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EL SENTIDO CREADOR DE LA VIDA HUMANA
LA FILOSOFÍA CLÁSICA TUVO EL GRAN mérito de sumergirnos en las profundidades del ser, en lo que significa que una cosa sea, que tenga realidad y consistencia propias. Esa certeza se desdibujó con la irrupción del racionalismo y de los idealismos subsiguientes, pero aún hoy puede seguir iluminando nuestro conocimiento del mundo.
Partiendo del ser, la filosofía clásica nos explicaba el actuar, el obrar, entendido como una consecuencia directa del ser. Sin embargo, de tanto centrarse en la analogía entre el ser creado y el Ser supremo, de cuya realidad todas las demás cosas participan, esta filosofía no llegó a afrontar de un modo adecuado la relación entre el ser y el existir, al menos en el caso de una realidad tan peculiar como la persona humana.
Con la convicción de que en Dios el ser y el existir se identifican, esa tradición de pensamiento no llegó a dilucidar satisfactoriamente la relación entre el ser y el existir del hombre: un ser que no es absoluto, como el de Dios, sino participado; pero un ser que tiende al Absoluto, de quien es imagen y semejanza.
De esta manera se pensó que la esencia o naturaleza (el principio por el que una cosa es lo que es, y no otra) era una realidad tan propia de cada ser humano, y tan común a todos los individuos de nuestra especie, que el existir diario de cada hombre y de cada mujer no añadía nada esencial a su ser personal.
Gracias al personalismo del siglo XX y a la filosofía de un autor contemporáneo tan imprescindible como Leonardo Polo, he llegado a una convicción fundamental en mis reflexiones sobre el ser humano. Se podría enunciar de una forma muy sencilla: el existir diario, temporal, de cada persona conforma su ser, su identidad más profunda. Sí, es cierto que cada hombre o mujer no son solo lo que hacen y reciben cada día, pero también es cierto que cada día, en una medida mayor o menor, el ser humano puede crear o destruir su mismo ser.
De modo que el hombre no es un creador absoluto de sí mismo, pero sí que, a través de su actuar libre, puede contribuir a crear su ser propio, personalísimo, o puede contribuir a destruirlo, convirtiéndolo en un ser más chato y más esclavo.
LA LIBERTAD DE LA VIDA CREADORA
En la naturaleza casi todas las cosas obedecen a un orden que se puede explicar empíricamente. Para ello se necesita conocer unas leyes de comportamiento que pueden descubrirse de un modo más simple o más complejo. De ahí que las ciencias de la naturaleza estén siempre en busca de un saber sobre el cosmos cada vez más cierto y extenso.
Es verdad que los científicos no han conseguido explicar todos los hechos físicos que se han producido a lo largo de la historia o que se pueden prever de cara al futuro. Sin embargo, el profesional de las ciencias naturales actúa con la certeza de que todos los hechos pueden ser explicados en un momento u otro, porque, de suyo, la naturaleza no solo está sometida a unas leyes, sino que jamás podrá actuar contra esas leyes.
De hecho, cuando el equilibrio de la naturaleza se disloca o se destruye, actuando incluso contra el ser humano, esto se debe a que el hombre ha violado sus leyes previamente.
En la naturaleza —decía— casi todas las cosas obedecen a un orden que las antecede. La excepción está en el hombre. En efecto, en el hombre hay algo que está dado, que posee desde su nacimiento, pero hay un sinfín de rasgos distintivos de su ser que no le vienen dados, porque en la mano de cada hombre o mujer está la decisión de adquirir unas cualidades u otras, y aun de adoptar cualidades contrarias entre sí. Dentro de la naturaleza solo el ser humano puede contrariarse y contradecirse a sí mismo.
Curiosamente, esos rasgos distintivos adquiridos son los más relevantes en su vida, los que más cuentan en la felicidad de cada momento y en la felicidad total de su existencia. La felicidad es la conciencia de una vida cumplida, de una vida cuyo sentido se ha alcanzado satisfactoriamente.
