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Capítulo uno
ОглавлениеNick Carlino se puso al volante de su Ferrari y, haciendo chirriar las ruedas en la grava, salió del aparcamiento de Rock and A Hard Place y puso rumbo a su casa del valle de Napa. Le apetecía encenderse un cigarrillo y que el día terminara. Esa noche, había vuelto a ver en los ojos de Rachel Mancini el deseo de que lo suyo se convirtiera en una relación seria. Había visto aquella expresión una docena de veces en las mujeres con las que había salido y siempre había sido lo suficientemente prudente como para romper con ellas.
A Nick le gustaba Rachel. Era guapa y le hacía reír y, como dueña del club nocturno de moda, lo atraía con su inteligencia para los negocios. La respetaba y era por eso por lo que tenía que romper con ella. Últimamente no paraba de lanzarle indirectas de que quería más, pero Nick no tenía nada más que ofrecerle.
La luz de la luna lo guio por la oscura carretera que se abría entre los viñedos, con el olor penetrante de las uvas merlot y zinfandel, en medio de la noche veraniega. Había regresado a Napa después de la muerte de su padre para ayudar a sus hermanos a hacerse cargo de Carlino Wines y, de acuerdo con el testamento, tenían seis meses para decidir cuál de los tres hijos de Santo Carlino sería el presidente del imperio. Ninguno de ellos quería tener ese honor. Aun así, Tony, Joe y Nick habían estado trabajando codo con codo durante los últimos cinco meses, y todavía les quedaba uno para decidir quién se haría cargo de la compañía.
Al tomar una curva con desnivel, Nick vio la luz de unos faros dirigiéndose directamente hacia él. Maldijo en voz alta. El otro coche traspasó su carril al tomar la curva. Las luces lo cegaron y giró bruscamente el volante para evitar una colisión, pero no pudo impedir el impacto. Los dos coches chocaron, provocando un sonido sordo, y la parte trasera del Ferrari derrapó. La sacudida hizo que saltaran los airbags y acabó perpendicular al coche contra el que acababa de colisionar.
–Maldita sea –murmuró.
La presión del airbag le oprimía el pecho. Corrió hacia atrás el asiento y respiró hondo. Una vez se aseguró de que su cuerpo estaba bien, Nick salió del coche para comprobar el estado del otro conductor.
Lo primero que oyó fue a un bebé llorar y se asustó. A toda prisa comprobó los daños del viejo Toyota Camry. Dentro vio a una mujer sentada en el asiento del conductor, con el cuerpo echado hacia delante y la cabeza apoyada en el volante. Abrió la puerta con cuidado y vio que tenía sangre en la cara.
El llanto del bebé se volvió más intenso. Nick abrió la puerta trasera y echó un vistazo al interior. El bebé estaba sentado en su silla mirando hacia atrás y parecía estar bien. Por suerte, no tenía sangre. El asiento para bebés había cumplido su función.
–Aguanta, pequeño.
Nick no tenía ni idea de cuántos años tenía el niño, pero suponía que todavía no sabía caminar. Luego, puso la mano en el hombro de la mujer.
–¿Puede oírme? Voy a buscar ayuda.
Al ver que no respondía, Nick la rodeó por los hombros y la echó hacia atrás para poder ver las heridas. Tenía sangre en la frente de un profundo corte que se había hecho al golpearse con el volante. Hizo que apoyara la cabeza en el reposacabezas.
Ella abrió los ojos lentamente y lo primero en lo que Nick reparó fue en el increíble color de sus ojos. Era una mezcla de turquesa y verde. Solo había visto una vez en su vida aquel color tan espectacular.
–¿Brooke? ¿Eres Brooke Hamilton? –preguntó apartándole el pelo de la cara.
–Mi bebé –susurró, esforzándose en pronunciar las palabras mientras volvían a cerrársele los ojos–. Cuida de mi bebé.
–Está bien.
Aquella mujer a la que había conocido hacía doce o trece años en el instituto volvió a repetir su súplica.
–Prométeme que cuidarás a Leah.
Sin pensárselo, Nick accedió.
–Prometo que cuidaré de ella, no te preocupes.
Brooke cerró los ojos y volvió a perder la conciencia. Nick llamó al teléfono de emergencias.
Cuando terminó de hablar, se metió en el asiento trasero del coche. Los sollozos del bebé se convirtieron en quejidos, que hicieron que a Nick se le rompiera el corazón.
–Ya voy, pequeña, te sacaré de ese artilugio.
