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Virgo

A Luis Loayza

Carolina Soto empezó en el nuevo instituto a principios de año. Un poco antes había tenido una entrevista con la coordinadora del área, Estela Saavedra, en la que contó su experiencia en la enseñanza de inglés y luego dejó su currículum. Estela Saavedra fue muy amable. La escuchaba como si cada información que daba Carolina fuera relevante y creyera en su importancia. Eso la tranquilizó y a la vez la desconcertó. ¿Era tan importante su recorrido en el inglés? Carolina había trabajado en varios institutos y daba clases en colegios secundarios. Y como broche de oro, comentó que era traductora. Se sentía orgullosa de serlo, especialmente cuando lo contaba, a pesar de que solo se tratara de libros técnicos, extremadamente aburridos y que padecía al traducir; pero Estela Saavedra no la defraudó al reaccionar con una expresión de sorpresa y asombro. Al parecer eso era un plus, algo que no todas las profesoras de inglés hacían. Dos días después de la entrevista la llamaron para anunciarle que la habían seleccionado y que debía presentarse en el instituto para hacer el papeleo.

Llegó puntual. Tocó el timbre en el momento en el que daba la hora exacta a la que había sido citada. Mantuvo suspendido el dedo mientras con su celular vigilaba el momento en que dieran las tres. La atendió Mariela, la secretaria del instituto, con una sonrisa.

En la oficina las dos mujeres se sentaron. Era un instituto que pagaba mucho más que los otros en los que había trabajado, así que estaba contenta por haber obtenido el puesto. Como novedad, tendría que enseñarles a empleados, con distinta jerarquía, de una empresa de petróleo multinacional. Debía ir a las oficinas a dar las clases, que eran individuales, una después de la otra, como en una cadena de montaje. El horario en que terminaba una era el mismo en que empezaba la siguiente. Tendría que correr por los pasillos de la empresa de un alumno a otro.

En un papel Mariela fue anotando sus datos personales, sacados del documento. Carolina la vio escribir su fecha de nacimiento y miró hacia abajo. Se quedó así todo el tiempo que le llevó a Mariela completar la planilla. La fecha que tenía en su documento, 24 de agosto, no era su verdadera fecha de nacimiento. Ella había nacido el 20 de diciembre del año anterior. No se trataba de un error en el documento, era la misma fecha que constaba en la partida. Sus padres, o más bien su padre no había ido a anotarla hasta agosto, o probablemente más tarde, a juzgar por los nervios que mostraba su madre cada vez que le preguntaba cuándo exactamente había ido a inscribirla. No tenía manera de preguntarle a él porque había muerto cuando ella tenía dos años.

Con el tiempo aprendió a aceptar que la anotaron muchos meses después y que ni siquiera respetaron el mismo día, y encima tampoco el mismo año. Era así, era parte de su historia. Y había aprendido a decir alternativamente una fecha u otra según lo que correspondiera en cada situación. Para trámites legales sabía que lo que importaba era lo que decía en su documento, con los amigos su fecha real. Pero había zonas grises que todavía la desconcertaban. Cuando un médico le preguntaba el día de su nacimiento, se quedaba un rato dudando. Después se daba cuenta de que al médico le importaba su edad biológica. En el instituto Language Approach resolvió que lo que importaba era su fecha legal, entonces no le aclaró nada ni a la secretaria ni al resto del plantel.

Carolina llegó al edificio de oficinas de la avenida Alem diez minutos antes de la hora de la primera clase. Se anunció a los de seguridad de la entrada. Le hicieron dejar el documento, firmar en una planilla su hora de ingreso y le sacaron una foto. En el primer piso la esperaba la secretaria del que sería su primer alumno. Esperó un rato sentada en un sillón del vestíbulo, al lado del escritorio de la secretaria, que después de saludarla no le prestó más atención. Finalmente, su alumno abrió la puerta de su oficina y la hizo pasar. Era una oficina amplia y con grandes ventanales que daban a Alem. Se veían las copas de los árboles de la vereda de enfrente, las hojas verde oscuro que vibraban en una agitación sostenida y nerviosa. Había un escritorio grande y una mesa redonda con sillas alrededor. Ahí se sentaron.

