Читать книгу El ganador de almas - Charles Haddon Spurgeon - Страница 7
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Queridos hermanos, tengo el propósito de impartirles, si Dios me lo permite, una breve serie de lecciones bajo el título general de “EL GANADOR DE ALMAS”. Ganar almas es el trabajo principal del ministro cristiano; de hecho, debería ser el objetivo principal de todo creyente genuino. Cada uno de nosotros debería decir “Voy a pescar” junto a Simón Pedro, y nuestro propósito debiera ser el mismo de Pablo: “que de todos modos salve a algunos”.
Comenzaremos nuestros discursos sobre este asunto considerando la siguiente pregunta:
¿QUÉ ES GANAR UN ALMA?
Una forma pedagógica de responderla es describir lo que no es. No consideramos que sea ganar almas robar miembros de iglesias ya establecidas y enseñarles a articular nuestras propias creencias distintivas. Nuestro objetivo es más bien llevar almas a Cristo antes que hacer convertidos para nuestra sinagoga. Allá afuera hay ladrones de ovejas de los que solo diré que no son “hermanos” o, al menos, no actúan de forma hermanable. Para su propio Señor deben estar en pie o caer. Consideramos que es una total bajeza construir nuestra propia casa con las ruinas de las mansiones de nuestros vecinos; preferimos por lejos trabajar nosotros mismos. Espero que todos simpaticemos con el espíritu generoso del Dr. Chalmers, quien, cuando se le dijo que tal o cual esfuerzo no sería beneficioso para los intereses particulares de la Iglesia Libre de Escocia, aunque sí podría promover la religión general de la nación, señaló: “¿Qué es la Iglesia Libre comparada con el bienestar cristiano del pueblo de Escocia?”.2 En verdad, ¿qué es cualquier iglesia o qué son todas las iglesias en conjunto como meras organizaciones si están en conflicto con el bienestar moral y espiritual de la nación o si obstruyen el Reino de Cristo? Es porque Dios bendice a los hombres mediante las iglesias que deseamos verlas prosperar, y no por la sola causa de las iglesias mismas. ¡Existe egoísmo en nuestro entusiasmo por el crecimiento de nuestro propio partido: que la gracia nos libre de ese espíritu malo! El crecimiento del Reino es más digno de deseo que el crecimiento de un clan. Estaríamos dispuestos a hacer mucho por transformar a un hermano paidobautista en bautista, pues valoramos las ordenanzas de nuestro Señor; trabajaríamos arduamente para lograr que alguien que cree en la salvación por libre albedrío ahora creyera en la salvación por gracia, pues anhelamos ver toda enseñanza religiosa basada en la roca sólida de la verdad y no en la arena de la imaginación. Sin embargo, al mismo tiempo, nuestro gran fin no es el cambio de las opiniones, sino la regeneración de las naturalezas. Queremos llevar a los hombres a Cristo, y no a nuestras propias concepciones peculiares del cristianismo. Nuestra primera preocupación debe ser que las ovejas se reúnan en torno al gran Pastor; ya habrá tiempo suficiente en el futuro para asegurarlas en nuestros diversos rediles. Hacer prosélitos es una tarea adecuada para los fariseos; engendrar a los hombres para Dios es el fin honorable de los ministros de Cristo.
En segundo lugar, no consideramos que se logre ganar almas al escribir con apuro más nombres en la lista de miembros de nuestra iglesia para poder reportar un buen aumento a fin de año.
Eso es fácil de hacer, y hay hermanos que realizan un gran esfuerzo (por no decir que emplean artes) para conseguirlo. Sin embargo, si es considerado el principio y el fin de todos los esfuerzos del ministro, el resultado será deplorable. Desde luego, introduzcamos a los verdaderos convertidos a la iglesia, pues parte de nuestra labor es enseñarles a observar todas las cosas que Cristo les ha ordenado, pero eso debe hacerse con los discípulos, no con los meros profesantes. Si no empleamos la prudencia, es posible que hagamos más mal que bien en este asunto. Introducir personas inconversas a la iglesia es debilitarla y degradarla; por lo tanto, una aparente ganancia puede terminar siendo una verdadera pérdida. Yo no soy de las personas que condenan las estadísticas ni considero que produzcan toda clase de males, pues hacen mucho bien si son precisas y se usan legítimamente. Es bueno que el pueblo vea la miseria del país cuando hay estadísticas de disminución para que se vea impulsado a buscar la prosperidad de rodillas ante el Señor. Por el otro lado, no es para nada malo que los obreros sean animados al contemplar un registro de los resultados. Lamentaría mucho que la práctica de sumar, restar y calcular el resultado neto fuera abandonada, pues debe ser bueno conocer nuestra condición numérica. Algunos han notado que los que objetan el proceso a menudo son hermanos cuyos informes insatisfactorios debieran producir en ellos un cierto grado de humillación. No siempre ocurre eso, pero sí es sospechosamente frecuente. El otro día oí del informe de una iglesia cuyo ministro, que era bien conocido por haber reducido su congregación a cero, escribió con algo de ingenio: “Nuestra iglesia está mirando hacia arriba”. Cuando le preguntaron sobre esa afirmación, respondió: “Todos saben que la iglesia está de espaldas y lo único que puede hacer es mirar hacia arriba”. Cuando las iglesias están mirando hacia arriba en ese sentido, sus pastores por lo general dicen que las estadísticas son muy engañosas y que no podemos tabular la obra del Espíritu ni calcular la prosperidad de una iglesia en cifras. La realidad es que sí podemos hacer un cálculo muy acertado si las cifras son honestas y si tomamos en consideración todas las circunstancias. Cuando no hay crecimiento, podemos calcular con bastante precisión que no se está haciendo mucho. Y si hay una clara reducción de la iglesia en una población creciente, podemos concluir que las oraciones de la gente y la predicación del ministro no son de lo más poderosas.
