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ÚLTIMA CARTA

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Una historia persiste en mi cabeza. Pero ¿cómo escribirla? ¿Cómo elegir, como quien selecciona frutas en la verdulería, las palabras adecuadas para contar? Y en el caso de encontrar tales palabras, ¿qué orden darles, cómo empezar, dónde poner el fin?

Apelo a mi último recurso: escribirla para ti, hacer de cuenta que es un simple pretexto para acercarte, un arma más en la ardua tarea de la seducción.

El comienzo fue la anécdota, con principio y fin. Dos hombres visitan a una mujer a la que ambos aman. Ella no se decide por uno ( su moral le impide quedarse con los dos) y los tres envejecen. Todos en el pueblo conocen la historia, la conversan, la adivinan.

La historia así contada, como si fuese un documental o una crónica periodística, resulta vacía, desprovista tanto de señales explicativas como de misterios. Nadie habla, siente o piensa. Solo yo veo qué hacen, dónde van, quién los mira.

Creí encontrar la solución: analizar, como si fuera un asunto probabilístico, lo que ocurriría si uno de los amantes claudicara, si dos de los tres, si los tres. Resultó una enumeración demasiado ordenada, y los siete casos posibles hacían el relato largo y aburrido.

Hay más alternativas. Una es seguir a uno de los hombres mientras camina, al mediodía, hacia la casa de su amada. Me lo imagino flaco, vestido de negro ( como los villanos en las películas de vaqueros) con las manos húmedas, sucio y pobre. Mientras camina, mira la espalda del otro, que guía sus pasos, y escucha su conversación tranquila y amable. Carga una pequeña valija de cartón atada con una cuerda. Siente un vago deseo de darse vuelta, de alejarse de ese pueblo lleno de polvo, de detenerse en alguna parte y quitarse las botas. Pero no lo hace, y cuando se pregunta las causas de su inacción, sin sobresaltos ni pesares, advierte que su amor no existe. Lo admite con la resignación aburrida de quien opta por reconocer lo que desde hace mucho tiempo alguien le repite día tras día. Cierto pudor le acude cuando recuerda que ese amor- que tan ridículo, vergonzante le parece ahora que advierte la forma en que lo miran los otros- es su única carta de presentación ante el mundo, lo que otorga validez a su pobre suceder sin gloria, y lo distingue de los demás.

Tal vez comprenda, mientras mira hacia atrás - supongo que se detiene en el medio de la calle y tuerce la cabeza- que lo que los demás encuentran incomprensible y ajeno – la fuerza del amor que él parece poseer- no es más que una idea equivocada, una apariencia . Sumándose a este descubrimiento desconsolado, sospecha que esa mujer que lo espera en la puerta sabe, desde mucho antes, la misma verdad. Ve el futuro como un reincidir estéril en los mismos sucesos, entiende que la vida es infinita, llena de ciclos sin fin, y le sobreviene la esperanza del olvido, la expectativa del día feliz del futuro en que nadie recuerde ni un detalle de su anécdota triste.

En tales circunstancias, el fin del cuento podría ser:

“Pensando en los otros, en aquellos sin historia que esperaban el definitivo cierre de este episodio del cual él era parte, aceptó, benévolo, la responsabilidad de la mentira. Sabía que algún día, cuando el desamor no fuera una sorpresa ni una decepción, compartiría con todos la paz interior de saber que el amor no es más que una cosa que los demás imaginan que los otros sienten.”

Hay cosas que me desagradan en esta versión. La primera es la ausencia de acción; la segunda, la excesiva lucidez del individuo para determinar con precisión el mecanismo de sus pensamientos. Por último, la gran tristeza que resulta de su lectura. Es así que resultaría más ameno y positivo ubicar a los personajes en un ambiente determinado, que podría ser el comedor de la casa de la mujer.

El servicio de té está en la mesa (verde, antiguo, con rajaduras en el fondo de las tazas) y sobre un mantel amarillo en desuso, hay platos con bizcochos, galletitas y mermeladas. Las cortinas de la habitación son verdes, y un gato duerme en un rincón. Hay olor a encierro y flores marchitas, moscas disimuladas sobre los vidrios y lámparas que iluminan poco. Sentado en la cabecera, uno de los hombres elige qué comer. Se decide por una de las chatas, olorosas magdalenas cuya receta figura de un libro con el que, como regalo exquisito, había intentado romper el triángulo años atrás. La parte en dos, introduce uno de los pedazos en la taza de té y espera que el mismo se ablande antes de llevárselo a la boca. Los otros dos están en la habitación contigua. Él no los ve, pero se esfuerza en oírlos, supone susurros, crujidos, los imagina tiernamente recostados en el sillón. Mastica sin ruido su bizcocho y se pregunta, si, a su turno, intentará vencer la indiferencia del cuerpo de la mujer o si, apabullado por la certeza de ser observado, hará lo suyo de pronto, ahorrándose los esfuerzos tantas veces inútiles. Se le ocurre hacerles una broma, y sirve el té en las dos tazas que los esperan. Se guarda en el bolsillo tres bizcochitos de anís, recuerda a su esposa y a sus hijos. Se recuesta en la silla, estira las piernas y espera. No hay una escena final más que esta, sugerente e inconclusa.

Dispuesta a terminar, releo esta carta y advierto que ninguna de las versiones cuenta la historia que pretendía contar. Te parecerá absurdo, pero creo que contándola como originalmente la imaginé, resultaría más clara y comprensible.

Dos hombres llegan a un pueblo donde vive una mujer de la cual ambos están enamorados y que los quiere a ambos por igual. Año tras año, vienen a verla con la esperanza de que ella decida quedarse con uno de ellos. Cuando todos imaginan que, detrás de la puerta, los tres discuten, conversan o gritan, ellos hacen el amor, toman el té, se peinan y se van.

Sigiloso dinosaurio

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