Читать книгу La otra cara de la adopción - Carme Vilaginés Ortet - Страница 8

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Introducción

En primer lugar, me gustaría explicar por qué he decidido escribir sobre un tema tan candente y controvertido como el de las adopciones. Desearía dejar claro que, a mi entender, si hay niños abandonados y maltratados, hay que ayudarles y también que, en muchos casos, la adopción puede ser una vía muy buena para garantizar el bienestar y el progreso de los niños y que, además, puede producir goce y satisfacción a las distintas partes implicadas. Ahora bien, mi profesión me ha hecho entrar repetidamente en contacto, a lo largo de muchos años, con familias adoptivas que, por diferentes razones, sufrían mucho. Este es el motivo por el que no comentaré las cosas buenas y altamente satisfactorias que puede proporcionar, en muchos casos, la adopción de un menor. Hay suficientes libros en el mercado que hablan de ello. Este texto nace con la voluntad de tratar aquellos temas que, en general, son considerados tabú por una buena parte de nuestra sociedad, profesionales de la psicología incluidos y, especialmente, por los medios de comunicación. Creo que son temas que deberían ser divulgados y conocidos con el fin de evitar sufrimientos inútiles. Hablaré de cosas que tal vez a alguien puedan parecerle duras, pero mi experiencia profesional me ha demostrado, en muchas ocasiones, que la situación de muchas familias adoptivas puede llegar a ser durísima, precisamente a causa de no haber podido contar previamente con los conocimientos necesarios y de no haber sabido, antes de dar el paso definitivo hacia la adopción, el terreno en el que pensaban adentrarse y, en consecuencia, de no haber podido tomar las medidas de prevención adecuadas.

Algunos padres adoptivos llegan a la consulta clínica pidiendo ayuda porque, dicen, se dan cuenta de que no han conseguido ser una auténtica familia. Y eso lo dicen cuando ya llevan más de quince años de convivencia con los hijos adoptivos.

Una madre me decía, con lágrimas en los ojos, que ella, ante la actitud rechazadora y menospreciadora del hijo desde que lo adoptaron a los dos años de edad —y ya llevaban siete juntos— todavía no había podido sentirse madre de aquella criatura: sentía muy profundamente que el hijo no le dejaba ser más que una especie de monitora y, además, tenía el pleno convencimiento de que no salía muy airosa de dicho cometido. Las reacciones del hijo le daban a entender, constantemente, que no la quería como madre, que no era digna de ello. El niño, que había sido muy maltratado antes de quedar abandonado por las calles de una gran ciudad (era lo único que de él se sabía), con su modo de comportarse intentaba traspasar a la madre los sentimientos de rechazo que él no había podido digerir y lo cierto es que conseguía llevar muy bien a cabo dicho traspaso: la madre se sentía poco valiosa y rechazada… pero tampoco podía digerirlo porque no entendía el significado profundo del comportamiento del hijo.

Hay padres que se quejan de la poca satisfacción que les produce el hijo adoptivo o del mal trato que de él están recibiendo. Otros, se muestran muy decepcionados e impotentes ante las quejas, las demandas e, incluso, la violencia del hijo o de la hija hacia ellos. Los hay que se dan cuenta de que nunca han entendido a su hijo y son muchos los que se sienten tan culpables que no cesan de preguntarse qué es lo que han hecho mal. Los hay que están muy preocupados porque son conscientes de no saber tratar adecuadamente a su hijo: a menudo se sienten desbordados por el comportamiento del niño o del adolescente y, como tampoco entienden qué es lo que ocurre, en vez de poder reaccionar con madurez, reaccionan, contra su voluntad, con violencia verbal y, a veces, también física. Es muy dramático encontrarse ante unos padres que acaban de descubrir amargamente, después de dos o tres años de adopción, lo que los profesionales no habían podido detectar y advertir antes de que se hubiese llevado a cabo dicha adopción: que no estaban capacitados para hacerse cargo de una criatura con tantas necesidades, porque ellos mismos se sienten tanto o más necesitados que el hijo. Se dan cuenta del daño que le están infligiendo, del maltrato que le dispensan, pero no consiguen cambiar de actitud.

