Читать книгу Jane Eyre - Charlotte Bronte, Шарлотта Бронте - Страница 10
Capítulo V
ОглавлениеApenas habían dado las cinco de la mañana del diecinueve de enero cuando entró Bessie en mi cuarto con una vela, encontrándome ya levantada y casi vestida. Me había levantado media hora antes de su llegada y me había lavado la cara y vestido a la luz de la media luna, cuyos rayos se filtraban a través de la estrecha ventana que estaba junto a mi cama. Iba a salir de Gateshead aquel día en una diligencia que pasaba ante la portería a las seis. Bessie era la única persona que se había levantado; había encendido el fuego del cuarto de los niños, donde se dispuso a prepararme el desayuno. Hay pocos niños capaces de comer cuando están nerviosos por la idea de un viaje, y yo tampoco pude. Habiendo insistido en vano para que tomase unas cucharadas de la leche hervida con pan que me había preparado, Bessie envolvió en papel unas galletas, que puso en mi bolsa, me ayudó a ponerme la pelliza y el sombrero, se cubrió con un chal y salimos ambas del cuarto. Cuando pasamos delante de la habitación de la señora Reed, me preguntó:
—¿Quiere entrar a despedirse de la señora?
—No, Bessie. Ella vino a mi cuarto anoche cuando habías bajado a cenar, y me dijo que no hacía falta despertarla a ella ni a mis primos por la mañana, y que recordara que siempre había sido mi mejor amiga, y que por esto siempre hablara bien de ella y le estuviera agradecida.
—¿Qué dijo usted, señorita?
—Nada. Me tapé la cara con las mantas y me volví hacia la pared.
—Eso no estuvo bien, señorita Jane.
—Estuvo perfectamente, Bessie. Tu señora no ha sido mi amiga, sino mi enemiga.
—Oh, señorita Jane, ¡no diga eso!
—¡Adiós, Gateshead! —grité, al pasar por el vestíbulo y salir por la puerta principal.
La luna se había ocultado y estaba muy oscuro. Bessie llevaba una linterna, cuya luz iluminaba los escalones mojados y la gravilla empapada por el reciente deshielo. Hacía un frío tan intenso esa mañana invernal que me castañeteaban los dientes al apresurarme por el camino. Había luz en la casita del portero. Cuando llegamos allí, encontramos a la portera encendiendo fuego. Mi baúl, llevado allí la noche anterior, estaba atado con una cuerda junto a la entrada. Faltaban pocos minutos para las seis, y poco después de dar esa hora, el retumbar lejano de ruedas anunció la llegada de la diligencia. Me acerqué a la puerta y vi aproximarse rápidamente sus faroles en la oscuridad.
—¿Se va ella sola? —preguntó la portera.
—Sí.
—Y ¿a qué distancia está?
—Cincuenta millas.
—¡Qué lejos! Me sorprende que la señora Reed la deje ir tan lejos sola.
Se detuvo la diligencia con sus cuatro caballos, repleta de pasajeros. El mozo y el cochero me metieron prisa a voces, subieron mi baúl y a mí me arrancaron de los brazos de Bessie, a quien me había aferrado besándola.
—Cuídenmela bien —gritó al mozo, quien me levantó y metió dentro.
—Sí, sí —fue la respuesta. La puerta se cerró de golpe, una voz exclamó «¡Vámonos!» y emprendimos el camino. De esta manera me separaron de Bessie y de Gateshead, de esta manera me transportaron a regiones desconocidas y, según mi parecer de entonces, remotas y misteriosas.
