Читать книгу A 50 años del 68. Palinuro de México - Carmen Villoro Ruiz - Страница 9

1 En Palinuro de México cabe todo lo que hay en el mundo Elena Poniatowska

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Antes de leer Palinuro de México, fui al Convento del Carmen, en la avenida Revolución, a ver representada, en el sótano —una cueva lóbrega con una peligrosa escalera de piedra—, la obra de teatro Palinuro en la escalera. Fue una tortura. ¿Eran actores o eran suicidas? Los jóvenes sesentayocheros actuaban al filo de cada escalón, a punto de quebrarse el corazón, y los espectadores nos manteníamos con el Jesús en la boca y los ojos dilatados por la posibilidad de una muerte súbita. Afuera esperaba una ambulancia de la Cruz Roja. Después del terror inicial, me convencí de que los muchachos eran actores —¿no lo somos todos?— y que, al igual que los de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, se disponían a arrojarse al movimiento estudiantil de 1968.

Palinuro en la escalera se inició en toda su dimensión la tarde en que el ejército decidió tirar de un bazucazo la puerta de San Ildefonso, punta de flecha de la masacre del 2 de octubre de 1968. Esa noche, en el Convento del Carmen, reconocí a Palinuro y lo vi herido casi a punto de morir —aunque no murió en Tlatelolco—, tirado en unos escalones en los que también aparecían un burócrata, una portera, un policía, un médico borracho y un cartero a quienes Del Paso convirtió en personajes de la commedia dell’arte: Arlequín, Scaramouche, Pierrot, Colombina y Pantalone. No entendí si hacía escarmiento del movimiento estudiantil o si los jóvenes habían adivinado que serían los héroes de una tragedia que sólo ha sido superada por la de la desaparición de los 43 jóvenes de la Normal Rural de Ayotzinapa en 2016.

Cuando el doctor Arnaldo Orfila Reynal se disponía a lanzar la nueva editorial Siglo XXI tras ser expulsado de la dirección del Fondo de Cultura Económica, en 1967, por atreverse a publicar Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, decidió que el primer libro de su colección de literatura sería la obra de un joven autor, un publicista inédito en el que puso toda la fe del nuevo siglo. Como en ese momento la sede de la editorial estaba en La Morena 430 esquina con Gabriel Mancera, o sea en mi casa, me enseñó las galeras.

—¿Qué te parece, m’hijita? Hoy viene el muchacho, es bueno que lo conozcas.

¿Cómo era Fernando del Paso la primera vez que lo vi en el despacho de Orfila Reynal en 1967 y puso en el escritorio de este su novela José Trigo? Igualito a como lo ven, aunque creo que ahora es menos obsesivo. A la semana, don Arnaldo Orfila Reynal sentenció —porque el lanzamiento de un libro es siempre una flecha al aire y una condena.

—No lo he terminado —dijo Del Paso; aquel muchacho delgado de pelo oscuro y ojos alarmados tras de unos anteojos demasiado grandes se atemorizó.

—No importa, lo va terminando mientras lo imprimimos —afirmó Orfila.

Así le arrebató Orfila su manuscrito a Fernando del Paso, quien lo terminó cuando el resto de los capítulos estaba en prensa. Habría podido seguir escribiéndola de aquí a la eternidad si Orfila Reynal no se la quita de las manos:

—¡Ya, ya, ya, ya, Del Paso, tranquilícese, ya, mi amigo, ya por favor, ni una coma más, está usted escribiendo un libro y no cubriendo el continente americano con un fastuoso manto de palabras!

José Trigo apareció en 1966, dos años antes del movimiento estudiantil. Quizá jamás la habría terminado, porque es de los autores sin punto final. La crítica fue unánime: Edmundo Valadés calificó el libro de asombroso; también resultó conmovedor para Demetrio Vallejo, el líder ferrocarrilero encarcelado durante once años en Santa Martha Acatitla, y para los huelguistas —maquinistas, garroteros, peones de vía y empleados de exprés— de la gran huelga ferrocarrilera de 1959. Recuerdo que le llevé la novela a Vallejo a la enfermería de la cárcel de Santa Martha Acatitla y, cuando terminó de leerla, exclamó: “¡Ese sí sabe de trenes…!”.

