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Once años de política legislativa: entre modernización y autoritarismo

En una de las muchas lenguas que se hablan en la península española, la voz leguía, significa ley.

Guillermo Forero Franco, Entre dos dictaduras (1934, p. 80)

En el Perú no ha habido una sola buena ley electoral, ni se ha aplicado ni cumplido correctamente jamás ninguna; sin la efectividad del sufragio, la democracia toda es una apariencia ridícula sobre una base falsa.

José Santos Chocano, Idearium tropical. Apuntes sobre las dictaduras organizadoras y la gran farsa democrática (1922, p. 1)

Descrito en grandes líneas el ropaje social y político, podemos iniciar un itinerario crítico a través del repertorio legislativo del Oncenio. Contra una imagen ya superada en la historia del derecho, no nos conformamos con formular una lista más o menos completa de la producción legal del periodo (1919-1930), que la metodología histórico-jurídica denomina «historia interna». En realidad, ocupa también nuestra atención la llamada «historia externa» de la masa legislativa. No solo con las grandes pinceladas, que buscaban recrear la época con propedéutico estilo, sino mediante la explicitación del contexto en cada una de las normas que desfilen en el trabajo.

Asumimos que el derecho, incluso en su más modesta faceta legislativa, constituye un artefacto cultural. En sentido amplio representa, pues, un depósito moral de la sociedad. El científico social haría mal (como desafortunadamente ocurre en la compartimentalizada vida académica peruana) en ignorar la estructura jurídica de las instituciones y procesos a través de los cuales la sociedad y el Estado han operado históricamente. Sería como pretender conocer la historia de Roma sin atender a su riqueza jurisprudencial. Y ello porque la materia prima de las leyes suele estar constituida por los rasgos de la sociedad tal como efectivamente era o tal como quieren los gobernantes que esta sea. En todo caso, el investigador no puede prescindir del estudio de la ley ni de su aplicación o desacato. Tras cualquiera de esas manifestaciones hay una finalidad instrumental que debe ser descubierta y explicada. La meta legislativa (y, consecuentemente, política) tiende a introducir reformas tibias o radicales, simplemente a mantener las cosas como están o, incluso, a desmontar el edificio social construido. Es cierto, sin embargo, que la interpretación del material jurídico puede conducirnos a errores de perspectiva tales como trasladar automáticamente el precepto legal a la práctica social, dar por sentado que la existencia de una norma supone su cumplimiento o atribuir demasiada importancia a disposiciones que ilustran en realidad situaciones de otros tiempos. No puede dejar de recordarse la lúcida advertencia de José de la Riva-Agüero: «si apreciáramos el Perú por la lectura de sus abigarradas colecciones de leyes, desde las constitucionales hasta las administrativas, concebiríamos una idea confusísima e inexactísima de su estado»69.

Más allá de la advertencia anotada, la compilación de leyes del Oncenio suministra valiosa información en torno a las instituciones políticas y jurídicas de este periodo, las tensiones sociales y los intereses en juego, así como de los esfuerzos de modernización que verticalmente implantaba el régimen. Pocas fuentes son más indicativas que la Ley como espejo de las aspiraciones e ideales sociales de los grupos dirigentes, especialmente cuando el espectro legal asoma como elemento esencial del cambio o de la conservación social70. Empero, no basta examinar la Ley misma si no se la confronta con la sociedad que hace de destinataria, como tampoco convendría acercarse únicamente a la sociedad o la economía y desatenderse del marco legal e institucional de cada cultura71. Surge entonces la necesidad de contar con un cuerpo documentado de fuentes no legales que proporcione datos sobre la realidad de la situación, escapando así a las trampas metodológicas que nos tiende la Ley. Por otro lado, esas fuentes no solo contribuyen a la comprensión funcional del orden jurídico, sino que también facilitan una labor reconstructiva —siempre imperfecta, claro— del vasto escenario dentro del cual el derecho funciona.

2.1. El marco constitucional

Al igual que los códigos, también la Constitución fue modificada. Aunque en verdad ella requería de algunos reajustes, pues venía de 1860, la razón principal de su cambio fue el capricho de Leguía, tras el golpe de 4 de julio de 1919, que le permitió acceder al poder algunos días antes de conocer los resultados oficiales de una elección que sin duda le sería favorable. El caudillo de la Patria Nueva temió que el Congreso civilista no le permitiera la victoria y, de paso, aprovechó la circunstancia para conseguir una Carta Política a su medida, donde se establecería la supremacía del Poder Ejecutivo encarnado en el presidente. Además, varió la forma de elección de los representantes, con lo cual se dejó de lado el aspecto técnico. El lado positivo de la reforma fue el fin de las llamadas mesas de sufragio, vergüenza de la política criolla72.

La Constitución de 1920 recogió, por encima de todo, la voluntad del presidente. No obstante que la reforma mediante el sistema plebiscitario había sido propuesta desde 1912 por Mariano H. Cornejo, la caída del presidente Billinghurst y el ingreso al poder del primer gobierno militar que encabezó el coronel Óscar R. Benavides impidieron que se llevase adelante el proyecto. El gobierno siguiente de José Pardo no le prestó la atención del caso, de ahí que recayese en Leguía la posibilidad de introducir las reformas que le permitieran eliminar los elementos de control y ejercer ampliamente su autoritarismo. Eso sí, fue siempre Cornejo quien se constituyó en uno de los adalides del régimen y quien manipuló a la Asamblea para conseguir la aprobación de las reformas. Reconocido partisano leguiista, Mariano Hilario Cornejo, a quien el presidente no dudó en considerar «filósofo de nuestro régimen»73, planteó como cuestión de Estado la adhesión en bloque a los resultados del plebiscito, que revestirían por ello el carácter de respaldo u oposición al mandatario. Pese a lo anterior, la nueva Constitución no tardó en ser violentada, en especial en lo referente a autorizar la reelección, incluso indefinida.