Aun así, la prisa por introducir miembros a la iglesia es sumamente dañina, tanto para la iglesia como para los supuestos conversos. Recuerdo muy bien el caso de varios jóvenes de buen carácter moral y religiosamente prometedores. En vez de examinar sus corazones y procurar su verdadera conversión, su pastor no les dio descanso hasta persuadirlos a hacer una profesión de fe. Pensaba que tendrían más obligaciones con las cosas santas si profesaban la religión, y se sentía bastante seguro al presionarlos, pues “eran muy prometedores”. Se imaginó que si los desanimaba examinándolos con cuidado, podría apartarlos, así que para asegurarlos, los transformó en hipócritas. Esos jóvenes ahora están mucho más lejos de la Iglesia de Dios que lo que habrían estado si hubieran sufrido la afrenta de ser dejados en el lugar que les correspondía y se les hubiera advertido que no se habían convertido a Dios. Recibir a una persona en el número de los fieles es una grave injuria contra ella a menos que haya buenas razones para creer que en verdad ha sido regenerada. Estoy seguro de ello, pues hablo luego de haber observado con mucho cuidado. Algunos de los pecadores más flagrantes que conozco fueron una vez miembros de una iglesia, y creo que fueron guiados a hacer una profesión de fe mediante el ejercicio de una presión indebida, bien intencionada pero imprudente. Por lo tanto, no piensen que ganar almas equivale a multiplicar el número de bautismos y agrandar el tamaño de la iglesia o que esas cosas son garantías de que están ganando almas. ¿Qué significan los siguientes reportes del campo de batalla?: “Ayer en la noche, catorce almas experimentaron convicción, quince fueron justificadas y ocho recibieron la santificación completa”. Estoy harto de ese alarde público, de ese conteo de gallinas no empolladas, de esa exhibición de despojos dudosos. Abandonen esas formas de contar del pueblo, esa vana pretensión de certificar en medio minuto lo que requiere la evaluación de toda una vida. Esperen lo mejor, pero sean razonables en sus mayores entusiasmos. Tener lugares destinados para atender a los que tienen inquietudes espirituales es muy bueno, pero si producen alardes vanos, contristarán al Espíritu Santo y ocasionarán gran daño.
Queridos amigos, ganar almas tampoco es solo crear entusiasmo. El entusiasmo acompaña todo gran movimiento. Podríamos cuestionarnos con razón la sinceridad y el poder de un movimiento si fue tan tranquilo como es leer la biblia en el salón de la casa. No es posible hacer estallar rocas grandes sin producir el sonido de las explosiones ni pelear una batalla manteniendo a todos callados como momia. En un día seco, el carruaje no se está moviendo mucho por el camino si no deja ruido y polvo a su paso; la fricción y la agitación son resultados naturales de la fuerza en movimiento. Del mismo modo, cuando el Espíritu de Dios está en movimiento y las mentes de los hombres son agitadas, debe haber y habrá ciertas señales visibles del movimiento, pero ellas nunca deben confundirse con el movimiento mismo. Si alguien se imagina que levantar polvo es el propósito del paso de un carruaje, puede tomar la escoba y muy pronto alzará tanto polvo como cincuenta carruajes, pero en vez de producir un beneficio causará un fastidio. El entusiasmo es tan incidental como el polvo, pero jamás debe ser nuestro objetivo. Cuando la mujer barrió su casa, lo hizo para encontrar la moneda, no para levantar una nube de polvo.
No tengan por objetivo la sensación y el “efecto”. Es posible que veamos torrentes de lágrimas, ojos llorosos, sollozos, clamores, multitudes de personas que se quedan en el recinto después de la reunión y toda clase de confusión, y podemos tolerar esas cosas como acompañantes del sentimiento genuino, pero les ruego que no planifiquen su producción.
Con mucha frecuencia ocurre que los conversos que nacen en el entusiasmo mueren cuando este se acaba. Son como ciertos insectos que surgen en los días extremadamente calurosos y mueren a la puesta del sol. Algunos conversos viven en el fuego como las salamandras, pero mueren a una temperatura razonable. No me gusta la religión que requiere o crea una cabeza caliente. Denme la piedad que florece en el Calvario, no en el monte Vesubio.3 El celo más apasionado por Cristo es consistente con el sentido común y la razón: el delirio, el griterío y el fanatismo son productos de otro celo, de uno que no es conforme a ciencia. Queremos preparar a los hombres para la recámara de la comunión, no para el manicomio de Bedlam. Nadie lamenta más que yo que estas advertencias sean necesarias, pero cuando recuerdo las extravagancias de ciertos revivalistas salvajes, no puedo decir nada menos y podría decir mucho más.
¿Qué es ganar verdaderamente un alma para Dios? En cuanto eso ocurre mediante instrumentos, ¿cuáles son los procesos por los que el alma es guiada a Dios y a la salvación? Considero que una de las principales operaciones consiste en instruir al hombre para que conozca la verdad de Dios. La instrucción mediante el evangelio es el comienzo de toda obra genuina en la mente de los hombres. “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. La enseñanza comienza la obra y también la corona.
Según Isaías, el evangelio es “Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma”. En consecuencia, a nosotros nos corresponde darles a los hombres algo digno de escuchar; de hecho, nos corresponde instruirlos. Hemos sido enviados a evangelizar o predicar el evangelio a toda criatura, y eso no puede realizarse a menos que les enseñemos las grandes verdades de la revelación. El evangelio es buenas noticias. Cuando oímos a algunos predicadores, pareciera que el evangelio es una droga santa que nos altera o una botella de licor fuerte que estimula el cerebro. No es nada así; es una noticia: en él hay información, instrucción sobre asuntos que los hombres necesitan saber y afirmaciones diseñadas para bendecir a los que las oyen. No es un conjuro mágico ni un encanto cuya fuerza consiste en un conjunto de sonidos; es una revelación de hechos y verdades que requieren conocimiento y fe. El evangelio es un sistema razonable que apela a la comprensión del hombre; es materia de pensamiento y consideración que apela a la conciencia y a la capacidad de reflexión. Por eso, si no les enseñamos nada a las personas, podemos gritar “¡Crean! ¡Crean! ¡Crean!”, pero ¿qué deben creer? Toda exhortación requiere su correspondiente instrucción, de lo contrario, no significa nada. “¡Escapen!”: ¿de qué? Para responder esa pregunta es necesaria la doctrina del castigo del pecado. “¡Huyan!”, pero ¿adónde? Deben predicar a Cristo y Sus llagas; sí, también la clara doctrina de la expiación mediante un sacrificio. “¡Arrepiéntanse!”: ¿de qué? Aquí deben responder preguntas como ¿qué es el pecado?, ¿cuál es la maldad del pecado?, ¿cuáles son las consecuencias del pecado? “¡Conviértanse!”, pero ¿qué es convertirse? ¿Por qué poder podemos convertirnos? ¿De qué debemos convertirnos? ¿En qué debemos convertirnos? El campo de instrucción es amplio si los hombres han de aprender la verdad que salva. “El alma sin ciencia no es buena”, y nuestro papel como instrumentos del Señor es hacer que los hombres conozcan la verdad de modo que puedan creerla y sentir su poder. No debemos intentar salvar a los hombres en las tinieblas, sino que debemos procurar hacerlos pasar de las tinieblas a la luz en el poder del Espíritu Santo.