Tenía razón, porque Fernando del Paso sabe todo de todo. Ningún escritor en México en nuestros días y en todos los tiempos de todos los siglos pasados y futuros tendrá su erudición. Palinuro de México es igual a la Pirámide del Sol de Teotihuacán: tiene mil años pero nació ayer. Fernando del Paso la aventó desde el cielo con un gran gesto de su mano izquierda (porque es zurdo) y ahí sobre la avenida del Sol quedó el golpe de dados. “Jamás un golpe de dados abolirá el azar”, nos dijo Mallarmé. Palinuro de México no tiene que ver con el azar ni con la ocurrencia ni con la casualidad, Palinuro de México es un bólido que viene desde el fondo del tiempo, una catarsis, un huracán, un tratado de ciencia médica, una polifonía, una narrativa sin entrada ni salida y es, ante todo, la gran novela del 68.

Antes de Palinuro de México se publicaron otros puntales de la literatura de nuestro continente: La ciudad y los perros y La casa verde, de Mario Vargas Llosa; La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz y Terra Nostra, de Carlos Fuentes; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, textos fundacionales de nuestros países colonizados, fueron, para decirlo vulgarmente, cañonazos. De Fernando del Paso se dijo que se trataba de un Joyce latinoamericano que reinventaba la vida y las cosmogonías familiares, un Severo Sarduy y, posteriormente, un Guillermo Cabrera Infante, un Alejo Carpentier y hasta un Martín Luis Guzmán puesto que la batalla de Del Paso, al igual que la de Villa y Zapata, es la de un revolucionario. Palinuro de México rebasó todas nuestras expectativas, es precursora de cambios fundamentales no sólo en nuestra vida literaria, sino en la de todos los días: la del amor y la muerte.

Palinuro de México, aspirante a médico mexicano, al lado de su prima, novia y amante Estefanía, nos asesta un golpe al hígado con su erudición al hacernos entrar en la vida de su primo Molkas y su amigo Walter y la de otros aspirantes a médicos que no son ni solemnes ni vulgarmente ambiciosos sino malhablados, procolálicos y escatológicos, porque cuando se encuentran en el cuartito de Palinuro y Estefanía, por la Plaza de Santo Domingo, hacen todo lo que se les ocurre, en una locura liberadora que ni los acróbatas del circo Atayde lograrían en la más peligrosa de sus exhibiciones.

En el momento de los encuentros de Estefanía y Palinuro y en las infinitas conversaciones de Molkas y Walter, todas las lectoras de Fernando del Paso tuvimos el deseo de alquilar un cuartito con una ventana que diera a la Plaza de Santo Domingo, no sólo por afán de sacrilegio, sino porque esa plaza es la mejor proveedora de letras de la Ciudad de México, y nada tan cercano al corazón como escuchar bajo los arcos el tecleo de las máquinas Remington de los “evangelistas” que de lunes a domingo apuntan: “Por la presente los mando saludar deseando estén bien de salud y a continuación paso a decirles lo siguiente…”. Si las “muchachas” escribían a su pueblo que ya se hallaron entre la licuadora y la estufa de gas, los lectores aprendimos a “hallarnos” con Fernando del Paso, con sus puertas que se abren al sacrilegio y, en su caso, al amor. En México tenemos una expresión popular muy bonita: “No me hallo”; Del Paso, a fuerza de palabras, nos enseñó a “hallarnos” y nos hizo a su modo y nos recompensó con la calidez de su abrazo en un cuarto dominicano que da a una plaza popular a la que le dedica los párrafos más tiernos de toda su escritura, un momento de gracia entre tantos órganos tasajeados y tantas tripas desolladas. La curiosidad de Del Paso lo llevó a muchos sitios de la mente, muchos alvéolos del corazón, muchas venas de nuestro sistema sanguíneo, y en varias ocasiones estuvo en trance de renacer, por eso mismo Palinuro de México es la primera novela realmente nueva en nuestro país. Más que ninguna otra, hizo crecer ante nuestros ojos no sólo una historia de amor en un cuartito que da a la Plaza de Santo Domingo, sino que la expandió como las ondas en el agua al tirar una piedra:

Como es natural, mandamos a hacer una ciudad alrededor de nuestro edificio y decidimos que fuera la ciudad de México por la simple y casi única razón que ya habíamos nacido en ella. Después, mandamos a hacer un país alrededor de la ciudad, un mundo alrededor del país, un universo alrededor del mundo, y una teoría alrededor del universo…

Fue en ese cuarto donde Palinuro y su prima Estefanía hicieron el amor desde el año 1980:

Hacíamos el amor compulsivamente.

