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Capítulo 2

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CUANDO el teléfono sonó poco después de las diez, Portia decidió que por más que Monsieur Brissac llamase, no acudiría como un perrillo.

–¿Podría esperar unos quince minutos? –preguntó amablemente.

–Por supuesto. Todo el tiempo que desee –le aseguró él.

Portia se había tomado su tiempo en bañarse y arreglarse el pelo. Lamentó haber traído tan poca ropa. Solo contaba con una camiseta de seda limpia para usar con el traje que llevaba más temprano. Se hizo un apretado moño con el pelo recién lavado y lo sujetó en su sitio con horquillas. Se volvió a poner los pendientes de ámbar y tomando la llave y el bolso, bajó a venderle Turret House a Monsieur Brissac.

Cuando llegó al concurrido bar, su cliente se levantó de una pequeña mesa en un rincón.

–Lamento haberlo hecho esperar –dijo, mientras él le sujetaba la silla para que se sentase.

–No es nada. Ha sido puntual –le aseguró su cliente sonriendo–. ¿Le puedo ofrecer un brandy con el café?

De ninguna manera, pensó Portia. Necesitaba estar totalmente alerta ya que a pesar de haberse conocido por negocios, Monsieur Brissac daba claras señas de disfrutar de su compañía femenina.

–No, gracias –le sonrió–. Sólo café.

La camarera apareció como por arte de magia con una bandeja que dejó sobre la mesa. Su acompañante sirvió el café y le alargó una taza a Portia, que le agregó un chorrito de nata, rechazó un bombón y lo miró, esperando sus preguntas.

Pero él permaneció callado y le estudió los rasgos de una forma que a Portia le resultó enervante.

–Pues bien, Monsieur Brissac, ¿qué le puedo contar de Turret House?

Él se inclinó para ponerle azúcar al café y Portia notó sus delgadas y fuertes manos, el anillo de sello de oro en su dedo meñique, el suave vello oscuro en la muñeca, contrastando con el blanco puño de la camisa que sujetaba un gemelo de oro de igual diseño que la sortija.

–Primero –dijo–, dígame por qué los dueños quieren vender. ¿Tiene alguna pega la casa que no se aprecie a simple vista?

–No –le aseguró–. Le garantizo que la casa es buena y las cañerías y la electricidad están en perfectas condiciones. El tejado es nuevo y, a menos que sea por una cuestión de gustos, ni el interior ni el exterior necesitan arreglos o decoración.

–¿Entonces por qué quieren los dueños vender una casa en la que han invertido tanto?

–Es una lástima, pero por un motivo muy común. El divorcio.

–Comprendo. Una pena. Turret House está diseñada para una familia grande.

–¿Por eso está interesado en ella?

–No. Soy soltero –se encogió de hombros con un gesto muy francés–. Al menos por ahora. Y como usted es la señorita Grant, supongo que tampoco está casada.

–Supone bien –cambió de tema–. Entonces, ¿qué más desea saber?

–Su nombre de pila –dijo, tomándola por sorpresa.

–Portia –respondió, después de una pausa.

–¡Ajá! Así que a sus padres les gustaba Shakespeare.

–Mi nombre no tiene nada que ver con Shakespeare, Monsieur Brissac –respondió con el pulso alterado–. A mi padre le encantaban los coches.

–¿Comment?

–Le encantaban los deportivos, el Porsche en particular. Por eso me puso este nombre. Pero como las dos palabras suenan igual en inglés, mi madre insistió en escribirlo P–O–R–T–I–A, como el personaje de Shakespeare.

–Su padre era un visionario –lanzó una carcajada ronca y divertida.

–¿En qué sentido?

–El Porsche es pequeño, elegante y muy eficiente. Es una descripción perfecta de usted. Me gusta mucho su nombre. ¿Me permite que la tutee?

–Por supuesto, si lo desea –si compraba Turret House, podía dirigirse a ella como quisiese.

–Entonces, usted debe hacerlo también –el francés se incorporó para hacer una ligera reverencia y se volvió a sentar–. Permítame que me presente. Jean–Christophe Lucien Brissac.

–Muchos nombres –dijo, alzando las cejas.

