Читать книгу Como el fuego - Carol Marinelli - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеNO SIGAS por ahí, tío Luigi.
–No, no –intervino Dante Romano, mirando a su hermano con una sonrisa helada–. Deja que siga por ahí.
El consejo de administración se había reunido en el cuartel general de la empresa Romano en Roma y, aunque era una helada mañana de enero, el tema del día era caliente.
De nuevo, los artículos en la prensa sobre la disoluta vida privada del accionista mayoritario de la empresa alteraban el orden del día.
Dante Romano, el protagonista de tales artículos, estaba sentado a la cabecera de la mesa, mirando a todos con desdén mientras su hermano, Stefano, hacía lo posible para cambiar de tema. Pero Dante, más que dispuesto a defenderse, se volvió hacia su tío.
–Tal vez querrías aclarar eso, Luigi –le dijo, con un tono cortante como el hielo.
–Estoy diciendo que somos una familia de empresarios con una larga trayectoria.
–Eso ya lo sabemos –dijo Dante, encogiéndose de hombros.
–Y que tenemos una reputación que mantener.
–¿Y?
–Titulares como los del fin de semana ensucian la reputación de la familia…
–¡Ya está bien! –lo interrumpió Dante–. No estamos en un almacén embotellando aceite y vino para venderlo en el pueblo. Somos una empresa multimillonaria. ¿A quién le importa con quién me acuesto?
Miró a los miembros de su familia, todos ricos y poderosos gracias a su padre. Ninguno se atrevía a mirarlo a los ojos, ni siquiera su hermano menor, Stefano. Y Ariana, que era la melliza de Stefano, se miraba las uñas, evidentemente incómoda.
Pero Luigi siguió adelante:
–Con tu padre enfermo y tantos cambios en el consejo, necesitamos estabilidad. Debemos respetar los valores familiares con los que tu abuelo formó esta compañía.
Familia, familia, familia. Dante había oído esa palabra un millón de veces y estaba harto.
Él quería a su familia, sí, pero para él el amor era una carga.
Después de la reunión iría al Giardino delle Cascate, daría patadas a las piedras y se pondría a gritar… porque la verdad era que la familia Romano era menos que perfecta.
Dante siempre había odiado que su madre los retratase como si lo fueran cuando él había presenciado innumerables peleas. Había muchos secretos en la familia Romano y el propio Luigi había estado a punto de destruir la empresa por su afición al juego.
Dante era desconfiado por naturaleza. Creía que todos mentían. Siempre.
–Espera un momento, Luigi –dijo entonces–. Mi abuelo dirigía una empresa pequeña desde un cobertizo, pero mi padre hizo famoso el nombre de los Romano en todo el mundo con su visión para los negocios…
–¡Y también con sus valores familiares! –lo interrumpió su tío.
–Hasta que tuvo una aventura con su secretaria –le recordó Dante.
–Por favor –intervino Stefano de nuevo–. No sigáis por ahí.
Pero Dante no estaba dispuesto a callarse.
–¿Por qué no? Mi padre dejó plantada a su mujer después de treinta y tres años de matrimonio y se casó con una chica tan joven como su hija, así que no te atrevas a darme lecciones sobre valores familiares. Ninguno de vosotros –Dante miró alrededor, pero nadie se atrevía a sostener su mirada–. Yo no tengo por qué dar explicaciones sobre mi vida privada. Soy soltero y me acuesto con quien me dé la gana.
Como hacía muy a menudo porque las mujeres lo adoraban.
Lo adoraban. Y no era solo por su innegable atractivo físico, su espeso pelo negro o sus ardientes ojos oscuros. Ni su fabuloso cuerpo, que él compartía felizmente con una interminable lista de mujeres. Sí, su riqueza era envidiable, como lo era su vigor en el dormitorio.
Pero había algo más. Su arrogancia, su insolencia, su indomable carácter, eran chocantes para muchos, pero su carisma y su pícara sonrisa eran irresistibles.
Porque Dante podía ser encantador. Incluso cuando estaba siendo un canalla.
«Vamos, bella», decía cuando rompía una relación. Llamaba «bella» a todas las mujeres porque eso era más fácil que recordar los nombres. «¿Una pulsera de diamantes secaría esas lágrimas? ¿O un coche tal vez?».
Las mujeres con las que salía sabían desde el principio que la relación no iría a ningún sitio y decían aceptarlo, pero luego no era tan fácil sacarlas de entre las sábanas de seda.