Cuando terminó la clase se despidió de su alumno y se tomó el ascensor para el piso siguiente. Otra secretaria la recibió y la hizo esperar en un sillón, igual que en el piso anterior. Diez minutos pasada la hora de clase apareció la alumna, vestida con ropa muy elegante, alta y de pelo largo. Hablaba y se movía con mucha seguridad, la de alguien acostumbrado a mandar y conforme con hacerlo. Si bien ese piso estaba más arriba que el otro, los empleados eran de cargo más bajo. Su alumno del primero estaba por encima de su alumna del segundo, pero ella en su propio piso era la dueña y señora. Resultó ser una fanática de la astrología, lo que a Carolina le pareció contradictorio con su aspecto formal y serio. Le preguntó de qué signo era. Carolina dudó. Había dejado su documento y pensó que debía ser coherente con eso. Le dio miedo que esa empresa tan llena de controles de seguridad viera una contradicción con las fechas de su nacimiento y concluyera que era una mentirosa. Sabía su verdadero signo pero no sabía el que correspondía con su documento. Decidió decirle la fecha y que ella se lo dijera. Ah, sos de virgo. Eso pareció complacerla. Los de virgo son personas muy metódicas y ordenadas. Con gran pasión por el trabajo. Me gusta virgo porque tiene la capacidad de superar cualquier adversidad, dijo. Carolina escuchaba con fingido interés, tratando de aparentar que la descripción de ese signo ajeno se adecuaba perfectamente a ella. Finalmente, varias cosas le cuadraban; y era razonable, al fin y al cabo, ese signo era un poco el suyo. Después de todo, no tenía claro cuál le pertenecía más.

—¿Y tus padres de qué signo son? —La sorprendió la alumna con esa pregunta—. En general el ascendente coincide con el signo de uno de los padres —explicó.

Carolina se sobresaltó y le agarró la confusión de que también tenía que mentir con las fechas y signos de sus padres, y reaccionó como si la hubieran tomado desprevenida, con una mentira sin ensayar. Después se dio cuenta de que no tenía por qué mentir en ese caso. Le contó que su madre era escorpio y que su padre había fallecido cuando era muy chica y que no se acordaba de la fecha de nacimiento.

—Lo siento —le dijo su alumna.

—Gracias, fue hace mucho.

—Claro —le dijo mirándola con una sonrisa compasiva—. Escorpio es un signo muy complicado —dijo como toda información.

Fue corriendo al piso siguiente y enseñó durante una hora y media. A medida que subía, bajaba en posición jerárquica. En el 4° piso había empleados en una gran oficina integrada que ocupaba todo el espacio, con escritorios en hilera, pegados unos a otros en varias filas. Uno de ellos era su alumno, idéntico a los demás, con la misma ropa, la misma prolijidad, la misma seguridad de quien piensa que su trabajo es importante. Las clases que les dio a todos fueron prácticamente las mismas. Tenían un nivel similar y se encontró repitiendo consignas y explicaciones.

Al término del día le quedó una sensación extraña. Su alumna la había sorprendido con la pregunta sobre la fecha de nacimiento de su papá. Se sintió mal por no saberla. Al no tener costumbre de festejar su cumpleaños cada año se le hacía difícil recordarla. Alguna vez la había visto en algún papel pero no la había podido retener. Esa falla de la memoria la puso incómoda. Sabía poco y nada de su padre. Su madre se ponía repetitiva cuando hablaba de él. Las anécdotas que contaba siempre eran las mismas. Al escucharla decirlas una y otra vez, Carolina sentía que estaba ante el recitado de memoria de algo en lo que ya hace mucho tiempo se ha dejado de creer. Había algo falso que no podía determinar qué era por falta de información veraz. No le quedaban parientes cercanos con los que hablar de su padre. Su madre nombraba amigos, supuestamente entrañables, casi como hermanos, todos casualmente lo consideraban brillante, pero ninguno de ellos estaba a la vista. Muchos habían desaparecido o muerto en la dictadura y los que seguían vivos se habían dispersado como si todavía debieran seguir huyendo. Su hermano, apenas unos años mayor que ella, tampoco recordaba nada y nunca había tenido interés en reconstruir la historia. Hacía mucho tiempo vivía en Madrid, abocado a su familia. Al radicarse allá había dejado ese tema atrás, en un país extranjero, como si la distancia lo volviera ajeno: la complicada historia de otro.

