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Cecilia y Helena I

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Helena y yo éramos las hermanas más pequeñas de la familia Rivero. Íbamos a un colegio de niñas. Un colegio de religiosas que había en Azcapotzalco, pueblo aledaño a la Ciudad de México, donde vivíamos desde que mi mamá dejó Tlalpujahua, en Michoacán y, con una fuerza inusual para las mujeres de aquellos tiempos, decidió buscar fortuna por estos lugares.

Helena y yo cursábamos tercer año de primaria. Aunque era mayor que ella, estábamos juntas en el mismo grado, porque yo cursé dos veces primero de primaria. Siempre fui más seria. Helena desde chica fue la graciosa, se reía de todo, hasta de lo que no debía reírse.

En nuestra escuela, las monjas eran muy estrictas con la disciplina. Cuando teníamos alguna actividad fuera de las aulas, nos formaban de dos en dos, cogiditas de la mano, y nos decían a voz en grito: ¡No se distraigan! ¡No rompan la fila! ¡No hablen! La misma cantaleta antes de salir de la escuela para ir al parque, asistir a eventos o visitar museos. Para el caso que les hacíamos. Por el camino no dejábamos de hablar y hablar como pericas, atravesábamos sin cuidado las calles e íbamos bobeando frente a las miles y miles de cosas que mostraban los aparadores. Parecíamos una parvada de pericas huastecas.

Mi mamá nos mandaba muy bien vestiditas. La pobrecita tenía la esperanza de que llegáramos a la Universidad. A decir verdad, ninguna destacó en los estudios: nos interesaba jugar, hacer amigas, platicar. No nacimos para eso. Recuerdo que los cuellos del uniforme nos lastimaban mucho porque toda nuestra ropa estaba almidonada, como totopo. Teníamos que andar derechitas para evitar que la tela nos rozara la piel. Helena y yo parecíamos dos muñequitas de celuloide, tan pequeñitas, tan limpias. Como pirinolas, se burlaba Helena. La risa le salía nomás así, y a todos nos encantaba.

La directora nos avisó ocho días antes que iríamos a visitar el museo de El Chopo. ¿El Chopo? ¿Qué es eso? El nombre me revolvió la cabeza, El Chopo. Nos dejaron de tarea buscar en el Diccionario Brevis el significado de la palabra Chopo. Por el nombrecito del tumbaburros ya se podrán imaginar que era de aquellos que, si buscas la palabra pato, te dice: «Véase ganso». Pero en esta ocasión el Brevis no hizo honor a su nombre. Encontramos una respuesta más o menos así:

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Chopo

m. bot. Nombre que se da a varias especies de álamos.

Chopo negro. Árbol caducifolio de la familia salicáceas (Populus nigra) caracterizado por su tronco con la corteza fisurada y casi negra, provista de numerosos abultamientos. Sus hojas son ovales y aserradas. Crece en las proximidades de los cursos de agua.

***

La verdad, lo preferíamos «brevis», porque cuando expliiiiicaaaaba… no entendíamos nada, ¿museo del árbol caduci… fi… qué?, copiamos la información tal cual en nuestro cuaderno. ¡Apa nombrecito! El Chopo.

Dos días antes de la visita al museo, la maestra, que si mal no recuerdo se llamaba Carmen, nos contó que a El Chopo le decían El Palacio de Cristal; que llegó a México pieza por pieza y tuerca por tuerca desde Alemania; que estaba recubierto con tabique prensado y cristales, muchos cristales; que fue en el año de 1905 a la colonia Santa María la Ribera; que era igualito que el Cristal Palace de Inglaterra; que quien lo mandó a hacer fue, decía, nada más y nada menos que don Porfirio, a quien le gustaban mucho las plantas y los árboles, y que él fue quien lo bautizó con ese nombre: El Chopo; que espantaban por las noches y por eso no había velador; que era muy interesante porque había un esqueleto completo de dinosaurio, pulgas vestidas, animales disecados, terneras con dos cabezas, esqueletos de ballenas que colgaban del techo, cabezas reducida por los aborígenes de la selva amazónica, perros disecados de siete patas, arañas y tarántulas que parecían vivas y no lo estaban, la colección de mariposas más increíble del mundo cuyas alas tenían indescriptibles formas y colores. Cosas imposibles de creer y más: el colmillo de la mandíbula de un elefante primitivo encontrado en Tequixquiac; muestras disecadas de tres mil novecientas veintinueve aves; una musaraña como ejemplo del mamífero más pequeño del mundo; las muestras fósiles de diferentes mamíferos asiáticos; colecciones inmensas de insectos; ejemplares de esponjas, medusas, estrellas de mar, tortugas y… momias.