Recuerdo muy poco del viaje, solo sé que el día se me hizo increíblemente largo, y me pareció que recorríamos cientos de millas. Pasamos por varios pueblos, y el coche se detuvo en uno muy grande; se llevaron los caballos, y los pasajeros nos apeamos para comer. Me llevaron a una posada, donde el mozo quiso que comiese algo. Como no tenía apetito, me depositó en una sala enorme con una chimenea en cada extremo, una araña de luces colgando del techo y una balconada roja en lo alto de la pared, llena de instrumentos musicales. Estuve deambulando un rato, sintiéndome muy rara, y con un miedo desmedido de que entrase alguien para secuestrarme, pues creía en la existencia de secuestradores por haber oído relatar muchas veces sus hazañas en los cuentos de Bessie junto al fuego. Por fin, regresó el mozo y me volvió a embarcar en la diligencia. Luego, mi protector subió a su propio asiento, tocó su cuerno hueco y nos alejamos por las «calles empedradas» de L…
Por la tarde llovió y hubo algo de neblina. Con la llegada del crepúsculo, empecé a tener la sensación de estar lejísimos de Gateshead. Ya no atravesábamos pueblos, y el paisaje era diferente: se erguían grandes colinas grises en el horizonte. Al caer la noche, bajamos por un valle ensombrecido por los bosques que lo rodeaban, y mucho después de que la noche hubiera oscurecido del todo el paisaje, oí crujir los árboles, sacudidos por un viento fuerte.
Arrullada por este sonido, me quedé dormida por fin. No llevaba mucho tiempo durmiendo cuando me despertó el cese del movimiento. La puerta se abrió y vi, a la luz de los faroles, el rostro y la ropa de una persona con aspecto de criada.
—¿Hay aquí una niña llamada Jane Eyre? —preguntó. Contesté que sí; me sacaron, bajaron mi baúl, y la diligencia se alejó en el acto.
Estaba entumecida de estar sentada tanto tiempo, y aturdida por los ruidos y movimientos del coche. Reponiéndome, miré alrededor. El aire estaba cargado de lluvia, viento y oscuridad; sin embargo, divisé ante mí un muro con una puerta abierta, por la que pasé con mi nueva guía, quien la cerró con llave a nuestras espaldas. Ahora se vislumbraba una casa o casas, porque el edificio tenía una gran extensión, con muchas ventanas, algunas de las cuales tenían luz. Anduvimos por un ancho sendero lleno de charcos y cubierto de piedrecillas, y entramos en la casa por una puerta. La criada me llevó por un pasillo hasta un aposento con chimenea, donde me dejó sola.
Después de calentarme los dedos agarrotados en las llamas, miré a mi alrededor. No había ninguna vela, pero la luz tenue de la chimenea alumbraba, a intervalos, paredes empapeladas, alfombras, cortinas y lustrosos muebles de caoba. Era un salón, no tan lujoso como el de Gateshead, pero bastante cómodo. Estaba tratando de averiguar lo que significaba un cuadro que había en la pared, cuando se abrió la puerta y entró una persona con una luz en la mano, seguida de cerca por otra.
La primera era una señora alta de cabello y ojos oscuros, de rostro pálido y frente amplia. Estaba parcialmente envuelta en un chal, y tenía una expresión seria y un porte erguido.
—Esta es una niña muy pequeña para viajar sola —dijo, dejando en la mesa la vela. Me miró detenidamente un minuto o dos, y luego prosiguió—: Convendría acostarla pronto, pues parece cansada. ¿Estás cansada? —me preguntó, poniéndome la mano en el hombro.
—Un poco, señora.
—Tendrás hambre también, sin duda. Que cene alguna cosa antes de acostarse, señorita Miller. ¿Es la primera vez que te separas de tus padres para ir a la escuela, pequeña?
Le expliqué que no tenía padres. Preguntó cuánto tiempo hacía que habían muerto, cuántos años tenía yo, cómo me llamaba, si sabía leer y escribir y si sabía coser. Después me tocó suavemente la mejilla con el índice y, diciendo que esperaba que fuera buena, se despidió de mí y de la señorita Miller.
La señora que dejamos en el salón debía de tener unos veintinueve años y la que me acompañó parecía algo más joven. La primera me impresionó por su voz, su aspecto y su porte. La señorita Miller era más vulgar, de tez rubicunda y expresión preocupada, apresurada de movimientos, como alguien que siempre tuviera infinidad de cosas que hacer. Tenía aspecto, de hecho, de lo que después averigüé que era en realidad: una profesora subalterna. Me condujo por una habitación tras otra y un corredor tras otro de un edificio grande y destartalado, hasta que, saliendo del silencio total y algo deprimente de la parte de la casa que habíamos atravesado, nos acercamos al murmullo de muchas voces y entramos en un aposento largo y ancho con dos grandes mesas de pino en cada extremo, y dos velas ardiendo en cada mesa. Sentadas en bancos alrededor, había chicas de todas las edades, desde los nueve o diez años hasta los veinte. A la luz tenue de las velas, me pareció que había un número infinito, aunque realmente no eran más de ochenta. Iban vestidas con uniforme de tela marrón de corte un poco anticuado y largos delantales de hilo. Era la hora del estudio, por lo que estaban ocupadas en aprender de memoria la tarea del día siguiente, y el murmullo que había oído era la repetición susurrada de la lección.