El trabajo iba bien. Sus alumnos tenían buena opinión de ella. En una evaluación que el instituto había hecho después de tres meses de clases todas las respuestas de los alumnos sobre ella fueron buenas. Incluso el alumno del 4º habló bien de ella. Carolina había tenido cierto temor con él porque en una clase en que estaban trabajando con un texto que trataba de los efectos del calentamiento global, su alumno le había dicho: Estoy cansado de este tema, no está probado. Preferiría trabajar con cosas más alegres. Estela Saavedra hacía supervisiones cada cierto tiempo para conocer el progreso de los alumnos y le daba material extra para trabajar. Carolina aprovechó para pedirle textos divertidos para su alumno.

Su alumna astróloga había pasado del tema de los signos al de la energía. Hablaba todo el tiempo en español. Era muy difícil hacerla hablar inglés, parecía tomar clases, pagadas por la empresa, solo para conversar con alguien en el horario de trabajo. Le dijo que enseguida reconocía a una persona que tenía malas vibraciones. Carolina se sintió incómoda de inmediato. No estaba segura de ser alguien con buena energía y no le convenía para nada que su alumna pensara eso de ella. Por suerte le aclaró que ella tenía, irradiaba más bien, buena energía. Carolina sintió alivio. Así como a su alumna no le gustaba la gente con mala onda, tampoco le gustaba que amigos o conocidos le contaran cosas feas que les habían pasado. Le parecía que eso la cargaba negativamente. No hay que estar escuchando mucho tiempo tragedias de los demás, te las pasan, decía. Hay que alejarse de la gente tóxica, remataba. Carolina salió de la clase tensa. Desde que su alumna le había dicho lo de la energía, había instalado una sonrisa permanente en su cara, una especie de expresión de bondad imborrable, que hizo que se le acabara cansando el músculo del cachete y le temblara la piel. Quería conservar ese trabajo, y ser condenada por alguien al parecer tan irracional, pero tan importante en la escala de jerarquía de la empresa, no tendría buenos resultados.

Pensó en el humor que tenía su padre el último tiempo de su vida. Su madre le había contado algunas anécdotas de los últimos años, en las que se lo podía ver muy enojado. Una vez en una asamblea política en la universidad se presentó una persona que empezó a pudrirla de manera sospechosa. Su padre se le acercó y le dio una trompada en la cara. Sin previo aviso, sin palabras. Una trompada en silencio. Poco tiempo antes de su muerte, el portero de un edificio no quiso dejarlo entrar cuando iba a una reunión en lo de un compañero. Se interpuso en el paso y trató de cerrar la puerta. Su padre alcanzó a trabarla con el pie y entró. Levantó al hombre de la solapa y lo llevó alzado al ascensor. Subió todo el trayecto con el hombre en el aire. Cuando llegó al 2º piso lo bajó y salió. ¿El portero habrá intentado soltarse? ¿Habrá hecho o dicho algo durante ese tiempo? Su padre, no. Se había mantenido callado, ya no creía en las palabras. Tu papá odiaba las injusticias, era una época muy difícil, le decía su madre como explicación. De chica siempre había pensado que su padre tenía una fuerza asombrosa. Al parecer podía rasgar con las manos una guía de teléfono. Tomaba la guía del lado contrario al lomo, por donde las hojas estaban sueltas, y con una mano hacía base y con la otra la rasgaba entera, como si se tratara de un solo papel.

Con su alumna habían llegado a un acuerdo. La primera hora tomarían clases normales, siguiendo el libro, pero la última media hora practicarían conversación. La condición era que fuera en inglés. Carolina tenía miedo de que en el instituto se enteraran de que prácticamente solo hablaban en español y la reprendieran o algo peor. Por suerte, su alumna estuvo de acuerdo. Carolina notó que su restricción en cierto sentido le complacía. Acostumbrada a mandar, le gustaba estar en una situación en la que no era ella la que mandaba y debía seguir las pautas que imponía el otro. Aceptó sumisa. En la última media hora le habló de los viajes. Amaba viajar y trataba de ir en cada vacación a un lugar distinto. Con una velocidad increíble, su alumna pasaba del inglés al español, en una transición imperceptible, que la misma Carolina no descubría sino hasta un buen rato después. Contaba en castellano que el año pasado había ido a España y le había encantado.

—En inglés —la interrumpió Carolina con autoridad pero con voz suave y una sonrisa amable.

—Sí, claro —dijo su alumna y siguió hablando en inglés.

Contó que estuvo en Madrid, en un hotel cerca de la Gran Vía y que había recorrido la ciudad.

—¿Conocés Madrid? —le preguntó.

—Sí —dijo Carolina lacónicamente, sorprendida.