La mañana que fuimos a El Chopo desayunamos más temprano porque nos citaron media hora antes de la entrada. Nos pidieron que portáramos uniforme de media gala, estilo marinero: falda tableada azul, blusa blanca, suéter rojo. Las de cabellos largos debíamos ir peinadas de cola de caballo; cuando nos restiraban el pelo, los ojos se nos rasgaban como chinitas.

Medio pálidas por la desmañanada, parecíamos una horda de niñas parientes del Chinito mandalín de la canción de Tin Tan, el que mandó decir desde Pekín que bailáramos cha, cha, cha. Las marineras chinas, así nos dirían seguramente los que nos vieron esa mañana entrar al camión de una en una, saludar al chofer y sentarnos «como niñas decentes»: piernas juntas, vestido cubriendo las rodillas. Antes de que arrancara el camión, la maestra nos enseñó un retrato del museo. ¡Me pareció tan bonito! ¡Como un castillo!

Para el almuerzo de aquel día, la tía Concha, que vivía en casa desde hacía años, nos puso unas tortas de huevo en el bastimento y una botella con agüita de horchata que le salía muy sabrosa. Helena no pensaba en otra cosa más que en el momento del desayuno y yo, en el momento de estar frente a las momias; me andaba por conocerlas.

El viaje no fue muy largo; nos metimos por Rivera de San Cosme. Yo iba fascinada mirándolo todo por la ventanilla del camión. La avenida me parecía enorme, y luego me embobaron las tiendas llenas de ropa colgada hasta media banqueta, los restaurantes, los edificios viejos, «altototes», con adornos de esculturas de piedra, como máscaras de diablos que cuando llovía, les salía agua por la boca.

Por fin llegamos. La puerta del museo era inmensa, de hierro viejo y enmohecido. Ante ella me sentí más chiquita de lo que soy. En eso, volteé para mirar a Helena, que estaba parada junto a mí mirando a lo alto del edificio, y vi cómo, leeeentamente, abría la boca. Me dijo: Parece que se mueve y se mueve.

Entramos, y ahí, detrás de aquel enorme portón, apareció el colosal esqueleto de dinosaurio que más bien parecía un rompecabezas o uno de esos juguetes para armar; claramente se le veían las partes falsas de plástico. Pero no dejaba de ser impresionante y más colocado a la entrada. Cerquita estaba el perro disecado de siete patas, las pulgas vestidas. ¿Y las momias?, ¿dónde están las momias?, pregunté a mi maestra. Con calma, me dijo la señorita, creo que se llamaba Carmen mi maestra. Nos volvió a formar de dos en dos e inició el recorrido.

El edificio del museo es muy importante para la Ciudad de México. Se trata de una estructura de estilo alemán, prefabricada y desarmable, diseñada por Bruno Möhring para ser cuarto de máquinas de la metalúrgica… Otra vez la burra al trigo, eso ya nos lo había contado en clase.

Había mucha gente, muchos niños visitaban el museo. Delante de cada vitrina, la maestra Carmelita nos pedía que formáramos un círculo a su alrededor, y explicaba, explicaba y explicaba la señorita lo de los perros, los insectos, las arañas. En una de tantas nos dijo que alzáramos la cara y miráramos el esqueleto colgante de una ballena, parejitas volteamos hacia arriba. La mitad del grupo vio cómo se columpiaba y la mitad no. Yo sí. ¡Se va a caer!, gritamos e instintivamente nos agachamos con los brazos sobre nuestras cabezas.

A unos cuantos pasos estaban las pulgas. Nos abalanzamos, apretujamos y embestimos a nuestras compañeras para ser las primeras en ver las pulgas vestidas a través de una lupa muy grande. Teníamos que subirnos a un cajón todo guango que a las cuantas se rompió y dejó medio coja a una compañera, la pobrecita. Creo que a una que se llamaba Lourdes.

¿Y las momias? Calma, calma, me contestó la señorita ¿Carmen? Sí, Carmen, y le decíamos Carmelita.

Helena me dijo que ya tenía hambre, ¿cuándo no? Y como una experta en comerse itacates a escondidas, abrió la bolsa de papel estraza y devoró una torta sin que nadie la viera. Después, me pidió la mía. Ella comió, yo no.