Y no crean, queridos amigos, que cuando asisten a reuniones de avivamiento o a cultos evangelísticos deben omitir las doctrinas del evangelio, pues entonces deben proclamar aún más las doctrinas de la gracia, no menos. Enseñen las doctrinas del evangelio con claridad, afecto, simplicidad y sencillez, en especial las verdades que dicen relación directa y práctica con la condición del hombre y la gracia de Dios. Algunos entusiastas parecen haber adoptado la noción de que, apenas el ministro se dirige a los inconversos, debe contradecir deliberadamente sus discursos doctrinales comunes, ya que suponen que no habrá conversiones si predica todo el consejo de Dios. Todo se reduce a esto, hermanos: suponen que debemos ocultar la verdad y contar mentiras a medias para salvar a las almas. Debemos hablarle la verdad al pueblo de Dios porque ellos no oirán nada más, pero debemos llevar engañados a los pecadores a la fe exagerando un aspecto de la verdad y escondiendo el resto hasta que llegue una ocasión más conveniente. Esa teoría es extraña, pero muchos la apoyan. Según ellos, podemos predicar la redención de un número elegido de personas al pueblo de Dios, pero nuestra doctrina debe ser la de la redención universal cuando hablamos con los de afuera; debemos decirles a los creyentes que la salvación es por pura gracia, pero a los pecadores hay que hablarles como si tuvieran que salvarse a sí mismos; debemos informar a los cristianos que solo Dios el Espíritu Santo es quien puede convertir, pero cuando nos dirigimos a los incrédulos, a duras penas hay que hacer mención del Espíritu Santo. Nosotros no hemos aprendido así a Cristo. Así han obrado otros: que nos sean por señal de advertencia, no por ejemplo. El que nos mandó a ganar almas no nos permite inventar falsedades ni suprimir la verdad. Su obra puede realizarse sin esa clase de métodos sospechosos.
Quizá alguien de ustedes responderá: “Pero aun así, Dios ha bendecido verdades a medias y declaraciones extravagantes”. No estén tan seguros. Me atreveré a afirmar que Dios no bendice la falsedad. Puede que bendiga la verdad que está mezclada con el error, pero habría habido mucha más bendición si la predicación hubiera sido más acorde a Su propia Palabra. No puedo admitir que el Señor bendiga el laxismo evangelístico, y la supresión de la verdad no recibe un nombre demasiado duro cuando la denomino así. La omisión de la doctrina de la depravación total del hombre ha producido daños serios en muchas personas que han escuchado una cierta clase de predicación. Estas personas no reciben verdadera sanación porque no conocen la enfermedad bajo la cual están sufriendo. Nunca son vestidas de verdad porque no se hace nada por desnudarlas. En muchos ministerios, no se sondea suficientemente el corazón ni se despierta la conciencia revelando lo distanciado que el hombre está de Dios y declarando lo egoísta e impío que es tal estado. Los hombres necesitan oír que, a menos que la gracia divina los rescate de su enemistad con Dios, deben perecer eternamente. Necesitan que se les recuerde de la soberanía de Dios, que Él no está obligado a sacarlos de ese estado, que Él sería justo y recto si los dejara en dicha condición, que ellos no tienen ningún mérito al que apelar ante Él, nada que demandarle a Él; por el contrario, si han de ser salvos, debe ser por gracia y solo por gracia. La labor del predicador es derribar a los pecadores en desesperación absoluta para que se vean forzados a elevar la mirada al Único que puede ayudarlos.
Intentar ganar un alma para Cristo manteniéndola en ignorancia respecto a cualquier verdad es contrario a la mente del Espíritu, e intentar salvar a los hombres a través de meros disparates, emociones o exhibiciones de oratoria es tan necio como querer sujetar un ángel con pegamento para atrapar aves o seducir una estrella con música. La mejor atracción es el evangelio en su pureza. El arma con que el Señor conquista a los hombres es la verdad que está en Jesús. El evangelio demostrará ser igual de útil para cada emergencia, una flecha que puede traspasar el corazón más duro, un bálsamo que puede sanar la herida más mortífera. Predíquenlo, y no prediquen nada más. Descansen ciegamente en el antiguo evangelio. No necesitan otras redes para pescar hombres; las que les dio su Maestro son lo bastante fuertes para capturar los peces grandes y tienen agujeros bastante pequeños para atrapar a los chicos. Echen estas redes, no otras, y no necesitarán temer el cumplimiento de Su Palabra: “Os haré pescadores de hombres”.
En segundo lugar, para ganar un alma no solo es necesario instruir a nuestro oyente y darle a conocer la verdad, sino también impresionarlo de modo que la sienta.