—¿Cuándo estuviste?

—Viví de chica. Hice la primaria allá.

—¿En serio? ¿Y por qué se mudaron?

Carolina la miró un segundo y luego dijo, monocorde:

—Por trabajo. Mi madre obtuvo un buen trabajo allá.

Esa explicación le pareció suficiente a su alumna y no siguió preguntando. Terminó la clase y se fue corriendo para encontrarse con el otro alumno. En el 4º, como en los pisos anteriores, habían pegado en todas las puertas de entrada a las oficinas carteles que instaban a los empleados a sumarse a una red de comunicación interna: Sumate a la intranet creativa. Los carteles estaban en las puertas de acceso, pero también en el suelo, armando especies de caminitos con mensajes sobre la nueva red, que Carolina instintivamente evitó pisar. Incluso en el ascensor decía con letras brillantes: Juntos podemos mejorar la empresa. Por todas partes los carteles estaban al acecho del empleado que todavía no se había sumado. Su alumno del 4º podía pasar sereno por esos mensajes porque era un miembro orgulloso. Él trabajaba en el departamento de publicidad, la red creativa era una iniciativa de ese departamento.

Durante la clase le contó que el contrato de trabajo llevaba aparejado un código de conducta que los empleados debían respetar dentro y fuera de la compañía. El código los instaba a no tomar más de la cuenta en reuniones y fiestas, a respetar siempre las reglas de tránsito, a ser educados y amables en cualquier ámbito social.

—¿Y qué pasa si no lo cumplen? —preguntó Carolina, con fingida naturalidad.

—Si trasciende, no podemos seguir siendo parte de la empresa —le dijo su alumno sin rastros de queja.

Se puso a revolver una caja en la que tenía algunas pocas fotografías de su padre. En una foto estaba él detrás de un escritorio lleno de libros y papeles, con anteojos y el pelo engominado hacia atrás, mirando la cámara, rozagante y con los cachetes inflados. Con la mano se tapaba la boca, pero debajo de la mano se podía ver la punta de los labios que asomaba. Estaba sonriendo, divertido, los ojos tenían una luz especial y parecía que su mano estuviera intentando contener una carcajada que, de todos modos, se escapaba. Se dio cuenta de que ella se ponía la mano en la cara de la misma manera. Esa foto sería de antes de que ella hubiera nacido, y él parecía tener una oficina propia y sentirse a gusto. Sería un trabajo formal, o sería formal él, o la época, porque estaba con camisa, perfectamente planchada, y corbata. El saco lo habría colgado en algún lugar, quizás con una percha para que no se arrugara. No había pensado en su padre como en alguien tan prolijo y bien vestido. La camisa era blanca y le quedaba justa, ni floja ni muy ajustada. Su padre era ancho, corpulento, sin ser gordo. El bien hechito, decía su abuela al referirse a él. Luego había otra fotografía. De un tiempo en que su hermano y ella ya habían nacido, en la casa en la que se mudaron los cuatro, al fondo del jardín de sus abuelos. Su padre estaba tirado en la cama, en piyama, con barba de varios días y el pelo entrecano despeinado. Había varios libros desparramados sobre las sábanas y él leía uno con la mirada fija, con una concentración que a Carolina le pareció llena de preocupación. Estaba flaco y demacrado. Recordó algo que le había contado su madre. Con la intervención de la Facultad en el 74 a los dos los echaron de su cargo de profesores por su militancia política. A él también lo echaron de su trabajo en el Estado por lo mismo. Su madre se puso a trabajar en el negocio de su abuelo, pero él —le había dicho su madre— estaba completamente marcado y no tenía dónde trabajar. A fines de ese mismo año murió de una enfermedad que lo mató de manera fulminante. En esa foto se notaba un descuido y un desaliño. Probablemente la habría sacado su madre a la vuelta del trabajo, quizás con admiración y respeto por su estudio, pero a Carolina le parecía la imagen de alguien desesperado, y le daba tristeza. Su padre se pasaría largos tiempos en la cama, leyendo, cuando su hermano y ella eran muy pequeños. Al acercarla, pudo reconocer la tapa de uno de los libros que había sobre la cama porque ella lo tenía guardado en su biblioteca (sin haberlo abierto ni una sola vez, conservado con cuidado y reverencia, pero ajeno): Los Grundrisse. La última foto era de ella con su padre. Era la única que tenía con él, según su madre, porque era quien las sacaba. Se la pasaba sacándote fotos, le encantaba, repetía sin la mínima variación; pero lo cierto es que no había muchas. De su hermano había algunas más pero tampoco muchas más. Con tantas mudanzas se perdieron, le había explicado su madre. Esa fotografía con su padre era lo más significativo que tenía de él, pedazos de vida congelada, de un pasado intacto y enigmático. La tomó y la miró detenidamente. Ella tendría dos años. Meses, días después él había muerto. Su padre está recostado en una reposera y ella está parada, tomada de su pierna, mirándolo. La manera en la que lo mira muestra un amor que nunca había visto reflejado en una imagen suya. Sus ojos claros brillan y tiene una sonrisa sincera, feliz, desbordante. Y su mano pequeña y dorada, quemada por el sol —de esos tiempos en que no se les ponía tanto protector a los niños—, toma su rodilla. Hasta ahí se retrataba un momento de felicidad, pero lo que siempre la había perturbado en esa foto era la expresión de su padre. Nunca se había detenido a mirarla en profundidad, más bien le echaba una mirada rápida y especialmente enfocada en ella, pero ahora la veía con valor y con claridad. Su padre estaba con una mueca de fastidio, de dolor casi. Tenía la cabeza ladeada hacia su brazo como quien se está rascando o sacando algo que le molesta. No la estaba mirando a ella. Carolina no estaba segura de que él hubiera notado todo el amor en su mirada. Su padre miraba más allá, a ningún lugar determinado, con la mirada perdida, abismada, como si hubiera dejado de estar presente. La niña que era ella en ese momento no parecía haberlo notado. Su felicidad era total y colmaba su zona de la foto, la volvía resplandeciente, llena de luz y concreta, casi tan concreta como su carita sonriente, pero poco a poco se iba ensombreciendo a medida que se acercaba a su padre. Una densidad inquietante lo rodeaba, nada de la luz que irradiaba ella permanecía ni penetraba en la oscura imagen de él y su mueca de dolor. Era como un montaje de dos momentos distintos, sin relación uno con el otro. La dejó con una angustia que se asomaba y que le hizo sentir miedo. Trató de consolarse diciéndose que nunca se sabe, de pronto se la ha pasado muy bien en compañía de alguien, pero justo queda plasmado un momento que hace pensar que todo fue un fiasco. Se dijo que quizás él no estaba tan mal, que había podido disfrutar esa tarde soleada con ella, que se había contagiado de su felicidad, pero la foto reflejaba un momento que hacía pensar que nada había podido atravesar el vacío y la tristeza que tenían tomado, junto con la enfermedad, a su padre.

