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Capítulo 2
ОглавлениеGRIFFIN se estiró y se desembarazó de las sábanas revueltas. Para su sorpresa, se sentía muchísimo mejor que la noche anterior. El dolor de la garganta había desaparecido y tenía la cabeza mucho más despejada. Ni por un minuto atribuyó el milagro al té de hierbas o a la sopa de pollo que había tomado por la noche.
Frunció el ceño al recordar la escena en la puerta principal y cómo su nueva mayordomo había despedido a Aileen Roquette. Si no hubiera sido por Loretta Santana, esa mañana no se habría despertado solo.
Poniéndose en pie, se acercó a la ventana. El sol del sur de California dibujaba unas sombras matinales entre los robles y los pinos que rodeaban su propiedad tiñendo el césped agostado de un brillo dorado. Aunque estaba a menos de una hora del centro de Los Angeles, el Cañón de Tapanga tenía cierto aire rural. A lo largo de la serpenteante carretera de montaña se alineaban casas que variaban desde modestos hogares hasta opulentas mansiones de hasta mil metros de planta. La suya estaba en lo alto de la escala.
Se pasó los dedos por el pelo revuelto y bajó la vista hacia la terraza de madera que rodeaba tres cuartas partes de la casa y se cernía sobre el cañón. En una columna de fría luz invernal, vio a Loretta cruzada de piernas mirando hacia las colinas en la distancia.
Los labios de Griffin se arquearon en un atisbo de sonrisa. Bajo aquella luz, parecía un cruce entre una delicada ninfa de los bosques y una rechoncha imagen de Buda. Sombrío, recordó que tendría que buscar la forma de devolverla de donde había llegado.
Agarró un par de pantalones cortos, se los puso y salió a la terraza. El suave aire le acarició las piernas y el pecho desnudos con la promesa de un día mucho más cálido aunque el calendario indicaba que estaban sólo en diciembre.
Apoyándose contra la barandilla, se cruzó los brazos contra el pecho.
–¿Meditas todas las mañanas?
Ella abrió los ojos lentamente y esbozó una débil sonrisa. «Unos labios que apetecía besar», pensó él pillado por sorpresa ante su actitud serena.
–Aprendí a meditar cuando estuve trabajando temporalmente para la Asociación Psíquica Trascendental. La técnica es realmente eficaz para evitar que se libren los radicales –frunció el ceño y se encogió de hombros–. O quizá se supone que deben escapar. Me he olvidado de lo que es, pero de todas formas, la meditación sienta bien.
Griffin tenía la clara impresión de que Loretta hablaba en un lenguaje enteramente diferente del suyo.
–¿Es en esa sociedad en la que aprendiste lo de los iones y oxidantes?
–No, lo aprendí cuando estuve trabajando en un herbolario.
Loretta intentó levantarse, pero no consiguió el impulso adecuado y Griffin la asió por el brazo para ayudarla. Sus huesos eran muy delicados. ¿Cómo podría aguantar el peso extra del niño? Se sorprendió de nuevo de su fuerza oculta y se sintió un poco asustado por los riesgos que pudiera conllevar el embarazo.
¿Por qué diablos habría aparecido a la puerta de su casa?
–Gracias –dijo ella sonrojándose levemente antes de apartar la vista y sacudirse las mallas–. Probablemente habría aprendido más, pero me despidieron hace dos semanas.
–¿Del herbolario?
Asintiendo, ella sonrió sin vergüenza.
–Me pillaron comiendo patatas de una hamburguesería en la trastienda.
Él lanzó una carcajada.
–Eso parece un poco sacrílego para ellos.
–Sin embargo, deberían haberme dado una segunda oportunidad –prosiguió ella con seriedad–. Solo llevaba allí dos semanas y no pueden esperar que una persona abandone la comida basura si está acostumbrada a ella en tan poco tiempo. ¡Si hasta prohibían el chocolate!