Nick no tenía ni idea de bebés. No sabía cómo liberarlo de aquellas correas que la sujetaban al asiento. Ni siquiera había tenido nunca a un bebé en brazos. Lo intentó durante unos minutos y por fin pudo soltarla, sin dejar de murmurar dulces palabras mientras lo hacía. Para su sorpresa, el bebé dejó de llorar y lo miró. Tenía el rostro sonrojado y la respiración era calmada. Con los ojos abiertos como platos, se quedó mirándolo con los mismos enormes ojos de su madre.
–Vas a romper muchos corazones con esos ojos –le dijo al ver que era una niña.
Los labios del bebé se curvaron. Aquella sonrisa lo sorprendió. Nick la sacó del asiento y la sujetó con fuerza.
–Necesitas alguien que sepa de bebés.
Nick cambió al bebé de brazo y sacó otra vez el teléfono para llamar a Rena, la esposa de Tony. Ella sabría lo que hacer. De repente recordó lo tarde que era y lo mal que Rena estaba durmiendo últimamente: estaba a punto de tener un bebé. Colgó antes de que sonara el primer timbre y marcó el número de Joe. La prometida de Joe, Ali, acudiría veloz a ayudar y él se quedaría tranquilo de dejar atendida a la pequeña.
Saltó el buzón de voz. Nick dejó un breve mensaje y luego se acordó de que Ali y Joe estaban de vacaciones en las Bahamas durante esa semana.
–Estupendo –murmuró, sujetando al bebé con ambos brazos–. Parece que estaremos tú y yo a solas.
Antes de que llegara la ambulancia, Nick revolvió en el bolso de la mujer y encontró su carné de conducir. Bajo la tenue luz del coche, comprobó que no se había equivocado. La conductora que había invadido el carril y que había causado el accidente era Brooke Hamilton. Había ido con ella al instituto. Había habido algo entre ellos, pero eso era agua pasada.
Nick dejó al bebé en el asiento trasero.
–Tranquila, ¿de acuerdo? Voy a ver cómo está tu mamá.
En cuanto la soltó, empezó a lloriquear.
–De acuerdo –dijo Nick, tomándola de nuevo en brazos para calmarla–. Vamos a comprobar juntos cómo está mamá.
Nick sujetó a la pequeña con el brazo derecho y abrió la puerta del pasajero para ver mejor a Brooke. Todavía respiraba. No le parecía que la colisión hubiera sido tan grave.
Oyó a lo lejos unas sirenas y se sintió aliviado.
Con el bebé en brazos, Nick recibió a los médicos de la ambulancia.
–El bebé parece estar bien, pero la madre está inconsciente –dijo.
–¿Qué ha pasado? –preguntó uno de ellos.
–Iba conduciendo y al tomar la curva, me encontré este coche en mi carril. Di un volantazo en cuanto lo vi, si no, podía haber sido mucho peor.
–¿El bebé es suyo o de ella? –preguntó el hombre mientras examinaba a Brooke.
–De ella.
–Está bien, nos los llevaremos a los dos al hospital –dijo el médico mirando a su compañero–. ¿Qué me dice de usted? ¿Está herido?
–No, el airbag se activó y estoy bien. Al parecer, el Camry no tiene.
–Parece que el asiento portabebés ha evitado que la pequeña sufriera heridas.
Al cabo de quince minutos llegó la policía para levantar el atestado, justo en el momento en el que metían a Brooke en la ambulancia. Nick permaneció a su lado, con Leah en brazos.
–Yo me ocuparé de ella –dijo el médico.
–¿Qué van a hacer con ella?
–La someteremos a un examen y se la entregaremos a algún familiar.
En cuanto Leah dejó los brazos de Nick, armó un gran escándalo. Cerró los ojos y se le puso la cara roja mientras gritaba con fuerza. Lo peor de todo fue que una vez que abrió los ojos, miró a Nick como si supiera que era su salvador.
Nick recordó la promesa que le había hecho a su madre.
–Deje que me quede con ella –dijo ofreciendo sus brazos–. Iré con ustedes al hospital.
El médico le dedicó una mirada escéptica.
–Conozco a la madre. Fuimos al instituto juntos. Le prometí que cuidaría de Leah.
–¿Cuándo?
–Abrió los ojos y estuvo consciente el tiempo suficiente para asegurarse de que su hija estaba atendida.
El médico suspiró.
–Se ve que le gusta usted más que yo. Llévese la bolsa de pañales del coche. Tenemos que irnos.
