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Primera parte
La de la euforia
ОглавлениеPatiño mío:
Dime que sí, dime que volveremos a ser felices. Hubo una época en que estar tristes era una fiesta, ¿recuerdas? Celebrábamos que nuestro pasado estaba por delante. Que todo estaba por hacer y que todo sería hecho. Pero el tiempo se está esfumando, minuto a minuto, con cada frase que escribo. Heme aquí enviándote a toda prisa un email desde la oficina porque se ha desatado la negra espiral que preveíamos en mi vida: esta tarde el jefe me ha mandado llamar.
Ven, Patiño, sube conmigo a la sexta planta. Mira este aséptico despacho con vistas a la Sierra. Fíjate en su cuidada decoración: unos muebles silenciosos, dos cuadros cristalinos, un minibar y una alfombra color mostaza que tiene en una esquina un camellito rojo. Es el despacho de mi jefe. Y la que está a punto de entrar es quien firma. “Qué tal. Siéntate, que ya acabo”, dijo y (ya conoces mis fijaciones) tuve la impresión de que estaba terminando de masturbarse. “Ya acabo” quién sabe el qué, porque se acercó a la ventana en actitud contemplativa, cual si fuésemos personajes de una película sueca y yo le hubiera confesado un crimen. Me conozco el numerito. Finge tener siempre la mente en algo más importante que la persona que tiene enfrente. Se muestra paródicamente cordial para que notes el esfuerzo que hace por ocuparse de ti. Entonces tú (quiero decir, yo) esperas que te lancen tu galletita echado en un sofá que cuesta lo que tu sueldo (varios miles de euros, se entiende).
Finalmente se gira y abre entusiasta sus brazos, como si nos acabáramos de encontrar en la cubierta de un yate. Me pregunta si quiero beber algo y se dirige hacia el minibar a ponerse un whisky. No me cae bien, pero tampoco mal, este minijefe. Yo acepto un whisky, claro; no recuerdo haber rechazado una copa en toda mi vida.
Dice, paseando la mirada por su despacho como si por ahí revoloteara una idea difícil de asir: “Tú eres una chica muy inteligente…”, y yo me crispo; nunca un hombre me ha llamado inteligente como piropo. Pero en esto suena el teléfono de su mesa y deja la frase sin terminar. Se me acerca extendiéndome mi whisky y me confiesa que tiene ganas de lanzarlo por la ventana. Me pregunto por qué quiere defenestrar mi copa, pero se refiere ¡al teléfono! ¡Quiere lanzar por la ventana ese gran invento del siglo antepasado! Aunque no es cierto. Es una modalidad entre los jefecillos hispánicos: quieren jactarse, pero tienen miedo fundado a la envidia, entonces se quejactan, se quejan de tener todo aquello de que se jactan, la queja es una y trina.
Mi jefe le dice resignado a su secretaria: “Pásamelo”. Levanta la mirada al techo y me mira con complicidad indicándome que está harto, pero de golpe exclama con un entusiasmo enlatado: “¡Hombré, qué gusto oírte!”. Me hace un leve gesto de disculpa (muy leve, que subraya que en realidad no me debe ninguna y si hace falta yo me tengo que quedar ocho horas en su sofá) y me da la espalda.
Me quedo observándolo, mientras olfateo los aromas tostados de su finísimo whisky. Si este hombre fuese guapo, sería una máquina de dominación. Pero es alto, perfumado y elegante, y paticorto, cabezón y contrahecho. Además, tiene los ojos saltones y el tórax como inflado. Por estos rasgos de enano a pesar de su metro noventa, en esta hidalga e ingeniosa oficina al jefe le llaman “el enano más grande del mundo”. Yo vengo a ser un clon degradado de este enano gigante. Uso gafas, plumas y maletines casi-casi como los suyos (ya verás, no me vas a reconocer); tengo decorada mi vida a imagen y semejanza de la suya (ya verás, ya verás), pero o bien todo lo que uso y compro es una imitación menos cara, o tengo un único y precioso ejemplar de cosas a las que él no les da demasiada importancia, y a las que tú no les darías ninguna. Pero ese es otro contar.
Bebiendo a la salud del camellito rojo que marca la diferencia entre una alfombra de cien euros y una de mil, pensé en el documental que deberíamos hacer, Patiño, no sobre tu España profunda, sino sobre esta de la que empiezo a ser parte, La España superficial, a la que el cerebro no le ha crecido en proporción a los bolsillos; esta España renuente a filosofar, monárquica, católica y libertina que no vivió la Revolución del 68; que declara como sus “derechos” lo que hasta hace nada eran sus vergüenzas (y viceversa); que pasó de la noche a la mañana de…
A ver, no quiero perder el hilo, si es que alguna vez tengo el hilo entre mis manos. El jefecillo ha colgado y se está dirigiendo a su servidora: me dice que si satisfechos conmigo, que si incremento del público joven, que si tal y que cual y que me van a “ascender”. ¡No te rías!, se dice así, Patiño, el entrecomillado es puro desconcierto mío. Yo intento mantenerme alerta, siguiendo tus divinas enseñanzas, pero qué le voy a hacer, unas veces uno se comporta como un ser menesteroso, pero honesto, que pide un aumento; otras, te suben el sueldo sin que tú lo hayas pedido y ya está: empieza tu metamorfosis en un ser miserable.
Con la noticia del ascenso y tres whiskies me embriagué. Fue después, cuando bajaba en el ascensor, que comprendí que entre líneas de halagos mi jefe me acababa de decir que soy uno de los suyos.
Que soy de su especie.
Que tengo un precio.
Desde los sotanillos del infierno, siempre servil,
Catalina Cata Botellas
La ironía no me hará libre. Pero engañémonos, escrita la carta me siento mejor. Cuando se la cuento a Patiño, esta mi existencia sin enjundia se ennoblece. Cualquiera diría que el sentido de mi vida es escribírsela. Y no digo yo que no.
En las semanas siguientes compruebo que la asunción significa mil doscientos euros más al mes y escribir menos o nada en Megaloideas.es, la página web que me cobija y me alimenta. A mí, que se me contrató para escribir, se me ha adjudicado ahora el papel de controlar lo que los demás escriben. Esto le cambia a una la visión del mundo. Ahora todas las metas de la empresa me parecen facilísimas y mis subordinados, unos ineptos. Ya no invento, critico; no propongo, desecho; no escribo, corrijo; y bien decía el ciego argentino: nada más fácil que corregir una página de El Quijote, ni más difícil que escribirla.
Con el ego y los bolsillos hinchados me paseo por la oficina luciendo en la cabeza mi nueva corona de cartón lustrado.
Catalina querida:
Intentando sacar sabiduría de las piedras, he terminado llorando sobre ellas.
C. Patiño
Patiño, Patiño… Cuál será la materia de sus días. Lleva cinco años de retiro en un pazo que dejaron abandonado sus padres. La piscina llena de pasado, ranas y líquenes; el frío que ha aprendido a colarse entre los muros; dieciocho habitaciones huérfanas; sin teléfono, a veces hasta sin luz, aquí en la vieja Europa. Patiño, intentando arrebatar algo de mística de las piedras ancestrales. Patiño con las uñas, Patiño con los dientes. Patiño en su adorado margen ansiando entender el mundo, pero negándose a negociar con él. Patiño que vive o sobrevive con las ayudas de su madre y de sus tres tías solteronas. En treinta años, no se le conoce un solo trabajo remunerado.