–Probablemente tendrían que mantener sus normas.
–Eso es lo que me dijeron –se encogió de hombros inconsciente de cómo el gesto hacía balancearse sus senos de una forma intrigante–. Le prepararé el desayuno ahora. He exprimido a mano naranjas y he salido pronto a comprar papayas y fresas para mezclarlas. Eso le pondrá las encimas de nuevo en forma.
–Me encuentro bien esta mañana –aunque tuvo una extraña reacción ante su referencia a exprimir a mano que no tenía nada que ver con el zumo de naranjas–. ¿Por qué no me traes solo una taza de café y charlamos aquí un minuto?
–¿Café?
Loretta enarcó las cejas con gesto de censura.
–Sí, café y con cafeína por favor. Si te ofende que te lo pida, me lo puedo preparar yo mismo.
–¡Por supuesto que no me ofende! Me enseñaron…
–En tus clases aceleradas de mayordomo. Café, Loretta. Ahora.
Loretta se apresuró a ir a la cocina. Toda la calma que había conseguido a través de la meditación había volado al ver aparecer a Griffin en la terraza.
Un hombre debería ser más consciente como para presentarse ante una mujer a primera hora de la mañana casi desnudo. Y después empezar a dar órdenes. ¡Por Dios bendito! ¿Cómo iba a concentrarse mientras miraba aquel ancho torso con sus fascinantes regueros de vello rizado? ¿O cuando había mirado de reojo sus musculosas piernas cubiertas por el mismo vello castaño? Ella no era una santa. Por Dios, aquel hombre le daba ideas que no debería siquiera considerar en su avanzado estado de embarazo. De ninguna manera, se recordó mientras intentaba olvidar la cálida sensación de sus manos en su codo para enderezarla.
Ella sabía que su jefe era un multimillonario, lo que no la preocupaba de ninguna manera. El hecho de que todas las revistas estuvieran plagadas de fotos suyas definiéndolo como un donjuán, eso sí la preocupaba. Quizá no hubiera reconocido su nombre o su cara al instante, pero lo había sabido cuando la señorita pelirroja con cara de muñeca había aparecido a su puerta.
Algún impulso protector le había hecho desear darle a aquella mujer con la puerta en las narices. Él se merecía algo mejor que una actriz mediocre. Griffin Jones tendría que discriminar más a las mujeres con las que saliera mientras Loretta fuera su empleada. Sin duda con el tiempo le daría las gracias.
Lo que no tendría oportunidad de hacer si no le preparaba el desayuno en el acto y la despedía antes de conseguir su dosis de cafeína diaria. Rodgers le había indicado que su jefe podía ser un poco gruñón hasta tomar su café. Loretta no quería arriesgarse.
Unos minutos más tarde, salió con la bandeja cargada con una generosa cafetera de café negro, zumo y muffins integrales caseros. Ya era el momento de impresionar a su jefe.
–Aquí tiene, señor. El comienzo perfecto para su día. Cincuenta y dos por ciento de sus necesidades diarias de vitaminas A, C, E y B.
–Tiene un aspecto delicioso –Griffin le hizo un gesto para que se sentara. El desayuno tenía muy buen aspecto y olía aún mejor. Dio un sorbo a su café. La cafeína lo despertó en seco y se relajó de momento para contemplar el paisaje incluyendo a su mayordomo de ojos castaños–. ¿No vas a comer?
–Ya he desayunado hace siglos. Normalmente soy muy madrugadora.
–Ya veo –dio un mordisco a uno de los muffin y observó salir el vapor. Loretta podría no ser aceptable para una tienda de comida naturista, pero se le daba de maravilla hornear pan–. ¿Vives en alguna parte, Loretta? Quiero decir, ¿tienes un apartamento cuando estás… bueno, cuando no estás aquí?
–Tenía uno. Después de la muerte de Isabella lo dejé porque sabía que necesitaría el dinero extra. Me volví a vivir con mi madre.