Brooke abrió los ojos lentamente e incluso ese sutil movimiento le causó un fuerte dolor en la frente. Se llevó la mano a la cabeza y descubrió que tenía una venda.
Lo primero en lo que pensó fue en Leah y sintió pánico.
–¡Leah!
Se sentó bruscamente. Su cabeza daba vueltas y a punto estuvo de volver a quedarse inconsciente.
Luchó contra aquella sensación de mareo y respiró profundamente.
–Está aquí –oyó que decía una voz masculina.
Brooke miró en la dirección de la voz, entrecerrando los ojos para enfocar. Vio a Leah aferrada a su manta rosa, con aspecto tranquilo, durmiendo en los brazos de un hombre. Al instante se sintió aliviada. Su precioso bebé estaba a salvo. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando surgieron en su mente fragmentos del accidente. Se había distraído con el llanto de Leah al tomar la curva. Se había girado un momento para verla, justo antes de colisionar con otro coche. Apenas recordaba haber despertado un instante antes de que todo se tornara negro. Brooke se tomó un segundo para dar gracias a Dios de que nada le hubiera pasado a Leah.
Sus ojos se fijaron en los intensos ojos azules y en la sonrisa de... ¿Nick Carlino? Nunca se había olvidado del sensual timbre de su voz ni de sus atractivos rasgos. O de los hoyuelos que se le formaban cuando sonreía. Era suficiente para hacer que cualquier chica se desnudara en cuestión de segundos. Lo sabía porque había sido una de esas chicas.
–Leah está bien –le aseguró de nuevo.
–¿Nick Carlino?
–Soy yo, Brooke –dijo, y aquellos hoyuelos aparecieron un momento.
Alargó la mano para acariciar a Leah y el movimiento le provocó un fuerte dolor de cabeza.
–Quiero abrazar a mi bebé.
–Está durmiendo –dijo sin mover un músculo.
Brooke apoyó la cabeza en la almohada. Sería mejor no despertar a Leah ya que seguía sintiéndose aturdida.
–¿De veras está bien?
–La examinaron anoche. El médico dijo que no tenía lesiones.
–Gracias a Dios –susurró Brooke, con los ojos llenos de lágrimas una vez más–. Pero, ¿por qué estás aquí?
No lograba comprender por qué estaba Nick con su hija en brazos y en su habitación del hospital.
–¿De verdad no lo recuerdas?
–Apenas recuerdo mi nombre en este momento.
–Anoche chocaste contra mi coche al tomar una curva. Por un instante, creí que era el final para todos nosotros.
–¿Fue tu coche contra lo que choqué? Lo siento. La carretera estaba oscura y me distraje. Llevábamos en el coche todo el día y pensé que podríamos ir a su casa en vez de pasar la noche en un motel. ¿Estás bien? ¿Has sufrido alguna herida?
Seguía sin poder creer que Nick Carlino estuviera en su habitación del hospital, con su bebé en brazos. Un escalofrío la recorrió. Aquello era surrealista.
–Estoy bien. El airbag salvó mi trasero.
–Me alegro. ¿Y tu coche?
–Necesita algunos arreglos.
–¿Y el mío?
–Lo mismo. Los he enviado al taller.
Brooke no quería pensar en el coste de la reparación de los coches.
–¿Has estado aquí toda la noche?
Aquellos peligrosos hoyuelos aparecieron y él asintió.
–Anoche te prometí que la cuidaría.
–¿Ah, sí?
–Te despertaste un momento para asegurarte de que Leah estaba atendida y me hiciste prometer que me ocuparía de ella.
–Gracias –dijo ella conteniendo de nuevo las lágrimas–. Te agradezco todo lo que hiciste anoche.
Nick asintió y miró a Leah.
–¿Dónde está su padre?
Brooke parpadeó. ¿Dan, el padre de Leah? ¿El hombre con el que había estado casada dos años y que en su vigésimo noveno cumpleaños le había confesado que estaba teniendo una aventura con una mujer a la que había dejado embarazada? Aquella noche había dejado a Brooke y, una semana más tarde, ella había descubierto que iba a tener un bebé.
–No forma parte de mi vida.
–¿De veras?
Se había ido lejos de Los Ángeles y de Dan, y había pasado los siguientes meses viviendo sola, dirigiendo un pequeño hotel de la costa de California, a las afueras de San Diego. Había podido pagar sus gastos y había disfrutado de la brisa fresca del océano y del sol. Le había sentado bien a su embarazo y a su estado de ánimo.