Patiño:
Yo me lo merezco todo. Todo me lo debo a mí. Todo es culpa mía. Le he vendido mi alma a Satanás. Cuando se vende el alma sucede una cosa muy concreta: una acepta convertirse en la encarnación de su aspecto más vil. Yo le vendí mi alma al Ángel Soberbio porque me sacara del lodazal tropical en que nací. No se hace este trueque para ser feliz. Al contrario, uno pone su alma en rebajas el día en que se pregunta: La felicidad ¿qué importancia tiene?
Toc, toc, toc: al instante llama a tu puerta Satán.
Catalina Cata Botellas
Catalinísima:
“El deber del ser humano es ser feliz”, me dijo la santera de la Habana Vieja que no quisiste visitar conmigo. La felicidad como precepto moral. A mis usuales agobios, se suma esa nueva culpa: la de no ser feliz.
¿Quién va por la senda de la felicidad, quien persigue sus deseos o quien los deja ir?
C. P.
Ay, Patiño –me dan ganas de escribirle, pero ni eso hago– yo, que mis deseos son mis órdenes, salgo todos los días tarde de la oficina con la convicción de merecerme el mundo en bandeja. Compro semanalmente kilos de discos y libros (ese consumo de quienes no se consideran consumistas) y he terminado por descubrir por qué comprar es tan frustrante: uno compra todo aquello que en el fondo le hubiese gustado crear uno mismo.
Todos los libros se quedan sin abrir en mis estanterías. Ganando los doblones que gano al mes, y sin tiempo para disfrutarlos, compro “cultura” como si así adquiriera futuro. Ya tendré tiempo de vivir como quiero, me digo. Atesoro libros como quien salvaguarda una vida venidera.
Patiño tarda hasta dos semanas en contestar mis emails, cuando baja al pueblo a comprar comida y le sobran dos euros para el cíber. A veces responde por correo del de antes, con sello de cera y todo.
Catilina, Catilina:
Sólo en la nada está la plétora.
Patiño
Patiño:
Ven. Cuando analizo mi vida me deprimo, pero cuando la comparo con la tuya, me enaltezco.
Ven, que ahora que gano dinero a manos llenas me doy cuenta de que necesito amor.
Ven, adjunto billete en primera clase a Madrid.
Cata
Sres. Megaloideas.es
A la atención de Catalina M. Botellas
Directora Creativa de Pubertad Impúber
Muy señora mía:
Voy para Madrid.
El pequeño telegrama aún tiembla en mis manos y ya me parece que soy feliz. Y que lo he sido siempre. Miro hacia atrás en retrospectiva peliculera y mi vida entera me parece una cinta delirante y sensual.
El tercer viernes de primavera, día de su advenimiento, salgo de la oficina al mediodía para preparar la escena. Quiero que no falte nada, que todo esté perfecto.
Se acerca Patiño. Tiembla el suelo. Mi casa está a punto de despegar por encima del tedio y la mediocridad. ¿Qué es ese tintineo? Son las botellas de whisky que se estremecen en mi alacena. Qué fácil es conjeturar el pasado. Ahora –ahora mientras tecleo y el tic, tic, tic de las teclas se mezcla con el tlin, tlin, tlin de las botellas en mi memoria– me parece que todo presagiaba aquella tarde de viernes que en menos de cuarenta y ocho horas me iba a cambiar la vida.
¡El timbre! Levanto el telefonillo y me dice el portero rezongando:
—Hay aquí una persona… que dice que no sabe quién es.
—Que suba. Intentaremos solucionarlo.
Abro la puerta de mi astronave y corro a echarme en el sofá. La última vez que Patiño me vio fue hace casi tres años. Yo acababa de llegar de ese que uno llama mi país y tenía una pinta de socióloga de bananera mezclada con presentadora de tele de Miami, si tal mezcla es posible. Ahora quiero sorprender a Patiño. Quiero que lo primero que vean sus ojos sea Cata envuelta en un espeso albornoz carmesí, echada en el sofá multiorgásmico con un libro de Nietzsche entre manos.
Escucho el ascensor. Veo con el rabillo del ojo la silueta de Patiño dibujarse entre el marco de la puerta. Sin levantar la vista del libro, digo:
—Bienvenida. Pasa y conoce mi pequeño paraíso artificial.
—Todos los paraísos son artificiales –replica Patiño, siempre en guardia.
Ha llegado Patiño, amigos, como la primavera.
Ahora van a ver
Las heridas florecer.
Patiño abandona su lacónica maleta en la entrada, avanza con cadencia de gata hasta el sofá y se deja caer a mi lado. No cambia, la Patiño aniñada de siempre, de piel de guanábana y ojos húmedos de ternera.
—Esto es pernicioso –dice mirando hacia los ventanales del salón (vivo en un décimo piso)–, esto de vivir en la cúspide. Es muy distinto despertarse cada día en un sótano pensando “allá afuera está la ciudad que me da de comer”, que levantarse cada día y tenerla a tus pies.
—Bueno, la mayor parte del tiempo me dan ganas de tirarme por la ventana.
—Menos mal.
Patiño recorre con la mirada el salón, viejo recurso que aprovecha quien escribe para describírselo a ustedes, sus volubles lectores. Hay toda clase de baratijas caras, si se me perdona, muebles y tiliches inútiles con que he llenado este espacio para acercarlo a la noción de hogar. En aquel rincón, la chimenea y sus compinches habituales: una mesita baja con un par de copas, unas cuantas lamparitas de luz tenue, una alfombra tan peluda que se ha tragado varios calzoncillos, y cuadros y adornos eróticos que aludan al desnudo femenino: nada predispone mejor a un hombre que una vaga ilusión de que se le ofrece un harem particular. Pasen, muchachos, pasen ustedes también.
—Patiño… –murmuro cerniéndome sobre ella. Mi voz delata ya el ansia que me embarga cuando la tengo cerca–. ¿Cuándo veré frente a mí las pupilas mefistofélicas de un hombre al que pueda llamar mío? ¿Dónde está Él? Ya sabes, Él. ¿Dónde está ahora su garfio invencible? ¿Cuándo veré su cuerpo macizo y elástico serpentear frente a mí mientras su melena nos baña las caras, quiero decir a Él y a mí, eh, Patiño?
Ella, como perenne insomne es perenne somnolienta. Se restriega los ojos, se recuesta en el sofá y me responde en medio de un bostezo:
—Te han estafado. Te han vendido el síntoma por la enfermedad. Saca el whisky, anda.
—No soy nada sin un hombre –le explico mientras me alejo a buscar la botella y dos vasos para iniciar la alquimia–. Necesito un macho a mi lado, un ser erecto y pertinaz, como dice el poema, ¿te lo recito?
—Cata, no me seas pesadilla.
—Soy una mujer presa en un cuerpo de mujer.
—Hay casos peores.
