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A MANERA DE PRÓLOGO

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Me imagino que algunos de los lectores que ahora abren este libro han leído mi libro anterior, Memorias de un mánager, donde, grosso modo, resumía mi trayectoria profesional, aunque dejaba muchas, muchísimas cosas, en el tintero, un poco por respeto, quizás inmerecido, a los protagonistas, y otro poco para no seguir perdiendo el tiempo en juzgados, acusado vaya uno a saber de cuántas lindezas, por abogados impresentables, seres despreciables, como los periodistas, a los que en general no puedo ni ver.

Pero al revisar mis memorias, me di cuenta de que debía escribir de inmediato una especie de biografía de corte personal. Algo más bien íntimo, más llena de curvas que una biografía al uso. Pensé que, si la escribía de un tirón, podría hacerla. Solo era cuestión de recordar hechos, momentos, intercalados por relatos breves, eróticos y basados en mi experiencia personal.

No puedo pensar mi vida sin pensar en el sexo, pero sobre todo, sin pensar en la música. Mi vida es inseparable de la música. Apenas me despierto, lo primero que hago es poner en marcha el equipo de sonido. Y cuando me acuesto, lo último que se apaga (aunque el temporizador se encargue de ello) es también el equipo de sonido.

Nada que ver con aquellos tiempos en que era un niño y lo único que había en casa para escuchar música era una radio a pilas y, después, un tocadiscos sin bafle, con un pequeño altavoz en la tapa de plástico del aparato.

En esos primeros tocadiscos empecé a escuchar música de verdad, en discos de vinilo que mi padre había traído a casa junto con las botellas de coñac Fundador, que incluían un disco de regalo en formato single. No sé quién era el encargado de seleccionar el repertorio de la colección «Fundador, está como nunca», pero si el infierno existe, estoy seguro de que debe de estar quemándose los huevos en alguna caldera junto con los que regalaban discos de Julio Iglesias a cambio de cinco chapas de botella de Fanta naranja.

Mi padre, por suerte, con el paso de los años, mejoró el gusto por el coñac y por la música. En casa dejó de haber discos regalados por coñac Fundador y, a cambio, empezó a haber otras cosas, como un long play de zarzuela que una tarde compró para él junto a dos de Antonio Machín que le regaló a mi madre, que adoraba al «Negro Machín», como lo llamaba cariñosamente.

Pero además del tocadiscos, seguía existiendo la radio, con sus cadenas de Onda Media en las que sonaban Manolo Escobar, Los Tres Sudamericanos, Karina, Luis Aguilé, José Guardiola, Lola Flores y un largo etcétera que muestran cuál era el concepto de musicalidad que había en España. Nada que ver con lo que se escuchaba entonces en Estados Unidos, donde sonaban Sinatra, Elvis, Paul Anka.

En todo caso, a las doce en punto, ya podía estar nevando, tronando o hacer un sol del carajo que, por cojones, había que reunirse en el salón para escuchar por la radio una voz de ultratumba que llamaba a rezar el Ángelus diciendo «He aquí la esclava del señor, hágase en mí según tu palabra».

En esa España católica y recalcitrante, sin embargo, fue llegando, aunque con cuentagotas, mayor información con respecto a la música que se hacía en el extranjero, lo que trajo la aparición, junto con el sonido estéreo, de los primeros grupos de pop españoles como Los Brincos, Los Bravos, Los Pekenikes, Los Relámpagos y figuras como Raphael o Bruno Lomas.

Es que la música pasó a ser, además de un pasatiempo, como un inmenso negocio, una mina de dinero. No había más que saber buscarlo y salían cataratas de billetes provenientes de todos lados. No había grupo o cantante que no tuviera sus legiones de fans, dispuestos a imitar sus gestos, a vestir sus ropas o vivir, incluso, sus vidas.

Era tan importante el éxito y era tanta la admiración que generaba que si uno quería ligar, bastaba con que dijeras que tocabas en un grupo, aunque fuese mentira, y ya tenías todas las papeletas a tu favor para «tocar pelo» o para que te lo tocasen a ti. Los discos comenzaban a venderse por millones, los grandes almacenes empezaban a tener una planta entera dedicada a la venta de discos. Ir al centro de Madrid y comprar un disco en el Corte Inglés o en Galerías Preciados era sinónimo de que tenías pasta y de que molabas mucho. Comprar un disco y volver a tu casa era, por un lado, como un acto social, y por el otro, como un acto casi religioso: Lo abrías, limpiabas una y otra vez con una gamuza especial la cara A y la B de cada disco, y a partir de entonces lo atesorabas como si fuese la reliquia de un santo.

Las fundas de los vinilos venían con una leyenda debajo de los créditos, al lado del logo de la compañía discográfica, que decía: «Este disco está grabado con tecnología estéreo, pero puede reproducirse en un tocadiscos monoaural», lo cual era una prueba para mí evidente de que alrededor de la música había una industria enorme relacionada con la tecnología, el diseño, el sonido.

Tener un tocadiscos era señal de refinamiento. Cuando llegaban visitas a mi casa, mis padres, después de enseñarles el salón, las habitaciones, dejaban para el final el aparato más amado, del que se mostraban más orgullosos: el tocadiscos. Pieza exquisita, que había desplazado totalmente al televisor y que, reluciente, a veces cubierto por un paño de ganchillo para protegerlo del polvo, estaba allí, en un rincón privilegiado de la casa, junto a las fotos de la boda de mis padres y de la comunión mía y de mis hermanos.