–Trabajo mucho y todos lo sabéis. Si no fuese por mí, estaríamos de vuelta en el cobertizo, embotellando aceite. No he salvado la empresa una vez sino dos veces –les recordó a todos.
Cuando sus padres se divorciaron, Dante había tomado el timón de la compañía. Se había hecho cargo de todo y había reestructurado la empresa, de ahí que Luigi ya no fuese uno de los mayores accionistas. Por eso había tensiones.
Su móvil empezó a sonar en ese momento. Era el médico de su padre desde el hospital, aunque no era una sorpresa porque había esperado que se pusiera en contacto con él.
Había visitado a su padre en Florencia la noche anterior para discutir su traslado a un hospital de Roma. Era lo más lógico porque Dante vivía en Roma, Stefano iba de Roma a Nueva York y, aunque Ariana pasaba mucho tiempo en la oficina de París, tenía su casa en Roma también.
Sin embargo, Rafael había cambiado de opinión y quería volver a la casa familiar de Luctano, en las colinas de la Toscana, rodeada de sus queridos viñedos.
–Podemos llevarte allí –le había dicho–. Claro que sí.
No siempre se habían llevado bien, pero tenían una buena relación. Su padre había sido distante cuando era niño porque trabajaba a todas horas, pero cuando nacieron Stefano y Ariana, la dinámica de la familia cambió. Sus padres dejaron de pelearse, tal vez porque la empresa había crecido y su situación económica había mejorado. O tal vez, había pensado Dante, porque le habían enviado a un internado en Roma.
Sin embargo, las vacaciones en la casa de Luctano habían sido siempre maravillosas. Su padre se tomaba unas semanas libres para enseñarle el maravilloso paisaje de la Toscana y los productos que eran la base del negocio familiar.
Con poco más de veinte años, Dante había empezado a trabajar en la empresa. Rafael había puesto toda su energía en los productos, dejando la dirección de los negocios a su hermano Luigi, que era un hombre impulsivo y aficionado al juego.
Cuando estuvieron al borde de la bancarrota y Dante se hizo cargo de la administración de la empresa, la relación con su padre se hizo más estrecha. Incluso podría decir que eran amigos.
Hasta que apareció Mia Hamilton.
Mia, una desconocida secretaria de la oficina de Londres, se había convertido en la ayudante personal de Rafael Romano.
Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Dante intentó dejar a un lado su animadversión para que el tiempo que le quedaba a su padre fuese lo más agradable posible. No le importaba que se hubiera trasladado a Luctano porque tenía su propio helicóptero.
Lo que le preocupaba era que ella estuviese allí.
En el hospital, Mia tenía la decencia de alejarse cuando iba a visitar a Rafael…
Mia, su madrastra.
Odiaba a la mujer de su padre y verla en la casa familiar no le hacía la menor gracia, pero llamaría al hospital para organizar el traslado y, por el momento, seguiría con la reunión del consejo.
Pero la pantalla de su móvil se iluminó de nuevo y Dante se alarmó.
–¿Por qué no nos tomamos un descanso? –sugirió–. Cuando volvamos, tal vez podríamos hablar de algo que no sea mi vida sexual.
Salió de la sala de juntas, dejando a Luigi con expresión airada, y se dirigió a su despacho. Tenía cuatro llamadas perdidas del médico de su padre y eso no auguraba nada bueno.
–¿Doctor Minnelli? Soy Dante Romano.
Y así, de repente, supo que todo había terminado.
El médico le contó que la salud de su padre se había deteriorado de forma repentina y, antes de que pudiese llamar a la familia para decirles que el final estaba cerca, Rafael Romano había fallecido.
Dante había sabido que ese día iba a llegar y, sin embargo, la muerte de su padre fue un golpe que lo dejó sin respiración.
Miró hacia la basílica de San Pablo Extramuros y clavó los ojos en la enorme cúpula.
No podía creer que su padre hubiese muerto.
–¿Sufrió mucho? –le preguntó, con voz entrecortada.
–No, en absoluto –le aseguró el médico–. Todo fue muy rápido.
Roberto, su abogado, estaba con él. La signora Romano estaba en el jardín del hospital, pero Rafael murió antes de que pudiese llegar a la habitación…
Dante no quería saber nada de Mia Romano, que era irrelevante y pronto desaparecería de sus vidas como el cáncer que era. Su padre había muerto solo con el abogado de la familia a su lado, sin Angela, su leal esposa durante tres décadas hasta que Mia apareció en sus vidas.
–¿Ha llamado a mi madre?
–No, aún no. La signora Romano pensó que era mejor llamarle a usted.