Instaurado el segundo gobierno de Leguía el 4 de julio de 1919 a través de un golpe de Estado que anticipaba de facto su ascensión al poder, el régimen requería de una nueva legalidad legitimadora del cuartelazo. La pura fuerza que el ejército y la gendarmería le prestaban era insuficiente para alcanzar la hegemonía que el «proyecto de la Patria Nueva» demandaba74. Por ello, no es casual que una de las mayores preocupaciones del gobierno consistiera en preparar una nueva Constitución Política. Tal propósito tropezaba con el artículo 131° de la Carta de 1860, entonces vigente, que autorizaba la reforma de uno o más artículos constitucionales, siempre que un Congreso ordinario la aprobase y ratificase en dos legislaturas igualmente ordinarias. La Constitución moderada de 1860, la de más larga vida en la historia nacional, no era fácilmente reformable. El intento más audaz, el de 1867, había fracasado después de un alzamiento popular. Podría decirse que su modificación era rígida y difícil. Resultaba entonces necesario insistir en una argumentación extrajurídica que justificase políticamente un nuevo esquema constitucional. Los exponentes más lúcidos habrían de insistir entonces en la conveniencia de construir la Patria Nueva, incompatible con el orden establecido.

Las modificaciones constitucionales no respondían únicamente a la necesidad de convalidar jurídicamente la expulsión de José Pardo, presidente en funciones, ni legalizar la clausura de un Congreso adverso y su sustitución por otro incondicional. Es verdad que el Decreto de 9 de julio de 1919, diseñado por Mariano H. Cornejo, que propuso a plebiscito las reformas constitucionales, convocaba también a elecciones generales para diputados y senadores75. Empero, dichos eventos, hasta cierto punto coyunturales aunque importantes en un inicio, perderían gravitación en el futuro. Lo que se buscaba, en el fondo, era conformar un esquema constitucional diferente capaz de servir de cobertura ideológica a los planes de modernización autoritaria. El mismo decreto plebiscitario explicaba en sus considerandos que «el movimiento nacional que ha derrocado al régimen anterior se ha inspirado principalmente en la noble aspiración de realizar reformas constitucionales que implanten en el Perú la democracia efectiva» y que «esas reformas, por su carácter fundamental, deben ser sancionadas por el pueblo mismo, para que los intereses políticos y burocráticos no las desvíen de su objetivo exclusivamente nacional»76. Ante la Asamblea Nacional, Cornejo calificaría al movimiento de julio no como un golpe de Estado, sino como una verdadera revolución contra las élites civilistas y una «victoria definitiva» sobre ellas. Después de comparar al golpe con la Revolución Francesa y homologarlo a la independencia del Perú, Cornejo, que había cumplido igual servicio para Billinghurst, supone que recién con la Patria Nueva el país ingresa al mundo moderno77.

La necesidad de que las reformas sometidas a plebiscito sean obligatoriamente incorporadas en el texto constitucional se trasluce en el debate en torno a la «intangibilidad» plebiscitaria. La Asamblea Nacional albergaba dos tendencias. Javier Prado y Ugarteche, exponente de un civilismo progresista y colaborador inicial de Leguía, con la mayoría de miembros de la Comisión de Constitución —que presidía—, sostuvo que los asambleístas tenían poderes constituyentes; que, por esta razón, los preceptos del plebiscito debían ser considerados la base angular, el cimiento o la muralla del edificio constitucional para construir sobre ellos la gran obra de reforma que necesitaba el Perú, siempre que se les concordara e integrara con los demás dispositivos. Prado, que traducía el espíritu de su grupo, aseguraría: «Nosotros no queremos que esos principios se consideren como entidades abstractas y metafísicas, como hitos supersticiosos, sino como fuerzas vivas, como realidades fecundas que puedan desarrollarse, extenderse y ampliarse, en bien del país»78.

La otra tendencia, encabezaba por representantes provincianos como el cusqueño Manuel S. Frisancho y el representante por Arequipa, Pedro José Rada y Gamio, más ligados al leguiismo que un adherente provisional e inteligente como era Javier Prado, afirmaban que la Asamblea no tenía poderes constituyentes, que los artículos plebiscitarios eran preceptos absolutos no susceptibles de sufrir relaciones de integración y concordancia y que tampoco podían ser objeto de ampliaciones ni limitaciones. Tales preceptos eran, pues, «intangibles». A fin de que no quedaran dudas sobre la eficacia legal de los diecinueve puntos, la Asamblea Nacional aprobó la Ley Constitucional 4000 de 2 de octubre de 191979, que decretaba la entrada en vigor de las reformas constitucionales sometidas a plebiscito por el gobierno provisional.

La polémica sobre la intangibilidad del plebiscito alcanzó gran virulencia, pues hasta se dijo que Leguía había declarado su propósito de no promulgar la nueva Constitución si antes no quedaba consagrada, por el voto de la Asamblea Nacional, la renuncia expresa tanto de las facultades plenas que ella asumió como de las funciones de integración y complementación de los diecinueve puntos. Predominó, sin embargo, la concordia: la fórmula de la «intangibilidad» del plebiscito fue cambiada por la de la «irrevocabilidad», salvando así la dignidad de los representantes. Se consideró que es intangible lo que no se puede tocar y es irrevocable lo que no se puede destruir o deshacer, pero que puede acondicionarse y completarse80.