Como todos los meses, tenía que pasar a dejar su factura por la oficina del instituto para que le pagaran el sueldo. Cuando habló para combinar, la secretaria le puso muchos reparos para que fuera a la mañana, horario que a ella le convenía. Le dijo que iba a haber una reunión y que iba a ser un quilombo y estaría muy ocupada. Le pidió que fuera a las cinco de la tarde en punto porque había muchas cosas ese día. Carolina tuvo la impresión de que quizás el instituto había mostrado una cara amable al principio porque ella era novata, pero que una vez que transcurría el tiempo y ella se volvía empleada regular no había por qué seguir dándole un trato especial y se mostraba tal cual era: un instituto muy acostumbrado a trabajar con empresas multinacionales, organizadas en torno a la jerarquía, el trabajo duro de sus empleados y la eficiencia. Tocó el timbre exactamente cuando dieron las cinco. Le abrió la puerta Mariela con cara indiferente. Se imaginó que estaría cansada luego de esa jornada tan agotadora y empezó a sentirse incómoda, como si molestara. Entonces se puso a sacar el talonario de facturas mientras caminaba, para no robarle mucho tiempo.

—Tranqui —le dijo Mariela al verla—. No lo saques todavía. Ahí en la oficina lo hacemos.

La condujo a una puerta cerrada, que abrió despacio, y la empujó levemente para que entrara.

—¡Sorpresa! —Escuchó que decían mientras se le venían encima—. ¡Feliz cumpleaños!

Estaban Estela Saavedra, las otras empleadas administrativas, sus compañeras profesoras y la directora del instituto. Carolina se echó hacia atrás, con confusión, sin atinar a responder. Las chicas se quedaron por un momento desconcertadas también y se callaron. Algunas fruncieron levemente el ceño y otras levantaron las cejas. Estela se acercó a ella y dijo, con una sonrisa:

—Hoy es tu cumpleaños. ¡Feliz cumpleaños!