La señorita Miller me indicó que me sentara en un banco junto a la puerta, y acercándose al fondo del largo aposento, gritó:
—Supervisoras, recoged los libros y guardadlos.
Se levantaron cuatro muchachas altas de diferentes mesas y fueron recogiendo los libros, que se llevaron. La señorita Miller volvió a ordenar:
—Supervisoras, traed las bandejas de la cena.
Salieron las chicas altas y regresaron al rato, cada una llevando una bandeja con raciones de alguna cosa que no pude identificar y una jarra de agua con un vaso en el centro de cada bandeja. Repartieron las raciones, y las que querían beber lo hacían en uno de los vasos, comunes para todas. Cuando me tocó el turno a mí, bebí, pues tenía sed, pero no probé la comida, porque me sentía incapaz de comer por el nerviosismo y el cansancio. Sin embargo, pude ver que la comida era una fina torta de avena partida en trozos.
Una vez finalizada la comida, la señorita Miller leyó las oraciones y las muchachas se marcharon de dos en dos al piso de arriba. Ya vencida por el agotamiento, apenas me di cuenta de cómo era el dormitorio. Solo me percaté de que era muy largo, como el aula. Esa noche iba a dormir con la señorita Miller, quien me ayudó a desvestirme. Una vez acostada, miré la larga fila de camas, que fueron ocupadas enseguida, cada una por dos chicas. A los diez minutos, apagaron la solitaria luz y, en el silencio y la oscuridad total, me quedé dormida.
Pasó deprisa la noche; estaba demasiado cansada para soñar siquiera. Me despertó solo una vez el ruido del viento, que soplaba en ráfagas furibundas, y de la lluvia, que caía a raudales, y observé que se había acostado a mi lado la señorita Miller. Cuando volví a abrir los ojos, sonaba una campana estridente. Las chicas estaban levantadas, vistiéndose. Era todavía de noche y ardían una o dos débiles velas en el cuarto. También yo me levanté de mala gana, pues hacía un frío espantoso. Me vestí lo mejor que pude a pesar de los escalofríos y me lavé cuando quedó libre un lavabo, lo cual tardó en ocurrir, ya que había solo uno por cada seis chicas, colocados en soportes en el centro del cuarto. Sonó de nuevo la campana, nos formamos de dos en dos y de esta manera bajamos la escalera y entramos en el aula fría y mal alumbrada, donde la señorita Miller leyó las oraciones y después gritó:
—¡Formad clases!
A continuación, hubo un gran tumulto que se prolongó unos minutos, durante el cual exclamó varias veces la señorita Miller «¡Silencio!» y «¡Orden!». Cuando se calmaron, las vi a todas formadas en cuatro semicírculos, delante de cuatro sillas en las cuatro mesas. Cada una tenía en la mano un libro, y, en cada mesa, ante la silla vacía, había un gran libro, como una Biblia. Siguió una pausa de varios segundos, inundada por un débil murmullo indistinto de números. La señorita Miller fue de clase en clase acallando este sonido indefinido.
A lo lejos se oyó el tintineo de una campana y entraron tres señoras, que se dirigieron a las mesas y se sentaron. La señorita Miller se sentó en la cuarta silla vacía, la más cercana a la puerta, ocupada por las niñas más pequeñas. A esta clase inferior fui llamada y colocada en el último lugar.
Ahora empezó el trabajo en serio: se repitió la oración del día y se recitaron algunos textos de la Sagrada Escritura, y a esto siguió una lectura prolija de capítulos de la Biblia, que duró una hora. Para cuando se hubo completado este ejercicio, había amanecido del todo. La campana infatigable sonó por cuarta vez; las clases se formaron, y marchamos a desayunar a otra habitación. ¡Qué contenta me sentía ante la idea de comer algo! Estaba casi enferma de hambre, ya que había comido tan poco el día anterior.