Las causas de la demanda de ayuda son muy diversas, pero hay un denominador común: todos los que consultan vienen con mucho sufrimiento a sus espaldas acumulado a lo largo de los años y con fuertes sentimientos de vergüenza, culpa y fracaso.

He podido observar que, si bien algunos de los problemas también los hallamos en la consulta con hijos propios, en el caso de las familias adoptivas hay unos factores específicos que dependen única y exclusivamente del hecho de haber incorporado en la familia, sin un asesoramiento especializado y continuado, sin una preparación adecuada, una criatura que, con su desamparo, había sufrido unos daños físicos o psíquicos, o ambos a la vez, las consecuencias de los cuales han ido enturbiando y complicando las relaciones de tal manera que, generalmente al llegar a la pubertad o a la adolescencia, el peso es tan abrumador que las familias ya no se sienten capaces de salir, por sus propios medios, del fondo del pozo en el que se encuentran.

El trabajo con estas familias pone de relieve las complicaciones psicológicas que conlleva el hecho de adoptar un niño del cual, a menudo, nada se sabe o muy poca cosa, las complicaciones de hacerse cargo de una criatura traída al mundo por unas personas absolutamente desconocidas, como acostumbra a ocurrir, y de no tener ni idea de lo que esta criatura ha vivido realmente y ha tenido que soportar y sufrir. Hay que tener muy en cuenta que, para todo el mundo, un abandono es siempre algo terrible. No hay nada peor que sentirse dejado, no deseado, rechazado. Es un sufrimiento muy profundo que afecta a las personas en su parte más sensible y que puede llegar a trastornarlas tanto que la recuperación requerirá un gran esfuerzo, tanto por parte de ellas mismas como por parte de quienes las rodean. Alguien que haya sido abandonado, aunque racionalmente pueda pensar y entender el porqué de lo ocurrido, no puede evitar sentirse, en un nivel muy íntimo, rechazado por indeseable y poca cosa, poco valioso y poco estimable. Sus vivencias, a partir de este hecho, suelen quedar enturbiadas, además, por el miedo a que se les repita algo parecido. Necesitará mucho tiempo para superarlo, mucha comprensión por parte de la familia y de los amigos y, a veces, asistencia especializada.

Todo ello es más punzante y dramático en el caso de un niño: primero, porque cuando se produce el abandono, su mente es muy inmadura y no está capacitada para soportar un hecho de tal magnitud y, después, porque le es imposible saber cuáles han sido los motivos reales que han provocado que le abandonasen. Es fácil comprender, pues, que a un niño le sea mucho más difícil hacerse cargo de una situación como esta. En su mundo interno pueden aparecer las mismas dudas y los mismos miedos inconscientes que amenazan a los adultos. Ahora bien, puesto que, en general, psicológicamente es un ser todavía frágil, su situación emocional presenta un nivel de complejidad mucho más elevado. Aparte de sentirse íntimamente poco valioso y estimable, su miedo a ser abandonado por segunda vez puede llegar a ser tremendo. A ello se debe que unas situaciones de lo más normales del día a día, como por ejemplo el hecho de ir a la escuela o de tener que esperar que la madre regrese si ha salido para llevar a cabo alguna gestión, le desencadenen una congoja insoportable para él e incomprensible para los padres y demás familiares. También suele ocurrir que se vea llevado a provocar situaciones desagradables con la finalidad, oculta para sí mismo, de irse reasegurando a fuerza de comprobar que, haga lo que haga, no se le vuelve a abandonar.