–Entonces tenía un sitio donde ir si él la despedía.
–Por supuesto, cuando me enteré de que tendría este trabajo y que viviría aquí, le dejé la habitación a mi sobrina Patrice y a su marido. Tienen tres niños más uno en camino y necesitaban un sitio mientras les remodelaban la casa. Tenían que hacer más habitaciones, ¿comprende?
–Entonces la casa de tu madre debe estar bastante invadida si han ido cinco personas más.
–No está tan mal. Aunque por supuesto, tiene a Enrico allí. Enrico es mi hermano pequeño y todavía está en el colegio. Y a la tía Luisa, que ha vivido con nosotros toda la vida. Es mi tía abuela. Una mujer maravillosa que hace preciosos bolillos.
–¿Bolillos?
–Es como el encaje pero más fuerte. Nos ha hecho el ajuar a todas las hermanas.
Él asintió como si entendiera, aunque no entendía nada.
–O sea que si te fueras a casa ahora…
–Tendría que dormir en el sofá.
Griffin cerró los ojos. Una mujer embarazada no debería dormir en un sofá. No podía ser saludable. Apuró el resto del café con desesperación.
–¿Quiere un poco más?
–Sí, por favor.
Fue más un gemido que una respuesta. ¡Maldición! Él era un ejecutivo que dirigía una corporación multimillonaria con tiendas de minoristas en diez estados. Aquella pequeña mujer abandonada no debería desequilibrarlo tanto con sus historias fantasmagóricas, sus radicales libres y la sensación de sentirse responsable de ella. Quizá debería contratarla en una de sus tiendas. Así al menos no la tendría delante.
–Dime, Loretta. ¿Sabes algo de ordenadores?
Ella sirvió el café.
–¡Oh, claro! Bastante ¿Qué quiere saber?
Griffin sintió una oleada de alivio. Había una forma de deshacerse del lío en que estaba metido.
–Juego al Nintendo con mi sobrino todo el tiempo –continuó ella animada–. Por supuesto, me gana la mayoría de las veces, pero voy mejorando.
Miró a Griffin con tanto entusiasmo que él no quiso estropear su ánimo. Pero, ¿en qué diablos iba a graduarse con ciento treinta y tantas unidades sin saber nada de ordenadores? A menos que lo estuviera inventando.
–¿Cuándo esperas el bebé? –preguntó con sensación de impotencia.
No había forma de librarse de aquella mujer.
–Dentro de cuatro semanas. Y solo me quedan tres semanas para conseguir el seguro que necesito. ¿Ve lo bien que salen las cosas cuando Dios se pone de tu lado?
El dolor de cabeza que había sido solo una leve amenaza la noche anterior empezaba a ser insoportable.
–Tienes razón –se levantó de la mesa–. Me voy a la oficina.
–¿En sábado?
–Sí, en sábado.
Aunque hubiera sido el día de Navidad hubiera ido a trabajar para librarse de la locura que había invadido su casa. Sospechaba que su tío Matt y su empresa estaban desviando envíos de Compuware a sus tiendas Compuworks. Necesitaba revisar los pedidos y comprobar la posibilidad de tener un espía en su propia empresa. Las vacaciones eran la estación de más trabajo y las ventas del mes anterior a la Navidad un importante porcentaje de las ganancias anuales. Las pérdidas en esa época no podrían compensarse después. La industria cambiaba demasiado aprisa para segundas oportunidades.
Loretta se levantó con torpeza debido a su abultado abdomen.
–Metí su coche en el garaje anoche. Rodgers me dijo que no debía dejarlo fuera. Por los ladrones y vándalos, ya sabe.
–Sí, gracias. Esta noche llegaré tarde. No te molestes en prepararme la cena.
Con un poco de suerte podría recuperar la oportunidad con Aileen.