Un ministerio puramente didáctico, que siempre apela al entendimiento y deja las emociones inafectadas, ciertamente sería un ministerio cojo. “Las piernas del lisiado no son parejas”, dice Salomón, y las piernas disparejas de algunos ministerios los paralizan. Hemos visto a personas que cojean con una pierna doctrinal muy larga y una pierna emocional muy corta. Es horrible que el hombre sea tan doctrinal que llegue a poder hablar calmadamente de la condenación del impío, de modo que, si de hecho no alaba a Dios por ella, no le causa ninguna angustia de corazón pensar en la ruina de millones de miembros de nuestra raza. ¡Eso es horrible! Odio escuchar los terrores del Señor proclamados por hombres cuyo semblantes duros, tonos ásperos y espíritus insensibles delatan una suerte de desecación doctrinal: toda la leche de la gentileza humana se les ha secado. Como él mismo no tiene sentimientos, tal predicador no los crea, y la gente se sienta a escucharlo pronunciar afirmaciones secas y muertas hasta que llegan a apreciarlo por ser “sano” y ellos mismos llegan a ser igualmente sanos y ―no necesito mencionarlo― también a dormirse profundamente. La vida que tienen la ocupan en rastrear y eliminar la herejía o en condenar a hombres sinceros como ofensores por una sola palabra. ¡Que nunca seamos bautizados en ese espíritu! Más allá de lo que yo crea o deje de creer, el mandamiento de amar a mi prójimo como a mí mismo sigue siendo obligatorio para mí, ¡y Dios me guarde de que cualquier postura u opinión estreche mi alma y me endurezca el corazón al punto de hacerme olvidar esta ley del amor! El amor a Dios es lo primero, pero de ninguna manera mitiga la obligación de amar al hombre. De hecho, el primer mandamiento incluye el segundo. Debemos procurar la conversión de nuestro prójimo porque lo amamos, y debemos hablarle en términos amorosos del evangelio amoroso de Dios porque nuestro corazón desea su bienestar eterno.
El pecador tiene cabeza, pero también corazón; el pecador tiene pensamientos, pero también emociones, y debemos apelar a ambos. El pecador nunca será convertido a menos que sus emociones se conmuevan. A menos que sienta dolor por el pecado y a menos que tenga una cierta medida de gozo en la recepción de la Palabra, no es posible tener mucha esperanza con respecto a él. La verdad debe empapar el alma y teñirla con su propio color. La Palabra debe ser como un viento poderoso que sopla sobre todo el corazón y agita todo el hombre, así como el maíz en maduración ondea con la brisa del verano. La religión sin emociones es una religión sin vida.
Sin embargo, de todas formas debe importarnos cómo se producen estas emociones. No jueguen con la mente suscitando sentimientos que no son espirituales. Algunos predicadores son muy dados a mencionar funerales y niños moribundos en sus discursos, y hacen que la gente llore por puro afecto natural. Puede que eso lleve a algo mejor, pero, en sí mismo, ¿qué valor tiene? ¿Qué tiene de bueno abrir las heridas una madre o revivir el dolor de una viuda? No creo que nuestro Señor misericordioso nos haya enviado a hacer que las personas lloren por sus familiares fallecidos cavando nuevamente sus tumbas y recordando viejas escenas de duelo y aflicción. ¿Por qué habría de hacerlo? Admito que es posible que sea útil usar el lecho de muerte de un cristiano pronto a partir y de un pecador moribundo para demostrar el descanso de la fe en un caso y el terror de la conciencia en el otro, pero es del hecho demostrado y no de la ilustración en sí misma que el bien debe brotar. El dolor natural no tiene ninguna utilidad en sí mismo; de hecho, lo consideramos una distracción para los pensamientos más elevados y un precio demasiado alto para los corazones tiernos a no ser que podamos recompensarlos injertando impresiones espirituales duraderas en el tallo del afecto natural. “Fue un discurso muy espléndido, lleno de vehemencia”, dice alguien que lo oyó. Sí, pero ¿cuál es el resultado práctico de esa vehemencia? Un predicador joven preguntó una vez: “¿No te afectó enormemente ver llorar a una congregación tan grande?”. “Sí”, dijo su amigo sensato, “pero me afectó más pensar que probablemente habrían llorado más en el teatro”. Así es, y el lloro en ambos casos puede ser igual de inservible. Un día vi una niña en un barco de vapor leyendo un libro y llorando como si se le fuera a partir el corazón, pero cuando observé el volumen, noté que solo era una de esas novelas tontas de tapa amarilla que atiborran las librerías de las estaciones de ferrocarril. Sus lágrimas eran un puro desperdicio de agua, y lo mismo son las producidas por meras historias y relatos de lechos de muerte narrados desde el púlpito.
Si nuestros oyentes van a llorar por sus pecados y porque anhelan a Jesús, que las lágrimas fluyan como un río, pero si el objeto de su dolor es puramente natural y nada espiritual, ¿qué tiene de bueno hacerlos llorar? Puede que haya algo de virtud en darle alegría a la gente, pues hay suficiente dolor en el mundo y mientras más podamos promover la felicidad, mejor, pero ¿qué provecho tiene crear miseria innecesaria? ¿Qué derecho tienen a recorrer el mundo punzando a todos con sus bisturíes solo para exhibir su habilidad en la cirugía? Un verdadero médico solo hace incisiones para realizar curas, y un ministro sabio solo provoca emociones dolorosas en las mentes de las personas con el objetivo específico de bendecir sus almas. Ustedes y yo debemos seguir embistiendo los corazones de los hombres hasta que se quebranten, y entonces debemos seguir predicando a Cristo crucificado hasta que sus corazones sean vendados. Cuando eso se consiga, debemos seguir proclamando el evangelio hasta que toda su naturaleza sea puesta en sujeción al evangelio de Cristo. Incluso en estos pasos preliminares, sentirán lo necesario que es que el Espíritu Santo obre con ustedes y mediante ustedes, pero tal necesidad será aún más evidente cuando avancemos un paso más y hablemos del nuevo nacimiento mismo, en que el Espíritu Santo obra de una manera eminentemente divina.