El refectorio era una habitación enorme y tenebrosa de techo bajo, y, sobre dos largas mesas, humeaban grandes fuentes de algo caliente, que, sin embargo, y con mucha congoja por mi parte, despedía un olor muy poco apetecible. Presencié una manifestación colectiva de disgusto cuando llegaron los vapores de la colación al olfato de las destinatarias. Desde las filas más avanzadas, las muchachas altas de la primera clase, se elevó el susurro:
—¡Repugnante! ¡La avena está quemada otra vez!
—¡Silencio! —ordenó una voz, no la de la señorita Miller, sino de una de las profesoras principales, una figura pequeña y morena, elegantemente vestida, pero de aspecto algo malhumorado, que se instaló en la cabecera de una mesa, mientras que una señora más robusta presidía otra. Busqué inútilmente a la que había visto la noche anterior, pero no se la veía. La señorita Miller ocupaba el otro extremo de la mesa en la que yo me había sentado, y una extraña señora mayor de aspecto extranjero, la profesora de francés, como supe más adelante, se sentó en el lugar correspondiente de la otra mesa. Bendijimos la mesa con una larga oración y cantamos un himno; una criada trajo té para las profesoras y empezó la comida.
Famélica y algo desmayada, devoré una cucharada o dos de mi ración sin pensar en el sabor, pero una vez aplacada el hambre más acuciante, me di cuenta de que tenía delante un rancho nauseabundo, pues la avena quemada es casi tan mala como las patatas podridas: ni la misma inanición la hace tragable. Las cucharas se movieron con lentitud, y vi cómo cada muchacha probaba la comida e intentaba tragarla, pero, en la mayoría de los casos, desistieron enseguida. Se había acabado el desayuno y nadie había desayunado. Dimos las gracias al Señor por lo que no habíamos recibido, cantamos otro himno y salimos del refectorio hacia el aula. Yo estaba entre las últimas en salir y, al pasar por las mesas, vi a una de las profesoras coger una fuente de la sopa y probarla; luego miró a las demás y todos los rostros mostraban descontento, y una de ellas, la corpulenta, susurró:
—¡Qué mejunje más abominable! ¡Qué vergüenza!
Durante el cuarto de hora que pasó antes de reanudar las clases, hubo un gran barullo en el aula. En este espacio de tiempo, parecía permitirse hablar en voz alta con toda libertad, y se aprovecharon las muchachas de este privilegio. Toda la conversación versó sobre el desayuno, vilipendiado por todas por igual. ¡Pobres criaturas! Era su único consuelo. La señorita Miller era la única profesora presente en el aula y estaba rodeada de un grupo de chicas mayores, que hablaban con gesto grave y hosco. Oí a algunos labios pronunciar el nombre del señor Brocklehurst, lo que provocó que la señorita Miller moviera la cabeza con desaprobación. Sin embargo, no se esforzó mucho por frenar la ira de todas, ya que seguramente la compartía.
Un reloj dio las nueve y la señorita Miller salió del círculo que la rodeaba para ponerse en el centro de la habitación, donde gritó:
—¡Silencio! ¡A vuestros sitios!
Se impuso la disciplina. A los cinco minutos, el alboroto confuso se convirtió en orden, y un silencio relativo tomó el lugar del clamor de voces. Las profesoras principales tomaron sus puestos puntualmente, pero aún había una sensación de espera. Distribuidas en bancos en los lados de la habitación, inmóviles y erguidas, estaban las ochenta muchachas. Formaban un grupo singular, con su cabello retirado de las caras, sin un rizo a la vista, sus vestidos marrones cerrados hasta el cuello, rodeado de una estrecha pañoleta, sus faltriqueras de hilo (parecidas a las bolsas de los escoceses) atadas delante de sus vestidos, haciendo las veces de costureros, sus medias de lana y zapatos rústicos abrochados con hebillas de latón. Más de veinte de las así vestidas eran muchachas crecidas, o, mejor dicho, mujeres, y no les sentaba bien el uniforme, que hacía que incluso las más guapas tuviesen un aspecto extraño.