Una vez arriba se duchó, afeitó y vistió de forma desenfadada. Odiaba los trajes, pero su trabajo los requería para tratar con los suministradores. Pero no en sábado.
Con sensación de refresco, bajó las escaleras, apretó el botón del garaje y se quedó mirando con desmayo la abolladura en el guardabarros y el faro roto de su lujoso Mercedes 450SL.
–¡Loretta! –gritó.
Loretta parpadeó. Ya sabía que iba a gritarle, pero no tenía por qué gustarle.
–¡Voy! –apresuró su paso balanceante hasta casi una carrera al garaje.
No podía recordar haber visto a un hombre chispear antes, todas las líneas y hendiduras de su cara se habían convertido en una máscara de furia.
–¿Te importaría contarme lo que le ha pasado a mi coche? ¿A mi coche clásico? –añadió con tensión.
–No quiero que se preocupe por nada, señor Jones. Mi hermano me ha prometido que lo arreglará…
–¿Por qué no me has contado que prácticamente has destrozado mi coche?
–Ahora, si se calma, señor Jones. Sus electrolitos se van a poner por las nubes…
–¡Señorita Santana!
Ella tragó con fuerza.
–Sí, señor.
–Quiero saber cómo ha conseguido hacer tanto daño a mi coche solo por moverlo unos metros para meterlo en el garaje.
–No conseguí encontrar el interruptor.
Él la miró si entender.
–¿Qué interruptor?
–El de los faros, por supuesto. Nunca había conducido un Mercedes antes y cuando intenté meterlo en el garaje, según las instrucciones claras de Rodgers, se me enganchó el pie en el dobladillo del camisón. Estaba intentando desengancharlo cuando tropecé con el pedal del acelerador con el otro pie. Entonces fue cuando esa palmera del tiesto casi cayó encima del coche.
Griffin cerró los ojos e inspiró con intensidad. No iba a perder los nervios. Ni iba a pensar en Loretta correteando en mitad de la noche en camisón.
–De verdad que no tiene que preocuparse por nada –le aseguró ella–. Roberto llegará en cualquier minuto para recoger su coche.
–¿Roberto?
–Mi hermano. Hace maravillas en reparaciones de coches. Su Mercedes quedará como nuevo en un abrir y cerrar de ojos.
–Creo que preferiría llevarlo al vendedor de coches clásicos. Gracias, de todas formas.
–Ah, pero Roberto solo le cobrará la mitad que esos vendedores de lujo.
–Tengo seguro.
–Mayor motivo para dejar que Roberto le haga el trabajo. Una tienda de esas le cobrará una buena factura y le subirían la póliza del seguro. Acabará pagando dos o tres veces lo que le pagaría a Roberto.
Griffin sabía que había algún punto débil en aquel razonamiento suyo, pero en el momento no se le ocurría cuál era. La imagen de ella danzando por el garaje con un camisón transparente era como una cinta de vídeo que se repetía en su cerebro.
–Además, Roberto es de la familia –dijo con la misma finalidad con que un arqueólogo hubiera anunciado que acababa de descubrir los papiros del Mar Muerto.
Griffin contempló de nuevo el parachoques abollado y el faro.
–¿Cuándo llegará tu hermano?
–En cualquier momento. Tenía que arreglar primero su grúa.
De alguna manera aquello no le inspiraba mucha confianza, pero no tenía ni la energía ni el tiempo de quedarse toda la mañana discutiendo con su mayordomo embarazada acerca de quién iba a reparar su coche, el único que tenía en el momento.
–Mira, tengo que ir a la oficina. Llamaré a un taxi.
–No sea tonto. Puede usar mi coche. No voy a salir a ninguna parte hoy.
Él siguió su mirada hacia el extremo del garaje de cuatro plazas. Un utilitario ruinoso estaba aparcado ante la última puerta. Por lo que podía ver, el vehículo había sido ensamblado con piezas de un desguace. Los laterales eran de diferentes colores y hasta la puerta del maletero estaba atada con una cuerda. No debería haber vendido nunca su Rolls…
–¿Funciona?