Lo hacíamos deliberadamente.

Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente.

O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles hacíamos el amor invariablemente.

Los jueves, los viernes y los sábados hacíamos el amor igualmente.

Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente.

No sé si el joven aspirante a médico, Palinuro, decidió por ética y por política entregarse a un evento clave en la historia de México, el del 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas, pero sí sé que esta novela nos da la dimensión de la masacre al entregarnos a Palinuro y su historia personal, que actúa como una monstruosa y muy cruel autobiografía.

En una Ciudad de México que hasta hace poco llamábamos Distrito Federal —que suena tan feo como “decúpito occipital” (si es que existe)—, Fernando del Paso crea a un muchacho que carga sobre sus hombros hasta la última bisagra de una sabiduría médica de siglos. Su erudición saca de quicio. La suya es una enumeración escatológica y nos debatimos entre trapos cubiertos de sangre y de orina. Pero Del Paso tiene una piedra imán y, sin querer queriendo, sus lectores regresamos a las 647 páginas de Palinuro de México en una apretada tipografía de letras en las que el autor logra que quepa la medicina del mundo entero. Casi sin un punto ni una coma, los párrafos monumentales nos cubren con tapabocas y Del Paso nos exhibe, como José Guadalupe Posada, en nuestro momento más desafortunado, el del disloque. Mientras intentamos escondernos, nos echa a la calle, con todas nuestras vergüenzas al aire. Porque esta no es una novela compasiva, y no hay salvavidas a la vista. Palinuro de México es un texto inabarcable, irritante, insolente, una obra de tiempo completo a la que se regresa como a la primera enciclopedia, la de Ephraim Chambers, y L’Encyclopédie de Diderot, Voltaire, Montesquieu, Buffon, D’Alembert, que fue apareciendo a lo largo de más de 20 años, de 1751 a 1772.

Del Paso se da el lujo de asestarnos toda su sabiduría humana y médica de un solo golpe; su upper cut a la quijada con “el mamut”, como él mismo lo llama. Subraya frases: “¡Dios mío, en cuanto se nace, el tiempo se le echa encima a uno, y ya nunca lo deja en paz a ninguna hora del día!”. Palinuro es de carne y hueso, pero Estefanía es un prodigio con sus “cinco sentidos, sus veinte años, sus treinta y tres vértebras, sus cien mil cabellos, su millón de células o su trillón de átomos”. Esta celebración del saber médico, inconmensurable y delirante porque Del Paso lo nombra todo en un desmedido acto de soberbia, debería figurar en todos los nosocomios de México, en las maternidades y en los hospitales del IMSS y del ISSSTE.

La sabiduría de Palinuro convierte a Fernando en uno de los grandes personajes de la historia de la medicina, y sería un acto de justicia inscribir su nombre al lado de Pasteur, Alzheimer, Lister, Freud, Elizabeth Blackwell, Chéjov y Salvador Allende.

La publicidad exige la brevedad, la concisión —de la que Del Paso habría de vengarse, porque ninguna de sus novelas es breve o concisa—, además del ingenio. Antes que él, tal y como lo recuerda José Emilio Pacheco en uno de sus “Inventarios”, otros escritores incurrieron en la publicidad. Xavier Villaurrutia es el autor de “Mejor mejora Mejoral”, Salvador Novo de “Siga los tres movimientos de Fab: remoje, exprima y tienda” y a Del Paso se le atribuye el de “Estaban los tomatitos muy contentitos, cuando llegó el verdugo a hacerlos jugo”, por el que las conservas de El Fuerte dieron tres barriles de oro. Según Del Paso, las agencias de publicidad son acuarios “de más de veinte pisos hacia arriba” en los que se testerean McCormick, Colgate-Palmolive, Alka-Seltzer y los rollos de papel sanitario y los kleenex de Kimberly Clark. Mientras buscaba genialidades para lanzar un producto, Fernando del Paso cubrió su escritorio de dibujos —que acabarían en el Museo de Arte Moderno—, poemas, “sonetos de lo diario”, “noticias del Imperio”, transmisiones de la BBC, todos los jingles y retruécanos que deben resumirse en una pequeña frase incluyente y eficaz. Sus extensas novelas resultan ser la revancha de tantos años de verse obligado a escribir metido en un corsé y a comprimirlo todo en una forma determinada. La suya es la Moctezuma’s revenge; Del Paso abarca la ciencia médica, la música, la historia, la mitología, las artes plásticas y, desde luego, la publicidad. Todo lo transforma en materia memorable, a todo le da un nuevo significado, pero me atrevería a decir que el centro de gravedad de Palinuro de México es la masacre del 2 de octubre, en la que el héroe de la novela es asesinado. Después de toda esa ciencia, sátira, erotismo, literatura, viene la muerte.