Yo aún las observaba a ellas, y a intervalos a las profesoras, ninguna de las cuales me agradaba del todo, pues la corpulenta era un poco basta, la pequeña bastante torva, la extranjera severa y grotesca, y la pobre señorita Miller colorada y curtida, y agotada por el exceso de trabajo, cuando, en el momento que pasaba mis ojos de un rostro a otro, se levantaron todas simultáneamente, como accionadas por un mismo muelle.
¿Qué ocurría? Como no había oído ninguna orden, estaba desconcertada. Antes de recuperarme, se sentaron de nuevo y como vi que todos los ojos se dirigían a un mismo punto, miré también hacia allí y vi a la persona que me había recibido la noche anterior. Estaba de pie al fondo de la larga habitación, junto a una de las chimeneas que ardían en los dos extremos, examinando gravemente, en silencio, las dos filas de muchachas. La señorita Miller se acercó a ella, pareció hacerle una pregunta y, tras recibir la respuesta, regresó a su sitio y dijo en voz alta:
—Supervisora de la primera clase, ve por los globos terráqueos.
Mientras se acataba su orden, la señora consultada por la señorita Miller caminó lentamente por la habitación. Supongo que debo de estar dotada de una gran capacidad de veneración, pues aún recuerdo la sensación de admiración con la que seguí sus pasos. Vista a plena luz del día, era alta, rubia y de formas armoniosas; los ojos oscuros, de mirada benévola, rodeados de largas pestañas, aliviaban la palidez de su amplia frente; su cabello castaño oscuro estaba recogido en rizos abiertos en las sienes, según la moda de aquel entonces, en que no se estilaban ni bandas lisas ni tirabuzones largos; su vestido, también de la moda de la época, era de paño morado, adornado con una especie de remate español de terciopelo negro; en su cintura brillaba un reloj de oro (los relojes eran menos corrientes entonces que ahora). Para completar el cuadro, que el lector añada facciones refinadas, un cutis pálido y transparente y un porte elegante, y así se hará la idea más fiel del aspecto de la señorita Temple que las palabras puedan dar. Después supe que su nombre de pila era Maria, pues lo vi escrito en un devocionario que me dejaron para ir a la iglesia.
La directora de Lowood (pues este era el cargo de esta señora) se sentó ante dos globos terráqueos que estaban colocados en una de las mesas, congregó a la primera clase a su alrededor y comenzó a impartir una lección de geografía. Las clases inferiores también fueron convocadas por sus profesoras y durante una hora se sucedieron las lecciones de historia y gramática, seguidas por otras de caligrafía y aritmética, y lecciones de música impartidas por la señorita Temple a algunas de las muchachas mayores. La duración de las lecciones era regida por el reloj, que por fin dio las doce. Se levantó la directora y dijo:
—Tengo unas palabras que dirigir a las alumnas.
Se había producido cierto alboroto al cesar las lecciones, pero se apagó con el sonido de su voz. Prosiguió:
—Esta mañana se os ha servido un desayuno que no habéis podido comer, y debéis de tener hambre, por lo que he mandado preparar un almuerzo de pan con queso para todas.
Las profesoras la miraron con algo de sorpresa.
—Yo asumo la responsabilidad —añadió, a modo de explicación para estas, e inmediatamente abandonó la habitación.
Poco después, se repartió el almuerzo para deleite de todas las alumnas, y se nos ordenó: «¡Al jardín!». Cada una se puso un sombrero de tosca paja con cintas de percal de colores, y una capa de paño gris. Yo me equipé del mismo modo y me dirigí afuera con todas las demás.
El jardín era amplio, rodeado de un muro tan alto que ocultaba cualquier vista del exterior. A un lado había un pórtico cubierto, y unos senderos anchos bordeaban los muchos parterres del centro, cada uno de los cuales era asignado a una alumna para que lo cultivara. Sin duda, estaría muy bonito en la época de las flores, pero en esas fechas de finales de enero, todo era desolación y podredumbre invernal. Me estremecí al mirar a mi alrededor. El día era poco propicio para el ejercicio a la intemperie; no llovía, pero todo estaba ensombrecido por una niebla amarillenta y el suelo todavía rezumaba humedad por las lluvias del día anterior. Las muchachas más fuertes correteaban y jugaban, pero otras, pálidas y delgadas, buscaron refugio y calor en el pórtico, y mientras la espesa niebla les calaba hasta los huesos y las hacía tiritar, oí a varias toser repetidamente.