Una lectura entre líneas de la Constitución leguiista, promulgada el 18 de enero de 1920, puede arrojar luces sobre la ideología, las intenciones políticas y las preferencias sociales del régimen. Se observaría en principio que, en aspectos cruciales, la Carta Política se diferencia de la Constitución derogada de 1860, mientras que en otros muchos no hubo mayores diferencias81. Justamente deben apreciarse las reformas en cuya introducción se insistió mucho para conocer los obstáculos y los propósitos de la Patria Nueva. En efecto, los diecinueve puntos sometidos a plebiscito para su incorporación en el texto constitucional —algunos de los cuales habían sido propuestos por Billinghurst, con el auspicio del mismo Mariano H. Cornejo—, al igual que una serie de dispositivos, acusan las ansias de modernización del sistema político. Como lo enfatizó Leguía, todavía candidato, en su discurso programático de 19 de febrero de 1919, la más urgente de las reformas constitucionales «es la que roza con la organización y el funcionamiento del Poder Legislativo». Y agregaba:

Es necesario devolver a ese alto cuerpo el rol que por desgracia ha perdido. Conservando la armonía que debe existir entre los poderes del Estado, es patriótico e imperativo que no oscile, como hasta hoy, entre esos dos extremos perniciosos para la marcha del Estado: o dependencia del Ejecutivo, u oposición matemática y rebelde a la acción directa de este82.

Todos los puntos objeto de la convocatoria plebiscitaria (que corren en los anexos del trabajo) fueron a la postre acogidos por la Constitución tras triunfar con el nombre de «irrevocabilidad» la posición que reclamaba la «intangibilidad» de las reformas.

Hemos elegido para su análisis algunos aspectos de la reforma de 1920 que ayuden a comprender las intenciones y los silencios del Oncenio y permitan reconstruir el proceso constitucional de la época. En el estudio no se incluyen solo las normas del plebiscito, sino también diferentes preceptos de la Carta Política. Veamos; por ejemplo, el fin de la secular renovación por tercios y la recomposición total y coincidente del Congreso con el cambio del Poder Ejecutivo, reforma que se consagró en el artículo 70° de la Constitución de 192083. Esta medida, que no en vano encabeza el plebiscito, representaba un duro golpe a la oposición civilista, mayoritaria en las Cámaras, pues aun cuando contra ella se había lanzado una enérgica represión84, resultaba imperioso asegurar una amplia mayoría gobiernista que solo podía derivarse de la elección simultánea, confiando así todo el poder al partido político que disfrutaba de una opinión pública favorable. Problemas como el que presentó la «intangibilidad» del plebiscito quedarían de esta manera superados. Se dijo que la renovación integral del Congreso era altamente democrática. Gracias a ella ni los parlamentarios ni el presidente cesante podrán influir decisivamente en la elección de los futuros representantes. Tal como anotaba Villarán, «el presidente que concluye no tiene, en efecto, ningún interés en coactar el voto para hacer un Congreso a su imagen. No tiene tampoco, en las postrimerías de su mando, el gran poder que sería preciso para imponer candidatos impopulares en todos los departamentos y provincias»85. Con la reelección presidencial, sin embargo, la realidad sería otra.

La reforma se complementaba bien con la ampliación de cuatro a cinco años del mandato parlamentario y presidencial. Los cuatro años que la Constitución de 1860 confería al jefe de Estado eran reputados como insuficientes para la acción del gobierno86. Aquí ya se verifica un atisbo de la tendencia, claramente consolidada después a través de las dos reformas constitucionales que allanaban la sucesiva reelección presidencial, de perpetuar y monopolizar la posesión del poder político. Para reconstruir el proceso legislativo debe recordarse que el artículo 113° de la Constitución de 1920 estipulaba que «El presidente durará en su cargo cinco años y no podrá ser reelecto sino después de un periodo igual de tiempo»; y, para que no queden dudas, el artículo 119° consignaba que «todo ciudadano que ejerza la presidencia no podrá ser elegido para el periodo inmediato». Sin embargo, la Ley 4687, de 19 de setiembre de 1923, instituyó: «El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá, por una sola vez, ser reelegido»87. Esta no sería la última mudanza, pues la Ley 5857, de 4 de octubre de 1927, estableció: «El Presidente durará en su cargo cinco años y podrá ser reelecto»88. Como podrá colegirse, a diferencia de la reforma de 1923, aquí ni siquiera se vislumbra una limitación temporal: Leguía podría ser reelecto por más de un periodo consecutivo.

La renovación parcial del Congreso tenía la virtud de servir como un valioso mecanismo de control de la gestión administrativa anterior. Al establecerse la reelección presidencial, su fenecimiento daba pábulo para que se eludiera la revisión y, eventualmente, la sanción de los actos gubernativos precedentes. En todo caso, con la reelección presidencial, los fines democráticos en los que descansaba la renovación general de los representantes se envilecieron. En palabras de Manuel Vicente Villarán, poco después de aprobada la primera reelección de 1924: «Se reformó audazmente la Constitución para que el actual presidente pudiese ser reelecto y desde ese momento la renovación total de las Cámaras, anunciada como la panacea salvadora del voto libre, se convirtió en un instrumento de muerto y dio el golpe de gracia a la independencia del Congreso»89.

La elección del presidente de la República, de los senadores y diputados por voto popular directo, ponía fin —por lo menos teóricamente— al sufragio indirecto y estimulaba la expansión del derecho al voto y de la participación política90. Adviértase que desde Leguía el voto popular y directo se ha instalado en la Constitución histórica del país. Aunque la Constitución de 1856 lo recogió en el artículo 37°, la de 1860 no reprodujo el dispositivo, por lo que la renovación se realizaría parcialmente. La reforma leguiista evidenciaba, en ese sentido, una mayor sensibilidad al principio de igualdad ciudadana y, en su tiempo, trastocó al sistema electoral de la República aristocrática91. Esta medida, aunque fue criticada por demagógica, impracticable y contraria a los hechos que se produjeron92, hizo posible un cambio, irreversible desde entonces, en el plano constitucional. Recién se concretaba así de modo definitivo uno de los ideales liberales del siglo diecinueve.

