Читать книгу Halo de la luna - Carmen Ollé - Страница 7
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Es un día nublado. Los faroles en el parque están aún encendidos pese a ser más de las nueve de la mañana. En el embarcadero que está cerca del parque, una joven trata de protegerse del frío con una manta, la bruma está a punto de envolverla. Espera a su ama que permanece sentada en una banca del parque. Samantha, de unos quince años, no tiene la fuerza suficiente para llamarla con sus manos. Intenta agitarlas pero no lo consigue.
El aya, cuyo nombre obviaré, pues nadie en los años que trabajó en casa de la madre de Samantha la llamó por su verdadero nombre, otea –esa es la palabra apropiada– desde su posición, ya que la banca está sobre un pequeño monte de arena, con la intención de ver a los hombres que pasan, sin perder de vista a su «niña», que está sentada en el bote o barcaza, y ha sido adaptado con un motor a la manera de una lancha o yate rústico.
Este barquito cuenta con una exigua habitación donde se realizará el acto sexual, el primero y el último de su vida. El doctor lo dijo claramente: «nada de sexo, sus órganos sexuales colapsarían, su enfermedad es extraña... vasos sanguíneos frágiles, órganos genitales cubiertos de miomas».
Caronte –que significa brillo intenso en griego antiguo y era el barquero del Hades– se la llevará, aunque también podría ser otro, por ejemplo, el que conducía la nave de los locos en la Edad Media; el aya aún no ha elegido cuál de los dos será, tal vez el que llegue primero, habrá que estar a la expectativa.
Por ahora su atención está puesta en los caballeros jóvenes y hasta en los adolescentes palomillas que pasan o deambulan por el parque del sol, que más bien debería llamarse el parque de las neblinas silentes.
Harta de su virginidad, cierta vez el aya se escapó al bosque, de noche, cuando era más joven y aún vivían los padres de Samantha, para tratar de «levantar» a algún paseante. Pero cuando aguardaba ansiosa en una banca se le acercó una mujer con un abrigo verde y se sentó a su lado, luego empezó a tocarle los senos, a acariciar sus muslos, rozó con unos dedos suaves aunque de uñas afiladas su pubis; ella, asustada se puso de pie, le dio un empujón y salió corriendo de regreso a casa. Cuando volteó para ver si la mujer la perseguía, no había nadie. Se preguntó si su fantasía le había jugado una mala pasada, tal vez el demonio, pensó; esa mujer tenía sus mismos ojos, sus mismas caderas anchas, sus senos prominentes y turgentes y, sobre todo, una mirada hambrienta. Casi enloqueció esa noche, le echó la culpa a un licor que había robado de la alacena de sus patrones, una bebida verde llamada ajenjo.
De lejos el aya vio a su protegida, que trataba de ocultar su cabecita con una manta. Unos niños pordioseros le arrojaban guijarros del parque, pero no iba a hacer nada. La vida es así, se dijo.
Ajá, ese caballero con casaca gris no está mal. El hombre andaba con la cabeza gacha, como si tuviera que esquivar las rayas de las losetas del piso. Debe ser un maniático, pensó el aya; un hombre obsesionado en no pisar las rayas de las losetas sería incapaz de hacer feliz a mi niña. ¿Y si solo la dejara morir en paz? No, sus padres habían puesto una cláusula sine qua non para legarle a ella parte de la fortuna. ¿Cómo se iban a enterar si cumplía o no con lo prometido? La madre de Samantha era creyente; desde el más allá podían llegar a saberlo; en el inframundo también hay comisarios, ángeles que hacen las veces de monitores. Maldita sea, tendría que cumplir con lo prometido.
Un muchacho fornido de unos treinta años, con una coleta, de apariencia saludable, se detuvo a unos pasos del monte de arena. Por el lugar se deslizaba una serpiente, muy cerca de donde estaba sentada el aya.
–Señora, tenga cuidado con ese bicho, puede hincarle los colmillos.
El aya no vio nada a sus pies, solo un montón de brezos y hiedra. La víbora la estaba observando.
–En fin, si a usted no le importa, a mí tampoco. Por casualidad, ¿ha visto a una chica con un abrigo verde y una cartera marrón con incrustaciones doradas? Estábamos paseando y se esfumó.
–¿Es su novia?
–Sí, pero discutimos, no quiere que le cuente a sus padres que...
–Por favor, siga su camino, no estoy para oír historias ajenas.
–Mujer tonta, baje ya de esa banca, ¿o es una vigilante?
–Sigue tu camino, impertinente, y sí vi a esa chica, creo que perdió algo, su cartera tal vez, porque andaba internándose en los matorrales. De repente está escondida por algún sitio, váyase ya.
Cuando el hombre se va, la mujer siente que algo ha caído sobre sus tobillos: la cartera. Descubre a la sierpe, alza las piernas para evitar que le dé un mordisco y lanza un grito. La víbora coge en su boca el bolso y desaparece entre los arbustos.