Hasta el momento, no me habían dirigido la palabra, ni parecían verme. Estaba sola, pero estaba acostumbrada a la sensación de aislamiento, y no me abrumé. Me apoyé en una de las columnas del pórtico, me envolví en mi capa, e, intentando olvidarme del frío que me atormentaba por fuera y el hambre que me roía por dentro, me dediqué a la tarea de observar y pensar. No merecen mención mis reflexiones, por indefinidas y rudimentarias: apenas sabía dónde estaba. Gateshead y mi vida pasada parecían perdidos en lontananza, el presente era vago y extraño, y no me podía imaginar el futuro. Miré el jardín, que parecía de convento, y luego la casa, un edificio grande, la mitad vieja y gris, y la otra mitad nueva. La parte nueva, que contenía el aula y el dormitorio, tenía ventanas con celosías y parteluces, que le daban aspecto de iglesia. Encima de la puerta, había una lápida con la leyenda:
«Institución Lowood. Esta parte fue reconstruida en el año… por Naomi Brocklehurst, de Brocklehurst Hall, de este condado. “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los Cielos” (Mateo, 5,16)».
Leí estas palabras una y otra vez, porque creía que contenían un significado que era incapaz de comprender. Todavía me estaba preguntando qué querría decir «institución», e intentando descubrir la conexión entre las primeras palabras y el versículo de las Sagradas Escrituras, cuando el sonido de una tos a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Vi a una chica sentada en un banco de piedra. Estaba inclinada sobre un libro, cuya lectura parecía absorber su atención. Pude ver el título del libro, Rasselas, que se me antojó extraño y, por eso mismo, atractivo. Al volver la hoja, levantó la vista, y aproveché para decirle:
—¿Es interesante el libro? —Ya me había decidido a pedírselo prestado algún día.
—A mí me gusta —respondió, después de una breve pausa, durante la cual me examinó.
—¿De qué trata? —continué. No sé de dónde saqué la valentía para iniciar una conversación con una extraña, pues este paso era contrario a mi naturaleza y mis costumbres. Creo que su actividad tocó una fibra de simpatía en mí, ya que también disfrutaba de la lectura, aunque de un tipo más frívolo e infantil, pues no era capaz de digerir ni comprender las lecturas serias y trascendentales.
—Puedes mirarlo —contestó la muchacha, ofreciéndome el libro.
Así lo hice, y, tras examinarlo brevemente, me convencí de que el texto era menos atrayente que el título. Para mi gusto frívolo, Rasselas parecía algo aburrido, ya que no vi nada relacionado con hadas ni genios, y la letra tan apretada no mostraba la variedad a la que estaba acostumbrada. Se lo devolví, lo cogió en silencio y, sin decir palabra, estaba a punto de retomar a su lectura, cuando me atreví a interrumpirla de nuevo:
—¿Puedes decirme lo que significa la leyenda de la lápida de la puerta? ¿Qué es la Institución Lowood?
—Esta casa donde vas a vivir.
—¿Y por qué la llaman «institución»? ¿Es que no es igual que las demás escuelas?
—Es una escuela en parte benéfica; tú y yo y todas nosotras dependemos de la caridad. Supongo que eres huérfana, ¿no has perdido a tu madre o tu padre?
—Murieron ambos antes de lo que pueda recordar.
—Bueno, pues todas las muchachas han perdido a uno de sus padres o a los dos, y esta es una institución para educar a las huérfanas.
—¿Es que no pagamos? ¿Nos mantienen gratis?
—Pagamos, o pagan nuestros familiares, quince libras al año.
—Entonces, ¿por qué lo llaman benéfico?
—Porque quince libras no son suficientes para la manutención y la enseñanza, y el resto lo cubren las donaciones.