La idea misma del plebiscito y la posibilidad, a la larga frustrada, del voto femenino, al que Germán Leguía y Martínez, temido ministro de Gobierno, era afecto93, indican una mayor apertura social. La incidencia del principio «un hombre, un voto» en la reforma constitucional es clara, a pesar de que no llegó a consagrarse el sufragio para los analfabetos94. Por otra parte, la supresión del carácter censitario que hacía depender el voto de la tenencia de un patrimonio y de la contribución fiscal, por Ley de 12 de noviembre de 1895, modificatoria del artículo 38° de la Constitución de 1860, fue confirmada en la nueva Carta Política95. El nuevo sistema electoral atenuaría ese sabor plutocrático, pero, al mismo tiempo, a contrapelo de las declaraciones de principios y de los artículos constitucionales, se impediría toda actividad política disidente, cualquiera que fuese su procedencia.

La prohibición a que las garantías individuales fueran suspendidas por ley o por autoridad alguna constituyó a nivel declarativo uno de los más importantes avances legislativos96. La intangibilidad de garantías individuales no había sido reconocida en la Constitución de 186097 y, en cierta forma, supuso una respuesta específica a la clausura del diario El Tiempo, dispuesta por el presidente José Pardo en las postrimerías de su gobierno ante los furibundos ataques del diario anticivilista dirigido por Pedro Ruiz Bravo, hecho por el cual el gobierno de Leguía halló pretexto para someterlo a juicio.

Un publicista de la época, Guillermo Olaechea, se hallaba convencido de que esta prohibición absoluta constituía una particularidad de la Carta de 1920, pues «la mayor parte de las constituciones, incluyendo las de los pueblos más adelantados en materia de derecho político, permiten en ciertas y determinadas circunstancias la suspensión de las garantías individuales»98. En franco desacuerdo con la norma aprobada y tras recurrir a una argumentación histórica y comparatista99, llega a sostener que en ciertos momentos «se impone la necesidad de vigorizar los resortes de la autoridad, suspendiendo las garantías de la libertad individual». Y añade luego una cita de Montesquieu: «La práctica seguida por los pueblos más libres de la tierra [...] me hace creer que hay casos en que es preciso poner por un momento un velo sobre la libertad, a la manera como los antiguos cubrían en ciertas circunstancias las estatuas de sus dioses»100. Así, para Olaechea, el derecho moderno reconocería la necesidad de suspender las garantías constitucionales cuando ocurriesen los supuestos aludidos. «Para evitar —anota— que esas medida de suspensión de garantías se lleven a efecto sin motivos fundados, se ha de procurar que en ellos intervengan el Gobierno y el Parlamento»101.

Un crítico inteligente de las reformas plebiscitarias, Carlos Aurelio León, calificaría de inconducente e innecesario el artículo 35°, puesto que a su juicio el recurso de hábeas corpus contemplaba todas las situaciones posibles de desconocimiento de las garantías y derechos individuales102. Debe admitirse, sin embargo, que las leyes de 21 de octubre de 1897 y de 26 de setiembre de 1916, que regulaban el hábeas corpus en el Perú, carecían de un adecuado correlato constitucional. Por lo demás, la desobediencia crónica de dicho artículo constituía una patética demostración del carácter dictatorial del régimen. Acentuado el autoritarismo, el gobierno se vería forzado a adicionar el párrafo siguiente: «Solo en los casos en que peligre la seguridad interior o exterior del Estado, podrían suspenderse por el término máximo de treinta días las garantías consignadas en los artículos 24°, 30°, 31° y 33°»103. La «intangibilidad» de las garantías individuales, una de las más aplaudidas reformas del leguiismo, terminaba de este modo su existencia legal.

Una de las mayores novedades de la Constitución de 1920 se halla conformada por las diversas disposiciones agrupadas bajo el epígrafe de «garantías sociales». Nunca antes en el Perú republicano esa temática mereció la atención de una asamblea constituyente. La recepción jurídica de algunas disposiciones de la Constitución mexicana de 1917, promulgada en Querétaro, así como de las constituciones europeas de la primera posguerra, especialmente de la alemana, de orientación socialdemócrata, expedida en Weimar hacia 1919, era evidente, como notorio era el persistente señalamiento de cierta vocación socializante, auspiciada por el propio régimen104.

A nivel latinoamericano, el Perú se adelantaba a estas reformas. En Argentina llegarían con motivo de la reforma de Perón en 1949 a la Constitución de 1853. En Brasil se consignarían los derechos sociales en la primera constitución, aún de cuño democrático (después se transformaría en una dictadura), de Getulio Vargas de 1934.