Para ahondar en este punto, tengamos en cuenta que todo hombre o mujer es un ser humano porque ha recibido la esencia o naturaleza humana. Pero esta esencia tampoco se le ha dado cumplidamente: necesita la educación y la cultura para alcanzar la felicidad deseada. Sin educación y sin cultura la esencia o naturaleza de cada persona se deforma y se animaliza (el «buen salvaje» es un mito; con todo el atractivo de lo mítico, sí, pero no una realidad verificable). La educación y la cultura pertenecen al ámbito infinito de la libertad.
El ser humano es naturaleza y libertad. Mejor dicho: es una naturaleza libre, de modo que solo puede ser natural cuando actúa libremente; solo puede crearse cumplidamente cuando la libertad de la persona ha elegido el sentido de su vida y los medios cotidianos para alcanzarlo, para dotar a su vida de un significado pleno. El hombre ha sido creado al ser concebido (lo que he llamado creación primera) y está en continua creación de sí mismo (lo que puede denominarse creación segunda).
Esta segunda creación debe realizarse constantemente en relación con la primera: no puedo destruir el don de la naturaleza que me ha sido dada para luego crear un ser totalmente distinto. Pero tampoco puedo conformarme con lo que me ha sido dado al nacer: en ese momento el don de mi ser no está totalmente creado; necesita completarse cada día según la dirección que yo elija libremente, para llegar al destino que también habré elegido con plena libertad.
Como el artista, el hombre proyecta libremente lo que desea, partiendo siempre de las facultades recibidas en su naturaleza (de lo contrario sería un insensato). Y, como el artista, el hombre puede realizar lo proyectado en cada momento de su vida o, por el contrario, cambiar de proyecto e incluso empezar a proyectar lo contrario. El hombre, como el artista, es dueño de su proyecto creador y del modo de cumplirlo.
LIBERTAD Y DESTINO
Nos movemos en el ámbito inmenso de la libertad. No obstante, si cada persona humana ha recibido el don de su naturaleza para que lo desarrolle libremente, entonces el sentido de su vida, el hacia dónde quiere llegar, tampoco es una elección únicamente suya, como no es suyo el punto de partida. Cada persona elige libremente el sentido de su vida, sí; pero en esa elección, en ese proyecto vital, hay alguien que la llama a ser lo que ella quiere ser. Hay alguien que le da dado el ser personal, singularísimo, libérrimo, y que, precisamente por habérselo dado, sabe llamarla al destino que a esa persona le conviene. De ella depende, también de modo libre, dirigirse hacia ese destino personal y único.
El sentido final de cada vida humana es elección de la propia persona y, sin dejar de serlo plenamente, también es elección de quien le ha hado el ser, de esa otra persona a quien llamamos Dios. ¡Gran paradoja de la existencia humana! Dios llama a cada persona libremente, por medio de una vocación personal, personalísima; y de acuerdo con esa vocación que la antecede, de acuerdo con esa llamada que la persona siente desde que tiene plena conciencia de su libertad, ella proyecta libremente quién quiere llegar a ser. Si no existiera esa conjunción de voluntades (Dios y el hombre), la vida de cada persona perdería su sentido trascendente, de modo que su deseo de infinitud estaría condenado al fracaso.
La vocación personal, después de que cada hombre o mujer la haya conocido en su sentido final, debe ir descubriéndose, en sus detalles y concreciones particulares, a lo largo de todos los días de una vida. Vivir es crearse de continuo, pero partiendo de la creación que cada uno recibió en el principio de su ser.
Cuando un hombre o una mujer no proyecta su vida de acuerdo con su vocación, no alcanzará su destino: alcanzará una meta más o menos satisfactoria o más o menos lamentable; pero esa meta no será la suya, la que colma toda su capacidad de ser. La falta de sintonía con el destino provoca, tarde o temprano, un estado espiritual de carencia, de inadecuación entre el fin de la existencia y todo el esfuerzo realizado.
Como se ve, el destino no es una fuerza maligna ni azarosa, sino el diálogo entre el yo y el Tú supremo que me conduce a la comunión de dos voluntades. Un diálogo entre dos seres libres, que puede cumplirse o frustrarse. Por lo tanto, el destino es un proceso (el diálogo de la existencia temporal entre la persona humana y la divina) y, a la vez, un término o punto de llegada (la comunión amorosa y eterna entre dos seres libres).