Ya he insistido en que la instrucción y la impresión son sumamente necesarias para ganar almas, pero no lo son todo; de hecho, solo son medios para conseguir el objetivo deseado. Antes de que el hombre pueda ser salvo, debe realizarse una obra mucho mayor. Debe efectuarse un prodigio de la gracia divina en el alma que trasciende por lejos todo lo que puede conseguir el poder del hombre. De todas las personas que queremos ganar para Jesús es cierta la siguiente afirmación: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. El Espíritu Santo debe obrar la regeneración en los objetos de nuestro amor, de lo contrario, nunca podrán llegar a poseer la felicidad eterna. Deben ser resucitados a novedad de vida y deben ser hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús. La misma energía que operó en la resurrección y la creación debe derramar todo su poder sobre ellos, pues nada menos bastará para producir el efecto. Deben nacer de nuevo de lo alto. A primera vista, podría parecer que esto es sacar por completo la instrumentalidad humana de la ecuación, pero al volcarnos a las Escrituras no encontramos nada que justifique tal inferencia y hallamos mucho que tiene la tendencia opuesta. Allí ciertamente encontramos que el Señor es todo en todos, pero no hallamos ningún indicio de que, en virtud de ello, el uso de los medios deba ser desechado. La majestad suprema y el poder del Señor se aprecian con más gloria porque Él obra a través de medios. Él es tan grandioso que no teme dar honor a los instrumentos que Él emplea, hablando de ellos en términos elevados y adjudicándoles una gran influencia. Lamentablemente, es posible hablar demasiado poco del Espíritu Santo ―de hecho, me temo que ese es uno de los pecados estrepitosos de nuestra época―, pero esa Palabra infalible que siempre balancea la verdad de forma adecuada, aunque magnifica al Espíritu Santo, no habla con ligereza de los hombres por los que Él obra. Dios no piensa que Su propio honor es tan cuestionable que solo puede mantenerlo eliminando la agencia humana. Hay dos pasajes en las epístolas que, en conjunto, me han asombrado muchas veces. Pablo se compara tanto con un padre como con una madre en lo que respecta al nuevo nacimiento. Dice de un convertido: “a quien engendré en mis prisiones”, y de toda una iglesia dice: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros”. Esto es ir muy lejos ―por cierto, demasiado lejos― para lo que la ortodoxia moderna le permitiría aventurarse a decir al ministro más útil, pero es un lenguaje sancionado ―sí, dictado― por el mismísimo Espíritu de Dios, por lo que no debe ser criticado. El poder misterioso que Dios infunde en los instrumentos que Él ordena es tal que somos llamados “colaboradores de Dios”, y esa es tanto la razón de nuestra responsabilidad como el fundamento de nuestra esperanza.
La regeneración o el nuevo nacimiento obra un cambio en toda la naturaleza del hombre, y, hasta donde podemos juzgar, su esencia radica en la implantación y creación de un principio nuevo dentro del hombre. El Espíritu Santo crea en nosotros una naturaleza nueva, celestial e inmortal que en la Escritura se conoce como “el espíritu” en distinción del alma. Nuestra teoría de la regeneración es que el hombre en su naturaleza caída consiste solo de cuerpo y alma y que, cuando es regenerado, una nueva naturaleza más elevada ―”el espíritu”― es creada en él, que es una chispa del fuego eterno de la vida y el amor de Dios. Esta naturaleza llega al corazón y permanece allí, haciendo a su receptor “participante de la naturaleza divina”. A partir de entonces, el hombre consiste en tres partes ―cuerpo, alma y espíritu―, y el espíritu es la potencia dominante de las tres. Todos ustedes recordarán aquel memorable capítulo sobre la resurrección, 1 Corintios 15, donde la distinción es bien resaltada en el idioma original e incluso puede percibirse en nuestra versión. El pasaje traducido como “Se siembra cuerpo animal”, etc. podría decir: “Se siembra cuerpo de alma, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo de alma, y hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante. Mas lo espiritual no es primero, sino lo del alma; luego lo espiritual”. Primero estamos en el estado natural de nuestro ser (o estado de alma) al igual que el primer Adán y luego, en la regeneración, pasamos a una nueva condición y nos transformamos en poseedores del “espíritu” vivificante. Sin este espíritu, nadie puede ver ni entrar al Reino de los cielos. Por lo tanto, nuestro deseo intenso debe ser que el Espíritu Santo visite a nuestros oyentes y los cree de nuevo, que descienda sobre estos huesos secos y sople vida eterna en los muertos en pecado. Hasta que ocurra eso, nunca podrán recibir la verdad, pues “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”. La omnipotencia debe crear una mente nueva y celestial, de lo contrario, el hombre debe permanecer en la muerte. Ya ven, pues, que tenemos una obra poderosa ante nosotros, para la cual somos totalmente incapaces en nosotros mismos. Ningún ministro vivo puede salvar un alma; ni siquiera todos los ministros juntos ni todos los santos en la tierra y en el cielo podemos obrar la regeneración en una sola persona. En lo que compete a nosotros, todo este asunto es el colmo del absurdo a no ser que nos consideremos personas usadas por el Espíritu Santo y llenas de Su poder. Por el otro lado, las maravillas de la regeneración que acompañan nuestro ministerio son los mejores sellos y testigos de nuestra comisión. Los apóstoles podían apelar a los milagros de Cristo y a los que ellos hicieron en Su nombre, pero nosotros apelamos a los milagros del Espíritu Santo, que son tan divinos y reales como los de nuestro mismísimo Señor. Esos milagros son la creación de una nueva vida en el seno humano y el cambio completo de todo el ser de aquellos sobre los que desciende el Espíritu Santo.
Como esta vida espiritual creada por Dios en el hombre es un misterio, hablaremos de un modo más práctico si nos centramos en las señales que la siguen y la acompañan, pues esas son las cosas a las que debemos apuntar. En primer lugar, la regeneración se manifiesta en la convicción de pecado. Creemos que esta es una marca indispensable de la obra del Espíritu. Cuando la vida nueva entra al corazón, uno de sus primeros efectos es que causa un intenso dolor interno. Aunque en la actualidad oímos de personas que son sanadas antes de ser heridas, y llegan a la certeza de la justificación sin nunca haber lamentado su condenación, dudamos mucho del valor de tal sanidad y justificación. Ese estado de las cosas no es acorde a la verdad. Dios nunca viste a los hombres antes de haberlos desvestido ni los vivifica por el evangelio antes de haberlos matando mediante la ley. Cuando se encuentren con personas en las que no hay trazas de convicción de pecado, pueden estar muy seguros de que no han sido objetos de la obra del Espíritu Santo, pues “cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio”. Cuando el Espíritu del Señor sopla sobre nosotros, marchita toda la gloria del hombre, que es como la flor de la hierba, y luego revela una gloria más elevada y permanente. No se asombren si encuentran que esta convicción de pecado es muy aguda y alarmante, pero, por el otro lado, no condenen a aquellos en los que es menos intensa, pues siempre y cuando haya lloro por el pecado y este sea confesado, abandonado y aborrecido, están frente a un fruto evidente del Espíritu. Gran parte del horror y la incredulidad que acompañan a la convicción no es del Espíritu de Dios, sino que proviene de Satanás o de la naturaleza corrupta. No obstante, debe haber convicción de pecado genuina y profunda, y el predicador debe esforzarse por producirla, ya que donde ella no ha sido experimentada, el nuevo nacimiento no ha tenido lugar.