Múltiples garantías sociales habrían de ser recogidas por la Constitución del Oncenio, a saber: el sometimiento de la propiedad, cualquiera que fuese el propietario, exclusivamente a las leyes de la República (artículo 38°); la identidad de la condición de los extranjeros y peruanos en cuanto a la propiedad, sin derecho a invocar situaciones excepcionales ni apelar a reclamaciones diplomáticas, usuales durante el siglo diecinueve (artículo 39°); la prohibición a que los extranjeros adquiriesen o poseyeran tierras, aguas, minas y combustibles en una distancia de las fronteras de hasta cincuenta kilómetros (artículo 39°); el establecimiento por la ley, en nombre de razones de interés nacional, de restricciones y prohibiciones para la adquisición y transferencia de determinadas clases de propiedad (artículo 40°); y la promesa de legislar en torno a la organización general y la seguridad del trabajo industrial, sobre las garantías correspondientes a la vida, la salud y la higiene y sobre las condiciones máximas del trabajo y los salarios mínimos en relación con la edad, el sexo, la naturaleza de las labores y las condiciones y necesidades de las diversas regiones del país, así como el reconocimiento constitucional de la obligatoriedad a las indemnizaciones por accidentes de trabajo en las industrias (artículo 47°). También se buscó garantizar el sometimiento de los conflictos entre el capital y el trabajo al arbitraje obligatorio (artículo 48°); la organización de tribunales de conciliación y arbitraje para solucionar las diferencias entre el capital y el trabajo (artículo 49°); la prohibición de monopolios y acaparamientos industriales y comerciales (artículo 50°); el compromiso de señalar un interés máximo por los préstamos de dinero, sancionando con nulidad todo pacto en contrario (artículo 51°); la fijación del número mínimo de escuelas en las capitales de distrito y de provincia (artículo 53°); la declaración de que el profesorado es una carrera pública y da derecho a los goces fijados por la ley (artículo 54°); el reconocimiento de las funciones del Estado en lo concerniente a los servicios sanitarios y de asistencia pública, los institutos, hospitales o asilos, la protección y auxilios de la infancia y de las clases necesitadas (artículo 55°); el fomento de las instituciones de previsión y de solidaridad social, los establecimientos de ahorro, de seguros y las cooperativas de producción y de consumo destinados a mejorar las condiciones de las clases populares (artículo 56°); y la mención específica de las providencias que podían ser adoptadas con la finalidad de abaratar los artículos de consumo para la subsistencia, «en circunstancias extraordinarias de necesidad social» (artículo 57°). Finalmente, el tanto inédito como revolucionario anuncio de protección del Estado a la raza aborigen, lo mismo que «a su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades», y el reconocimiento literal de la existencia jurídica de las comunidades de indígenas (artículo 58°), así como la consagración de imprescriptibilidad de los bienes de propiedad de estas (artículo 41°).

La Constitución de 1920, al reconocer la existencia de las comunidades indígenas y la imprescriptibilidad de sus tierras, refleja una tendencia inequívocamente realista: hasta entonces no existían para el derecho oficial. Es probable que se combinase cierta sensibilidad indigenista, pero también un afán demagógico. En todo caso, la declaración legislativa abrió una nueva época no solo en la historia jurídica, sino también en la historia social y en la historia económica del Perú. Los preceptos reseñados acusan la influencia de una concepción social del Estado. El liberalismo económico, típico en las cartas decimonónicas, se atenuaba ante una intervención pública más decidida105.

La clamorosa pero explicable ausencia de dispositivos que regulasen o intervinieran en la vida económica en las constituciones del ochocientos contrasta con el elevado número de artículos que inciden en esa esfera en la Constitución de 1920. El individualismo, que había constituido el eje de cualquier proyecto constitucional, era refrenado en su intemperancia por dispositivos marcados de un mayor espíritu solidario. Incluso, algunos exponentes del régimen pensaban que con la Patria Nueva empezaba el socialismo. Así, Germán Leguía y Martínez, en un lunch que le ofrecieron sus amigos en el Restaurant del Parque Zoológico, el 8 de diciembre de 1921, alcanzó a decir: «Hasta ahora imperaron irrestrictos, los derechos del hombre: el individuo era todo; el Estado casi nada. En el día deben imperar, e imperan ante todo, los derechos de la colectividad: la Nación es la esencia; el individuo, lo accesorio; éste es casi nada; aquélla lo es todo. Instituciones y leyes; elementos y fuerzas; fines y medios: todo tiende a socializarse. El deber de los que gobiernan no está en tolerar las demasías de los menos, sino en contemplar y defender los intereses de los más»106.

Las normas relativas al Poder Judicial se encuentran en el título XVIII, el cual repite algunos principios de las anteriores constituciones; verbigracia, motivación de los fallos, existencias de cortes y juzgados, etcétera. En cuanto al sistema de nombramiento, los vocales y fiscales de la Corte Suprema serían elegidos por el Congreso de la decena de candidatos enviada por el Ejecutivo (art. 147°). Los jueces de la primera instancia serían nombrados, a su vez, por el gobierno a propuesta, en terna doble, de la respectiva Corte Superior (art. 148°). Se establece la carrera judicial disponiendo que una ley posterior la organizara, modificación importante que sirve para atemperar el régimen de la inamovilidad y que verificaría la Corte Suprema en sala plena, cada cinco años, al magistrado de toda la República. Declara además, que la no ratificación no constituye pena ni priva de los goces adquiridos.

Cabe indicar que en el proyecto que presentó la Comisión de diputados presidida por Javier Prado Ugarteche se contemplaba una reforma de mayor importancia, pues eliminaba toda intervención ejecutiva en la designación de los magistrados. La Corte Suprema elegiría a los jueces de la primera instancia de la terna doble presentada por la respectiva corte superior. También el supremo tribunal designaba a los magistrados de segunda instancia, sometiendo a la aprobación del Senado. El Congreso elegirá a los miembros de la Corte Suprema entre los diez letrados propuestos por el mismo tribunal. También acogía el judicial review como una facultad de la judicatura para declarar la inconstitucionalidad de las leyes. Era, pues, un proyecto sugestivo y que aseguraba mejor el Estado de derecho107. Podría decirse que las reformas constitucionales propugnadas por la Comisión de diputados que dirigía el profesor Prado y Ugarteche aspiraban a fomentar una amplia autonomía judicial. José Antonio Encinas sostuvo entonces con acierto: «la autonomía del poder judicial es una de las exigencias básicas para una buena organización política del Estado peruano»108.

Como hija predilecta de un alzamiento, la Constitución de 1920 aseguraba (contra lo que realmente ocurrió), por lo menos en el texto de las reglas, la probidad del régimen. Cobijó artículos que insinuaban su origen moralizador. A este tipo pertenecieron la prohibición a que nadie gozara más de un sueldo o emolumento del Estado, sea cual fuese el empleo o función ejercida (artículo 12°)109; la responsabilidad derivada del ejercicio de un cargo público (artículo 14°); y la incompatibilidad entre el mandato legislativo y cualquier otro cargo público (artículo 77°). Figura también la advertencia de que era precisa autorización previa del Poder Legislativo para que el Ejecutivo pudiera celebrar contratos que comprometieran los bienes y rentas generales del Estado (artículo 83°, inciso 11) y la ratificación por la Corte Suprema de los jueces de primera y segunda instancia (artículo 152°).