Como poeta, mi visión del hombre se ha ido perfeccionando desde mi experiencia de la creación poética y desde el testimonio de otros poetas y artistas. Por eso la analogía entre el artista y cada ser humano me resulta totalmente natural: ambos son auténticos creadores. Para mí no se trata de un recurso retórico que me ayude a persuadir a los demás sobre la complejidad de la existencia humana. Ni siquiera se trata de una línea argumental (la vida humana y el trabajo artístico) más o menos ilustrativa y sugerente, con un fin propiamente didáctico. No, no: yo veo que los problemas del hombre en cuanto hombre son los mismos que los del artista en cuanto artista.
Pues bien: esta analogía natural nos servirá para evidenciar (no hay tiempo aquí para analizarla) la gran paradoja humana que hemos observado: que cada persona haya de elegir libremente su proyecto de vida, que es el proyecto de su propio ser personal, y que, a la vez, ese proyecto sea una respuesta a la vocación del Ser supremo, una vocación otorgada por Él a esa persona antes de darle el ser.
Así le ocurre al poeta. Ni yo ni ningún poeta digno de tal nombre podemos escribir un solo verso por un acto de voluntad propia (hablo de un verso como parte de un poema verdadero, no del verso fácil que relumbra y se apaga enseguida). Uno siempre escribe un poema porque le viene dado, imprevisiblemente, un primer verso: unas palabras que son solo la antesala de un inmenso paisaje que habrá de ir descubriendo con otro y otros versos, hasta que el paisaje se le presente total, completo, cumplido; de una forma que también le viene dada y que no se toma por una decisión intelectual ni por las simples ganas de echar el cierre y dedicarse a otra cosa.
No obstante, el poema, en su principio, en su desarrollo y en su cierre, es lo más libre que yo pueda haber escrito. Por eso yo soy el responsable único de todo lo que digo. Sin embargo, sé que yo no he escrito el poema a solas; sé que ese poema era necesario con una necesidad que me trasciende.
Pues así ocurre con mi proyecto personal, trazado libremente, cuando se siente urgido por una vocación, una llamada de lo alto, en orden al cumplimiento de un destino de felicidad inmensa. Y si el reino de la poesía y del arte es el reino de la libertad absoluta, pues no hay ninguna expresión más libre que la de ese poema o la de cualquier otro mensaje artístico, no por ello el poema deja de estar condicionado —luminosamente condicionado— por Otro.
Esta analogía la he abordado con mayor detenimiento en mi libro La vida como obra de arte, pero convenía recordarlo aquí con el fin de entender en su justo sentido lo que diré en los capítulos siguientes. Además, tal reflexión también me obliga a advertir al lector contra un peligro de nuestra sociedad actual, regida por el mercado y el consumo, que trata de mecanizar el comportamiento de cada persona.
En efecto, cada persona sufre hoy en día una presión enérgica y constante para dejar de seguir su vocación propia, para dejar de ser ella misma y dedicarse a un trabajo que sea máximamente productivo, pero muy poco o nada creativo. Y conste que, cuando hablo de trabajo, hablo de cualquier profesión u oficio, no solo del trabajo artístico. Cualquier ejercicio profesional puede realizarse aplicando mecánicamente unas leyes externas o imprimiendo en esa tarea la huella del ser personal de cada uno. La diferencia externa, en cuanto al resultado del trabajo, puede ser muy sutil y pasar inadvertida para muchos. La diferencia interna, la que se produce dentro de la persona que trabaja y de quien recibe el beneficio de ese trabajo, tiene un efecto inmediato de poder incalculable.
LA INTIMIDAD: EL CONOCIMIENTO Y EL AMOR PERSONALES
Como expliqué más ampliamente en el libro mencionado, la intimidad es lo más propio que una persona posee. Esto puede parecer una verdad de Perogrullo si no se tiene en cuenta que nuestra sociedad actual atraviesa una tremenda crisis de intimidad. No se habla de uno mismo, o no se habla de lo esencial de uno mismo; como tampoco se permite al otro hablar sobre sí, abrir su alma o, mejor, abrir su ser personal.
Esta crisis de intimidad, de auténtica comunicación y comunión entre las personas, procede y va acompañada de un consumo compulsivo de elementos sucedáneos de la intimidad de la persona: anécdotas más o menos superficiales de la vida privada de otros, sentimientos ajenos que se exageran sin ninguna relación con su motivación profunda; exposiciones parciales o totales del desnudo de hombres y mujeres de carne y hueso…, que son personas reales, sí, pero despojadas de su dimensión psicológica y espiritual, reducidas a una carnalidad morbosa.
