Читать книгу El cofre de Nadie - Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat) - Страница 6

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Y duermen hasta que el sol aparece. Nadia se gira y esconde la cabeza cuando la luz le da en la cara, busca el hueco para dormirse de nuevo, pero de pronto recuerda quién estaba en su salón cuando se quedó dormida y se levanta. Intenta no molestar a Érika y baja las escaleras restregándose los ojos y temiendo encontrarse un paisaje de fiesta descontrolada, desconocidos dormidos en su sofá, vasos rotos o cualquier otro desastre. Tarda unos segundos en darse cuenta de que no hay nadie más que ellas en la casa. Todo está mucho más recogido de lo que temía. Enciende la cafetera, saca el sirope y amontona junto a la batidora huevos, harina, mantequilla, levadura, azúcar, leche. No encuentra la canela, pero lo mezcla todo y tararea mientras prepara el desayuno. Durante un momento, cuando cuenta las cucharadas de azúcar, siente una punzada de culpa por preparar un desayuno gordo sin estar su padre, y luego se acuerda de las camas balinesas con velos blancos frente al mar y se le pasa.

Oye a Érika bajando la escalera. Va descalza, pero aun así Nadia escucha cada paso. Vuelca un poco de masa en la sartén y se gira sonriendo para darles los buenos días.

–Voy a matar a Lola.

Érika tiene el teléfono en la mano y le muestra una fotografía.

–Lo ha subido a Instagram, la mato.

Nadia se acerca, toma el teléfono y mira. Son ellas dos durmiendo sobre la colcha, con el cofre junto a la almohada. Lee los comentarios, los piropos y los emoticonos de sorpresa, las tres caras con corazones en los ojos que ha dejado Hugo. El olor a quemado llega demasiado tarde.

–¡Mierda! El desayuno gordo. Eso sí es motivo para matar a alguien.

Apagan el fuego y abren la ventana para que se vaya el humo.

–Yo friego la sartén –dice Érika.

Pero no tienen ganas. Suben a cambiarse para salir a desayunar y hablan en voz alta de un cuarto al otro. El móvil de Nadia, sobre la mesita, tiene la luz azul de un mensaje de WhatsApp.

«Estáis preciosas».

Es Hugo.

Contesta con la misma cara de corazones y termina de vestirse. Érika aparece en la puerta de su habitación con un pantalón y una camiseta idénticos a los que llevaba un rato antes, aunque menos arrugados.

–Nadie va a creer por esa foto que tú y yo... que tú... –por primera vez desde que la conoce, Érika se ha quedado sin palabras.

–¡Venga ya! Me fastidia que haya subido hasta aquí y que ponga una foto sin pedir permiso. Pero, oye –le da un golpecito en el hombro–, ahora no dirás que no te hace caso.

No hay sonrisas ni bromas ni comentarios graciosos como respuesta. Solo unos ojos azules enmarcados en pelo blanco. Parece tan frágil que dan ganas de abrazarla.

–Escúchame –dice Nadia, y le sujeta la barbilla para que levante la vista–. Esa foto no tiene ninguna importancia, ya está, olvídala.

–No soy buena eligiendo, ¿eh?

–Bah, las he visto peores. Yo ya le he perdonado lo de la foto y lo del cofre y que sea tan idiota. ¿Sabes qué no voy a perdonarle nunca?

Érika dice que no con la cabeza.

–Las tortitas.

Camino de la chocolatería, Érika le cuenta quién era quién en la fiesta de la tarde anterior. El chico que fumaba, la pequeñita de los vaqueros rosas, el guapo de las deportivas plateadas y la sudadera de superhéroe, la pareja que no se soltó de la mano en ningún momento.

–¿Todos son amigos tuyos?

–Bueno, amigos amigos... Gente del instituto, del barrio, gente con la que me muevo, alguno que vio la foto del Insta...

–Yo solo tengo un amigo. Se llama Hugo.

–Lo conozco. De fotos y eso. Lo vi en una contigo y lo seguí y luego él me siguió a mí y otro par de chicos de tu instituto... Y así llegué a Lola.

–Mierda, al final va a ser mi culpa.

El olor a chocolate lo inunda todo cuando abren la puerta de la cafetería.

No son las tortitas de casa, pero el efecto es el mismo. Revisan los comentarios que han ido dejado los amigos de una y otra. En realidad, los amigos de Érika, porque más allá de Hugo, Nadia se relaciona poco.

–¿Este quién es? –dice Érika.

Señala un comentario y, antes de que Nadia pueda ver qué hay escrito, Érika ha abierto el perfil. En la fotografía solo aparece una máscara de madera.

–Mario, no dice más.

Nadia hace memoria, porque el nombre le suena. Rebaña el chocolate del plato con el último trozo de tortita y, con la boca llena, dice:

–Ah, ya. El que me preguntó por el cofre.

Le cuenta que estaba hablando con él cuando llegó Lola y trata de disimular que hasta le cuesta pronunciar su nombre sin enfadarse.

–¿No es amigo tuyo?

Érika niega con la cabeza. Revisan las fotos que han puesto sus amigos y sigue explicándole a Nadia quién es quién. Le repite nombres y apodos que ella olvida y mezcla en cuanto los oye.

–¡Este, este! –dice Nadia señalando el teléfono.

Érika amplía la foto del salón y la mueve con los dedos hasta que la cara de Mario ocupa casi toda la pantalla.

–No tengo ni idea.

–Ya. ¿Qué es lo que ha puesto?

Érika vuelve a la fotografía de ellas dos en la cama y desliza el dedo hasta que da con el comentario.

«Tres joyas únicas, irrepetibles».

–Anda ya, parece un anuncio de la Galería del Coleccionista –dice Érika.

–¿Tres? ¿Tú, yo y el fantasma?

–No, mujer, será tú, yo y el cofre.

El teléfono sigue sobre la mesa cuando aparece un comentario nuevo justo debajo de la frase de Mario:

«A cualquier cosa llamas joya».

Ninguna de las dos parece sorprendida al ver el nombre de Lola.

–Qué maja es, oye. No me extraña nada que te guste tanto.

Se arrepiente nada más decirlo porque Érika ha vuelto a esa sonrisa triste del día anterior, así que cambia de tema, le pregunta por la parejita empalagosa y la anima a que le cuente los cotilleos de sus amigos, aunque no sea capaz de retener ni un nombre.

Siguen charlando hasta que la mesa vibra un poco. El teléfono de Nadia está bocabajo, así que lo gira y encuentra la notificación de un mensaje directo. Es Mario. Le ha enviado una fotografía de un cofre parecido al suyo, pero viejo y sucio y roto.

«De verdad es una joya».

Vuelve a colocar el teléfono bocabajo en la mesa.

–¿Algo interesante? –dice Érika.

Nadia duda un momento.

–No, qué va –dice al fin–. Hugo, ya sabes.

Y busca en la boca el recuerdo del chocolate para tapar el sabor amargo que le deja la culpa.

El cofre de Nadie

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