La necesidad de un organismo técnico que cumpliera una labor consultiva se prefiguró con la creación del Consejo de Estado (artículo 134°). Dicha entidad gubernamental se conformaría por siete miembros nombrados por el Consejo de Ministros y la ratificación del Senado. A pesar de que poco tiempo después, el 31 de enero de 1920, la Asamblea Nacional dictó la Ley 4024, que determinaba los requisitos de los consejeros de Estado y regulaba sus atribuciones, ella nunca fue puesta en marcha110. El propio Leguía prometió su funcionamiento «una vez que se fije retribución adecuada en pro de los funcionarios que deben constituirlo»111. En el caso de haberse suministrado los fondos necesarios para su vigencia efectiva, su existencia habría sido pírrica, no solo porque habría debido actuar en el interior de un orden dictatorial, sino porque fue diseñado legislativamente solo como un órgano de consulta más que como un mecanismo de control de la legalidad, condición esta última que el Consejo de Estado tuvo en las constituciones de 1828, 1834 y 1839.

La descentralización de la actividad legislativa y de la representatividad política sería, por otro lado, uno de los aspectos prioritarios de la reforma. En ese sentido, la apertura de congresos regionales en el centro, norte y sur del país (artículo 140°) resultaba coherente con los planes inaugurales de la Patria Nueva112. Ya en el discurso de 19 de febrero de 1919 Leguía había propuesto el «gran paso hacia el regionalismo» y se refirió a «la forma más perfecta de gobierno, pero más difícil de aplicar»113. En otro discurso anunciaría que «los congresos regionales son los hijos legítimos de la Patria Nueva»114. La desconfianza que el presidente sentía por la oligarquía limeña, mayoritariamente civilista, así como la correlativa fiducia depositada en una clase política provinciana no exenta de caciquismo, de la que procedían buena parte de los cuadros políticos de su partido, el Democrático Reformista, explican el interés por esta institución y confirman también la composición social de su gobierno115. Cierta tradición descentralizadora que impulsaba el Partido Constitucional del general Andrés Avelino Cáceres, bajo cuyos auspicios se inició la Patria Nueva, tuvo sobre el leguiismo influencia en este punto. No se hallaba ausente tampoco un inteligente uso político de las banderas regionalistas, cuyo idealismo terminaba capitalizado por el régimen. Pronto la producción legislativa de estos congresos crecería rápidamente, tanto que El Peruano y el Anuario de la Legislación Peruana reservarían un espacio de sus páginas para las leyes regionales.

El Decreto de 25 de julio de 1919 normaba las funciones de las tres legislaturas regionales. De acuerdo con ese dispositivo, ellas se reunirían por única vez en octubre próximo y, en adelante, el 29 de mayo de cada año (artículo 1º). Entre tanto, su funcionamiento se sujetó al reglamento de las Cámaras legislativas en cuanto fuese pertinente (artículo 2º). Se estipuló además que, transitoriamente, la legislatura del norte tendría su sede en Cajamarca; la del centro, en Ayacucho; y la del sur, en Cusco. La Ley 4060, de 16 de abril de 1920116, señalaba el quórum para su instalación; empero, sus prerrogativas no estaban claramente puntualizadas y su actuación no respondía a una adecuada racionalidad administrativa. El propio Leguía no dejó de expresar preocupación ante esa deficiencia. Así, en su mensaje presentado al Congreso ordinario de 1920, si bien asegura que «el ensayo de aquellos importantes cuerpos ha sido positivamente satisfactorio», admite que la flamante figura constitucional «se resiente de la imprecisión que aún impera en lo tocante a su misión y a la extensión de sus facultades». Agrega luego que, si bien algunos de ellos, el del norte y el del centro, han expedido después leyes dirigidas a detallar la labor que realizan, se echa de menos «una pauta genérica y uniforme»117.

No obstante, en el mensaje al Congreso de 1923, el presidente se complacía en señalar: «Este año han funcionado esos organismos descentralizadores con serenidad y altura de miras, poseídos de sus atribuciones, sin trasgredir las de los congresos nacionales»118. Y agregaba con evidente optimismo que los congresos regionales «han entrado de lleno en el engranaje administrativo y en breve serán en el hecho lo que la ley quiere que sean: centros preparatorios para la función administrativa nacional»119.

Por otra parte, el margen de acción de los congresos regionales se hallaba ostensiblemente limitado, no solo porque —como era lógico— estaban impedidos de atender asuntos personales, sino también porque sus resoluciones debían ser comunicadas al Poder Ejecutivo para su cumplimiento. Si este las consideraba contrarias a las leyes generales o al interés nacional, las sometería con sus observaciones al Congreso, el que seguiría con ellas el mismo procedimiento estipulado para las leyes vetadas. Abelardo Solís, quien elabora una larga lista de las limitaciones a las que se hallaban sujetos los diputados regionales —«politiquillos turistas que se reunían aquí y allá para alabar la “obra magna” de la dictadura»—, recuerda que estos carecían de facultades de control político sobre «el más oscuro gobernador de distrito». No controlaban rentas fiscales ni podían excederse en sus funciones legislativas invadiendo los fueros de las municipalidades o las facultades del Congreso Nacional. No podían ocuparse de los impuestos, de las rentas públicas ni de cuestiones de orden general, y cuando se extralimitaban, «eran contenidos por la mano del gobierno y por la influencia de los grandes caciques del Congreso Nacional». No podían crear subsidios, votar gastos públicos, crear escuelas, ocuparse de las circunscripciones territoriales a su cargo, sin hallarse frente al contralor del gobierno y de las Cámaras legislativas nacionales120.