—No alcanzo a sentirme un ser autosuficiente, ni puedo considerar a los hombres meros vehículos para el fornicio, ¡y mira que lo intento!, pero nada: no logro diferenciar entre amor y voluptuosidad.
—Lo normal a nuestra edad –dice Patiño como lo más obvio–. Por eso ya no practico el sexo.
—¿Cómo? –La bandeja está a punto de caérseme al suelo–. ¡Traición! ¡No puedes hacerme esto!
—No seas manipuladora, Cata. La carne todo lo enreda. No haré proselitismo. Cada una lo tiene que descubrir por sí misma.
—Pe… pe… pero… Yo te estaba esperando para salir a recorrer las calles madrileñas en busca de amor… o sus sucedáneos.
—Saldremos, saldremos –me dice con tono maternal y para demostrármelo se pone a buscar algo en los bolsillos de su holgada chaqueta de safari. Saca un sobre, lo abre mirándome como disponiéndose a entregarme un óscar y extrae de él dos cartoncitos satinados–. Mira lo que nos espera –dice extendiéndomelos.
Son dos invitaciones para el estreno, esta misma noche, de la opera prima de Piroulette, un excompañero suyo de la Escuela de la Real Imagen, o Real Escuela de la Imagen, se me dislocan los factores.
—¡Albricias! No puedo concebir mejor ocasión para que tú y yo salgamos, amiga, a investigar en alma y cuerpo el fenómeno amoroso –digo enfatizando las dos últimas palabras. Sé que le va a fastidiar ese recuerdo y aún así lo invoco. Incongruencias de la amistad.
—Amatorium phænomena… –suspira ella y la verdad no pensé que se ensombrecería tanto–. Era un buen título –murmura recordando el ensayo audiovisual que se propusiera hacer acerca del amor erótico.
Patiño leyó durante meses lo que no está escrito, llenó fichas y ficheros, hasta que al final no halló por dónde coger el tema y abandonó carpetas. Son demasiados los proyectos que ha ido dejando por el camino. Son todos. Su perfeccionismo extremo la ha condenado a la inacción.
—Catalina… –susurra mi nombre con una derrota amarga en la voz–. Durante las once horas de trayecto me pareció que el traqueteo del tren me decía “fracasarás, fracasarás, fracasarás”.
—Pero Patiñito…
No me atrevo a decirle que, si el fracaso existe, ella ya ha fracasado, y ese es su gran éxito. Ha llegado en primer lugar a la estación donde nos encontraremos todos.
Patiño enciende un pitillo y arruga la cara con desagrado.
—Cata… yo estoy menguando. Hay algo antinatural en mi encierro. No sé si estoy encerrada por intolerante o soy intolerante por estar encerrada. –Me mira invitándome a la reflexión y me pregunta–: ¿Tú qué dirías, con la edad eres más o menos tolerante?
Me lanza la cuestión para distraerme, adicta de mí a la dialéctica. Le digo que soy más tolerante pero también más exclusiva, contradicción que trato de enmendar a toda costa, improvisando argumentos, por lo que apenas escucho cuando Patiño confiesa:
—He venido a la Capital del Reino a hacer contactos.
—¿Qué?
La miro sorprendida. Me dice titubeante que no sabe muy bien qué es eso de “contactos”, pero que ha estado dándole vueltas en el último año de su retiro y cree adivinar que ese misterioso asunto de los “contactos” es la base de la sociedad. Levanta los ojos y entre pinceladas de humo me mira indefensa.
—Suena horrible, Patiño, pero tú has venido a Madrid a incorporarte a la ruleta laboral.
Afirma, contrita. Y espera que yo le explique cómo se hace eso. Qué es eso de hacer contactos o eso otro de “moverse”, cómo entra uno en el mundo, cómo se gana uno un sitio a codazos, qué son todas esas figuras poéticas, me pregunta.
Cata, esa mísera tuerca de un engranaje que apenas barrunta, qué le puede decir.
—¿Que cómo entré? Por azar. Por azar de cuna, porque así como unas tienen espigados cuerpos de pasarela, yo tengo ingenio, sagacidad y un malévolo olfato que me hace saber qué quiere escuchar cada cual en qué momento. Y por azar del mercado, créeme, porque mi currículum cayó en manos de uno que encontró gracioso mi nombre, porque convenía contratar a una latinoamericana, porque alguien se construye una leyenda contigo, antes de conocerte. Y te manda llamar. Y según su estado de ánimo decide que encajas, o no, en su fantasía.
—¿Intentas parecer modesta?
—Tengo un sueldo suculento, pero eso no quiere decir que yo sea peor que tú.
—Ja.
—Una vez que estás dentro, estás tan indefensa o más que cuando estás fuera. Cuando tienes un “trabajo” como el mío sabes que estás ahí como podrían estar cientos de personas. Te pagan mucho pero te sabes innecesario, cómo explicarte esta paradoja: el sueldazo te lo dan para humillarte. Te pagan mucho para que tú misma te extrañes y te desprecies. ¡Y más te vale!, porque el día que te creas merecedora de lo que tienes, el día que pienses que vales lo que te pagan, ese día… ¿Por qué me miras así, si se puede saber?
—¡A las barricadas! –exclama victoriosa y no por ello menos burlona y vengativa Patiño. Un día le dije que ella había sido comunista hasta lo del Muro y había recobrado ánimos con lo de las Torres, y todavía no me perdona la gracia.
—Escucha, pequeña mujercita: todos los mediodías, en el comedor de Megaloideas.es, me maravillo frente al plato de lentejas. ¿Cómo va a ser, cómo ha llegado ahí y sobre todo: cómo me lo he ganado? Yo y todos en el comedor de cola y bandeja, ¿qué hemos hecho durante la mañana?
—Sí, ¿qué hacéis? No consigo entenderlo.
—Ni tú ni nadie. Producir lenguaje, es en síntesis mi trabajo, escribir sandeces en la arena del ciberespacio o hacer vídeos para atrapar adolescentes de hasta cuarenta años en nuestra red. Vigilamos lo que pasa en la tele para reflejarlo de inmediato en nuestra página, aunque este año acuñamos un par de frases que después adoptaron los medios. Esto se considera un gran logro, de ahí mi ascenso. Nos copiamos unos a otros por miedo a quedarnos “fuera” de un “dentro” que nosotros mismos hemos inventado. Ya nadie sabe quién gana con todo esto, quién tiene la culpa de qué, quién es la víctima, quién el verdugo. Produciendo abstracciones nos ganamos el plato concreto de comida. Yo no sé cómo no revienta el mundo.
—¡Va a reventar! –me interrumpe Patiño, que por lo menos es de esos que no disimulan su regocijo ante la proximidad del fin de los tiempos. Los que vaticinan el apocalipsis lo hacen jubilosos, por eso nadie les cree.
—El tiempo, es lo que te compran. Cuando vienes de vuelta a casa, una hora en el subsuelo, lo entiendes clarísimo, que te pagan por no ser tuya, día tras día, mes tras mes, año tras año lo que vendes es tu tiempo. En invierno apenas veo el día a través de los cristales ahumados de la oficina, los hacen así para que los rayos del sol no activen en el “trabajador” las endorfinas y estas no le hagan saltar como un conejo escaleras abajo en pos de la felicidad.