—¿Quién hace las donaciones?
—Diversas damas y caballeros caritativos de esta zona y de Londres.
—¿Quién fue Naomi Brocklehurst?
—La señora que edificó la parte nueva de la casa, tal como pone la lápida, cuyo hijo la supervisa y administra ahora.
—¿Por qué?
—Porque es el tesorero y administrador del establecimiento.
—¿Entonces la casa no es de la señora del reloj, que ordenó que comiéramos pan y queso?
—¿De la señorita Temple? No. ¡Ojalá fuera así! Ella tiene que justificarse ante el señor Brocklehurst por todo lo que hace.
—¿Él vive aquí?
—No, vive en una casa grande, a dos millas de aquí.
—¿Es un buen hombre?
—Es clérigo, y se dice que hace muchas buenas obras.
—¿Y has dicho que la señora alta se llama señorita Temple?
—Sí.
—¿Cómo se llaman las otras profesoras?
—La de la cara colorada se llama señorita Smith y supervisa el trabajo y corta los vestidos y pellizas, pues hacemos nuestra propia ropa. La pequeñita de pelo negro es la señorita Scatcherd, quien enseña historia y gramática y repasa la lección de la segunda clase. Y la del chal, que lleva un pañuelo atado con una cinta amarilla, es madame Pierrot, de Lisle, Francia, y enseña francés.
—¿Te gustan las profesoras?
—Sí, bastante.
—¿Te gusta la pequeñita morena, y la Madame…? No sé pronunciar su nombre como tú.
—La señorita Scatcherd es impaciente y debes tener cuidado de no ofenderla, y madame Pierrot no es mala persona.
—Pero la señorita Temple es la mejor, ¿verdad?
—La señorita Temple es muy buena e inteligente. Está muy por encima de las demás, porque sabe mucho más que ellas.
—¿Tú llevas mucho tiempo aquí?
—Dos años.
—¿Eres huérfana?
—Mi madre se murió.
—¿Eres feliz aquí?
—Haces demasiadas preguntas. Ya te he contestado bastantes, y ahora quiero leer.
Pero en ese momento sonó la campana anunciando la comida, y entramos todas. El olor que llenaba el refectorio no era mucho más apetecible que el que nos había deleitado por la mañana. Sirvieron la comida en dos fuentes enormes de hojalata, que despedían un vaho con fuerte olor a sebo rancio. Descubrí que el rancho consistía en un guiso de patatas mezcladas con extrañas tiras de carne rancia. Distribuyeron un plato bastante abundante de este mejunje a cada alumna. Comí lo que pude y me pregunté si comeríamos igual todos los días.
Inmediatamente después de comer, nos trasladamos al aula, donde se reanudaron las lecciones, que siguieron hasta las cinco.
El único suceso interesante de la tarde fue que vi cómo la chica con la que había hablado en el pórtico fue expulsada de la clase de historia por la señorita Scatcherd, quien la mandó ponerse en el centro de la gran aula. El castigo me pareció extremadamente degradante, en especial para una chica tan mayor, pues debía de tener trece años o más. Esperaba que mostrara señales de aflicción y vergüenza, pero me sorprendió que no llorase ni se ruborizase. Se quedó de pie, seria y tranquila, blanco de todos los ojos. «¿Cómo puede soportarlo con tanta serenidad?» me pregunté. «Yo, en su lugar, quisiera que se me tragara la tierra. Pero ella parece pensar en cosas más allá del castigo y de su situación, en algo lejano que no se ve. He oído hablar de soñar despierto, ¿será eso lo que le sucede? Sus ojos miran el suelo, pero estoy segura de que no lo ve… parece mirar hacia dentro, en su corazón. Creo que mira sus recuerdos, no lo que tiene delante. Me pregunto qué clase de chica es, si buena o mala».
Poco después de las cinco, tomamos otra colación, que consistió en una pequeña taza de café y media rebanada de pan moreno. Devoré el pan y tragué el café con fruición, pero habría comido otro tanto, ya que tenía hambre aún. Luego hubo media hora de recreo y después estudio, seguido del vaso de agua y el trozo de torta de avena, las oraciones y la cama. Así transcurrió mi primer día en Lowood.