–Sí, Dan está fuera de mi vida.
Se sentía bien diciéndolo. Sabía que algún día tendría que hablarle a Dan de Leah, pero no en aquel momento. Tenía que conseguir que la casa de la tía Lucy fuera rentable y diera dinero antes de contarle a Dan lo de su hija. Necesitaba hacerse con todos los argumentos posibles para lograr la custodia de Leah. Eso en el supuesto de que Dan aceptara a su hija. No estaba dispuesta a correr riesgos. Brooke había heredado la casa de ocho dormitorios de su tía en el valle de Napa y con cierta ingenuidad pensaba convertirla en un pequeño hotel.
–Así que has venido a visitar a tu tía –afirmó Nick, dándolo por sentado.
–Mi tía falleció hace tres meses. He heredado su casa.
Justo cuando Nick estaba a punto de hacer otra pregunta, Leah se movió en sus brazos e hizo unos sonidos al despertarse. Nick se puso rígido, sin saber muy bien qué hacer con ella.
–Tiene hambre y probablemente el pañal mojado.
Impulsivamente, Nick la apartó de su cuerpo y comprobó la manta que la cubría.
–¿De veras?
–¿Lleva toda la noche con el mismo pañal?
–Sí, bueno no. Una de las enfermeras le cambió el pañal anoche y le dio de comer –dijo señalando la maleta que estaba al otro lado de la habitación–. Encontró todo lo que necesitaba ahí.
–Vaya, ni siquiera había pensado en mis cosas. ¿Las trajiste anoche?
Él asintió y se puso de pie. Brooke lo miró de arriba abajo y contuvo el aliento. La sombra de la barba y la ropa arrugada lo hacían parecer más atractivo, más sexy de lo que recordaba. Se había convertido en un hombre digno de las fantasías de cualquier mujer.
–Me ocuparé de Leah. Estoy segura de que enseguida me iré.
En aquel momento entró el médico, con el informe en sus manos.
–Yo no estaría tan seguro –dijo, y se presentó como el doctor Maynard.
Se quedó pálida y sintió un nudo en el estómago.
–¿Por qué no?
–Aunque las pruebas no muestran daños, se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza. Va a tener mareos. No podrá conducir y será mejor que descanse un par de días.
El médico le retiró la venda de la cabeza y asintió al comprobar que tenía mejor aspecto. Luego le examinó los ojos y escuchó su corazón con el estetoscopio.
–Puedo darle el alta si tiene quién la cuide. ¿Tiene quién la ayude con el bebé?
Ella sacudió la cabeza.
–Llegué anoche a la ciudad. Puedo llamar a una amiga.
Había mantenido el contacto con Molly Thornton durante varios años después de acabar el instituto y aunque hacía dos que no hablaba con ella, sabía que le echaría una mano.
–Está bien, recibirá el alta enseguida. Le daré una receta para aliviar los dolores. ¿Sigue dándole el pecho al bebé?
–Sí –contestó Brooke asintiendo.
El médico miró a Leah, quien cada vez se agitaba más en los brazos de Nick.
–Es preciosa. Tengo una hija unos meses mayor que ella –dijo, y luego miró a Nick–: Nunca pensé que te vería con un bebé en brazos, Carlino –añadió antes de volverse a Brooke y guiñarle un ojo–. La próxima vez que venga a Napa, le sugeriría que no se cruzara con Nick. Es preferible apartarse de su camino.
Brooke ya había llegado a esa conclusión muchos años antes.
–¿Sabes, Maynard? No creo que te haga tanta gracia cuando te dé una paliza en la cancha el viernes.
–Sigue soñando –dijo el doctor Maynard antes de volver a ponerse serio al dirigirse a Brooke–. Asegúrese de que alguien la recoge y se queda con usted. Tómeselo con calma unos días.
–De acuerdo, doctor.
Una vez se hubo marchado de la habitación, Brooke miró a Nick, quien había vuelto a tranquilizar a Leah.
–Ya me ocupo de Leah.
Nick se acercó a la cama, sujetando a Leah contra su cuerpo. Leah lo miraba con los ojos bien abiertos.
Brooke buscó en sus dedos una alianza y al pillarla, sintió que se ponía colorada. Nick siempre le había provocado ese efecto. La única noche que habían pasado juntos, se había sentido tan humillada que había pensado que moriría de vergüenza. Seguramente había sido el hazmerreír del vestuario de los Napa Valley Victors.