–Me llaman Luc –le informó.

–No suelo tutear a los clientes –negó con la cabeza.

–Pero en este caso, si compro Turret House, tendremos que estar en contacto en el futuro, Portia –señaló.

–¿Va a comprar, entonces?

–Quizás. Mañana, si mi segunda impresión es tan buena como la primera y si llegamos a un acuerdo con respecto al precio, es probable que hagamos negocios, Portia.

–Suena muy alentador –hizo un esfuerzo por que no se notara su excitación.

–Pero hay otra condición para que se haga la venta.

–¿Condición? –se envaró.

–Debes decirme la verdad. ¿Tiene Turret House una pega? ¿Un fantasma, Portia? –la miró fijamente un momento y ella descubrió que sus ojos eran de un tono de verde tan oscuro que era difícil distinguirlo del negro de la pupila.

–Que yo sepa, no –dijo, sin inflexión en la voz–. La casa no es tan antigua como ésta, recuerde. Es más probable que haya fantasmas en Ravenswood que en Turret House.

–Sin embargo, durante un instante, en la torre creí que te ibas a desmayar –prosiguió–. Y no me digas que te habías quedado sin aliento o que no estabas en forma. La tensión era evidente.

Portia miró hacia otro lado, luchando con el temor indescifrable que la asaltaba con la mera mención de la torre. Eficiente y profesional, eso era lo que debía ser, recordó y lo miró directamente.

–Monsieur Brissac…

–Luc.

–Vale, Luc. Si compras la propiedad, te garantizo que ni tú ni nadie que viva en la propiedad será molestado por un fantasma. Turret House no está encantada.

–Alors –dijo lentamente, los ojos fijos en los de ella–. Si me decido a comprarla, ¿me dirás que te alteró tanto hoy?

–¿Es esa una condición para la venta?

–No. Pero estoy… interesado. Me di cuenta de tu ansiedad. Me preocupó mucho.

–Vale. Si te decides a comprar, te lo diré –lo miró, bastante turbada.

Luc Brissac alargó la mano para estrechar la de ella formalmente.

–Trato hecho, señorita Portia.

–Trato hecho –aceptó, y miró las manos entrelazadas, sin querer retirar la suya, pero consciente de que sus dedos le tocaban el pulso que reaccionaba de forma tan traidora a su contacto.

–Buenas noches, Portia –dijo en voz muy baja y se llevó la mano a los labios antes de soltarla.

–Si es todo por el momento –se levantó con precipitación–, es hora de retirarme.

–Que descanses –caminó con ella por el bar casi vacío.

–Seguro. La habitación es hermosa –dudó, pero luego lo miró a los ojos–. Gracias por cedérmela. Y por la cena. No era necesaria que me invitases, pero me encantó.

–Pero te dije que tenía habitaciones reservadas, Portia. Es normal que también te invite a cenar y al desayuno.

–Si es a mí a quien le interesa que cerremos el trato, ¿no tendría que ser yo quien te invitase? –hizo una pausa al pie de la ancha escalera.

–Quizás cuando vuelva a Londres para cerrar el trato puedas hacerlo –sonrió.

Portia sintió que el corazón le daba un vuelco.

–Por supuesto –dijo rápidamente–. A la agencia le encantará agasajarte.

–Me refería a ti, Portia –se puso serio–. ¿Es el trato el precio que debo pagar para disfrutar de tu compañía?

–Dadas las circunstancias, no puedo pensar en una respuesta que no te ofenda –sonrió para suavizar sus palabras–. Y, como intento no ofender a los clientes, sólo te diré buenas noches.

–Mañana a las ocho. El desayuno estará listo a las siete y media –le devolvió la sonrisa y se inclinó levemente.

Portia se despertó a la mañana siguiente con tiempo más que suficiente para ducharse, vestirse y hacer la maleta antes del desayuno. Según Ben Parrish, otros clientes no habían mostrado interés en bajar a la cala. Pero algo en la voz de Luc Brissac le había advertido que este cliente sería diferente y había venido preparada con un grueso jersey de lana color crema, pantalones marrones de lana, zapatos bajos y un chaquetón de piel vuelta. Cuando estuvo lista, disfrutó del zumo de naranja recién exprimido y los delicados croissants, ligeros como una pluma, y bajó a la hora estipulada con el bolso en una mano y el abrigo en el otro brazo. Al ver a Luc Brissac, el corazón le dio el salto en el pecho al que ya se estaba acostumbrando.