Una rápida ojeada de la legislación evidencia, sin embargo, que frente al volumen de normas regionales aprobadas, fueron escasos los dispositivos declarados insubsistentes121. Adicionalmente, el carácter itinerante de los congresos regionales y el tiempo limitado de sus sesiones, que no debían prorrogarse más de treinta días durante el año, afectaron también su desarrollo. Para ciertos críticos, como para Carlos Aurelio León, era «una novedad llamada a fracasar»:

[…] por ser inconciliable la duplicidad de poderes con funciones análogas, y porque nuestra cultura incipiente rechaza también la multiplicidad de autoridades o entidades políticas, que no harán sino complicar y dificultar la marcha del Estado. Sin ser profeta —esgrimía León— puede afirmarse que mucho dinero y sinsabores costarán las susodichas Asambleas122.

Otros, como Abelardo Solís, insisten en que «nada se descentraliza», a no ser la «charlatanería parlamentaria»123. Este criterio ciertamente resulta excesivo si lo cotejamos con las leyes expedidas por los congresos regionales124. Desde el punto de vista de Solís, hasta las antiguas juntas departamentales fueron más útiles: «Como no tenían facultades deliberantes, el país se libró de una mayor dosis de estéril oratoria política y de leyes»125. Habría que preguntarse si, por el contrario, los congresos regionales, incluida por cierto su naturaleza deliberante, no constituían un medio de trasladar el ejercicio político a las provincias; un esfuerzo por articular el discurso oficial, que hasta entonces se habría centralizado en Lima, con el impulso provinciano que alentaba el Oncenio. No solo las pistas, sino también las leyes, parecían buscar la integración del país.

Los rasgos autoritarios, de cuya naturaleza no había dudas en la práctica política, despuntaban no siempre tamizados en la trama constitucional. Un letrillero anónimo, describiendo la ambivalente conducta del leguiismo, que mientras pregonaba la reforma constitucional, desterraba o encarcelaba a sus opositores, escribió:

Patria Nueva que comprende

moderna Constitución

que garantice la hacienda

privada y confiscación.

El demonio que te entienda126.

La misma renovación total del Congreso fue, en los planes de Leguía, un modo arreglado para concentrar poder, como lo fueron las prórrogas de su mandato y la supresión de las vicepresidencias. Hasta en un detalle aparentemente ínfimo, como la exclusividad del gobierno para conceder pensiones de jubilación, cesantía y montepío, se percibe la acumulación autoritaria de atribuciones, sobre todo si el artículo 122° a la facultad presidencial ya señalada añade una rotunda restricción: «sin que por ningún motivo pueda intervenir el Poder Legislativo». Salta a la vista el propósito de cercenar esta prerrogativa al Parlamento, al que «por ningún motivo» se deja actuar en estos asuntos y al que además se prohíbe otorgar gracias personales que se traduzcan en gastos del Tesoro, aumentar sueldos de los funcionarios y empleados públicos, sino por indicación del gobierno que se arroga el derecho de iniciativa (artículo 85°). Incluso la simple concesión de premios a pueblos, corporaciones o individuos por servicios eminentes prestados a la Nación había dejado de ser una prerrogativa del Congreso, si es que previamente el gobierno no formulaba la propuesta (artículo 83°, inciso 24).

Con tales atribuciones no resulta difícil imaginar las interminables colas en la puerta del Palacio. Según refiere su secretario privado, Abel Ulloa Cisneros, en sus Apuntes de cartera, el presidente reservaba las tardes de los días martes y jueves para atender a los ingentes «grupos de madres, esposas, hermanas, hijas y más viudas de los servidores de la Nación», que acudían a solicitarle una merced o, simplemente, a impulsar algún trámite127. Cuenta Ulloa con ingenuidad hilarante que, antes que las señoras desfilasen ante la «bondadosa presencia de Leguía», él, como secretario personal, «debía hacerle entrega de billetes de circulación, en cantidad y tipos que prolijamente indicaba y que sin duda él tenía calculados en armonía con las visitantes que debían acudir»128. En realidad, esa reforma, amén de fomentar groseramente la práctica de la prebenda, colocaba a Leguía en una incomodísima situación pues, a la mejor usanza del dictadorzuelo latinoamericano, disponía a su gusto de los premios y pensiones. Carlos Aurelio León, comentando el decreto reformatorio, recalcaría en frase profética: «Aumentar el círculo legal de sus atribuciones, es pues, un proyecto suicida que provocará mayor servilismo, destruyendo nuestros anhelos de libertad»129.

Si bien la Constitución no alteraba sustancialmente la tradicional estructura del país que apenas —sobre todo en el interior— percibió su impacto, no cabe duda que abrazaba un esfuerzo por mejorar la condición de los segmentos medios y populares. Muchos de estos postulados constitucionales alcanzaron marcada realización legislativa; tocaba a la Patria Nueva y los gobiernos que la sucedieran cristalizarlos en la práctica. Mientras tanto, serían solo —en la difundida frase de Karl Löwenstein— normas semánticas. El colombiano Guillermo Forero Franco, que asumió la dirección de La Prensa tras su expropiación por el gobierno en 1921, decía con mesura propia de extranjero que la Carta de 1920 era una «Constitución liberal de tipo moderno, que desgraciadamente no correspondía en todas sus partes al grado de progreso político, muy incipiente, alcanzado hasta entonces por las masas nacionales»130. El elogio encerraba también la limitación. Tal vez por ello, Abelardo Solís, que no encontraba diferencias sustanciales entre la Constitución de 1860 y la de 1920, con escepticismo cínico dijo de ambas que «no fueron sino dos grandes pedazos de papel»131.