Podemos pensar, pues, que para un niño que ha sido abandonado no hay nada peor que tener que sufrir un segundo abandono, cosa que, desgraciadamente, se produce entre algunos de los niños adoptados. Las cifras oficiales, en distintas comunidades autónomas, de retornos de niños son de un ocho a un nueve por ciento. Probablemente, las cifras reales sean más elevadas, porque a veces hay dificultades de conexión entre los distintos servicios de la Administración, de manera que pueden darse casos de niños que han ido pasando de institución en institución y de servicio en servicio y ya nadie sabe que habían sido adoptados y retornados, de modo que estadísticamente no están contabilizados.

Los retornos se producen por distintas causas, pero pueden resumirse en dos grandes apartados: por una parte, puede tratarse de unos padres mal seleccionados y no preparados para llevar a cabo una adopción los cuales, al ver las dificultades normales de una criatura que se ha visto desamparada, no son capaces de entenderla y mucho menos de hacerse cargo de la situación, y se vienen abajo. Por otra parte, hay los casos de aquellas criaturas que, por sus gravísimas deficiencias específicas, físicas y/o psíquicas y por las atenciones especializadas que necesitan, no deberían haber sido concedidas en adopción.

Hay también niños adoptados que, sin ser devueltos a la Administración pública, son llevados, a causa del malestar que se genera en la familia, a un internado de pago. Ello equivale, en la mente del niño, a sufrir una nueva situación de abandono que no le ayudará en absoluto a superar el trauma vivido en su más pequeña infancia.

Junto al sufrimiento de los niños, debemos considerar también el sufrimiento de las parejas que no han podido engendrar y que se han visto obligadas a transitar por un gran periplo de frustraciones continuadas. Han sufrido mucho y han vivido situaciones extremadamente dolorosas a causa de las dificultades para engendrar, y generalmente lo han sufrido sin ayuda psicológica de ninguna clase. Después de muchas experiencias cargadas de decepciones para convertirse en padres biológicos, y después de haber podido hacerse a la idea de recurrir a una adopción como único camino para conseguir la paternidad, suelen sentirse íntimamente merecedores de lo que piden, desean que los profesionales que les atienden también lo vean así y no pueden entender una respuesta negativa. Son personas que, en el fondo de si mismas, también se sienten abandonadas, en su caso por el hijo propio que creen no poder tener, y que se hallan en una situación emocional de fuerte hipersensibilidad. Desearían sentirse acogidas y valoradas muy positivamente para poder recuperarse de sus desengaños. Además, como no suelen ver la necesidad de llevar a cabo una exploración especializada, a menudo se quejan de haber recibido un trato frío y distante. No pueden hacerse cargo de que los profesionales, para poder entender el funcionamiento mental de las personas, deben mantener una actitud profesional, que debe ser amable y respetuosa, pero que nunca debería ser el tipo de contacto que ellos probablemente desearían: el que puede existir con una buena amistad.

Muchas parejas, y seguiré refiriéndome exclusivamente, porque son las personas que lo viven con mayor dolor, a aquellas en las que alguno de los dos miembros, o ambos, tienen problemas para engendrar. Cuando llegan a pedir una adopción saben que están quemando el último cartucho para convertirse en padres. Durante todo el proceso lleno de fracasos para intentar tener un hijo propio, han ido escuchando, en boca de los diferentes profesionales que les han atendido y también en boca de familiares y amigos, que siempre les queda el recurso de adoptar. Para consolarles, tranquilizarles y evitar que se desesperen demasiado, se les presenta la adopción como una solución muy factible. Por ello, cuando comprueban que ya no pueden intentar nada más para tener hijos propios y se inclinan por una adopción, vuelven a ilusionarse y no pueden tolerar que el resultado no sea el que desean. Muchos no pueden asumirlo, lo viven como un auténtico desastre, como el último fracaso de sus ilusiones, como la pérdida definitiva de toda esperanza y, peor todavía, muchos sienten que, sin un hijo, su vida futura ya no tendrá ningún sentido.