—Y eso que tú eres trabajadora entre comillas.
—Un día terminaré metiéndome toda yo entre comillas.
—Estarás entonces a las puertas de la sabiduría.
—Querrás decir, de la “sabiduría”. No me cambies el tema. No sólo el mundo no se acaba, como dice el poeta, sino que todo retorna con distinta faz. Tengo sueldo de burguesa y jornada de proletaria, Patiño, pertenezco a una floreciente clase social, el proletariado burgués: esclavillos con anillos.
Patiño suspira y se hunde en mi sofá. Niega imperceptiblemente con la cabeza y se esfuma poco a poco hacia adentro de sí misma. Al rato coge mi mechero fálico con calculados gestos, se diría que va a encender un cigarrillo, pero les prende fuego a las dos invitaciones al estreno de esa noche.
—¡Mi alfombra! –aúlla Cata vaciando el resto de la botella de whisky en las llamas. Se escucha “chsss” y en medio de un silencio gélido nos miramos espantadas.
A Patiño se le humedecen los ojos. Su amargura es antigua. Consigue al fin contagiármela un poco. A los veinte, cada borrachera allá en la Escuela de Cine de Cuba era para celebrar nuestro éxito inminente.
—Empiezan a ser más las cosas que no hemos hecho que las que aún pensamos que podemos hacer.
No recuerdo cuál de las dos se atrevió a decir eso. Mirando cada una el presagio de su propia frustración, apuran de prisa el fondo de elixir que queda en sus vasos.
Llama la calle.
—¿Vamos?
—Vamos allá.
Señoras y señores, caballeros y demás, por el bien de Patiño, por su reinserción social e inserción profesional, a las once menos cuarto de esta noche gélida abandonamos mi astronave uterina para hacer contactos. Cata M. Botellas lleva minifalda, una boina de doscientos euros y un perfume que provoca erecciones, probado con animales. Corazón Patiño, su súper amiga, se ha vestido de hombre y va exultante dando saltitos por la acera; larga incluso una arenga apologética de Madrid (sólo en comparación con los otros pueblos de España, claro está) y un vaticinio referente a que ella encontrará trabajo, con o sin comillas, y Cata, amor, ojalá sin.
Dirigen sus pasos rumbo al estreno de la película de Piroulette, esa promesa. Le llamamos Piroulette porque este hombre de treinta y muchos va por la vida vestido como un osito de peluche y chupando una piruleta colorada.
—Alguien debería acercársele y decirle: “Hijo, ¿por qué te denigras?”
—No me tientes, Cata, que esta vez no he venido a incendiar Madrid.
Las amigas van andando por la Gran Vía hasta que la gente, los faros, los fotógrafos. Aunque a medias calcinadas, tenemos invitaciones, así que atravesamos la muchedumbre y por unos segundos nuestros cuatro pies pisan la roja alfombra desgastada. Mientras, las miradas de quienes no pueden pasar y las de los periodistas nos escudriñan intentando adivinar si somos alguien. No somos nadie, ni siquiera en su defecto.
Previsible y no obstante asombroso: Piroulette ha decidido hacer su entrada con su uniforme de osito y con una piruleta en la boca. Busca dar la impresión de que pasaba por ahí y que al ver gente hubiese entrado; conversa animadamente con un grupo de colegas y parece sorprendido cada vez que alguien le da unos toques en el hombro, cual si todo ocurriera de improviso.
Patiño quiere ir a saludarlo; a mí eso se me hace difícil a pesar de la cantidad de whisky que ronda mis venas, pero hay que ser congruentes. Piroulette saluda a Patiño con una extraña amabilidad, enviándole señales de que quisiera ocuparse más de ella, pero no puede en ese momento. (Vaya, vaya, el mismo número que el enano megaloide.) Patiño mete más la pata y me presenta. Para Piroulette soy nimia, pero esta noche de gala y garbo ayudo a hacer molote, que es lo que cuenta.
Silencio. Luces apagadas. La magia hipnótica del cine está a punto de comenzar. Expectación. Unas trescientas personas se disponen a hacer un viaje de hora y cuarenta por la psique de Piroulette.
Señor, tú que eres todopoderoso, atiende nuestras súplicas; tú que estás sentado a la derecha del padre, ten piedad de los otros: haz que se vaya la luz, o que se reviente la cinta, llama a tu lado al proyeccionista, algo, cualquier cosa, pero recuerda que los mortales no tenemos tu paciencia ni tu misericordia.
No puede ser, pero es: en los albores del tercer milenio, otra cinta en que Él es un artista o un intelectual, es el alter ego del director, artista atribulado y confundido, pero no fracasado, vive dios, eso jamás. Él está harto e intoxicado de éxito cuando topa con Ella. Y Ella es una camarera. No falla, siempre aparece una camarera en el tercio final de la historia para servirle a Él, para qué están las camareras si no. Y Ella, la camarera, lleva lencería de chanel y va labios pintados y despechugada hasta para pasear al perro en pantalla grande mientras Él, en su angustia vital, no tiene ojos para esas dos tetas pero sí para ese cerebrito vacío de materia gris aunque lleno de sabiduría popular. Entonces Él se muere o casi, pues ni la muerte les sucede de verdad a sus personajes o, mejor dicho, a sus esforzados actores. Tanto trabajo, tanto presupuesto y plan de rodaje para desnudar actrices, que es para lo que al final hacen cine.
Patiño aprieta dientes, se revuelve en su silla, resopla, chasquea la lengua. Y yo me temo que se repita lo que sucedió aquella vez en el festival de cine de La Habana. Patiño no se pudo contener, se puso de pie a mitad de un cortometraje y empezó a gritar agitando sus brazos hacia la pantalla: “¿Por qué, por qué, por qué?” Después se giró hacia los espectadores: “¡Sois libres e inocentes –les gritaba–, huid, no tenéis por qué meter esto en vuestros cerebros!”. Empezaron a silbarle y algunos hasta le lanzaron bolas de papel. Patiño abandonó la sala, seguida de su amiga faldera Cata. “¡Sé digno!”, aún tuvo tiempo de gritarle a Piroulette. Y Piroulette fue digno: y luego de la que le montó Patiño en La Habana en su primer corto, la ha invitado al estreno madrileño de su primer largo.
Ahora, amenaza con repetirse la escena, a pesar de que somos menos jóvenes y bellas y eso representa un peligro para nuestras tropas. Patiño se agita en su silla, resopla y chasquea la lengua; Cata Botellas, en su silla condenada, es expulsada de la ficción, por así decirlo, y de repente le sucede con la película como si en una obra de títeres súbitamente se cayeran los cartones y quedaran a la vista los titiriteros, y empieza a verlo todo, al cámara, al sonidista, al de la claqueta, al equipo técnico y artístico, y a Piroulette, ¿sentado?, ¿de pie en una esquina?, preparando la escena, indicándole a esa flaca insulsa cómo vocalizar sus diálogos, cómo seguir sus instrucciones de uso; Piroulette sacándose la piruleta con aire pensativo para decir “acción”, para decir “corten”, para dictaminar “se imprime”. Piroulette con gafas de pasta color esmeralda poniendo en escena su rico mundo interior.