El daño no solo se hace a quienes son «asaltados» para que expongan su intimidad más epidérmica; el daño se lo hace también quien consume tales productos supuestamente íntimos, por cuanto enseguida va identificando su propia intimidad con esas apariencias sentimentaloides u obscenas, hasta llegar a creer que su intimidad, su ser personal, es eso y solo eso. ¡Cómo se reduce la capacidad de conocer y amar al otro! ¡Cómo se destruye la comunión interpersonal, familiar y social!
La intimidad es el ser mío en cuanto mío, es decir, mi propio ser personal, lo que me define completamente como persona. Es lo más sagrado que puedo ofrecer al otro. Por eso exige un ofrecimiento mutuo entre los dos.
De hecho, porque el ser humano es espiritual (espiritual y corporal por naturaleza) es un ser único y, en cierto modo, solo en cierto modo, independiente de todos los demás seres del Universo. Su dimensión espiritual, que está llamada a unificar y dirigir su cuerpo, le permite conocer y amar. El conocimiento de un hombre o de una mujer, de cualquier homo sapiens, es inmensamente superior al del cualquier homínido que pueda parecérsele, precisamente por su carácter espiritual.
En virtud de su espíritu el ser humano no solo puede adquirir información del exterior, sino que puede tomar conciencia de sí mismo: puede conocerse y, al darse cuenta de que él es único en su especie y en la totalidad del Universo, puede concebir la unidad del mundo y, a la vez, distinguir entre el yo y el mundo. Por eso todo hombre tiene y aspira a tener una imagen cada vez más real del Universo, lo cual no ocurre con ningún otro ser de la naturaleza visible. Y es precisamente esa capacidad insaciable de conocimiento lo que manifiesta su naturaleza espiritual y le permite gobernar el mundo físico.
Cada hombre o mujer son únicos gracias a su espíritu. Es el espíritu el que le dice a un niño gemelo que es un ser distinto y único respecto de su hermano gemelo. Y, al transmitirle la conciencia de que es único, también lo hace consciente de que es libre, de que puede comportarse de un modo diferente al de su hermano, de que puede orientar su vida de una forma absolutamente singular. El ser espiritual es un ser libre, aun estando encarnado en un cuerpo. No es lo mismo el cuerpo de un esclavo que el cuerpo de un ser libre.
De otra parte, al conocer el mundo y conocerse a sí misma, la persona humana toma conciencia de que está sola: es independiente de los demás, puede vivir por sí misma; pero ama, siente la necesidad de estar acompañada por otro ser humano, por otra persona única e irrepetible. Siente la necesidad de relacionarse con otro semejante, aunque no sea exactamente igual, porque nadie podrá serlo y porque no le satisface un ser absolutamente idéntico a sí mismo. Busca a otra persona, sí, no a cualquier cosa ni animal, y la busca precisamente porque es otra. Y se da cuenta de que, justamente por poder conocer y amar, su vida está llamada a ser una relación continua con esa otra persona.
Conocimiento y amor del mundo y de mí mismo, conocimiento y amor de ti. Conciencia de que mi mundo y el tuyo son distintos, aunque son dos visiones del único Mundo real. Amo ese mundo tuyo porque es distinto del mío y, a la vez, es un mundo real; no una pura representación. Tu mundo tiene consistencia propia y la tendrá mientras tú vivas. Por eso quiero ser tuyo sin dejar de ser yo mismo. Esto es el amor.
Soy persona porque conozco y amo, porque conozco y amo a otra persona. Sin el otro yo no sería persona: mi ser y mi existir quedarían totalmente frustrados, con una frustración radical que proviene de ser una persona y, sin embargo, no poder entregarme a otra ni recibir su ser personal, su amor. Esto es la intimidad: el ser de la persona en cuanto unida libremente a otra. Una persona radicalmente sola jamás podrá tener nada íntimo.