Habían ido haciéndose a la idea de adoptar mientras recorrían el largo camino plagado de desengaños continuados. La mayoría hablan del gran sufrimiento que han tenido que soportar cada vez que el resultado de un intento de fecundación ha sido negativo y se quejan de haberse sentido muy solos. En los casos de esterilidad de uno de los dos, solemos constatar que, por el miedo a hacerse daño, ni tan solo han podido permitirse la libertad de hablar claramente entre ambos de los sentimientos que han ido experimentando el uno hacia el otro, a menudo sentimientos muy contradictorios.

Llegados a este punto, otra negativa, por muy bien argumentada que esté, o ante un «sería necesario que pudiesen hablar un poco más de ello con un especialista para trabajar determinados aspectos poco madurados», hace que la desesperación vaya acompañada de fuerte rabia: se sienten aptos para hacer lo que se proponen y llenos de amor por una criatura desvalida que existe en algún lugar del mundo, esperándoles. Tuve noticia de una pareja que, al explicarles que deberían ponerse en manos de un profesional porque sus condiciones emocionales, en aquel momento, desaconsejaban la adopción (acababan de perder a su hija única y, aunque eran muy jóvenes, decían no querer volver a pasar por la experiencia de tener otro hijo propio), llenos de dolor, dijeron: «¡Ustedes no nos quitarán a nuestro hijo!» No sólo sentían que había unas personas que no se lo querían dar, sino que el sentimiento más profundo era que se les había quitado una hija y que ahora, además, se les estaba quitando (probablemente robando) el segundo hijo que ellos ya se habían adjudicado. La realidad de lo que les ocurría era que no habían podido hacer el duelo por la hija fallecida y estaban convencidos de que otra criatura les permitiría recuperar el bienestar perdido. Lo demostraba con mucha claridad el hecho de que ya tenían pensado un nombre en el caso de que se les concediese la niña que deseaban: era el mismo que habían puesto a la niña desaparecida. Como no está permitido elegir el sexo del hijo, pedían un niño de la China porque sabían que allí daban niñas. Ellos tenían la «solución» a su dolor y no podían entender lo que se les decía. No se les estaba diciendo que no, sólo que tenían que elaborar el trauma que habían sufrido, que tenían que poder hacer el duelo por la hija muerta y que ello les permitiría poder decidir con libertad lo mejor para su futuro.

En cuanto a las parejas no aceptadas, es muy frecuente que lo vivan todavía mucho peor, porque suelen entender que se les está diciendo que serían unos malos padres, que no son buenas personas o, peor todavía, que se les está declarando directamente malas personas. Algunos llegan a pensar que, por alguna razón, se les tiene manía y no se les quiere dar un niño. Se enfadan muchísimo con la Administración pero, sobre todo, con los profesionales que les atienden.

Durante el tiempo en que las parejas estériles o infértiles están en manos de médicos, están convencidas de que todo el mundo está haciendo todo lo posible para que tengan un hijo. Si no da resultado, no acostumbran a enfadarse directamente con nadie: quien falla es la naturaleza o la ciencia. En cambio, en el caso de la adopción, la cosa es muy distinta. Si el resultado es negativo, piensan que hay alguien que no les quiere ayudar. Ello produce que todo el dolor y toda la rabia acumulada a lo largo del complicado proceso médico estalle violentamente y vaya a parar a los profesionales que representaban su última oportunidad. A partir de este momento, los hay que no pueden renunciar de ninguna manera al deseo insatisfecho y deciden iniciar otros caminos: unos se adentran por la ruta de las denuncias y reclamaciones; otros entran de lleno en el terreno de la ilegalidad. Estos últimos, al sentirse llenos de dolor y frustración, están convencidos de haber recibido un trato injusto, consideran muy justificada esta decisión delictiva, peligrosa para si mismos y, naturalmente, para el posible hijo que consigan obtener por estos medios.