Patiño y Cata intercambian miradas en la oscuridad. No, no se levantarán de su butaca esta vez. Están atrapadas en su deseo de ser aceptadas por un mundo que desprecian, así que: tranquilitas y asintiendo. Desarrollo y nudo y desenlace y se encienden los aplausos, hasta Piroulette aplaude, tres palmadas corteses en dirección a Su Público.
A la salida del cine (de donde ha sido retirada la alfombra roja, qué poco duró), Patiño está muy nerviosa.
—Piroulette me va a pedir mi opinión. Ay, qué le digo. No debo ir a la fiesta del estreno. Vámonos, Cata, tengamos el coraje de huir.
Ah, no, ahora que me he visto su cinta, me merezco su whisky.
—Tú tranquila –le digo–. Si te pregunta, dile: es la película que cualquier mujer sueña que le dedique un hombre.
Mi amiga me mira como debió de mirar Julio a Bruto, en aquella célebre ocasión. Patiño es incorruptible. Ese rasgo suyo es el que más me irrita y por el que más la admiro.
—¿Tú querías que te explicara cómo se hace contactos? Lección número uno, de los labios de Voltaire: “La palabra le ha sido dada al hombre para ocultar su pensamiento”.
—Rayos.
La tomo del brazo, y mientras la alecciono, nos voy encaminando hacia la fiesta:
—Bueno, existe otra posibilidad: enséñale a Piroulette todas tus heridas. Humíllate más de lo que él pensó que podría humillarte.
Y sin que yo pueda hacer nada, veo cómo Cata Botellas desnuda ante los ojos censuradores de Patiño uno de sus más resguardados secretos:
—Mi táctica es no tener orgullo. Esa es la estrategia de mi dignidad.
Camino del bar, constatando que el mundo no es como en la película, vamos recuperando la fe. Hombres A y B se nos acercan, nos saludan y echan a andar con nosotras o más exactamente, tras nosotras. A y B son parte de la gran familia del cine español, familia que está pariendo hijos idiotas por culpa de la endogamia. B hizo algunas aportaciones al guion de Piroulette, de las que ahora reniega. A o B le pregunta a ese par de chicas qué les ha parecido la película.
—¿Qué clase de pregunta es esa? –responde jesuítica Patiño.
En cambio, Cata, cuyo vicio mayor es hablar y hablar a ver si así capta ella misma lo que quiere decir, comparte con ellos su misteriosa epifanía. Les cuenta cómo, mirando la película, terminó mirando el rodaje, y cómo esta visión arrojó una luz despiadada sobre la banalidad de los Piroulettes del mundo, pues no vayan ustedes a creer que solo hay uno.
Pero hombres A y B, aunque hicieran la pregunta, tienen nulo interés en la respuesta. Nos siguen, aquí van, detrás de nosotras, como escoltándonos, pero nos miran apenas y cuando hablan de “cosas serias” se miran entre ellos.
—Nos temen y nos desean, y por esa mezcla maligna, nos desprecian. ¿Qué les ha debido pasar? ¿Por qué son así, amiga?
—¡Por qué por qué por qué! –se parodia Patiño a sí misma y elude responderme.
A y B andan por los cuarenta. Son la camada de futuros cineastas. Son o se les presume cultos y sensibles. En sus manos jóvenes pero ya maduras está el futuro del cine español, y así nos va. Tengo ganas de abofetear a hombres A y B para hacerlos reaccionar. Tengo ganas de zarandearlos y decirles: “¡Sean valientes! Nosotras nos estamos atreviendo a ser mujeres. ¡Atrévanse ahora ustedes a ser hombres!”
Pero no puedo. No estoy tan libre de pecado como para molerlos a pedradas, que es lo que desearía. Entonces me propongo ponerles la cosa que tienen entre las piernas, dura. Es extraño, pero me lo propongo en un gesto de venganza.
Aprovechando que a A y a B no les interesa lo que sale de nuestra boca, comparto con Patiño mis reflexiones sin bajar siquiera la voz:
—Eso sería darles lo que se merecen. Ponérsela dura y dejarlos así, obviamente. Tomad y bebed: sean esclavos ustedes mismos de aquello a lo que no nos pudieron esclavizar. A ver qué hacen con sus espadas ardientes, por hablar como la monjita. Tendrán que esforzarse para que nosotras, la camada de mujeres que suplantará a sus madres, los recibamos ahí mismo por donde salieron.
—¿Por qué mejor no se las cortas?
—Qué dices, cortarle el pene a un hombre es algo que una mujer hace solo por amor. ¿Sabes qué creo, Patiño?, y lo creo con amargura: que dentro de doscientos años habrá muchas mujeres agresoras; mujeres que asaltarán a los hombres en los portales, cuando regresen solos y cansados a casa; mujeres con puñales, con pistolas, con gas pimienta y mostaza, que atemorizarán a los hombres que caminen solos por la madrugada, que los ahorcarán con sus corbatas, que los degollarán en playas solitarias o al final de una agradable cena, cuando regresaban juntos al hotel. Aparecerán hombres desnudos y mutilados en las cunetas, hombres quemados vivos, ultrajados, descuartizados; lo mismo que ahora, pero a la inversa.
—¿Qué dice esta? –pregunta A o B.
—No lo sé. Dile que no tengo ni idea de lo que digo, Patiño, pero que ese es el método de mi discurso. Disparo al aire, que en algún ojo pondré una bala. Soy contradictoria, pero es que en la contradicción está la vida; en la síntesis, empieza la putrefacción. Sé que soy insoportable a veces.
—Eres insoportable a secas –corrige Patiño. Tenemos que regar esto –dice indicando con gesto grandilocuente la puerta, pues a todo esto los cuatro están ya frente a Las mariconerías de Goya, la discoteca en que se celebrarán las luces y sombras de Piroulette.
—Diles que es una advertencia, que he oído decir que las mujeres (ese gremio en el que me niego a militar) están hartas de pagar tan caro ser su confuso objeto de deseo.
—¿Para qué, Cata? ¿Qué esperas de ellos?
—Patiño, diles a estos dos que Catalina M. Botellas anda siempre buscando amor. Díselo.
(Susurros.)
—Pero Cata, ¿no ves que son dos floridos olmos?
—Díselo de todas formas.
—Catalina, basta. Ellos no entenderían esa frase ni, aunque la dijera un personaje de novela.
—Pero no puede ser… ¡Ellos son artistas!
—Esos son los peores.
—No me resigno.
—Parece mentira, tú. Las camareras son las únicas que siguen creyéndoles el cuento.
—¡Las camareras…!
—He ahí una clave en tu laberinto. Cuando las camareras tomen las cámaras, redimirán al cine español.
—Pero… ¿entonces? (Un hilo de voz.) ¿Qué queda para nosotras?
—Llanto y crujir de dientes.
Dicho esto, Patiño se reajusta el nudo de su corbata, se quita el sombrero y empuja la pesada puerta. El estruendo de dentro sale como agua a la calle.
—Adelante, perrillos– les dice Patiño a A y B, dedicándoles una reverencia de mosquetero.