A Del Paso le tomó siete años —de 1967 a 1974— escribir los 25 capítulos que lo hicieron declarar en alguna entrevista a propósito de Palinuro: “Es el personaje que fui y quise ser y el que los demás creían que era y también el que nunca pude ser aunque quise serlo”. Cuando del Paso la publicó, muchos años después de haberla terminado, Joaquín Diez-Canedo la trató con pinzas por todo lo que significaba de riesgos y descalabros. Artur Lundkvist —quién repartía el Nobel a los autores hispanoamericanos— escribió sobre Palinuro y sus excesos —que el propio Del Paso reconoció:

De hecho, recuerdo que una vez se me preguntó durante una entrevista por qué no era capaz de escribir libros más cortos, condensados. Respondí que Palinuro de México podría haber tenido alrededor de 3000 páginas y que yo había hecho un esfuerzo consciente por abreviarlo y el resultado habían sido 650 páginas.

Habría de repetir lo mismo en otras ocasiones: “Soy un escritor barroco por naturaleza, extravagante y desmesurado. Se trata de un impulso espontáneo en mí”.

En sus novelas —no se diga en Palinuro de México—, Del Paso busca agotar las posibilidades del lenguaje. El mundo es infinito y cada cosa tiene irremediablemente un solo nombre, pero Fernando quiere que tengan más y les amarra una suntuosa cauda de palabras que parece no tener fin. ¿Cometas, papalotes, cadenas, lazos, cuerdas de saltar a la cuerda? Mapa de la Vía Láctea, “José Trigo”, “Palinuro de México”, “noticias del Imperio” se multiplican en la hoja de papel, mientras Del Paso insiste, saca tinta del fondo del río. Que la tinta fluya como la sangre es el reto del escritor; que una palabra conduzca a la otra es el triunfo de Del Paso. Me hace pensar en esos listones largos que las mujeres cosían sobre su sombrero y llamaban: “Suivez-moi-jeune-homme”. Así lo seguimos a él, tarareándolo. Del Paso dijo en alguna ocasión: “Una buena página es aquella que puede ser leída y disfrutada en voz alta. Su sonido es lo que realmente importa…”.

Una mañana en que fui a visitarlo a casa de uno de sus parientes en la avenida Altavista, me dijo:

—Sabes, Elena, que si Carlota enloqueció muy joven a los 27 años, murió 60 años después a los 86 años, en 1927, que es el año en que Al Jolson hace la primera película de habla, sí, la primera película hablada, y Charles A. Lindbergh atraviesa el Atlántico.

—Por lo tanto, Fernando —repuse—, habría la posibilidad técnica de que Carlota, a los 86 años y con su gorrita de dormir, regresara a México en avión para pedirnos cuentas a todos.

—Sí —rio—, habría esa posibilidad. Es increíble, ¿verdad?

—Y, ¿no se te ha ocurrido escribirla?

—Yo no podría inventar más alrededor de eso porque le restaría valor a lo que de veras sucedió; porque en la propia historia del Imperio hay anécdotas más truculentas, surrealistas, grotescas y fantásticas que el regreso de la emperatriz Carlota en avión en los veinte o los treinta…

Del Paso ha escrito novelas de un calibre tal, que sería merecidamente canónico si tan sólo hubiera escrito una sola. Así como lo ven aquí sentado, Del Paso es uno de los mayores escritores mexicanos, un digno merecedor del Premio Cervantes, que seguramente otros obtendrán en el futuro.


A 50 años del 68. Palinuro de México

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