres saben qué es bueno para ellos y por eso se lo piden. Ya profundizaremos más adelante en esta cuestión. Otra parte de los malestares en nuestras relaciones proviene de la sensación de ahogo y control provocada por los que nos quieren; sus actitudes invasivas, posesivas o demandantes en exceso nos sofocan, privándonos de la autonomía más elemental. “El amor personal –decía Romano Guardini– no comienza con un movimiento hacia el otro, sino con un retroceso ante él.” Amar es hacer el “espacio” para que el otro sea ante mí y así pueda ser él conmigo. Este dejar al otro ser él no puede ser una concesión, se trata más bien de una condición del verdadero amor. Un vínculo amoroso bien vivido transmite libertad y a la vez protección.

Pero el amor no sólo reconoce al otro respetándolo como tal, sino que lo acoge en un vínculo de pertenencia que es recíproca. Al amar no sólo digo “sí” a la alteridad, también y sobre todo digo “sí” a la pertenencia (Steindl-Rast, 2013). Es un sí al otro como mío y un sí a pertenecerle como suyo. Cuando decimos “él es mi amigo”, “ella es mi esposa” o “él es mi hermano”, aludimos a esa mutua pertenencia: el otro es mío por el amor que le tengo, y al amarlo, yo mismo me desapropio de mí hacia él haciéndome suyo. Que el otro sea mío –mi amigo, mi esposa, mi hermano– significa una sola cosa: que yo soy suyo, ya que por amor decidí vivir para él. Este amor nos vincula de tal modo que yo sigo siendo yo uniéndome íntimamente al otro que sigue siendo otro, y a la vez nos pertenecemos mutuamente disfrutando de ese hecho. Cuando gozamos de ser nosotros perteneciendo amorosamente a otro, nos sentimos felices de estar vivos, nuestra vida está llena de sentido.

El verdadero amor preserva nuestra alteridad y la de la persona amada haciendo así posible la verdadera comunión. Unirme a otro significará renunciar a mis fantasías y exigencias sobre él. Unidos sólo pueden estar dos seres siendo cada uno verdaderamente sí mismo. Nadie puede estar realmente unido a otro mientras esté apegado a su fantasía sobre él o sobre sí mismo. Todos sabemos que la idealización del otro en la primera etapa del amor (en el noviazgo, con los hijos recién nacidos, con una nueva comunidad o grupo de pertenencia) debe evolucionar hacia otra etapa más realista. De lo contrario corremos el riesgo de rechazar al otro porque no es el ideal que nosotros creíamos. Amar de verdad es acoger al otro en su real identidad, para lo cual necesitamos reconocer y acoger la nuestra. Identidad, alteridad y comunión son la dinámica del amor auténtico. Sin un sentimiento saludable de la propia identidad, la perspectiva del otro, su alteridad, quedará distorsionada y la comunión con él no será viable a largo plazo.

Fíjense cómo se originan muchas parejas. Lo hacen con sentimientos que podríamos expresar así: “el otro me hará feliz”, “con ella seré feliz”, “estuve sola mucho tiempo, pero con él a mi lado vino la felicidad”. Después de algunos años de matrimonio algunas de esas parejas llegan a sentir más o menos esto: “esta persona me arruinó la vida”, “si sigo a su lado me amargará para siempre”, “su presencia me hizo imposible la felicidad”. Si al principio hombres y mujeres atribuyen su felicidad al “otro”, no es raro que con el tiempo terminen acusándolos de su infelicidad. Darle tanto poder al otro sobre nosotros quizás se deba a un sentimiento devaluado de nuestro yo.

Es como si dijéramos: “yo no puedo ser feliz, no encuentro nada en mí que me permita serlo, pero el otro es mi salvación, gracias a él mi vida cambió mágicamente”. Al poner nuestra vida en manos del otro de modo infantil, pasivo y dependiente, es muy probable que no seamos capaces de construir juntos una comunión adulta y responsable. Finalmente acabaremos convirtiendo al otro en el único culpable de lo que nos pasó. Un sentimiento devaluado de sí mismo (identidad) lleva a percibir de modo equivocado al otro (alteridad) y la relación con él será conflictiva (comunión). Como dijimos antes, identidad, alteridad y comunión son la fórmula sutil del verdadero amor.

Cuando aprendemos a amar, la alteridad no es la fuente del conflicto, sino la condición para el vínculo entre nosotros y los otros que, por supuesto, a veces podrá ser relajado y otras, no tanto. Y en el acto de amarnos unos a otros nos afirmamos cada uno en su propia identidad. Al amar y dedicarse a un hijo, la madre es más ella misma y también el hijo es más él mismo sintiéndose amado. La identidad se configura y enriquece por el vínculo amoroso donde la alteridad es vivida en comunión. Lo que amenaza mi identidad no es el hecho de que el otro sea otro, sino que estamos viviendo mal nuestra relación: eso es lo que me pone en riesgo o me mortifica. Por eso, antes de querer cambiar al otro, sería más fecundo construir con él un vínculo tan saludable como sea posible; de este modo los dos podremos ser nosotros mismos y convivir en paz. Por otra parte, el amor de uno a otro será la gran fuerza transformadora para convertirse no en lo que el otro quiere, sino en lo que cada uno está llamado a ser. Nuestra vocación personal es ir realizándonos por el amor que recibimos y que damos, viviendo estrechamente unidos unos con otros. Por eso, cuando hablo de respetar la alteridad, no me refiero a resignarnos tristemente a que el otro sea lo que es, presintiendo que nunca cambiará sus aspectos defectuosos. Asumir la alteridad y aceptar al otro tal como es representa el primer acto del amor a él, precisamente aquél que lo ayudará a crecer y ser más él mismo. El amor ayuda a cambiar a las personas pero nunca logrará convertirlas en lo que no son ni pueden ser.

Si el narcisismo actual ha hecho entrar en crisis los diversos vínculos amorosos en razón de una neurótica afirmación del “yo”, estoy convencido de que la “alteridad” es una clave espiritual y psicológica para poder vivir el amor que todos necesitamos y ser personas plenas y felices. Aprender a vivir la alteridad es dar un paso adelante en nuestra disposición para amar. Pongamos entonces nuestra mirada en los diversos otros de nuestra vida.

Yo y el otro en busca del nosotros

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