Ustedes como hombres estarán pensando que qué buena bofetada se merece Patiño. Pero A y B la miran embobados. Y es que, como quizás ya ha adivinado el azuzado lector, Patiño es soberbiamente bella. Es alta, con una piel diáfana y tersa recubriendo su cuerpo de ánfora sutil y cualquiera, a pesar de sus ropajes, adivina sus dos pródigas glándulas mamarias. Encima, cuanto más se empeña en vestirse de hombre o de chicuelo, más resaltan sus rasgos de niña puta, esa su boquita sempiternamente roja y entreabierta, como si algo acabara de entrar y salir de ella.
Un portero negro recibe nuestras cuatro invitaciones y se apresura a terminar de abrir la puerta del recinto. Se han puesto de moda los porteros negros, será que infunden más respeto. Pasan A y B, pasa Patiño y pasa Cata quien, antes de entrar, y por lo que ahí dentro verán, quiere recordarles una vez más que Catalina M. Botellas está siempre, lo que se dice siempre, buscando amor.
Un amor duro y enhiesto
Tan enorme que entre en ella
Y le llegue al corazón.
Tenerse whisky en una y cigarrillo en otra; caras vemos, novelas suponemos; sopesar y ser sopesado, mirar para medirte, resignarse o persignarse… Insufribles fiestas para hacer contactos si Patiño no estuviera aquí. La veo riendo allá al fondo con un grupo de técnicos de anchurosas espaldas y largas melenas. Qué ricos están. Hombres, hombres, hombres, lo repito y se me anega la boca de saliva. Si yo sintiera por un hombre lo que siento por Patiño, a eso le podría llamar amor verdadero. Pero.
Estoy pensando atravesar la multitud para ir a decírselo: “Patiño, si sintiera por un hombre lo que siento por ti…”, cuando la veo acercarse, jalando, qué causalidad, a un hombre.
—Catica, este es Samuel. Siempre he pensado que sería ideal para ti.
Mi tipo sí es, desde luego. Pelo largo atado en una coleta, ojos verdes, barba de tres días, complexión fuerte, arete en una oreja y nariz grande y por mi regla de tres, prometedora. Miro a Samuel a los ojos y siento un chorro caliente en el corazón, algo parecido al nacimiento del amor. Me encomiendo a mi escote y me lanzo al abordaje. Estoy viva del miedo. Le paso una mano por su resplandeciente melena entre rubia y castaña mientras miro a Patiño, con agradecimiento. Ella se marcha y me deja ahí, en medio campo de batalla, frente al hombre de mi vida.
Pienso un par de gracias y las digo. Samuel sonríe y se queda a mi lado. Victoria, victoria. Todos los hombres deberían tener un nombre que empezara con ese de sensual. Samuel, tienes nombre de cascada de miel, supongamos que le digo. Aunque antes de que se espante, añadiría: “Y deseo sin más postrarme en oración y hacerle las reverencias a tu dulce cascada. Beberme entera la leche de tu vida”. Pero mientras todo esto sucede allá en la república independiente de la imaginación, Samuel la invita a un whisky y el corazón de Cata se ensancha de pavor. Cuando un hombre te invita a una copa, ya ha cometido su bendito primer traspié.
En la barra, brebaje en mano, se anima Cata y propone brindar por esta, dice, pasándole a Samuel un dedo lánguido a lo largo de la nariz. Brindan. Beben. Cata nota una sombra triste que se le aparca a Samuel en la cara. Y se emociona. Ese juego erótico es el que mejor se le da: sacarle la risa a un macho en la oscuridad de diseño de un antro nocturno. Adora el proceso que convierte a un hombre melancólico en una bestia rugiente entre sus piernas.
—¿Qué pasa, tienes una pena de amor? –le pregunta Cata, echando leña al juego.
Samuel niega tímidamente con su coleta rubia, los ojos a media asta, en duelo. Cata se inquieta, con qué le irá a salir este, ojalá no sea –se da un buen trago de whisky– con historias de arte o política. Que no le salga con que él es un alma oscura. O un lobo solitario. Ojalá le diga que está triste porque hoy ha muerto su gato. Pero Samuel dice: “Tengo novia”.
Tiene novia, camaradas. ¿Ahora qué? ¿Qué, con nuestras hormonas, siempre esclavas de nuestras neuronas? (Esto es lo que peor llevo de ser mujer.) Samuel, sofocado, se abre –Cristo redentor– otro botón de su camisa y súbitamente salta, como si hubiera estado ahí preso, un ejército de pelitos dorados. Cata quisiera recogerlos uno a uno con su lengua. Por eso, aunque se desprecie por ello, entra en el juego pedestre de las amantes mártires y va y le pregunta: “¿Estás muy enamorado?”, dándole pie a que suelte la cantaleta de que no, amor nunca hubo, amor es lo que siento por ti, pero soy un caballero y no sé cómo dejar a mi novia sin herirla… Mentira que una vez aceptada, ya para qué. Pero Cata le preguntó ¿estás muy enamorado? y fue cuando Samuel se puso de verdad trágico, cuando bajó la cabeza para decir: Sí.
Que dios te bendiga, hija mía, este hombre celestial. Te lo devuelvo impoluto. Cómo, cuándo, lo enamoraste. Dime cómo se hace, novia de Samuel, que estás ahora mismo durmiendo en tu cama de algodón mientras yo intento con refinada mayéutica llevarme a tu novio al cafetal, o al huerto, o donde se lleve uno a los hombres en estas latitudes.
Me termino en dos sorbos mi copa, tomo a Samuel por la barbilla y con la mirada mendigo un beso. Un beso de despedida. Es una urgencia poética. Y a punto está de darme mi limosna, cuando se escucha quebrarse una copa y estallar un alboroto.
Lo siguiente sucedió muy de prisa, como dicen los escritores de best-sellers. Cata ve un disturbio al otro lado de la discoteca y distingue cómo dos gorilas de seguridad se acercan a Patiño, discuten con ella y terminan levantándola por los aires tomándola por los sobaquillos. Preparándose para la lucha, Cata se gira a pedirle otro whisky al camarero. La cosa tarda porque hay mucha gente y cuando se vuelve (aún sin su whisky, este dato será de extrema importancia dentro de poco) ¿Samuel?, ha desaparecido de su lado. Cata se gira y le dice al camarero que se dé prisa. Ha crecido la alharaca en torno a la copa rota y ahora, entre el teatrillo, Cata ve cómo otros dos matones de seguridad a quien se llevan es a su rubio. Por dios, camarero, que tengo que ir a rescatar a los míos.
Al fin me dan mi whisky y corro hacia mi amiga, que parece no darse cuenta de estar siendo arrastrada hacia la salida y sigue enfrascada en una discusión con alguien. Ese alguien es –lo prometido es deuda– Piroulette; Piroulette que intercede por ella ante los de seguridad, a pesar de que es por haberle lanzado un vaso a la cabeza que la echan del lugar.
Me abalanzo hacia los matones y pellizco a uno de ellos, o mejor decir que lo intento, pues es como un muñeco de caucho, el desgraciado. Les sigo lanzando amenazas por un pasadizo oscuro hacia fuera, pero aparece un tercer matón y me dice que no puedo abandonar el bar con el vaso de vidrio. Vuelvo pues por el túnel del tiempo hacia el interior y me topo a Piroulette. Nos miramos como lo que somos: dos extraños que se repelen. No sé por qué me repugna tanto, este tipo, pero es cierto que después de su fiasco de film me cae menos mal. La estocada moral habría sido que aquel figurín con chupachups hubiera parido una obra capaz de tañer nuestras empolvadas cuerdas. No estamos preparadas para que nos rompan así nuestros prejuicios.