Bueno, al menos en eso no se había equivocado porque Dante no hubiera querido saberlo por Mia. La había odiado desde la primera vez que la vio.
Aunque eso no era del todo cierto. La había odiado desde la segunda vez que la vio. La primera vez no sabía que ella era la mujer que había roto el matrimonio de sus padres.
Ese día, Mia llevaba un vestido de lino de color lavanda, el pelo rubio sujeto en un moño. Dante se había quedado fascinado por los ojos de color azul zafiro, enmarcados por largas y pálidas pestañas.
–¿Quién eres? –le había preguntado cuando entró en el despacho de su padre.
–Mia Hamilton –había respondido ella–. La ayudante del señor Romano.
Su mediocre italiano debería haber sido una advertencia, pero Dante estaba demasiado cautivado como para pensar con claridad.
Dante recordaba la exquisita tensión en el aire cuando sus ojos se encontraron. Recordaba el ligero rubor que se había extendido por sus altos pómulos, el largo y esbelto cuello… pero entonces su padre entró en el despacho.
O, más bien, por suerte su padre entró en el despacho en ese momento.
Rafael le había pedido a Mia que saliese del despacho y, unos minutos después, Dante había descubierto por qué a su padre no le importaba que su ayudante no hablase italiano.
Más tarde descubriría lo decidida y tenaz que era la estirada Mia Hamilton.
Y lo implacable.
Mia se había negado a ser la amante de Rafael Romano y no aceptaría nada menos que ser su esposa.
La prensa había crucificado a Mia, a quien calificaban de buscavidas y cosas peores. «La reina de hielo», la habían llamado en muchas revistas porque jamás mostraba la menor emoción. Ni siquiera cuando la que pronto sería exesposa de Rafael, Angela Romano, lloró abiertamente en una entrevista televisada mientras hablaba sobre el final de su matrimonio. Ese día, Mia Hamilton había sido fotografiada de compras en Via Cola di Rienzo.
Dante no se había unido a las voces de condena porque su animosidad hacia Mia era profundamente personal. Su desdén hacia ella era en realidad una defensa.
Por supuesto, había apuntalado la propiedad del negocio para evitar que ella lo tocase con sus manos de buscavidas, pero mientras se decía a sí mismo que la quería de rodillas, suplicando, la verdad era que solo la quería… de rodillas.
Tras un rápido divorcio seis meses después del día que la conoció en el despacho de su padre, Mia Hamilton se había convertido en Mia Romano.
Naturalmente, Dante no había asistido a la boda. Había respondido a la invitación con una nota escrita a mano diciendo que siempre había considerado el matrimonio como una institución irrelevante y nunca más que en ese momento.
Ningún miembro de la familia había acudido a la boda, por supuesto. Su madre vivía ahora permanentemente en Roma y su madrastra tenía los tacones firmemente clavados en la residencia de Toscana.
El hogar de su familia.
Pero no podía pensar en Mia ahora, cuando su padre acababa de morir.
–Gracias por todo lo que ha hecho por él –le dijo al médico, llevándose una mano a la frente–. Yo le daré la noticia a mi familia.
A la auténtica familia de Rafael.
Después de cortar la comunicación, Dante se quedó inmóvil un momento, pensativo. Su padre había planeado su propio funeral con el mismo cuidado que había puesto en su primer viñedo para convertirlo en el enorme imperio que era ahora.
Sí, a pesar de sus diferencias, Dante lo echaría mucho de menos.
–Sarah –murmuró, pulsando el intercomunicador– ¿puedes pedirle a Stefano y Ariana que vengan a mi despacho, por favor?
–Sí, claro.
–Y a Luigi.
Los mellizos tenían veinticinco años y Dante treinta y dos. Stefano era un chico reservado y guardó silencio mientras les daba la triste noticia. Ariana, la niña mimada de su padre, lloró con verdadera angustia y Luigi enterró la cara entre las manos, sorprendido por la muerte de su hermano mayor.
–Tenemos que decírselo a mamá –dijo Dante entonces.
Era inapropiado, pensó mientras volvían a la sala de juntas, que el consejo de administración supiera lo que había pasado antes que su propia madre, pero debían haber oído llorar a Ariana porque sus expresiones eran solemnes. Evidentemente, se habían enterado de la noticia. Rafael había sido un jefe severo, pero también respetado y querido por todos.
–La noticia no debe salir de esta habitación –les advirtió con tono grave–. Haremos un anuncio oficial, pero antes debemos darle la noticia a nuestra madre. La reunión queda aplazada hasta la semana que viene.