Nick Carlino había sido popular en el instituto por el béisbol, las chicas y las fiestas.
Brooke se había vuelto loca al pensar que a Nick le gustaba. Brooke había descubierto lo distintos que eran.
Casi había echado a perder sus diecisiete años. Su autoestima había tocado fondo y había necesitado de varios años para recuperarla. Todas las cosas negativas que creía tener, las había visto confirmadas. Y por todo ello, lo había odiado.
En aquel momento, lo miró mientras le entregaba a su bebé de cinco meses. Se le veía guapo y apetecible, y odiaba los ligeros temblores que sentía en el estómago. Cuanto antes se apartará de él, mejor. No quería recordar el pasado y deseó haber chocado con cualquier otra persona que no hubiera sido Nick Carlino.
–Es sencillo, Brooke. Pasarás la noche en mi casa.
–No puedo hacerlo, Nick.
Brooke se negó a cambiar de opinión, a pesar de que la cabeza le daba vueltas. Mientras él había salido de la habitación, ella se había levantado, se había vestido y había hecho tres llamadas a Molly sin éxito. Luego se había puesto a darle el pecho a Leah en el mismo sillón de cuero en el que Nick había pasado la noche. Justo entonces había regresado él.
–Ya se me ocurrirá algo –dijo suavemente para no molestar a Leah.
Así había sido siempre. Se las había arreglado sola para salir adelante con el embarazo y dar a luz a su hija, así que podría salir de aquel dilema sin problemas.
–¿El qué? No tienes opciones. No das con tu amiga y ya has oído lo que te ha dicho el médico.
Podía ser tan cabezota como ella, pensó al ver cómo se había cruzado de brazos.
–Me las arreglaré, gracias. No necesito tu ayuda.
Nick se sentó en una silla y apoyó los codos en las rodillas. Luego la miró a los ojos con su penetrante mirada.
–¿Cuánto hace, trece años? ¿Todavía me guardas rencor?
Brooke contuvo una exclamación y Leah dejó de mamar. Volvió a colocar al bebé y esperó a que siguiera mamando, no sin antes asegurarse que tuviera cubierto el pecho con la manta.
Deseó estar en cualquier otro sitio que no fuera aquel, manteniendo aquella conversación con Nick. Le sorprendía que recordara aquella noche.
–No guardo rencor. Apenas te conozco.
–Me conoces lo suficiente como para aceptar mi ayuda.
–No la necesito –dijo sin sonar convincente ni para ella misma–. Además, ¿por qué te importa?
Nick se pasó la mano por su pelo oscuro y sacudió la cabeza.
–No es ningún problema, Brooke. Vivo solo en una casa enorme. Te quedarás una o dos noches y así mi conciencia se quedará tranquila.
Aquello sonaba como el Nick Carlino que conocía, aquel al que solo le preocupaba ser el número uno en todo.
–Anoche prometí cuidar de Leah y resulta que su madre necesita un sitio tranquilo para descansar.
Brooke se estaba quedando sin argumentos y eso la estaba poniendo nerviosa.
–¿Quién va a cuidar de nosotras, tú?
–Contrataré una enfermera.
–No puedo permitírmelo.
–Yo sí.
La idea sonaba mejor por momentos, pero ¿cómo aceptar su caridad?
En una cosa tenía razón: se había quedado sin opciones. Excepto con Molly, había roto los lazos con todos sus amigos del valle de Napa después de que su madre decidiera que tenían que mudarse tras su graduación.
Al ver que Brooke no contestaba, Nick insistió.
–Piensa en lo que tu hija necesita.
Ella cerró los ojos un instante. Tenía razón, Leah necesitaba que su madre se recuperara. Si tenía una enfermera a su disposición, Leah estaría atendida y ella podría descansar. Llevaba toda la mañana sintiendo mareos. Apenas eran las once y ya estaba exhausta. Todos los huesos del cuerpo le dolían cada vez que se movía. Podía soportar el dolor, pero necesitaba tener fuerzas para cuidar de Leah.
Maldito Nick. Si bien debía de estarle agradecida por su generoso ofrecimiento, le molestaba que tuviera los medios para facilitarle lo que necesitaba. ¿Por qué tenía que ser Nick?
–¿Y bien? –preguntó él.
La idea de pasar un minuto bajo el mismo techo que Nick Carlino la hacía estremecerse.
–Permíteme que llame a Molly una vez más.