–¡Oh, claro! Como un bólido. Roberto me lo revisa cada poco.
Ella sacó una llave de su bolsillo justo cuando una grúa avanzaba rugiendo por el sendero con un humo muy oscuro tras ella. El conductor dio marcha atrás para dejar la parte trasera mirando al frente del vehículo dañado.
Griffin tosió por los humos.
–Quizá deberíamos pasar al plan B.
–Le hará un trabajo maravilloso. Ya lo verá.
Acercándose apresurada a la grúa, Loretta dio un fuerte abrazo a su hermano cuando saltó.
–Hola, hermanita. ¿Es este el tipo con el que estás viviendo?
–No estoy viviendo con él, al menos no en el sentido en que tú dices –protestó ella.
–Sí, bueno, mamá no está muy contenta de que te hayas venido a vivir con un extraño. Deberías estar en casa para que pueda echarte un vistazo.
–No hay sitio ahora que Patrice está viviendo en casa. Además, necesito el dinero.
–Da igual, no me parece bien que estés enganchada con un hombre al que nadie conoce.
–No estoy enganchada con él. Soy su mayordomo. Además, él tiene tantas novias que no tenía tiempo para mí, incluso aunque yo estuviera interesada, que no lo estoy.
De ninguna manera podría competir Loretta con una mujer como aquella pelirroja. Y tampoco era que quisiera. Y dado su avanzado estado no pensaba que ningún hombre, y mucho menos un play boy multimillonario, se fijara en ella. Incluso aunque a ella le hubiera gustado, que no era el caso.
–Cualquier tipo tendría suerte de conseguirte, hermanita. Todo el mundo en la familia lo dice –Roberto saludó con la mano a Griffin y lo llamó–. Engancharé sus ruedas y saldré de aquí en un minuto.
–Bien –dijo Griffin–. Pero tenga cuidado. No quiero que le haga más daño del que ya ha recibido.
–No hay problema. Ya que es amigo de Lori, le haré una revisión gratuita. Con otro saludo se metió bajo el Mercedes para enganchar el cable de la grúa dejando solo los pantalones azules del mono a la vista.
Griffin se acercó más.
–Mire, todavía creo que sería más prudente llamar a la casa que me lo vendió. No quisiera…
–Se preocupa demasiado, señor Jones. Roberto es prácticamente un genio con los coches.
Su jefe no parecía convencido.
Roberto emergió de debajo del Mercedes y se puso en pie.
–Es un pastelito –dijo con una pícara sonrisa.
Apretó el interruptor del ascensor hidráulico y se apartó para mirar. Lentamente la parte trasera del coche empezó a elevarse hacia la grúa. Era un precioso deportivo, de color azul metalizado con muchos cromados, un color que hacía juego con los atractivos ojos de su dueño, no pudo evitar pensar Loretta.
La tensión de Griffin era más palpable con cada centímetro que el coche se elevaba. Debería aumentar su dosis de vitamina E, concluyó Loretta. O quizá fuera la B la que necesitara. Se aseguraría de suministrarle abundante ración de ambas. Era evidente que sufría demasiada tensión en su vida.
En el instante en que se le ocurrió la idea, algo falló con el ascensor hidráulico. Con un siseo, el aceite se derramó por encima del reluciente capó del Mercedes hasta caer al cemento. El coche tembló de forma precaria un momento antes de caer con un crujido y su parte trasera chocó con el parachoques industrial de la grúa.
El metal crujió y el parachoques del Mercedes se retorció soltándose y doblándose en un extraño ángulo. Estremeciéndose, Loretta deseó que se la tragara la tierra, aunque por la furiosa mirada de Griffin, el agujero tendría que ser tan profundo como para llegar hasta China para escapar de su furia.