–Puntualidad británica –dijo, acercándose a recibirla–. Bonjour, Portia. ¿Has dormido bien?

–Buen día. Muy bien, gracias –respondió.

Consciente de la discreta curiosidad que causaban en la recepción, Portia le entregó el bolso a Luc, que esa mañana vestía algo más informal: un grueso jersey de cuello cisne y cómodos pantalones de pana rayada.

Cuando salieron Portia se alegró de la límpida mañana invernal. Turret House daría una mejor impresión con sol.

Luc guardó el bolso en el maletero del coche de Portia y luego le informó que irían en el Renault que había alquilado.

–Anoche condujiste demasiado rápido por ese camino estrecho, Portia –dijo, mirándola a los ojos–. ¿Es porque lo conoces bien?

–Sí –afirmó, y se metió en el coche.

Cuando llegaron a Turret House, Luc Brissac aparcó el coche en la explanada de grava frente a la casa, agarró una chaqueta de ante de la parte de atrás, y salió para abrirle la puerta a Portia.

–Parece más bonita que anoche –comentó, mirando la fachada de ladrillo–. La luz diurna es más amable con ella que…. ¿como se dice, crepúsculo?

Portia abrió la puerta de entrada y lo hizo pasar. La luz reflejaba los cristales de colores de la ventana emplomada en el suelo, un efecto que pareció gustarle a su cliente.

–De lo más pintoresco –sonrió–. Pero no debo hacer comentarios favorables. Tengo que poner cara seria y desagradable así me bajas el precio.

Portia sonrió y lo acompañó por las habitaciones de la planta baja, contenta de ver que la luz no mostraba nada que la tensión de la noche anterior le hubiera impedido notar. Luc hizo una pausa en cada habitación para hacer notas, manteniendo a Portia alerta con preguntas hasta el momento en que llegaron a la torre y ella no pudo evitar el conocido temor cuando abrió la puerta de la habitación de abajo.

–Si no quieres subir hasta la habitación de arriba, Portia, no es necesario –le dijo rápidamente. Los verdes ojos la miraron interrogantes.

–Estoy bien, en serio –sacudió la cabeza, ejerciendo un control de hierro sobre sus reacciones. Y para demostrárselo, subió la escalera caracol rápidamente y cruzó la habitación hacia las ventanas–. Como he dicho, la vista desde aquí quita el aliento.

Luc Brissac le estudió el perfil durante un momento y luego miró por la ventana hacia los jardines con sus paseos y setos, el bosque y, más abajo, el borde del acantilado y la franja de arena de la cala junto al mar centelleante bajo el azul cielo invernal. Asintió con la cabeza.

–Tenías razón, Portia, en un día como hoy se puede perdonar los excesos del arquitecto que construyó Turret House.

–Mencionaste que querías ve la cala. ¿Tienes tiempo?

–¿No te lo he dicho? Conseguí retrasar mi viaje hasta mañana. Podemos explorar la cala con calma y luego comeremos juntos para discutir la transacción.

Portia abrió la puerta del ascensor y entró, no demasiado contenta con su decisión. Luc la siguió, frunciendo el ceño cuando apretó el botón.

–¿Sientes que te estoy robando demasiado tiempo? –preguntó.

–No –es el cliente, se dijo–. Si quieres discutir el precio durante la comida, desde luego que retrasaré mi vuelta a Londres. Pero yo pagaré la comida –salió del ascensor en el vestíbulo y se dirigió a la puerta.

–Ya que fue mi idea, pagaré yo –dijo altanero, siguiéndola.

–Lo cargaré a mi cuenta de gastos –respondió, meneando la cabeza–. Y sugiero que comamos en un pub por ahí, no en el hotel –añadió con énfasis.