Igual de cierto es que la verdadera conversión puede identificarse por la presencia de una fe sencilla en Jesucristo. Ustedes no necesitan que yo les hable de esto, pues están plenamente persuadidos de ello. La producción de la fe es el centro mismo del blanco al que están apuntando. No hay nada que pueda demostrarles que han ganado el alma de un hombre para Jesús hasta que la persona ha renunciado a sí misma y a sus propios méritos para refugiarse en Cristo. Debemos ser cuidadosos para asegurarnos de que esta fe en Cristo diga relación con la salvación completa y no con parte de ella. Muchas personas piensan que el Señor Jesús está disponible para perdonar los pecados pasados, pero no pueden confiar en Él para ser preservados en el futuro. Confían en que han sido perdonados por los años pasados, pero no por los años futuros. Sin embargo, en la Escritura nunca se habla de esta subdivisión de la salvación como la obra de Cristo. O bien Él llevó todos nuestros pecados o no llevó ninguno. O bien Él nos salva de una vez para siempre o no nos salva en absoluto. Su muerte nunca puede repetirse y debe haber expiado los pecados futuros de los creyentes, de lo contrario, están perdidos, pues no podemos suponer que vaya a haber otra expiación y de seguro van a cometer pecados en el futuro. Bendito sea Su nombre: “De todo […] en él es justificado todo aquel que cree”. La salvación por gracia es salvación eterna. Los pecadores deben encomendar sus almas al cuidado de Cristo por toda la eternidad; ¿cómo más podría decirse que son salvos? Pero ¡qué pena!: algunos enseñan que los creyentes solo son salvos en parte y que el resto depende de sus propios esfuerzos futuros. ¿Es eso el evangelio? Yo creo que no. La fe genuina confía en un Cristo completo para la salvación completa. ¿Debería sorprendernos que muchos convertidos apostaten siendo que, de hecho, nunca se les enseñó a ejercer fe en Jesús para la salvación eterna, sino solo para una conversión temporal? Una exposición inadecuada de Cristo engendra una fe inadecuada, y cuando esta última se desgasta por su propia debilidad, ¿de quién es la culpa? Conforme a su fe les es hecho: el predicador y el que posee una fe parcial deben asumir en conjunto la culpa por el fracaso cuando su confianza pobre y mutilada llega al colapso. Quiero insistir en esto con más ahínco porque creer de una manera semilegal es algo muy común. Debemos instar al pecador tembloroso a confiar completa y exclusivamente en el Señor Jesús para siempre, de lo contrario, haremos que infiera que debe comenzar en el Espíritu para luego perfeccionarse por la carne. De seguro caminará por la fe en relación al pasado y luego por las obras en relación al futuro, y eso será fatal. La verdadera fe en Jesús recibe la vida eterna y contempla la salvación perfecta en Aquel cuyo único sacrificio ha santificado al pueblo de Dios una vez para siempre. El sentido de que uno es salvo, completamente salvo en Cristo Jesús, no es, como algunos suponen, la fuente de la seguridad carnal y el enemigo del celo santo, sino todo lo contrario. Libertado del temor que hace de la salvación propia un objeto más presente que la salvación de la propia maldad e inspirado por una santa gratitud a su Redentor, el hombre regenerado llega a ser capaz de practicar la virtud y está lleno de entusiasmo por la gloria de Dios. Mientras el hombre tiembla por su sentido de inseguridad, piensa principalmente en sus propios intereses, pero cuando está plantado firmemente en la Roca de la eternidad, tiene el tiempo y la disposición para entonar el nuevo canto que el Señor ha puesto en su boca, y entonces su salvación moral está completa, pues el “yo” ya no es el señor de su ser. No descansen ni se den por satisfechos hasta que vean en sus conversos evidencias claras de la existencia de una fe sencilla, sincera y decidida en el Señor Jesús.
Además de una fe no dividida en Jesucristo, también debe haber un arrepentimiento no fingido del pecado. La palabra arrepentimiento es anticuada, no es muy utilizada por los revivalistas modernos. “¡Oh!”, me dijo un día un pastor, “solo significa un cambio de opinión”. Esa observación pretendía ser profunda. “Solo un cambio de opinión”, ¡pero qué cambio! ¡Un cambio de opinión con respecto a todo! En lugar de decir “Es solo un cambio de opinión”, me parece más veraz decir que es un cambio grandioso y profundo, un cambio de la mente misma. Pero más allá del significado literal de la palabra griega, el arrepentimiento no es una nimiedad. No hay una mejor definición del arrepentimiento que la que se entrega en el siguiente himno infantil:
Arrepentirme es
Dejar el mal que amé
Mostrando que lloro en verdad
Al no volverlo a hacer.
En todas las personas, la conversión verdadera va acompañada de un sentido de pecado, del cual hemos hablado bajo el nombre de convicción; de dolor por el pecado o un santo pesar por haberlo cometido; de un odio por el pecado, que demuestra que su dominio ha terminado, y de un abandono práctico del pecado, que demuestra que la vida interior del alma está influyendo en la vida exterior. La fe verdadera y el arrepentimiento verdadero son mellizos: sería vano intentar decir cuál nace primero. Todos los rayos de la rueda se mueven a la vez cuando esta se mueve, así también todas las gracias entran en acción cuando el Espíritu Santo obra la regeneración. Sin embargo, debe haber arrepentimiento. Ningún pecador mira al Salvador con los ojos secos o el corazón duro. Por lo tanto, apunten a quebrantar el corazón, a hacer que la conciencia comprenda la condenación y a destetar la mente del pecado; no se den por satisfechos hasta que toda la mente sea cambiada de manera profunda y vital en su relación con el pecado.