Epicedio I

SALOMÉ: ¡Ah, no querías permitir que yo besara tu boca, Juan! ¡Bueno! Ahora la besaré. La morderé con mis labios como se muerde una fruta madura. Sí, besaré tu boca, Juan. Lo dije. ¡Ah! Ahora la besaré… ¿Pero por qué no me miras, Juan? Tus ojos, que eran tan terribles, tan llenos de rabia y de desprecio, están cerrados ahora. ¿Por qué están cerrados? ¡Abre tus ojos! ¡Levanta tus párpados, Juan! ¿Por qué no me miras? ¿Tienes miedo de mí, Juan, que no quieres mirarme…? Y tu boca que era como una serpiente roja lanzando veneno, ya no se mueve, no dice nada ahora, Juan, esa víbora escarlata que escupió su veneno sobre mí. Es extraño, ¿no es cierto? ¿Cómo es que la víbora roja ya no se mueve? No querías tener nada conmigo, Juan. Me rechazaste. Dijiste palabras perversas contra mí. Me trataste de ramera, de perdida, a mí, a Salomé, hija de Herodías, Princesa de Judea. ¡Bueno, Juan, yo estoy viva aún, pero tú, tú estás muerto, y tu cabeza me pertenece!

¡Estoy sedienta de tu belleza; estoy hambrienta de tu cuerpo; y ni el vino ni la fruta pueden apaciguar mi deseo! ¿Qué haré ahora, Juan? Ni las corrientes ni las grandes aguas pueden extinguir mi pasión. Yo era una princesa, y tú me despreciaste.

Yo era virgen, y me quitaste la virginidad. Yo era casta, y tú llenaste mis venas de fuego… ¡Ah! ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Juan? Si me hubieras mirado, me habrías amado. Sé bien que me habrías amado, el misterio del amor es mayor que el misterio de la muerte.

Oscar Wilde

Monólogo de Salomé

Era nauseabundo, fétido. El zoológico de los muertos. La mugre y el formol creaban un perfume añejo como a queso Cotija, que recordaba el olor a las misceláneas y puestos interminables de fritangas que rodeaban la Basílica de Guadalupe. Estás parado en el dintel de la puerta. Dudas cinco o seis segundos antes de dar el primer paso y hundirte en aquella pestilencia, en los polvos acumulados durante mucho tiempo que cambiaban su olor, su luz en el claro obscuro fondo del recinto. Eran costras adheridas a las maderas que adornaban los marcos de las vitrinas, guardianes, no sabías por qué, de aquellos objetos. Te causaba placer el momento de introducirte en la obscuridad y penetrar al infinito de la techumbre de metal. Era un hoyo en el tiempo de la ciudad que se sumergía en las cosas, que hablaba con eco y permitía a las vitrinas contar las historias de las aberraciones que contenían, ¿o las aberraciones las contenían a ellas? Esa era la pregunta: ¿quién contenía a quién? Qué tontería de pregunta. Te oprimió el pecho pensar que asistirías a la despedida. El museo de El Chopo, atrayente y repugnante, vería el ocaso esa misma tarde. Y estarías ahí, acompañándolo.

31 de diciembre de 1964

Aspirabas el aroma a formol dentro del boquete obscuro y hediondo. Como en un trance mirabas las luces que alumbraban un interior que, a pesar de haber visitado tantas veces, siempre te parecía desconocido. Y contemplaste aquella tarde con porfía las cascadas de polvo, las infinitas partículas de polvo que las formaban y que tendrías que soportar durante tu visita, como fieles compañeras que de un momento a otro llegarían a tu ropa y a las partes expuestas de tu cuerpo. Pasada la repugnancia, al momento regurgita la atracción. Igual que en una resurrección erótica gozabas llegar hasta el lugar donde estaban expuestas las momias y silenciar tus pasos con lentitud de pisadas. La buscabas codicioso. Te repugnaba. Te atraía. Frente a ella, sueñas con tocar el velo de su último atuendo. Tratas de acercar tu boca lo más posible a su oído. En vano, no lo alcanzas, pero igual que a una novia, te amo, le susurras, te deseo, le dices muy, muy quedito.

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Necrofilia (Del gr. nekros, muerto + philos, amigo). (Nekro’filja) sustantivo femenino.

f. Afición desmesurada a los muertos o cosas macabras.

pat. Desviación sexual que impulsa a la elección de cadáveres como objeto sexual.

1. seducción que siente una persona hacia los aspectos relativos a la muerte La profanación puede ser un acto de necrofilia.

2. perversión sexual que se basa en mantener relaciones con cadáveres.

La necrofilia es una parafilia caracterizada por una atracción sexual hacia los cadáveres tanto en humanos como en animales. La palabra proviene del griego νεκρός (nekros «cadáver» o «muerto») y φιλία (filia; «amor» o «atracción»). El origen del término parece ser la obra escrita en 1886 por el psiquiatra alemán Krafft-Ebing Psychopathia Sexualis (Psicopatía del sexo).

Diccionario Enciclopédico Vox 1. © 2009 Larousse Editorial, S.L.

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La noche anterior al cierre el museo fue plenilunio

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