–¿No te gusta la comida del hotel? –preguntó Luc, esperando cruzado de brazos mientras ella echaba el cerrojo.

–Claro que sí. Es fantástica –lo guió hasta el fondeo del jardín–. Pero Ben Parrish dice que se come muy bien en el Wheatsheaf, así que pensé que te gustaría probar la cocina inglesa para variar.

Portia se rió al ver el gesto de horror.

–Deberías reírte más veces, Portia –dijo Luc, mientras llegaban al sendero que llevaba hacia el acantilado.

–Ten cuidado, es bastante empinado –respondió ella comenzando a descender el acantilado. Llegó a la playa con la velocidad que da la práctica.

Cuando Luc Brissac se unió a ella unos minutos más tarde, tenía la respiración agitada y una mirada de acusación en los ojos.

–¡Ese paso era una locura, Portia! ¡Ni que fueras una cabra montesa! –y luego añadió deliberadamente–: A menos que lo conozcas muy bien –esperó un poco, pero al ver que ella no respondía, miró a su alrededor–. Es encantadora. ¿Hay algún otro acceso?

–No. El sendero es propiedad de Turret House.

–En verano ha de ser delicioso. Un valor añadido a la casa.

–Habría que arreglar el sendero –admitió Portia–, pero se le pueden poner unos escalones y una barandilla en las partes más peligrosas. No todas las casas tienen una cala privada.

–Es verdad –Luc echó una mirada a las nubes que comenzaban a formarse en el horizonte–. Vamos, Portia, volvamos antes de que comience a llover.

La subida fue más difícil que el descenso.

–Como te dije ayer –jadeó Portia– no estoy en forma.

–Me pareces en perfecta forma. Es un poco temprano para comer, pero quizás tu pub inglés pueda darnos un café.

–Si hubiera sabido que no te volvías hoy, te habría pedido levantarnos más tarde –dijo Portia según volvían por el jardín.

–No fue fácil cambiar los planes –se encogió de hombros–, no lo supe hasta hoy por la mañana.

–¿Por qué cambiaste de idea? –preguntó con curiosidad mientras se metían en el coche.

–No hubiese tenido tiempo de ver la cala después de volver a inspeccionar la casa. Y era necesario antes de tomar una decisión –se concentró en las cerradas curvas de la avenida–. Además, quería pasar más tiempo contigo. Ahora, dame instrucciones, por favor, ¿dónde está esa posada tuya?

En el Wheatsheaf les sirvieron un excelente café y más tarde una comida sencilla pero muy bien hecha. Muy diferente a la comida del Ravenswood, pero de muy buena calidad.

–¡Pero esto está muy bueno! –dijo Luc, comiendo el cordero con anchoas y ajos.

–El cumplido sonaría mucho mejor sin ese tono sorprendido –rió Portia.

–Nos tomamos la comida más en serio que vosotros los ingleses –sonrió Luc.

–Y sufrís menos del corazón. Aunque bebéis un poco más –añadió ella, aunque se arrepintió al ver la cara de Luc.

–Es verdad –dijo él en voz baja.

–No me refería a ti, por supuesto –dijo apresuradamente Portia.

–Ya lo sé –sonrió, aunque sus ojos permanecieron serios– ¿Quieres postre?

Ella meneó la cabeza.

–Entonces, volvamos al bar a hablar de negocios. Discúlpame. Iré a pedir el café –Luc la acomodó ante una mesita y fue a la barra.

Portia se dio cuenta de que había dicho algo que no debía, así es que resolvió morderse la lengua de ahora en adelante. Luc había rehusado hablar de negocios durante la comida y ahora era el momento, antes de volver a Londres. Afuera llovía a cántaros, notó apesadumbrada.

–Estás pensativa –dijo Luc al volver.

–Estaba mirando cómo llueve. Me temo que tenemos poco tiempo. Es un viaje considerable hasta Londres.

–Ya sé –le cubrió la mano con la suya–. Pasa la noche en Ravenswood, Portia, y parte mañana a la mañana.

Conque Jean Christophe Lucien Brissac no era diferente del resto de los hombres. Portia retiró la mano abruptamente, completamente sorprendida por el descubrimiento de que sentía la enorme tentación de decir que sí.