Otra prueba de que el alma ha sido conquistada para Cristo se halla en el cambio verdadero de la vida. Si el hombre no vive diferente a cómo vivía antes, tanto en el hogar como fuera de él, necesita arrepentirse de su arrepentimiento, y su conversión es ficticia. No solo deben cambiar las acciones y el lenguaje, sino también el espíritu y el temperamento. “Pero”, dirá alguien, “muchas veces la gracia es injertada en árboles torcidos”. Sé eso, pero ¿cuál es el fruto del injerto? El fruto será como la planta injertada, no acorde a la naturaleza del tronco original. “Pero”, dice otro, “yo tengo un temperamento horrible, y de repente me supera. Mi enojo se acaba pronto, y me siento muy penitente. Aunque no puedo controlarme, estoy bastante seguro de que soy cristiano”. No vayas tan rápido, amigo mío, o yo podría responder que estoy bastante seguro de lo contrario. ¿De qué sirve que te calmes pronto si en unos pocos momentos quemas todo a tu alrededor? Si alguien me apuñala en un ataque de furia, mi herida no se sanará por verlo llorar por su locura. Debe haber victoria sobre el temperamento precipitado y todo el hombre debe ser renovado, de lo contrario, la conversión será cuestionable. No debemos presentarle una santidad modificada a nuestra gente y decirles: “Todo estará bien si alcanzan este estándar”. La Escritura dice: “El que practica el pecado es del diablo”. Permanecer bajo el poder de cualquier pecado conocido es una señal de que somos esclavos del pecado, pues “sois esclavos de aquel a quien obedecéis”. Vanas son las jactancias de todo aquel que abriga en su seno el amor a cualquier transgresión. Podrá sentir lo que quiera sentir y creer lo que quiera creer, pero aún está en hiel de amargura y prisión de maldad si un pecado específico gobierna su corazón y su vida. La regeneración verdadera implanta un odio por toda maldad, y donde hay deleite en un pecado, la evidencia resulta fatal para la esperanza sana. No es necesario que el hombre beba doce venenos para destruir su vida, uno es más que suficiente.
Debe haber armonía entre la vida y la profesión. El cristiano profesa renunciar al pecado y si no lo hace, su mismo nombre es una farsa. Una vez, un borracho se acercó a Rowland Hill y le dijo: “Soy uno de sus conversos, señor Hill”. “Supongo que lo eres”, replicó aquel predicador sagaz y sensato, “pero no eres un converso del Señor. Si lo fueras, no estarías borracho”. Debemos someter toda nuestra obra a esta prueba práctica.
En nuestros conversos también debemos ver oración genuina, que es el aliento vital de la piedad. Si no hay oración, pueden estar muy seguros de que el alma está muerta. No debemos instar a la gente a orar como si ese fuera el gran deber del evangelio y la única vía prescrita para la salvación, pues nuestro mensaje principal es “Cree en el Señor Jesucristo”. Es fácil colocar la oración en un lugar incorrecto, y transformarla en una especie de obra que da vida a los hombres, pero ustedes ―espero― evitarán eso con sumo cuidado. La fe es la gran gracia del evangelio; aun así, no podemos olvidar que la fe verdadera siempre ora, y cuando un hombre profesa fe en el Señor Jesús, pero no invoca al Señor todos los días, no osamos creer en su fe ni en su conversión. La evidencia con que el Espíritu Santo convenció a Ananías de la conversión de Pablo no fue “He aquí, él habla a viva voz de sus gozos y sentimientos”, sino “He aquí, él ora”, y esa oración era una confesión y súplica sincera de corazón quebrantado. ¡Oh, si pudiéramos ver esa evidencia certera en todos los que profesan ser nuestros conversos!
También debe haber una disposición a obedecer al Señor en todos Sus mandamientos. Es vergonzoso que alguien profese ser discípulo y al mismo tiempo rehúse aprender la voluntad de Dios para ciertas áreas de su vida o incluso se niegue a obedecerla cuando sí sabe cuál es esa voluntad. ¿Cómo puede alguien ser discípulo de Cristo cuando vive en abierta desobediencia a Él?
Si quien profesa haberse convertido señala clara y directamente que conoce la voluntad de su Señor, pero no tiene la intención de someterse a ella, ustedes no deben consentir su presunción, sino que tienen el deber de asegurarle que no es salvo. ¿No ha dicho el Señor: “el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”? Los errores en torno a lo que puede ser la voluntad del Señor deben corregirse con ternura, pero todo lo que se asemeja a la desobediencia voluntaria es fatal. Tolerarlo sería traicionar a Aquel que nos envió. Jesús debe ser recibido como Rey y no solo como Sacerdote, y donde hay dudas al respecto, aún no se han sentado los cimientos de la piedad.
“La fe tiene que obedecer
Y no solo confiar:
Quien nos perdona es celador
De Su gran santidad”.
Como ven, mis hermanos, las señales que demuestran que un alma ha sido ganada están muy lejos de ser triviales, y no debemos hablar con ligereza de la obra que debe realizarse antes de que tales señales puedan existir. El ganador de almas no puede hacer nada sin Dios. Debe arrojarse sobre el Invisible si no quiere convertirse en el hazmerreír del diablo, que mira con total desdén a todos los que pretender subyugar la naturaleza humana solo con palabras y argumentos. A todos los que esperan tener éxito en tal labor por sus propias fuerzas, quisiera dirigirles las Palabras del Señor a Job: “¿Sacarás tú al leviatán con anzuelo, o con cuerda que le eches en su lengua? ¿Jugarás con él como con pájaro, o lo atarás para tus niñas? Pon tu mano sobre él; te acordarás de la batalla, y nunca más volverás. He aquí que la esperanza acerca de él será burlada, porque aun a su sola vista se desmayarán”. La dependencia de Dios es nuestra fortaleza y nuestro gozo: avancemos en esa dependencia y procuremos ganar almas para Él.