La intimidad personal hace que mi vida, siendo tuya gracias al amor, no sea igual a la tuya. La intimidad personal me obliga a vivir en total libertad, a vivir una vida creadora, donde nada está dado por supuesto. Lo mágico de esa total libertad es que, por el conocimiento y el amor, me impulsa a crear mi propio ser en una plena relación con el tuyo. Mi libertad me lleva a querer estar vinculado a la tuya.
Puede haber muchas otras personas que conozca y que ame: el conocimiento y el amor son expansivos. Pero siempre habrá una persona sin cuya compañía inmediata yo no pueda vivir. Y, como todas las personas humanas son limitadas, todas tenemos que morir. Por eso necesito a Otro que, siendo persona, no muera nunca.
LA CAPACIDAD CREADORA DEL CUERPO PERSONAL
He hablado de la primacía del espíritu en la vida creadora. Pero el espíritu no vive separado del cuerpo: el drama de la muerte es precisamente la separación de ambos. Cada hombre y cada mujer deseamos vivir eternamente, con mayor o menor conciencia de ello; pero deseamos vivir eternamente con nuestra alma y con nuestro cuerpo unidos, conservando nuestra identidad personal de carne y hueso, como pedía Unamuno. En el cristianismo Cristo resucita con su cuerpo, y está en la gloria con su cuerpo y con su alma, como hombre; aunque también como Dios. Por eso su cuerpo glorioso, libre de toda destrucción y de toda limitación temporal, es el modelo de la resurrección para todos los cristianos que esperan el mundo futuro.
El cuerpo y el alma de una persona constituyen esencialmente un solo ser. Y aunque la primacía corresponda al alma como principio vivificador del cuerpo, la persona creativa ha de hacerse ella misma en su alma y en su cuerpo. Por eso no hay virtudes espirituales y virtudes corporales, como tampoco hay defectos puramente espirituales y otros estrictamente corporales. Hay un solo ser personal, de manera que el desarrollo personal de mi espíritu no puede prescindir del desarrollo también personal de mi cuerpo.
Cuando te amo, te amo con mi alma y con mi cuerpo, con mi único ser. Si quiero ahondar en las raíces de nuestro amor, no basta con actualizar las disposiciones de mi alma para darte todo el bien de que soy capaz: he de cuidar mi cuerpo para entregarte cada día, con él, todo mi ser. No es lo mismo envejecer en soledad que envejecer enamorado de ti, tanto en mi alma como en mi cuerpo. No es lo mismo entregarme a ti que a otra persona: tú, por el amor, formas parte de la creación de mí mismo; de manera que, si le entregara mi vida a otra persona, yo acabaría siendo otro ser distinto, tanto en mi alma como en mi cuerpo.
Cuando fracasa el amor de una pareja, el origen de la ruptura puede encontrarse en una indisposición del alma (egoísmo, orgullo, desplazamiento del interés hacia un bien parcial, como un puesto trabajo, un deporte, una ambición política de cualquier signo…). Este alejamiento del alma de uno o de otro puede ir provocando una distancia espiritual casi insalvable entre los dos, hasta que ambos cuerpos también dejan de ser uno y se sienten totalmente extraños.
Pero si uno es persona adulta y tiene suficiente experiencia de sí mismo, reconocerá que el esplendor corporal de una tercera persona le puede hechizar y hacer que se mantenga temporalmente al margen del cuerpo (y, por tanto, de todo el ser) de su pareja verdadera. Estas acometidas de la carne surgen de un modo más brusco e inmediato que las del espíritu. Además, si no se reflexiona sobre el comportamiento propio, si la voluntad de uno se ciega y permanece al margen de la inteligencia, la pasión de dos cuerpos extraños puede ir eliminando las distancias espirituales y provocar el convencimiento de que en ese cuerpo ajeno encontraré mi ser verdadero.
Un amor sin conocimiento es un amor sombrío y sin destino. Nadie sabe a dónde puede llegar. Pero un conocimiento sin amor, sin el deseo de entrega a otra persona, en alma y cuerpo, es un conocimiento intelectualista que acabará por paralizar toda decisión verdaderamente importante para la vida personal.
Lo que he dicho sobre el amor erótico también puede decirse, salvando todas las distancias, para los otros amores de una persona. Uno necesita ver al otro (madre, padre, hermano, hijo, amigo…); uno se compromete siempre con una persona. Y las personas verdaderas siempre tienen un rostro corporal con una luz propia.