–No, no puedo –dijo–. Estoy acostumbrada a conducir con cualquier tiempo. ¿te parece que discutamos Turret House o ya has tomado la decisión?

–No le pedía que compartieras mi habitación, señorita Grant –dijo con frialdad–. Mi interés era su seguridad, nada más.

–Por supuesto –mortificadísima, Portia comenzó a recoger sus documentos y meterlos en el portafolio–. De todas maneras, no esperaba una respuesta en firme hoy. Si fuera tan amable de ponerse en contacto conmigo cuanto antes para informarme de su decisión. Mientras tanto…

–Mientras tanto, siéntate y toma el café –dijo Luc, en tono serio –. Te confundes conmigo. Y me insultas.

–¿Que te insulto? –lo miró interrogante.

–Sí. No suelo meterme en la cama de las mujeres a la fuerza. Ni siquiera mujeres tan atractivas e interesantes como tú.

–Disculpa –dijo Portia rígidamente, calmándose un poco.

Durante un momento, reinó el silencio.

–Desde ahora, intentaré ser cuidadoso.

–¿Por qué?

–Cuidadoso para no ofenderte.

–No me puedo permitir ofenderme. Eres el cliente –dijo sencillamente.

–Y quieres que compre una propiedad que llevas tiempo sin poder vender –su sonrisa se hizo maliciosa.

Adiós a sus esperanzas de vender Turret House sin reducir el precio.

–Por supuesto –dijo resignada.

Luc se entretuvo un rato más comparando sus notas con la información que ella tenía.

–Consideraré mis opciones –dijo finalmente, elevando un poco la voz sobre el ruido del concurrido bar–, luego, esta noche, cuando llegues a Londres, te llamaré por teléfono y te comunicaré mi decisión.

–Si piensas pasar la noche aquí, no es tan urgente –respondió, reprimiendo un salto de alegría. Estaba segura de que iba a comprar–. Me puedes llamar a la oficina por la mañana.

–Dame tu teléfono –negó con la cabeza–. Te llamaré esta noche.

Portia dudó un instante, luego garabateó un número en una hoja de su agenda y se lo dio.

–Gracias –dijo él y lo metió en su cartera– Y ahora, te llevaré a Ravenswood.

Afuera, echaron una carrera hasta el coche.

–¡Mon Dieu, qué tiempo! –exclamó Luc, al ajustarse el cinturón de seguridad.

–No siempre está así –le aseguró sin aliento–. El clima de aquí es el mejor del Reino Unido.

–¡No parece una buena recomendación!

Portia sonrió, deseando que le dijera algo sobre su decisión, pero la prudencia la hizo callarse. Si se daba cuenta de que estaba desesperada por vender, querría un buen descuento, suponiendo que quería la casa. Le escrutó el perfil, pero no pudo adivinar nada.

Cuando llegaron al aparcamiento de Ravenswood, Portia rehusó su invitación a entrar antes de partir a Londres.

–Prefiero irme ahora y llegar cuanto antes.

–¿Cuánto se tarda? –preguntó Luc, mirando la lluvia con el ceño fruncido.

–No lo sé. Con este tiempo, me temo que más de lo habitual.

–Te llamaré a las diez. ¿Habrás llegado para entonces?

–Espero que sí –Portia alargó la mano–. Gracias por la habitación y mi cena. Y también por la comida. Cuando traté de pagar me dijeron que ya lo habías hecho.

–Nunca permito que una mujer pague –le estrechó la mano.

–Una actitud que te trae problemas a veces, supongo.

–Nunca, hasta ahora –se llevó la mano a los labios–. Au ‘voir, Portia Grant. Te llamaré más tarde. Conduce con cuidado.

–Como siempre. Adiós.

Al alejarse, miró por el retrovisor, pero notó con desilusión que no se quedaba fuera a verla partir. No había ningún motivo para que lo hiciera, se dijo con severidad. Y además, sólo un tonto se quedaría empapándose en la lluvia.

Aunque conociese poco a Jean–Christophe Lucien Brissac, algo estaba muy claro. No era ningún tonto.

Huellas del pasado

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