Carolina comprendió que era 24 de agosto. Y se apresuró a reaccionar.

—Sí, claro, qué sorpresa, ¿cómo se acordaron? —Y puso cara de agradable asombro, tratando de ocultar el miedo que sentía. El corazón le latía con fuerza.

—Siempre nos acordamos de los cumpleaños de nuestras queridas profesoras —dijo la directora, recomponiendo la cara, ahora que todo parecía seguir un cauce esperado.

Le extendieron una bolsa con un regalo.

—Para vos, de todas nosotras —dijo Estela.

Y como Carolina se quedaba petrificada con la bolsa en la mano, le sugirió de manera amable pero firme:

—Abrilo.

Carolina se puso a abrirlo con torpeza y sin demasiada energía. El papel permanecía cerrado como si fuera de amianto. Se puso nerviosa y desgarró el paquete tirando con todas sus fuerzas. Adentro había una blusita de colores, estampada con flores rojas muy pequeñas.

—Chicas —empezó a decir tartamudeando—, qué lindo. Es muy linda. Muchas gracias.

—¿Te gusta, en serio? —preguntó Mariela.

—¡Claro que sí! Es hermosa. —Y se acercó a cada una para darle un abrazo y un beso—. Se los agradezco mucho. Qué gran sorpresa.

—Sí, te vimos que no te lo esperabas para nada —dijo Estela con una sonrisa.

—Sí, para nada —asintió Carolina con vergüenza.

En la mesa había unos sándwiches y en el centro una torta. A los costados había vasos de plástico con botellas de jugo y gaseosa al lado.

—Bueno, comamos, no sean tímidas —dijo la directora.

Todas se abalanzaron y tomaron sándwiches. Carolina tomó uno con timidez. Su mano se acercaba a la bandeja con extremada lentitud, en un gesto corporal de pedir permiso y disculpas al mismo tiempo.

—¿De qué signo sos? —preguntó una profesora, mientras masticaba el sándwich.

—¡Virgo! —exclamó Carolina, con alivio—. Muy ordenadas y trabajadoras —recitó, y largó una risa nerviosa, haciendo un ruido que parecía el de un chancho. Una y otra vez.

Le sirvieron jugo y tomó un trago. Todas la miraban y hacían comentarios dirigidos a ella. Carolina sonrió, estiró sus labios y sonrió. Dejó la sonrisa fija en su cara, y de nuevo empezó a sentir que le tiraba la piel, pero no dejó de sonreír. Al cabo de un rato, pusieron la torta enfrente de ella. Tenía una velita en el medio.

—No quisimos poner más velitas, porque la edad no importa, o por lo menos nadie necesita que se la recuerden, ¿no es cierto? —comentó la directora, que tendría sus buenos años, con la piel bastante arrugada, y parecía decirlo más por ella misma que por Carolina.

—Claro que no —asintió Carolina, con fingida convicción—. Con una sola está perfecto.

Prendieron la velita y varias juntas le advirtieron:

—No vayas a soplar sin pedir los tres deseos, que es de mala suerte.

Carolina no era una persona supersticiosa. Pensó que eso era un alivio porque si era mala suerte no pedir deseos antes de soplar las velitas del cumpleaños, no quería ni pensar qué pasaría si uno pedía deseos y soplaba velitas sin que fuera su cumpleaños. Estaba tan preocupada por que no se notara toda la actuación que venía haciendo que por más que intentaba sentir emoción y alegría no lograba hacerlo. Estaba fría, seca, increíblemente incómoda y con ganas de irse corriendo, pero quieta, clavada en el lugar, sonriendo, con la piel tirante, pensando en los tres deseos. No quiso fingir pedirlos y pidió los que pedía siempre, con la mirada perdida, fija en un lugar impreciso, más allá o más acá de todos: Que ningún ser querido se muera o enferme, que no me falte trabajo, que yo y todos a los que quiero seamos felices. Terminó de pedir los tres deseos y con la mirada algo obnubilada sopló fuerte, muy fuerte, como si quisiera espantar un fantasma.

—Eh, pero qué pulmones. —Escuchó que le decían.

Carolina sonrió en una mueca de felicidad, una cáscara de alegría. Con los ojos brillosos y fijos se zampó su porción de torta, sintiéndose sola, terriblemente sola y perdida.

La parte enferma

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