2.2. El sistema legal

No parece pertinente formular un recuento legislativo pormenorizado, ni siquiera reproducir un apretado resumen de las normas promulgadas durante el Oncenio, menos aún intentar un análisis de la abigarrada legislación nacional de ese largo periodo de la historia nacional; más bien, preferiré insinuar una organización grupal del universo normativo de la endécada leguiista. Leguía constituye un ejemplo emblemático del gobernante legislador. Bajo su mandato se modificó sensiblemente el orden normativo del país. Más allá de los requerimientos técnicos de los juristas, la reforma legal la animaba una finalidad instrumental: responsar a los ideales sociales que el régimen propugnaba. Naturalmente, no solo a los ideales y a las aspiraciones, sino también a los intereses de los grupos que lo conformaban.

Se promulgó una Constitución y se aprobaron códigos que en lenguaje técnico y con fórmulas generales pretendían normar sintéticamente toda la experiencia social; se expidió un océano de dispositivos especiales cuando la creciente complejidad de la vida económica demandaba hallar respuestas rápidas y eficaces a extramuros de constitución y códigos desbordados e insuficientes. No obstante la diversidad de materias, el carácter coyuntural de muchas leyes y el prebendismo al que respondían muchas otras, un ideal abrazaba a ese inmenso conjunto de reglas positivas: el desarrollo de la nación. La legislación se convertiría en sinónimo de progreso.

La prodigalidad constitucional y codificadora del Oncenio marchó de la mano con una manía casi compulsiva de dictar leyes especiales. Desde las decisiones más importantes hasta las más simples se instrumentaron a través de la Ley. Había necesidad de una ley siempre que se quería crear un distrito, abrir una carretera, erigir un monumento, rescindir un contrato o premiar a un funcionario público. Nada podía hacerse si no existía una ley previa que lo autorizase. Es decir, el más puro frenesí legislativo. Leguía se había transformado en un verdadero Pachacútec legislador.

El Oncenio insistió mucho en la necesidad de una reforma del orden legal. Guillermo Forero, director de La Prensa, periódico convertido desde su expropiación en vocero oficial del gobierno, se quejaba del estado caótico engendrado por la multiplicidad de leyes dispersas y con frecuencia contradictorias. Un ordenamiento con estas características, en palabras del periodista del régimen, «dificultaba la administración de justicia y fomentaba el tinterillaje»132. Por otro lado, para Forero, que estudió derecho en Colombia: «Casi todos los códigos eran anticuados, tanto por el concepto de justicia-castigo en que estaban inspirados como por lo anacrónico de los métodos procedimentales y de las penas que establecían. Un ejemplo bastará para ilustrar este punto: regía hasta hace pocos años una Ley de prensa que para ciertos “delitos” cometidos por medio de la imprenta señalaba la pena de abrir fosas y enterrar cadáveres en el cementerio [...] ¿Puede concebirse algo más colonial?»133.

Leguía, un mandatario de mentalidad burguesa y contrario a la mentalidad señorial, no podía mirar impasible el anacronismo del sistema legal. Los principales códigos se habían dictado a mediados del siglo pasado para una sociedad fundamentalmente rural y no correspondían más al proyecto modernizador del presidente. Su interés por la renovación legislativa no puede explicarse solo por un indiscutible sentido de modernización; al estilo de un déspota ilustrado, Leguía deseaba que sus monumentos legislativos (que conferían al pueblo paz y confianza) sean recordados por la posteridad. No vaciló por ello en convocar a los miembros más brillantes del foro peruano a fin de que intervinieran en las comisiones reformadoras. Su preocupación legislativa se cristalizó en una vasta obra jurídica, de la que los cuerpos que siguen constituyen una muestra representativa.

Durante el gobierno civilista de Leguía (1908-1912) ya se habían dictado importantes cuerpos legales. Amén del Código de Procedimientos Civiles ya citado, que derogaba el viejo Código de Enjuiciamientos Civiles de 1852, se promulgó también una Ley Orgánica del Poder Judicial, la de más larga vigencia en el siglo veinte (pues duró hasta el año de 1962), y una Ley del Notariado, cuya existencia abarcaría casi toda la centuria. Todos estos dispositivos entraron en vigencia el 28 de julio de 1912, tras haberse promulgado el 15 de diciembre de 1911, mediante la Ley 1510134. Se había expedido la primera Ley de Accidentes de Trabajo a iniciativa de José Matías Manzanilla, a través de la cual se introdujo la responsabilidad objetiva en el terreno de la legislación especial. Se trataba de la Ley 1378, promulgada el 20 de enero de 1911135. Se emitiría también el 7 de noviembre de 1911 la Ley 1447, que prohibía establecer en lo sucesivo contratos de enfiteusis sobre los bienes raíces existentes en el territorio nacional.

En el primer gobierno de Leguía se expidió, asimismo, un moderno (para la época) Código de Procedimientos Civiles. Traducía el espíritu del Tratado de Derecho Procesal de Montevideo, de 11 de enero de 1889, que el Perú suscribiera. Si bien este no es el lugar para examinar esto a fondo, basta decir que se ocupaba, entre otras materias, de la jurisdicción, de la competencia, de las personas que pueden litigar, de los apoderados y de los juicios. Eliminó la figura romana de la restitución por entero o restitutio in integrum, conforme a la cual un contrato y hasta una decisión judicial podían revocarse si habían sido perjudiciales a los pupilos, menores de edad, sujetos a la autoridad del tutor. Se daba así plena cabida al principio de cosa juzgada. Cuando trata del juicio ordinario, que es el de mayor duración y bajo cuyo procedimiento se ventilan todos los asuntos que no requieren tramitación especial, el código ofrecía una serie de garantías para las partes por la amplitud de los términos y los medios de prueba. Eran las partes las protagonistas del proceso antes que el juez. En esa línea prevalecía el iusprivatismo antes que el iuspublicismo.

Ley y justicia en el Oncenio de Leguía

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