–Pobre mamá –dijo Ariana, sollozando mientras subían al ascensor–. Será un golpe terrible para ella.
–Mamá es fuerte.
–Pero debería haber estado a su lado –insistió su hermana –. Todo esto es culpa de ella.
–Hay muchas cosas por las que culparla, pero no por la muerte de papá.
Poco después llegaron a la lujosa Villa Borghese, donde Angela Romano tenía su ático. Un hombre y una mujer se acercaban al portal en ese momento. Iban de la mano, riendo. La mujer era su madre y el rostro del hombre le resultaba vagamente familiar.
–Dé una vuelta a la manzana –le dijo Dante al conductor.
Stefano lo miró, sorprendido.
–¿Por qué?
–Necesito un momento para calmarme antes de hablar con ella. Además, deberíamos alertarla de nuestra llegada. Si aparecemos así, de repente, se llevará un susto.
Mientras el conductor daba la vuelta a la manzana, Dante la llamó por teléfono.
–Pronto?
–Hola, mamá. Estamos debajo de tu casa. ¿Podemos subir? Me temo que debemos darte una triste noticia.
Cuando cortó la comunicación, Ariana lo miró con gesto acusador.
–¿Por qué le has dicho eso? Ahora sabrá que papá ha muerto.
–Es lo mejor. Estuvieron casados más de treinta años y puede que necesite un momento para hacerse a la idea.
Y también para despedir a su amante.
¿Quién era? Su rostro le resultaba familiar, aunque esa era la menor de sus preocupaciones. Sencillamente, se había quedado atónito al ver a su madre con otro hombre. Por supuesto, su madre tenía todo el derecho a rehacer su vida y merecía ser feliz…
Pero no le había hecho gracia enterarse precisamente aquel día.
Su madre estaba sola cuando abrió la puerta del ático.
–Dante, ¿qué haces aquí?
Al ver la expresión triste de Stefano y Ariana tras él, entendió lo que pasaba y se quedó inmóvil en la puerta.
–Vamos –dijo él, tomándola del brazo para llevarla al salón.
–No, no, no –murmuró Angela, dejándose caer en un sofá.
–Todo fue muy rápido. Papá no sufrió y mantuvo la dignidad hasta el final. Incluso se reunió con Roberto…
–Yo debería haber estado a su lado –lo interrumpió su madre, llorando–. ¿Y el funeral? No he vuelto a Luctano desde…
Desde que se descubrió la aventura de Rafael con Mia Hamilton. El escándalo había sido tremendo y su madre se había mudado al apartamento de Roma inmediatamente.
–Luigi y Rosa han dicho que puedes dormir en su casa. O puedes alojarte en el hotel.
Qué desgracia. Su madre, que había vivido en Luctano toda su vida, reducida a ser cliente de un hotel, aunque fuese propiedad de los Romano.
Dante estaba furioso mientras se servía un coñac, aunque intentaba disimular, pero cuando empezaron a hablar de los arreglos para el funeral sintió el profundo deseo de ver a su padre por última vez.
–Voy al hospital. ¿Queréis venir?
Stefano negó con la cabeza y Adriana empezó a llorar de nuevo.
–Muy bien. Mañana iremos juntos a Luctano para el funeral.
–Es culpa mía –dijo Angela entonces, como hablando consigo misma–. Debería haber sido una esposa mejor. Debería haber aguantado…
–¿Aguantar qué, mamá? Nada de esto es culpa tuya.
Él sabía bien de quién era la culpa.
–Yo me encargo de darle la comida a Alfonzo –se ofreció Stefano.
Maldito perro.
Alfonzo, un bichón maltés viejo, ciego y antipático, era su cruz y la razón por la que no llevaba mujeres a su casa.
–Gracias.
Cuando llegó al hospital, Mia no estaba en la habitación. En realidad, no esperaba encontrarla velando el cadáver de su padre y se alegró de no tener que verla en ese momento.
Rafael Romano tenía un aspecto tranquilo, como si estuviera dormido, y la habitación olía ligeramente a vainilla. Eran las orquídeas, pensó. Siempre había orquídeas en la habitación de su padre.
–Lo sabías, ¿verdad? –musitó, sentándose a su lado y apretando la helada mano de Rafael–. Por eso anoche me dijiste que querías volver a Luctano.
Por fin, su voz se rompió mientras le hacía la pregunta que no se había atrevido a hacer cuando su padre estaba vivo:
–¿Por qué tuviste que casarte con ella, papá?
Y no se refería al dolor que había causado el segundo matrimonio de Rafael, sino a la agonía de desear a la esposa de su padre.