Mi trabajo en psicología clínica ha hecho que me encontrase con familias adoptivas que no conseguían una vida de familia satisfactoria y me ha permitido ver cada vez más claro que la sensibilización y la información a la población en general sobre la conflictividad normal inherente a los casos de adopción y sobre la posibilidad de tropezar con conflictivas difícilmente resolubles era muy deficiente. Ha sido muy evidente para mí que a través de los medios de comunicación sólo suele hablarse del goce de adoptar y de ayudar a crecer a un niño desamparado. Ahora bien, si sólo aparecen comentarios de este tipo, y ello suele ser todavía lo más frecuente, estos mensajes sirven de muy poca cosa a los posibles futuros padres adoptivos, ya que se les fomenta o incrementa el convencimiento de que todo será bonito y satisfactorio. Cuando, durante la exploración a la que se ven obligados a someterse, se encuentran con unos profesionales que tratan de hablarles de la necesidad de prepararse adecuadamente, no pueden entenderlo porque nunca nadie les ha dicho nada sobre posibles problemas. Cuando se les explica que puede ser difícil ayudar a unos niños que han sufrido graves carencias afectivas y físicas desde el inicio de su vida y que, a veces, también han recibido malos tratos, o bien no se lo creen o ni tan solo lo escuchan, o simplemente piensan que ellos, con su gran carga amorosa, serán capaces de salir airosos de cualquier problema que se les presente.

He ido dándome cuenta de la conveniencia de que los posibles futuros padres adoptivos y la población en general pudiese disponer de una información completa, neutra y objetiva. Sin ello, es muy difícil que durante el proceso exploratorio que, en definitiva, tiene la misión de ver si son idóneos o no, puedan hacerse cargo de la complejidad de la cuestión. Cuando alguien se siente obligado a someterse a unas entrevistas que, además de verlas como un obstáculo incómodo, las considera inútiles, es imposible que pueda apreciar neutralidad en el entrevistador: suelen sentirle como alguien que tiene poder y niños para dar, que no quiere darlos y que hará todo lo posible para descartarle de las listas y para amargarle la vida.

Esta gran complejidad de cuestiones ha hecho que me plantee la idea de escribir este libro con dos finalidades: primeramente, dar una información básica de diferentes aspectos de psicología general sobre las necesidades de un recién nacido para poder desarrollarse como persona, sobre los efectos que la desatención de dichas necesidades pueden acarrearle, sobre la influencia del psiquismo en la infertilidad y, finalmente, sobre los requisitos que las personas que desean adoptar y sus respectivas familias deberían tener para poder hacerse cargo de un niño que haya sufrido graves carencias emocionales y, generalmente, también físicas.

En segundo lugar, y sobre todo, lo que desearía poder ofrecer es información sobre algunas de las cosas que casi nunca se comentan públicamente. En mi opinión, son fundamentales para que una pareja pueda enfrentarse con una adopción con conocimiento de causa y entienda que acudir a profesionales especializados no pone para nada en duda sus capacidades para ejercer de padres. Deben poder asumir que ser padres adoptivos tiene aspectos muy diferentes a ser padres biológicos y que, precisamente por ello, puede ser necesario disponer de algún tipo de ayuda para ir entendiendo las diferencias y poder construir en buenas condiciones las bases de la futura familia.

De la misma manera que toda familia responsable visita periódicamente al pediatra para cuidar el desarrollo global de los hijos, en el caso de las adopciones, caso en que las criaturas han sufrido un fuerte trastorno emocional, debería preverse la posibilidad de consultar, también, de vez en cuando, un especialista que pueda ocuparse del desarrollo psíquico. A partir de mi experiencia clínica a lo largo de muchos años, considero esta asistencia no tan sólo necesaria, sino, en muchos casos, imprescindible. Intentaré explicarlo a lo largo de las páginas siguientes.

La otra cara de la adopción

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