Como si se tratase de un ritual, mi padre encendía el aparato ante la visita, ponía un disco, el que fuese, y sonreía con orgullo mientras la visita, en silencio, escuchaba la música que salía por los altavoces. «¿Has oído qué graves tiene?», preguntaba después, ante lo cual, la visita, no tenía más remedio que fingir admiración por el aparato. Luego llegaban los pasteles, el moscatel, los niños correteaban de aquí para allá, pero el tocadiscos seguía allí, despidiendo su música, expandiéndola por toda la casa.

Por entonces no había muchos cantantes patrios. La plantilla nacional era pequeña, diminuta, pero poco a poco sus discos comenzaron a estar en los tocadiscos de todos los españoles. En TVE, por aquel entonces la mejor televisión española, que no desconocía tal fenómeno de masas, empezaron a emitir programas estrictamente musicales, como por ejemplo Escala en HiFi, en el que aparecía un Mochi pueblerino que emulaba a los cantantes ingleses y hacía de presentador.

Todo se detenía cuando Mochi, con su lunar en la cara y una sonrisa de Joker, hacía su aparición en la pantalla y presentaba a los cantantes españoles famosos, que debían prestar su imagen a los éxitos musicales del momento con una acción o una especie de argumento, algo así como un videoclip.

Desde Juan Pardo hasta Karina, desde Luis Varela hasta María José Goyanes fueron muchos los cantantes españoles que participaron del programa, cuyo éxito se mantuvo durante seis temporadas.

Pero no era solo en la televisión donde la industria musical apostaba su promoción y su crecimiento. También lo hacía en la radio, donde empezaron a surgir diversos programas especializados en música. Eso, unido a la aparición de los primeros transistores de bolsillo, hizo que la nueva música, el fenómeno del momento, llegara a todos los rincones.

Otro tanto hizo la aparición del casete, que a diferencia del vinilo podías usar, si tenías un micro, para grabar música. No obstante, nunca alcanzó el éxito clamoroso del vinilo y su lugar quedó un tanto relegado a los radiocasetes de los coches, un preciado objeto para los pequeños delincuentes de barrio que, una vez efectuado el hurto, lo vendían en el mercado negro más cercano.

Una máquina gigantesca de hacer dinero comenzó a arrasar las calles y las casas, como si se tratase de un Polifemo moderno, devorando a cada paso todo aquello que encontraba a su camino. Pero los buitres, como de costumbre, no dejaban de volar en círculos, al acecho de cualquier presa.

Carroñeros del dinero, vivían a la sombra del talento de alguien, así se tratara de un niño, de una niña o de una vieja decrépita. Casos célebres como el de Marisol, el de Joselito o el de Los Parchís, muñecos rotos por la codicia corrupta de los negociantes, gente pervertida y perversa que se enriquecía a manos llenas sin ninguna clase de escrúpulos mientras el artista, pobre artista, recibía las migajas que caían de los bolsillos de sus representantes.

La prensa, a su vez, y la industria editorial, en lugar de denunciar, se hacía cómplice. En ese sentido, algunas editoriales fueron algo visionarias y lanzaron revistas de nuevo cuño, especializadas en el fenómeno fan. La mayoría contaba con el póster central del artista del momento, un hito comparable a la llegada del hombre a la Luna, y que terminaba, sujetado con chinchetas en la pared, en la habitación de muchos jóvenes de aquella época.

Junto con el casete, justo antes de la aparición de «la cadena de sonido», un tesoro por el cual, en muchos hogares, se firmaban letras y más letras por el solo hecho de tener una en casa, a ser posible con mueble y puerta de cristal. Eran la hostia: amplificador, ecualizador gráfico que casi nadie sabía usar, sintonizador de radio, doble pletina y plato. ¡La de Dios!

Todos sabían de marcas y modelos y todos, de manera osada, te recomendaban que la pletina fuese Techniks, que el plato mejor fuera Marantz, que los bafles JBL, etcétera. Madrid tenía calles en las que solo había comercios especializados nada más que en música: tiendas donde vendían instrumentos, equipos de sonido. La calle Barquillo, por ejemplo, era el vademécum de todo aficionado.

La demanda fue tal que también surgieron grandes tiendas, como Disco Play, especializadas en venta de música grabada, en vinilo y casete, y que podían enviarte lo que comprabas por correo si es que no vivías en Madrid. Los de Disco Play editaban un catálogo mensual con los lanzamientos que todos los chavales esperábamos ansiosos.

Todo crecía. Había una industria y aparecían sellos discográficos por todos lados, casi todos fundados por cantantes fracasados que habían tenido su momento y que ahora, lejos de los focos de la fama, vivían de los nuevos artistas utilizando las mismas o peores artimañas de las que se habían quejado cuando no eran más que unos aspirantes al estrellato.

Fruto de ese despropósito fueron Belter, Zafiro, Hispavox y una larga lista que competían con multinacionales como CBS, BMG, EMI, WEA y que firmaban apresuradamente contratos en las servilletas de algunos bares antes de que otro buitre apareciera por ahí. Hubo casos emblemáticos de contratos firmados en servilletas por Luís Eduardo Aute, Joan Manuel Serrat y tantos otros que después, cuando fueron a los juzgados, los jueces no reconocieron ninguna validez en un contrato firmado en una servilleta de papel.

En medio de esa incesante vorágine musical, vestido con pantalones campana, camisas ceñidas, pecho lobo y botas con plataforma, comenzó mi biografía personal, una biografía relacionada, irremediablemente, con el mundo de la música, pero no con las cloacas de la industria y de la que ya hablé, y mucho, en mi primer libro, sino con la música de verdad, esa música que se lleva en el alma y que es la banda sonora de mi vida.

No se requiere corbata

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