Llego a la barra y pido un vaso de plástico, pero tardan una eternidad en dármelo. Cuando me lo dan, me quedan tres sorbos. Mi whisky se va vaciando mientras yo me voy llenando. De un furor festivo. Ya sin whisky, ni vaso, ni beso, ni nada, logro salir a la calle.
—¿Y Samuel? ¿Dónde está Samuel?
Ahí fuera únicamente están Patiño y Piroulette; aquella, en el bordillo de la acera, y este, explicándose con los dos matones de la puerta.
—Lo has perdido, Catalina. Has perdido al hombre de tu vida… por mi culpa –me dice Patiño, pendular.
—¿Cómo? ¿Dónde está? –crece en mí la desesperación–. Quiero darle un beso. Únicamente uno en esta vida terrestre. No es tanto. ¡Samuel, Samuel! –empiezo a gritar.
—¡Silencio, coño! –muñeco guardián uno.
—¡Samuel!
—¡Shhh!
—Joder, qué tías –muñeco guardián dos. Su trabajo es velar por la higiene del sueño de los vecinos.
—¡Samuel!
—Oye, de verdad, por favor –Piroulette.
—Se ha ido, Cata. A Segovia.
—¡No! –Cata espantada–. Has dicho bien: lo he perdido. He perdido a un hombre por un whisky.
Nunca te tuve y nunca te tendré. Solo media hora, no más… los primeros versos de Konstantin vienen en mi auxilio. Si yo pudiera escribir semejantes frases, saldría menos de casa, alborotaría menos. Me siento al lado de Patiño en la orilla de la acera. Nunca te tuve y nunca te tendré…
—¡Samuel! –Patiño solidaria.
—¡Samuel! –Cata emocionada.
—¡Samuel, Samuel! –al unísono, es ya un grito de guerra.
—Joder –rezonga Piroulette y se dispone a volver a la fiesta. Pero el par de muñecones de seguridad le cierran las puertas del reino en las narices. Piroulette intenta explicarles quién es él. El director de la película, resume. Pero, ¡oh, sancta simplicitas!, los dos monigotes echan a reír, creyendo, con razón, que Piroulette les toma por tontos.
Piroulette, altivo, viene a pedirnos que atestigüemos a su favor. ¡Samuel!, le grito en la cara. Piroulette me mira con más desprecio del que yo jamás sentí por él, y se larga.
Patiño y Botellas también echan a andar, en dirección contraria. Cuando pasan frente a un cajero automático Botellas ve el cielo abierto, saca un fajo de billetes, detiene un taxi, empuja dentro a su amiga y exclama como siempre soñó:
—Taxi, ¡a Segovia!
Y el taxista obedece sin decir ni mu, que es una de las cosas que más me gusta de Europa, que los taxistas están a favor de la trama. Patiño no quiere ir a Segovia, pero no puede hablar, se lo impide un ataque de hipo. De todas formas, puesto que este taxista está dispuesto a tomarme en serio, a los trescientos metros soy yo quien le pide que nos deje en esa esquina, le pago lo que le debo más una propina daliniana y nos bajamos por propia voluntad. Como dos damas.
Dos damas otra vez por las callejuelas de la madrugada. Tengo ganas de que pase algo. Algo. No sé qué tiene esta endemoniada ciudad. Qué acelerón llevo en el pecho. Ay, dios, tú que vives y reinas por los siglos de los siglos, dinos cómo. Dinos si algún día. Pero si no ahora, cuándo.
—Voglio un homme! Voglio un homme! Ayúdame, Patiño, hazme un estribo con las manos, voy a subir a esa farola a gritar en italiano.
Patiño me hace caso y mientras me encaramo en ella, me pregunta:
—Oye, Cata, ¿por qué siempre escribes dios con minúscula?
—Porque en el caso probable de que no exista, sería idólatra que yo…
No hay tiempo para explicaciones. Un auto se ha detenido frente a nosotras. Dentro van cinco machos en ciernes, cinco veinteañeros no de familia buena sino de buena familia (¡los factores, los factores!), con sus cutis sanos, sus cabellos brillantes, sus dientes ordenados y completos; chicos que nunca han conocido el hambre, ni la guerra, ni el exilio; chicos que no tienen huellas de sufrimiento; no tienen huellas en general, es lo primero que resalta en ellos, lo que reflejan sus ojos jóvenes: su envoltorio aún ajeno a la garra de la muerte. Van escuchando la música que escuchan sus homólogos del mundo entero. Se contorsionan un poco, fuman, el motor ronronea ante el aquí llamado paso de cebra. Uno de ellos, el copiloto, saca su carita de medio hombre medio niño por la ventana y nos suelta: “¿Qué pasa, chochos?”
Cata quiere zarandearlos e inquirirles: ¿Por qué no nos dicen “hola, guapas, queréis venir con nosotros a ver el amanecer en Cádiz”? Habríamos ido, ¿que no? Nos habríamos sentado en sus regazos, les habríamos contado chistes todo el trayecto y les habríamos enseñado cositas. Yo me habría entregado con gusto a ustedes cinco. Los habría invitado a un hotel con jacuzzi, sin pedirles nada a cambio, salvo un poco de ternura y sus diez tetillas sin mácula.
Patiño, enfadada como rara vez la he visto, le dice al chico que qué maneras son esas y le da una patada a la puerta del copiloto, que devuelve un sonido de lata hueca.
Se abren de inmediato todas las puertas del auto. Los cinco salen y dan portazos como en las películas de hombres. Me emociona ese sonido, me predispone: machos, machos, machos. Chas, chas, chas, chas. Cuatro portazos. Cinco hombrecitos. Que nos rodean. El que venía conduciendo se acerca demasiado a Patiño cuando dice: “Volved a tocar el coche y os parto la cara”.
Al fin. Un clímax para una noche que empieza a hacerse larga. Recuerdo la exaltación que sentí cuando levanté mi bota y le di una soberana patada al auto, y como quien espera un chorro de agua caliente en la cara, cerré los ojos.
Pero el golpe tampoco llegó. Los machos en ciernes nos insultaron a gritos, pero no nos pusieron ni un dedo encima. Volvieron a sus puestos en el auto, chas, chas, chas, chas y se largaron. Eran buenos chicos, como creo haber dicho. Buenos y jóvenes.
Todavía les faltaban veinte años
para aprender
cómo se hiere de verdad
a una mujer.
Santificarás el sábado. A la una de la tarde despierta Cata Botellas y cuando sale de su habitación se encuentra a Patiño espatarrada en la alfombra entre filósofos alemanes. Durante las horas que otros desperdician durmiendo, ha estado leyendo un capítulo de uno y de otro. Los analiza, los compara, sin interesarse demasiado en lo que dicen. Su intriga es otra.