Ahora, en el curso de nuestro ministerio, nos encontraremos con muchos fracasos en esta tarea de ganar almas. Hay muchas aves que pensé haber atrapado, a las que incluso logré ponerles sal en la cola, pero después de todo se arrancaron volando. Recuerdo a un hombre al que llamaré Pedrito Descuidado. Era el terror del pueblo donde vivía. Había habido muchos incendios en esa región y la mayoría de la gente se los atribuía a él. A veces se emborrachaba dos o tres semanas de corrido y después deliraba y hacía estragos como un loco. Ese hombre vino a escucharme; recuerdo la sensación que recorrió la pequeña iglesia cuando ingresó. Se sentó allí y se enamoró de mí; creo que esa fue la única conversión que experimentó, pero profesó haber sido convertido. Parecía haber sido objeto de un arrepentimiento genuino y externamente se transformó en un personaje muy cambiado: dejó de beber y maldecir, y en muchos aspectos se convirtió en un individuo ejemplar. Recuerdo que lo vi tirar una barcaza con alrededor de cien personas a bordo, a las que llevaba al lugar donde yo iba a predicar. Se gloriaba en el trabajo y cantaba con tanta alegría como cualquiera de las personas a bordo. Si alguien pronunciaba una sola palabra contra el Señor o contra Su siervo, no dudaba ni un momento en tumbarlo. Antes de abandonar el distrito, ya me temía que no hubiera habido una obra genuina de la gracia en él: era como un piel roja salvaje. Escuché que una vez agarró un pájaro, lo desplumó y se lo comió crudo en el campo. Esa no es una acción digna de un cristiano, no es algo amable ni de buen nombre. Después de salir del pueblo, pregunté por él y no escuché nada bueno. El espíritu que lo había refrenado externamente se había ido, y él se volvió peor que antes, si eso es posible ―de seguro no era mejor, ahora era imposible de alcanzar por medio alguno―. Como ven, esa obra mía no soportó el fuego, ni siquiera toleró la tentación ordinaria luego de la partida de la persona que ejercía la influencia sobre el hombre. Cuando ustedes se vayan del pueblo o la ciudad donde han estado predicando, es muy probable que algunos que corrían bien retrocedan. Esas personas sienten afecto por ustedes, y sus palabras ejercen una suerte de influencia hipnótica sobre ellas. Pero cuando se hayan ido, el perro volverá a su vómito, y la puerca lavada, a revolcarse en el cieno. No tengan prisa por contar a estos supuestos convertidos; no los introduzcan a la iglesia demasiado pronto; no estén demasiado orgullosos de su entusiasmo si no está acompañado de un cierto grado de suavidad y ternura que muestre que el Espíritu Santo en verdad ha estado obrando en su interior.
Recuerdo otro caso de un tipo muy diferente. Llamaré a esta persona señorita María Superficial, pues era una jovencita que, aunque nunca recibió la bendición de tener un gran intelecto, vivía en la misma casa con varias jovencitas cristianas y también profesó haber sido convertida. Cuando conversé con ella, parecía estar todo lo que uno querría encontrar. Pensé en proponerle su membresía a la iglesia, pero se juzgó que sería mejor darle un breve período de prueba primero. Luego de un tiempo, dejó las compañías del lugar donde vivía y fue a un lugar donde no había mucho que la ayudara. Nunca volví a escuchar nada más de ella excepto que pasaba todo el tiempo vistiéndose con tanta elegancia como podía y frecuentando reuniones sociales. Ella es un ejemplo de las personas que no tienen mucho mobiliario mental, y si la gracia de Dios no toma posesión del espacio vacío, muy pronto regresan al mundo.
He conocido a muchas personas como el joven al que llamaré Carlitos Inteligente, gente extraordinariamente lista en todo lo que hace, muy lista para falsificar la religión cuando se lo propone. Oraban con gran fluidez, intentaban predicar y lo hacían muy bien: todo lo que hacían, lo hacían con gran facilidad; les era tan fácil como besarse la mano. No se apuren por admitir a esa gente en la iglesia: no han conocido la humillación por el pecado ni el quebranto de corazón, tampoco han sentido la gracia divina. Gritan “¡Todo está sereno!” y parten, pero ustedes ya verán que ellos nunca los recompensarán por sus trabajos y molestias. Serán capaces de usar el lenguaje del pueblo de Dios tan bien como el mejor de Sus santos, incluso hablarán de sus dudas y temores y lograrán producir una experiencia profunda en cinco minutos. Son un poco demasiado inteligentes, y están diseñados para causar grandes daños cuando ingresan a la iglesia, así que manténganlos fuera en la medida de lo posible.
Recuerdo a uno que era muy piadoso en su hablar. Lo llamaré Juanito Palabras Lindas. ¡Oh, qué astuto era para la hipocresía! ¡Se mezclaba entre nuestros jóvenes, los guiaba a cometer toda clase de pecado e iniquidad, pero aun así me visitaba para conversar media hora de cosas espirituales! Era un granuja abominable que vivía en pecado abierto y al mismo tiempo procuraba acudir a la mesa del Señor, se unía a nuestra compañía y se mostraba ansioso por liderar toda buena obra. ¡Mantengan los ojos bien abiertos, hermanos! ¡Irán a ustedes con dinero en las manos como el pescado de Pedro con la plata en la boca y serán muy útiles en la obra! Hablan con tanta delicadeza, ¡son caballeros perfectos! Sí, creo que Judas era un hombre de esta misma clase, muy inteligente para engañar a los que lo rodeaban. Debemos asegurarnos de no permitir que ninguno de ellos entre a la iglesia si hay alguna forma de mantenerlos fuera. Puede que al final de un culto se digan a ustedes mismos: “¡Esa captura de peces fue espléndida!”. Esperen un poco y recuerden las palabras de nuestro Salvador: “Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red, que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera”. No cuenten los pescados antes de asarlos ni cuenten los conversos antes de probarlos y testearlos. Este proceso puede enlentecer un poco su trabajo, pero entonces, hermanos, será seguro. Hagan su trabajo bien y constantemente, de modo que los que los sucedan no tengan que decir que les fue mucho más complicado limpiar la iglesia de los que nunca debieron haber sido admitidos en ella que lo que fue para ustedes admitirlos. Si Dios les permite añadir tres mil ladrillos a Su templo espiritual en un solo día, pueden hacerlo. Sin embargo, Pedro ha sido el único constructor que ha logrado esa hazaña hasta este día. No pinten la pared de madera para que parezca ser de piedra sólida, sino que edifiquen solo construcciones genuinas, sustanciales y verdaderas, pues solamente esa clase de obra vale la pena el esfuerzo. Que todo lo que construyan para Dios sea como la construcción del apóstol Pablo: “Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego”.