—¿Cómo hacen los hombres para creer tanto en sí mismos? –suspira y cierra los libros como quien pliega un acordeón–. ¿Cómo le dan tanta importancia a lo que se les pasa por la cabeza?
—La suficiente para sentarse a escribirlo –repongo a la defensiva.
—Supongo que esa es la forma en que se puede escribir un libro de pe a pa. Será un asunto de vanidad. Y será que carezco de ella.
—O que la padeces en la peor de sus vertientes.
—Pode ser –dice en gallego, y sacudiéndose la modorra se pone de pie de un salto y se apresta a hacer café y balance de su primera noche de contactos.
Dice que ella no sirve para eso de contactar y punto, que el hecho de que se dé por vencida es señal de crecimiento espiritual, que sepa que…
—La única forma conocida de sabiduría entre la juventud occidental es la resignación.
Yo objeto:
—Tu nombre permanece en la memoria de Piroulette, es evidente. Eres su musa o una de sus musas y lo seguirás siendo, sin duda. Tu rechazo no hará más que acrecentar la devoción que te profesa. Su peliculucha de ayer revela qué espera él de una mujer y… Boh –me interrumpo–. Mejor cuéntame qué fue exactamente lo que pasó anoche en el pub. Por qué te sacaron en andas…
El caso es que mientras Cata Botellas conquistaba al hombre de su vida y de su novia, Piroulette le preguntaba a Patiño qué opinión le merecía lo que había visto. Patiño fue moderada y le dijo: “Es una película prescindible”. Piroulette, que ha estudiado, se enfrascó en la discusión acerca del criterio de prescindencia en el arte; Patiño, que había bebido, topó con el límite de las palabras y le lanzó a Piroulette su argumento a la cabeza, en forma de vaso. Dos monos de seguridad se lanzaron sobre ella, con poca disposición de dialogar, como Patiño aún propuso. Samuel (esa estructura de carne rociada de irisaciones doradas) se lanzó en su defensa y fue expulsado antes que ella. Ya en la calle, Samuel (esa estructura de carne…) le dijo a Patiño: “Despídeme de tu amiga”.
—¿Eso te dijo?, ¿estás segura, qué palabras usó, no dijo nada más?
—No.
Nunca te tuve y nunca te tendré. Solo media hora, no más, con la ayuda misericordiosa del alcohol…
—Patiño, ¡qué gran lección has dado anoche! Has seguido a rajatabla todas las pautas para hacer contactos. Primera y principal: has sido tú misma.
—Qué remedio –dice decepcionada –. Soy incapaz de ser otra.
—Has sido puro desparpajo, has defendido ideas propias, no has pasado desapercibida, le has brindado atenciones a Piroulette sin adularlo… Cae de cajón: la velada ha sido un éxito.
—¿Tú crees? –me pregunta extrañada.
—Patiño, tú y yo vamos a hacer historia, me comprometo. Lástima que los cinco de ayer no nos molieron a patadas: nos alejaron así de nuestras biografías gloriosas. Yo lo presiento aunque no tengo pruebas, pero veo el día acercarse… Sí, mira, en efecto: lo dice claramente mi fondo de café.
Cata le extiende su taza vacía a Patiño y agitando las manos libres grita:
—¡Esta noche amamantaré a todos los huérfanos de Madrid!
Catalina M. Botellas se pone de pie en el taburete, aparta su albornoz cual rojo telón de terciopelo y saca al mundo sus pechos como dos bolas de helado de coco.
—¡Hagamos algo, Corazón! Edifiquemos El Templo Lácteo. Tú y yo seremos las sumas sacerdotisas, amiga. Lo único que necesito es una túnica que me deje los pezones por fuera. Tomad y bebed de esta paradoja: yo, que he mantenido voluntariamente mi vientre enjuto y estéril, llevo dentro una madraza. Recibiremos los jueves. Nos dedicaremos sin fines de lucro a la lactancia del hombre adulto. Tú también, Patiño, deja tus redes y sígueme, no me vengas con remilgos.
—Cómo puedes darte tanta importancia.
No se ha conmovido, no ha sonreído siquiera, la muy aguafiestas. Me observa como a bicho raro y le da vueltas a mi alocución como uno que no sabe por dónde empezar a pelar una naranja.
Cómo puedes darte importancia: es su pregunta vital, que le ha granjeado muchas antipatías. Nadie entiende que lo pregunta pidiendo auxilio. Patiño quiere vislumbrar algo en su abismo, entender por qué no se mueve por nada, por qué no corre tras de nada. Por supuesto, mucho cavilar y leer no le da ninguna pista al respecto: nadie toma ganas de vivir y crear, ni de morir, por una serie de razonamientos.
—Tú eres afortunada –insiste, con una admiración rayana en el insulto.
Hemos discutido tantas veces por esto. Ella piensa que “allí” (en América Latina) la gente aún no conoce el miedo al ridículo que atenaza a los europeos; piensa que tenemos sensualidad, ilusión, frescor: conceptos que aquí se venden caros, en botellas de perfume y de ron. “Vosotros todavía estáis vivos”, dice con añoranza y me fastidia. Hasta Patiño, ¡que ha vivido “allí”!, cree que hay más vitalidad al otro lado del mar.
No, a mí no me engañan ustedes. Yo siempre he querido vivir como una europea, aunque no sepa qué significa eso. Desde niña soñaba con ir por los tejados junto con un deshollinador tarareando: “Chinchibirín, chinchibirín, esto es Europa”.
—Lo mío es una tara familiar… ¿Por qué algunos se caen de la bicicleta y se vuelven a montar de inmediato mientras que otros no se vuelven a montar nunca más? ¿Por qué a unos lo que no los mata les hace más fuertes, mientras que a otros les deja moribundos?
—Voy a preparar unos Bloody Marys para ir vislumbrando la cuestión.
—Algo hicieron mal mis padres conmigo –se lamenta Patiño.
En eso creo que tiene razón, pero no se lo digo. Hay gente capaz de echar su vida a la basura para vengarse de sus progenitores, para demostrarles qué malos padres fueron.
La mañana se aligeró con unos cócteles. Por la tarde fuimos a un museo, visita de la que dejaremos consignado un hecho llamativo: cada vez que un cuadro le parecía genial, Patiño se sonrojaba y se movía nerviosa. Le pregunté qué le pasaba, pero muy molesta negó que tal cosa sucediera, negación que no hizo más que picar mi insistencia. Empecé a acosarla para que confesara pero ella, antes de enconcharse, dijo que peor yo, que mascullaba frente a las obras de arte y reía entre dientes.
Santuzza credimi. Santuzza, credimi. A las diez de la noche la voz del tenor hace retumbar el ventanal de mi casa, mientras Patiño y yo nos emperifollamos para ir a una fiesta sabatina a la que dentro de poco asistirán ustedes con nosotras.
Patiño se mete en la ducha y cuando escucho el chorro del agua, llamo a la puerta del baño (que ella ha trancado bien) y le digo a voces:
—¡Corazón! ¡Déjame ver tus tetas!
—Ni hablar.
—¡Por favor!
—¡Que no, pesada!
—Si es lo más normal del mundo. Las amigas se enseñan las tetas, se las tocan, las comparan… Además, estoy segura de que me van a encantar.
—Déjame en paz.